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voluntad de actuar en favor del bien del pueblo, pero reservándose la capacidad de decisión. El lema «todo para el pueblo, pero sin el pueblo» define perfectamente el carácter del Despotismo Ilustrado. Su política reformista se caracterizó por la racionalización de la administración del Estado, la reforma de la enseñanza, la modernización de la agricultura, el desarrollo de las manufacturas y la liberalización parcial de la producción y el comercio. De todas maneras, las posibilidades de esta experiencia reformista resultaban muy limitadas. No era posible reformar la economía y mantener intacta la sociedad estamental y el poder absoluto. Las contradicciones de esta vía reformista abrieron la puerta a la época de las grandes revoluciones liberales del sigo XIX.
Las trece colonias inglesas, establecidas en la costa Este de América del Norte, protagonizaron en el siglo XVIII la primera insurrección colonial contra una metrópoli, y constituyeron el primer ejemplo de gobierno fundado sobre los principios de igualdad y libertad. Los habitantes de estas colonias, conocedores del proceso político de Gran Bretaña y animados por las ideas de igualdad, libertad y tolerancia que les llegaban de la Europa ilustrada, se enfrentaron a la metrópoli en defensa de sus intereses y de sus derechos. Los colonos americanos no estaban de acuerdo con las tasas e impuestos, así como tampoco con el monopolio comercial que Gran Bretaña ejercía sobre su territorio. Como la ley no les otorgaba ninguna representación en el Parlamento de Londres, declararon su intención de no obedecer unas leyes que no habían sido votadas por sus representantes. El 4 de julio de 1776, delegados de las treces colonias, reunidos en Filadelfia, redactaron la Declaración de Independencia de Estados Unidos de América, cuyo preámbulo fue escrito por Thomas Jefferson. Dicha declaración expresa los principios que impulsaron su revuelta: el derecho de todas las personas a la libertad y la búsqueda de la felicidad, y el deber de los gobernantes de respetar los «derechos inalienables» del pueblo.
La guerra contra la metrópoli fue larga y los insurgentes contaron con la ayuda de voluntarios europeos, entusiasmados por sus ideas de libertad. Gran Bretaña no reconoció la independencia del territorio americano hasta 1783, tras la derrota de Yorktown.
George Washington, un general que lideraba el ejército insugerente, fue proclamado primer presidente de los Estados Unidos de América. En 1787, el nuevo Estado americano redactó la primera Constitución escrita de la historia. El texto constitucional aseguraba la separación y el equilibrio de poderes, establecía una forma de gobierno republicana, con amplios poderes para el presidente, y una estructura federal, pues los territorios del nuevo país tenían amplia capacidad de autogobierno. Por encima de los Estados, se situaba el gobierno federal, responsable de los asuntos exteriores, de la defensa, de las finanzas y de la moneda del nuevo país. La Constitución se completaba con una
Declaración de Derechos que garantizaba la libertad de religión, de prensa, de expresión, de reunión y el derecho a ser juzgado por un jurado. Asimismo, nadie podía ser privado de su vida, de su libertad o de su propiedad, sin un procedimiento judicial. Esta aplicación práctica de los principios del liberalismo político explica el impacto de la Revolución americana en el resto del mundo. En Europa, los «vientos de libertad» de América reforzaron los sentimientos de hostilidad contra la monarquía absoluta.
El último rey de la casa de Austria, Carlos II, murió en 1700 sin descendientes. Nombró heredero a su sobrino-nieto, el príncipe francés Felipe de Borbón. La proclamación de Felipe V como rey, en 1700, significó la implantación en España de la dinastía borbónica y la introducción del modelo absolutista francés.
Una parte de las potencias europeas se oponían al nuevo monarca español, ya que significaba un fortalecimiento de los Borbones en Europa. Muy pronto, Gran Bretaña, Holanda, Portugal y el Imperio austríaco declararon la guerra a Francia y a España. El candidato que opusieron a Felipe V fue el archiduque Carlos de Austria.
Este enfrentamiento dio origen a la Guerra de Sucesión que, además de un conflicto internaconal, fue también un conflicto interno en España.
Castilla se mostró, en general, fiel al monarca borbónico. En cambio, la mayoría de los territorios de la Corona de Aragón respaldaron al candidato austríaco, temerosos de que se les privase de sus fueros.
En el interior, la guerra fue favorable a las tropas felipistas que lograron la victoria en la batalla de Almansa (1707), tras la cual ocuparon Valencia y Aragón. En 1713, el archiduque Carlos heredó la Corona de Austria al morir su hermano. Temerosa ahora del excesivo poder de los Habsburgo, Gran Bretaña y Holanda retiraron su apoyo al archiduque Carlos y firmaron el Tratado de Utrecht (1713) que puso fin al conflicto internacional y reconoció a Felipe V como rey de España. Los territorios europeos de la monarquía española pasaron a Austria. Gran Bretaña obtuvo Gibraltar y la isla de Menorca, ocupada hasta 1802. Las Cortes del Principado de Cataluña resistieron a las tropas del rey Felipe V, que ocuparon la ciudad de Barcelona, tras catorce meses de sitio, el 11 de septiembre de 1714.
Los primero Borbones españoles siguieron el ejemplo de sus parientes e implantaron el modelo de absolutismo centralista francés. Todos los poderes residían en el monarca y las Cortes quedaron casi anuladas. Para gobernar, el rey se ayudaba de unos asesores o secretarios, nombrados directamente por el monarca y se reunían en el Gabinete, antecedente del Consejo de Ministros. Las Cortes desaparecieron, excepto las castellanas, y la labor legislativa dependía exclusivamente de las instituciones directamente controladas por el monarca. Los Consejos se mantuvieron, especialmente el de Castilla, pero su función era meramente consultiva.
Además de centralizar todo el poder en sus manos, los