Portada » Filosofía » Teoria de la iluminacion de san agustin de hipona resumen
Para exponer el problema de la moral en San Agustín empezaremos diciendo que, al igual que las éticas griegas, la ética agustiniana tiene un carácter eudamonista: su principal objetivo es alcanzar la felicidad. Pero de acuerdo con la concepción cristiana, San Agustín sostiene que tal felicidad sólo se puede alcanzar en Dios, ya que la felicidad consiste en el logro y posesión de un objeto de rango superior al ser humano, mutable e imperfecto frente a la perfección e inmutabilidad de Dios. Además, Dios ha puesto en el hombre la ley divina y desea que éste se oriente hacia él guiando su voluntad por los principios prácticos de esta ley. Por otra parte, el amor es para San Agustín el sentimiento que debe guiar tanto nuestra actuación frente a los demás como la búsqueda de Dios, pues, conforme a las enseñanzas de Cristo, la vida buena se desarrolla desde el amor a Dios y al prójimo.
Siguiendo los principios cristianos, San Agustín defiende que el hombre ha sido creado libre, es decir, que está dotado de libre albedrío y por ello posee la capacidad para volverse hacia Dios o apartarse de él. Pero desde el momento en que comete el pecado original, se convierte en un ser caído que conserva un libre albedrío frágil para elegir lo que debe, que es amar a Dios. A consecuencia de este pecado original, el hombre suele hacer un mal uso de su libre albedrío, apartándose del verdadero y auténtico Bien inmutable para desear bienes mudables y perecederos. De ese mal uso que el hombre hace de su libre albedrío apartándose del bien y volviéndose esclavo de su cuerpo, nace el mal, que San Agustín, en contraposición al maniqueísmo, entiende como privación o ausencia del bien. Por tanto, el hombre, y no Dios, es el responsable del mal moral o del pecado. Frente al libre albedrío, San Agustín plantea que la verdadera libertad humana consiste en hacer un buen uso del libre albedrío eligiendo orientarse hacia Dios. Ahora bien, San Agustín insiste en que el ser humano no es capaz de conseguir por sí mismo esa deseada participación en el Bien inmutable que es Dios que le conducirá a la felicidad. Para alcanzar a Dios, el ser humano necesita de la intervención de la gracia divina, que es un socorro o ayuda puesta por Dios a disposición del libre albedrío. No obstante, la gracia divina no elimina el libre albedrío. Si bien es cierto que Dios ha puesto en el hombre la ley divina, el hombre es libre de aceptarla o de alejarse de Dios. Pero si el hombre elige orientarse hacia Dios, la gracia divina cooperará con su libre albedrío para ayudarle a actuar bien, ya que no es posible hacer el bien sin ese don de Dios.
Esta concepción ética se inserta dentro de su concepción antropológica, dualista por su inspiración platónica: el ser humano es un ser creado que consiste en la unión de dos realidades, el cuerpo y el alma. A diferencia del cuerpo, material y mortal, el alma es espiritual e inmortal. Es superior al cuerpo, aunque su unión con él es natural. Sobre la cuestión del origen del alma, San Agustín plantea que el alma fue creada por Dios en el primer hombre. De la psicología agustiniana destaca el papel que concede a la memoria en la construcción de la identidad personal y la importancia del amor como fuerza que mueve al ser humano.
El ser humano ocupa un lugar privilegiado dentro de la creación porque posee un alma racional capaz de conocer, y por ello puede aspirar al conocimiento de Dios. No obstante, San Agustín advierte que la razón no se basta a sí misma para alcanzar la verdad. La razón prepara para la fe, pero para comprender es necesaria la fe. Las Sagradas Escrituras constituyen la legítima autoridad, (en ellas la verdad ha sido revelada a los hombres), y la razón debe ayudarnos a comprender los contenidos de la fe. En este sentido, razón y fe son complementarias, pero la razón se halla supeditada a la fe.
Siguiendo a Platón, San Agustín distingue diferentes niveles de conocimiento: 1) El hombre comparte con los animales el conocimiento sensible, que es un conocimiento inseguro. 2) A diferencia de los animales, el ser humano es capaz de un conocimiento racional, que surge cuando nuestros sentidos captan un objeto sensible y nuestra mente reconoce su forma, identificándolo con una idea. 3) Ahora bien, el conocimiento de estas ideas, de carácter eterno e inmutable, no procede de los sentidos, sino que se produce por medio de una contemplación sólo posible por la iluminación divina: la luz de Dios ilumina las ideas inmutables en el alma, de manera que las ideas surgen en nuestra mente por irradiación a partir de su presencia en la mente de Dios.
Sobre la cuestión de Dios, la filosofía de San Agustín trata dos aspectos, su existencia y su naturaleza divina: a) La presencia de verdades necesarias, eternas e inmutables en el interior del ser humano exige la existencia de un ser necesario, eterno e inmutable que explique su origen. Las ideas, como formas permanentes e invariables de las cosas, están contenidas en la mente divina y su conocimiento a partir de la iluminación es para San Agustín la prueba más clara de la existencia de Dios; b) Por otra parte, para San Agustín la naturaleza de Dios es inefable, es decir, está más allá de lo que podemos comprender y expresar con palabras. Dios es, además, el creador del mundo de acuerdo con las ideas o arquetipos residentes en su mente, que son las llamadas “razones germinales”. Dicha creación acontece a partir de la nada, fuera del tiempo, y por la libre voluntad de Dios.
Por último, señalemos que en su obra “Ciudad de Dios”, San Agustín plantea que desde el principio de la historia, dos ciudades conviven en el mundo: la ciudad de Dios, fundada por individuos que aman a Dios, y la ciudad terrenal, compuesta por quienes sólo se aman a sí mismos. La historia humana representa una lucha permanente entre estas dos ciudades y al final de los tiempos tendrá lugar el triunfo definitivo de la ciudad de Dios. Pero estas dos ciudades no representan ninguna realidad concreta en el espacio y el tiempo: son dos tipos ideales que definen la dialéctica que mueve el curso de la historia. La realización progresiva de la ciudad de Dios es lo que determina el sentido de la historia.