Portada » Religión » Simbolos que representan a la iglesia
La palabra misterio aparece en el AT con el sentido ético de
algo secreto que debe conservarse como tal (Ecl 27, 16.17.21; Tob 12, 7.11; 2
Mac 13, 21), o también como algo secreto que, para ser conocido, debe der
revelado o manifestado (Jud 2,2).
En el libro de la Sabiduría (14, 15.23) encontramos ya el
término misterio con un carácter religioso, pero más interesantes son otros
pasajes de este libro (2, 22-24; 6, 22 y 7,25) en los que el vocablo se aplica
a realidades trascendentes que son objeto de revelación. En ellos el término
tiene un valor teológico, con connotaciones claramente escatológicas (el tiempo
venidero) que hacen referencia a los designios de Dios sobre el hombre.
Este carácter teológico aparece más abiertamente en el libro
2º de Daniel, que identifica el misterio con el designio de Dios que el
conocimiento humano no puede alcanzar, designio que conduce la historia hacia
un Reino en el que ésta adquiere su sentido último.
En el NT encontramos también, en los sinópticos, la palabra
misterio identificada, como en Daniel, con el Reino de Dios, que estaba en su
mente desde la creación, pero que en tiempo de los apóstoles, ya ha comenzado a
llegar con Jesús, el Cristo, el Mesías.
Pero es Pablo, que junto a una profunda reflexión teológica
de los procesos de la muerte y la resurrección de Cristo, es el primero que
manifiesta una conciencia refleja de la Iglesia, de su naturaleza y de sus
fines, donde encontramos una abundante y rica aportación a la visión de la
Iglesia como misterio, es decir, como manifestación del designio de Dios en la
historia y en la realidad humana.
En los escritos de Pablo aparece de forma reiterada la
palabra misterio en relación con el establecimiento del Reino de Dios, es
decir, con el designio divino antes oculto y ahora revelado en Jesucristo. Si
tenemos en cuenta que la expresión Reino de Dios es de uso menos frecuente en
Pablo que en los sinópticos y que Pablo identifica el establecimiento del Reino
con la recapitulación de todas las cosas en Cristo, es
evidente que el misterio asume en Pablo, de forma aún más explícita que en los
sinópticos, un contenido cristológico.
Pero es en la carta a los Efesios donde todos los temas
involucrados en el concepto de misterio se concentran y alcanzan su máxima explicitación.
En el capítulo 1 Pablo presenta, encuadrada en un marco trinitario, una visión
global del misterio: Cristo el todo y la Iglesia en el misterio del Padre. En
el capítulo 2 se destaca un aspecto particular: el tema de los judíos y los
gentiles, los dos sectores de la humanidad que han sido reconciliados con Dios
y entre sí mismos, en Cristo, configurando un solo hombre nuevo, un solo
cuerpo, una única familia de Dios, un único templo del Espíritu. Y en el
capítulo 3 encontramos reunidos todos los elementos para encuadrar una síntesis
de los diversos aspectos del misterio. Un estudio detenido de Efesios permite
afirmar que para Pablo el designio de Dios consiste en:
– Que todas las cosas (el universo, la creación) tengan a
Cristo por cabeza.
– Que por la muerte reconciliadora de Cristo surja, en
virtud de la fe en Él, la reunión de judíos y gentiles (la Iglesia, que
representa a toda la humanidad.
– Que esta unificación de toda la humanidad (la Iglesia) sea
el movimiento central, el eje por donde pase la unidad y la armonía del todo,
el proceso de unificación total, la armonización cósmica y universal.
La visión de la Iglesia como comunión ha experimentado en
los últimos decenios un gran desarrollo hasta el punto de que la eclesiología
posconciliar está en gran medida centrada en el modelo de Iglesia misterio de
comunión, que había dominado la conciencia eclesial y el pensamiento
eclesiológico de la Iglesia en el primer milenio.
En el NT nunca se encuentra la afirmación explícita de que
la Iglesia sea una comunión, sin embargo el término se encuentra en numerosos
contextos en los que se presentan momentos de vida o actitudes eclesiales, ya
que los creyentes experimentan la Iglesia como una realidad que se verifica en
las formas fundamentales de su existencia: en la palabra y en el sacramento, en
la fe, la esperanza y el amor, como imitación y como respuesta a la
autocomunicación de Dios, por ello la asamblea de los creyentes es comunión
(koinonia o communio).
Procediendo por aproximaciones sucesivas, advertimos ante
todo que el término communio es utilizado ya desde el principio, pero que en el
curso de los siglos adquirió valores diversos. De la relación interna entre los
creyentes y Cristo y la Trinidad, pasó de manera cada vez más marcada a indicar
la relación exterior entre los mismos creyentes y entre las diversas
comunidades, sin embargo la referencia a la comunión horizontal no ha eclipsado
nunca la realidad de la comunión vertical, que al contrario se representa siempre
como el supuesto necesario de aquella.
También en el ámbito de la relación exterior entre los
creyentes, el término communio ha experimentado una notable ampliación
semántica, en el sentido de que se ha ido aplicando no sólo a las relaciones de
asistencia recíproca y de solidaridad material entre las Iglesias, sino también
a las litúrgicas, doctrinales y disciplinarias, acentuando cada vez más este
último aspecto jurídico e introduciendo una cierta tensión entre los diversos
tipos de relaciones. En el Vaticano II estas diversas relaciones de comunión
son asumidas simultáneamente, pero sin que se dé aún una síntesis satisfactoria
de las mismas.
Hechas estas precisiones, hay que reconocerle al término
communio una gran flexibilidad, ya que está en condiciones de interpretar,
infundiéndoles unidad, las diversas categorías hasta aquí examinadas. La
Iglesia, en efecto, tanto como ekklesia o Pueblo de Dios que como misterio o
sacramento y como cuerpo de Cristo, puede entenderse sin violencias como
relación con Dios y como relación entre los creyentes entre sí y entre las
Iglesias locales.
Santidad objetiva. La santidad de la Iglesia es una realidad
compleja, que como tal puede ser vista desde distintos ángulos. Así, se puede
colocar el acento, como lo hace el concilio, en los factores de santificación,
ante todo en la presencia en ella de Cristo, su fundador y cabeza y en la del
Espíritu Santo, que es su animador. O bien, se puede subrayar la excelencia de
su doctrina y la eficacia de los sacramentos que administra (DV 4 y LG 11). En
estos casos se habla de santidad ontológica de la Iglesia.
Santidad subjetiva. Pero también se puede tomar la
consideración de la santidad de sus miembros, que puede ser común o más
eminente e incluso alcanzar niveles heroicos, como en aquellos que la Iglesia
reconoce santos (LG 50). En estos casos se habla de santidad moral de la
Iglesia, sin embargo, por excelente que pueda ser, la santidad alcanzada por
los creyentes es una realidad que siempre puede perfeccionarse. Por eso, todos
están obligados a seguir cada vez más de cerca el ejemplo de Cristo, el
maestro.
En síntesis, tal es la enseñanza sobre la santidad de la
Iglesia, de ahí se desprende que tal propiedad no excluye en absoluto la
presencia del pecado en la comunidad fundada por Cristo, de modo que santidad y
pecado se presentan como dos realidades en tensión recíproca, lo cual se ve
ampliamente confirmado por la historia y por la experiencia personal.
El NT presenta a la Iglesia difundiéndose por el mundo:
surgen rápidamente nuevas Iglesias locales y todas se reconocen como parte de
la única Iglesia fundada por Cristo. Esto supone también necesariamente que, a
pesar de desarrollarse en el tiempo y en el espacio, permanece siempre idéntica
a sí misma, en este doble sentido es en el que se habla de una sola Iglesia.
Jesús mismo se refiere a la unidad de la Iglesia tanto
cuando habla de ella utilizando la imagen del único rebaño (Jn 10, 16) como
cuando en la última cena pide al Padre que conserve a la comunidad cristiana en
la unidad, como testimonio ante el mundo de su origen divino (Jn 17, 20).
Pero esta enseñanza se encuentra también en las cartas
paulinas, que presentan a la Iglesia como un único templo (Ef 2, 19-22), como
esposa única de Cristo (Ef 5, 24-32) y como cuerpo de Cristo (Rom 12, 3-8; 1
Cor 12, 12-27; Ef 4, 16). Según el mismo San Pablo, esta unidad encuentra su
último fundamento en la Trinidad: la Iglesia es una porque hay un único Padre
(1 Cor 12, 6), un único Señor Jesús (1 Cor 12, 4) y un único Espíritu (1 Cor
12, 4. 7-13), sin embargo esa unidad sólo será perfecta al fin de los tiempos,
cuando haya un solo Dios, presente en todos (1 Cor 15, 28).
El NT indica también como expresión de esta propiedad
algunas estructuras eclesiales esenciales, que pueden reducirse a la unidad de
doctrina y de culto y a la comunión de vida (Hch 2, 42). En particular, la
unidad doctrinal comprende la profesión de una sola fe (Gal 1, 8; 1 Tim 6, 20;
Tit 3, 10), que se expresa concretamente en la aceptación de la enseñanza de
los apóstoles (Mt 28, 18-20; Mc 16, 15-17). La unidad de culto se manifiesta y
se realiza, en cambio, en la celebración de un único bautismo (Ef 4, 3-6) y de
una única Eucaristía (1 Cor 10,17).
La unidad de la Iglesia no puede separase de su
universalidad, de su catolicidad. Cristo ha fundado una sola Iglesia, a la cual
le ha confiado la misión de predicar a todos los pueblos su Evangelio. Como la
unidad de la Iglesia remite a Cristo, que es su único fundamento, así la
universalidad de la Iglesia remite al Espíritu Santo, que es su principio
animador y la fuente de la multiplicidad de los carismas.
Así, afirmar que la Iglesia es católica, es decir, que está
abierta a todos los pueblos. Aunque el término católico aparece por primera vez
en san Ignacio de Antioquía, que habla de “he katholiké ekklesia” (la Iglesia
católica), de la Iglesia universal, el concepto es indudablemente
neotestamentario. Es más, si bien se mira, ya en el AT se habla de un designio
divino que busca la salvación de todos los hombres. Jesús perfeccionó ese
designio predicando un reino universal y confiando a sus discípulos la misión
de anunciarlo a todos los pueblos (Mt 28, 19; Mc 16, 15; Lc 24, 47). La
realización progresiva de este programa universalista tiene su confirmación en
el libro de los Hech. Por su parte, san Pablo recuerda reiteradamente la misión
que le confió el Señor y que le lleva a predicar indistintamente a judíos,
griegos y romanos (Rom 1, 11-16; Gal 3, 26-28).
Recientemente el Vaticano II ha vuelto sobre esta temática y
la ha ampliado, sobre todo al tratar de la naturaleza de la Iglesia, de sus
funciones en el mundo contemporáneo y de la actividad misionera. La catolicidad
“que adorna y distingue al pueblo de Dios es don del Señor”. Gracias a Él la
Iglesia “tiende a centrar a toda la humanidad (…) en Cristo cabeza, en la
unidad de su Espíritu (LG 13). Es éste un rasgo característico de la Iglesia
(LG 8), en virtud del cual extiende ella su misión a toda la tierra (LG 9) y es
“para todos y para cada uno sacramento visible de la unidad salvífica” (LG 9).
Sin embargo, según el concilio, la Iglesia es universal no
sólo porque reúne en sí a todos los hombres, sino también porque sabe acoger,
coordinar y sublimar las peculiaridades de cada pueblo (LG 13). En esta
perspectiva, la variedad litúrgica, teológica y disciplinar, presente en todas
las Iglesias particulares muestra con mayor evidencia la catolicidad de la
única Iglesia (LG 23). Más aún, precisamente por eso la Iglesia se presenta
ante el mundo entero como signo que prefigura la unidad de todos los hombres,
como fuerza capaz de promover la paz universal (LG 13; GS 40-45). Por último,
el Vaticano II pone plenamente de relieve la catolicidad de la Iglesia al considerar
el cometido misionero que Cristo le ha confiado de anunciar el reino en todo el
mundo (AG 1).
La Iglesia es apostólica por estar fundada sobre los Doce,
pero este lazo se prolonga hasta nuestros días, porque la Iglesia de hoy está
fundada sobre el colegio episcopal con el Papa a su cabeza, que es la
continuación del colegio apostólico con Pedro como cabeza. La apostolicidad es
por tanto la propiedad en virtud de la cual la Iglesia mantiene su identidad
original a través del tiempo, a pesar de los cambios impuestos por el encuentro
con las diversas culturas. Se trata, por tanto, de una propiedad complementaria
de la catolicidad. Ésta pone el acento en la adaptabilidad de la Iglesia,
aquélla en cambio, en su identidad constitucional a partir de los apóstoles
hasta el fin de los tiempos.
La apostolicidad de la Iglesia está afirmada claramente
desde la antigüedad, según se ve por el testimonio del NT y de los Padres, por
la institución de las sedes patriarcales, por la memoria constante de los
apóstoles en la liturgia y por los símbolos (DS 150; DS 19). El Vaticano II
propone de nuevo esta enseñanza (LG 8), introduciendo algunos rasgos
característicos. Así, presenta a las Iglesias particulares como realizaciones
de la unidad católica de la Iglesia en un lugar determinado y fundamenta la
actividad misionera en la apostolicidad de la Iglesia (LG 26; AG 6).
Por tanto, al profesar la apostolicidad de la Iglesia, se
afirma de modo especial la continuidad sustancial de la fe, la enseñanza y los
ministerios de la Iglesia primitiva en la Iglesia posterior. Aunque esta
continuidad se refiere a toda la comunidad creyente, adquiere sin embargo un
especial valor cuando se refiere concretamente a la continuidad del colegio
apostólico en el colegio episcopal. La apostolicidad remite principalmente a
una absoluta
fidelidad doctrinal y ministerial en el ámbito de la
jerarquía, según enseña la LG al presentar la misión de los obispos y su
relación con el Papa (LG 22).
Los niveles en los que se realiza esta propiedad esencial de
la Iglesia son absolutamente inseparables entre sí. En efecto, la Iglesia de
Cristo es apostólica por su origen, por su enseñanza y por su ministerio. Estos
tres lazos con los apóstoles permiten también reconocer en la Iglesia la realización
sustancialmente completa del designio salvífico de Jesucristo. Si, por el
contrario, en alguna comunidad creyente llegase a romperse uno de estos lazos
(por ejemplo, si faltase la continuidad en el ministerio), no estaríamos ya
ante la verdadera Iglesia de Jesús.
Durante los cincuenta años anteriores al Vaticano II, la
corriente eclesial más viva y operante estuvo representada por el Movimiento
litúrgico. En este Movimiento confluyeron todos los demás intentos renovadores
de la eclesiología, de la vuelta a las fuentes bíblicas y patrísticas, del
protagonismo del laicado, del ecumenismo. Y fue este Movimiento, en el intento
de fundamentar la participación de los fieles en la Liturgia en la doctrina del
sacerdocio bautismal, el que recuperó la imagen bíblica de Pueblo de Dios.
Particularmente importantes fueron los grandes Congresos Internacionales de
Liturgia, que se celebraron en la década de los cincuenta, que ofrecerían todos
materiales teológicos y pastorales necesarios para la gran reforma litúrgica
del Concilio. El tratamiento teológico del Pueblo de Dios que hace la Lumen
gentium fue posible gracias a la labor de los teólogos y pastoralistas que
participaron en estos Congresos.
La identidad y la función del pueblo de Dios se explican
desde una triple dialéctica propia del dinamismo de la historia de la
salvación:
– Concentración-expansión: La predilección de Dios que se
concentra en un individuo o en un grupo, tiene como objetivo su despliegue de
cara a la multitud, a la totalidad (la llamada de Abrahán apunta a la bendición
de todos los pueblos).
– Vocación-envío: La llamada divina no tiene como fin la
satisfacción o el beneficio del
destinatario, sino que tiene lugar porque éste tiene una
tarea que cumplir. Es la misión la que determina el carácter de la vocación.
– Alianza-apertura: La alianza, que es la categoría central
de la historia del pueblo de Dios, no puede quedar reducida a la historia misma
del pueblo. De hecho, la memoria colectiva la vincula a la alianza con Abrahán
y con Noé, que no eran judíos, y a la unidad originaria del género humano. Dios
concentra su llamada y establece una alianza con un pueblo, pero para enviarlo
con la tarea y misión de servir a la reconciliación y reunificación de todos
los pueblos.
a. Abrahan
Dios comenzó separando de entre los pueblos a un hombre
llamado Abrahán para hacer llegar su amor a todos los pueblos. Fue una elección
absolutamente gratuita y que obligó a responder con la fe, es decir, con una
confianza total en los planes misteriosos de Dios. Como premio a esta fe, Dios
estableció con Abrahán un pacto de amistad, una alianza, por la que se
comprometió a hacerle “cabeza de una nación grande” (Gén 12,2-3) y “padre de
una multitud de naciones” (Gen 17,5), es decir, mediador de una salvación
destinada a todos.
b. El pueblo de Israel
De nuevo por iniciativa gratuita y libre, por elección, Dios
liberó de una situación de desgracia y opresión a los descendientes de Abrahán.
Y, de lo que era un conjunto desvinculado de tribus, hizo un pueblo, el pueblo
de Dios, “el pueblo de su propiedad entre todos los pueblos de la tierra” (Dt
7,6). Para ello, se les reveló a través de Moisés como un Dios amigo y
protector (cf. Ex 3), y en el Sinaí les propuso convertir en colectiva la
alianza que había hecho con Abrahán: “Si me obedecéis y guardáis mi alianza,
vosotros seréis el pueblo de mi propiedad…, seréis para mí un reino de
sacerdotes, una nación santa” (Ex 19,5-6). Y les manifestó cuáles serían sus
obligaciones a través del Decálogo o Ley. Para aceptar esta alianza, el pueblo
entero se reunió en asamblea santa (“ecclesía&rdquo, convocada por Dios, y
contestó: “Cumpliremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex 24,3). Y el pacto
quedó sellado derramando la sangre de novillos sobre un altar y sobre el
pueblo, mientras Moisés decía: “Ésta es la sangre de la alianza que el Señor ha
hecho con vosotros” (Ex 24,8). Esta
alianza constituyó a los israelitas en sacerdotes de Dios en
medio de las naciones a fin de que todos los pueblos percibieran la gloria de
Yahvé.
c. Los profetas
– La conversión a la alianza. La historia de Israel es la
historia de la fidelidad de Dios y las infidelidades del pueblo. Los profetas
tienen que llamar constantemente a la conversión para que Israel vuelva a ser
fiel a la alianza.
– La alianza nueva. A partir del Destierro, Jeremías y
Ezequiel anuncian una alianza nueva en la que Dios inscribirá la Ley en el
corazón (cf. Jer 31,31-33) infundiendo su espíritu (cf. Ez 36,24-28) para que
puedan ser verdaderamente pueblo de Dios.
– El resto santo. Pero esta alianza nueva sólo será acogida
por un resto santo de Israel (cf. Is 10,20-23), constituido por los pobres de
Yahvé, es decir por aquellos que todo lo esperan de Dios: “Dejaré en medio de
ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor, el resto de
Israel” (Sof 3,12). Y este resto se convertirá en semilla santa o retoño (cf.
Is 6,13; 37,31), en célula reproductora del nuevo pueblo de Dios.
– El Mesías. Según los profetas, este nuevo pueblo será
capitaneado por un descendiente de David (cf. Jer 23,5-6), por un Ungido por
Dios (Mesías) para proclamar la buena nueva de la liberación y curar(cf. Is
61,1-3), por un hijo de hombre que descendería del cielo para reinar
eternamente (cf. Dn 7,13-14, por un siervo de Dios elegido sobre el que
descenderá el espíritu para que restablezca la alianza y sea luz de las
naciones, ofreciendo como sacrificio su propia persona por los pecados del
pueblo (cf. Is 42,1-7; 49,1-7; 50,4-9; 52,13-53,12).
c. El nuevo Pueblo de Dios
– Jesús el Mesías. Jesús se presenta como el Hijo de David y
heredero de su trono (cf. Lc 1,32), como el Ungido por el Espíritu para
proclamar la Buena Nueva de la liberación y curar (cf. Lc 4,16-21), como el
siervo de Dios que es luz del mundo (cf. Jn 12,46) y que establece una alianza
nueva en su sangre (Mc 14,24), derramada para el perdón de los pecados (cf. Mt
26,28), como el Hijo del hombre que vendrá sobre las nubes del cielo (cf. Mt 26,64).
Y, superando los títulos anunciados por los profetas se considera como Hijo de
Dios (cf. Jn 3,35-36) y Salvador del mundo (cf. Jn 4,42).
– Creación del nuevo pueblo de Dios. Con sus discípulos crea
un nuevo pueblo de Dios fundamentado en doce nuevos patriarcas, los apóstoles
(cf. Mc 3,13-19), al que llama
a todos los hombres y en el que se entra por la fe en él y
el bautismo (cf. Mt 28,18-20). A este nuevo pueblo de Dios lo llamó mi Iglesia
(Mt 16,18). Y quedó definitivamente constituido por la efusión del Espíritu en
Pentecostés (Hch 2,1-41).
– La conciencia de la Iglesia. La comunidad cristiana se
consideró desde el principio heredera de los dones y la misión de Israel y por
ello del título de pueblo de Dios: “Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio
regio y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas
del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable. Los que en otro tiempo no
erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios” (1 Pe 2,9-10). Porque a este pueblo
pertenecen “no sólo los llamados de entre los judíos, sino también de entre los
paganos” (Rm 9,24). Y para expresar esta conciencia utilizó el término Iglesia
para designar tanto a la asamblea concreta de culto (1 Cor 11,18), como a la
iglesia concreta de un lugar o una ciudad (1 Cor 1,2), o también a la Iglesia
universal en su conjunto (1 Cor 15,9). Esta Iglesia existe como tal en virtud
de Jesucristo porque “él la adquirió con su sangre”(Hch 20,22); esta convicción
la expresa san Pablo añadiendo la fórmula “en Cristo Jesús” a “iglesias de
Dios” (1 Tes 2,14).
– Continuidad y discontinuidad en el AT. La Iglesia continúa
la misma historia de la alianza antigua y por ello hereda la vocación y la
misión de Israel; pero al mismo tiempo consumadas y matizadas por el mesianismo
de Jesús, por la novedad de la Pascua y por la efusión del Espíritu.
– Dimensión comunitaria. Se hace patente la dimensión
esencialmente comunitaria de la fe y de la vida cristiana. El cristiano se hace
dentro del pueblo: nadie puede decir “yo creo” sino en el seno del “nosotros
creemos”; y nadie puede decir “yo soy la Iglesia” más que integrándose en el
“nosotros somos la Iglesia”. Y esta comunidad es reflejo de la misma comunión
divina: la Iglesia es el pueblo unido “en virtud de la unidad del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo”, según la expresión de San Cipriano que repite el
Vaticano II (LG 4).
– Igualdad y dignidad fundamental. La igualdad básica de
todos los miembros de la Iglesia gracias a la fe en Jesús, es más importante y
previa a toda diversificación. Todos tenemos la misma dignidad y participamos
de la misma misión profética, sacerdotal y real de Cristo. Las
diversificaciones sólo pueden acontecer en el interior del pueblo y como un
servicio a su misión.
– Carácter histórico. La Iglesia es un sujeto histórico que
“se inserta en la historia de los hombres” y “avanza en medio de las pruebas y
dificultades” de la historia (LG 9). Por ello “el gozo y la esperanza, la
tristeza y la angustia de los hombres, sobre todo de los pobres y de todos los
afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos
de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su
corazón” (GS 1).
– Condición peregrina. La Iglesia anticipa y anuncia la meta
a que apunta la historia: la realización del plan de Dios sobre la humanidad,
el Reino de Dios. Pero no se confunde con él: “Ella constituye el germen y el
comienzo de este Reino en la tierra. Mientras va creciendo poco a poco, anhela la
plena realización del Reino y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con
su Rey en la gloria” (LG 5).
– Destino universal. “Todos los hombres están invitados al
Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el
mundo a través de todos los siglos, para que se cumpla el designio de Dios, que
en el principio creó una única naturaleza humana y decidió reunir a los hijos
de Dios dispersos” (LG 13). Por tanto, el Pueblo de Dios está formado por
personas de todas las naciones y “favorece y asume las cualidades, las riquezas
y las costumbres de los pueblos en la medida en que son buenas, y al asumirlas,
las purifica, las desarrolla y las enaltece” (ibid.). Pero es que, además,
todos los hombres están invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios y
todos pertenecen de diversas maneras o están destinados a él: los católicos,
los demás cristianos y los que todavía no han recibido el Evangelio.
A la Iglesia hay que entenderla fundamentalmente desde su
misión, que recibió y que continúa recibiendo del Señor resucitado. Para
decirlo con palabras del decreto Ad gentes, “la Iglesia peregrinante es
misionera por naturaleza, puesto que procede de la misión del Hijo y de la
misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (AG 2; LG 17). La
Iglesia, es decir, la comunión de los fieles y no sólo los portadores de
ministerios, puesto que todos participan del ministerio profético de Cristo,
hace suyas, como dice expresamente el concilio, las palabras del apóstol: “¡ay
de mí si no evangelizare!” (1 Cor 9, 16).
Cualquiera que sea el modo de entender la misión de la
Iglesia y las tareas y compromisos que esta misión lleva consigo, lo cierto es
que a lo largo de la historia la Iglesia ha predicado siempre el Evangelio, por
considerar que la evangelización es su
cometido esencial. La Iglesia no tiene más palabra que
proclamar a Jesucristo, con su trascendencia salvífica para la humanidad
entera. A Jesucristo, cuya presencia en la Iglesia es real en el corazón de
cada creyente, en la Palabra, en el sacramento y en la comunidad de fe y de
vida que la constituyen.
1. El Papa Pablo VI, en la exhortación apostólica Evangelii
untiandi afirmó: “la evangelización es la vocación propia de la Iglesia […].
Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y la vocación de la Iglesia, su
identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (E, 14). Sin duda alguna
que estas palabras recobran hoy en día una gran importancia, dada la especial
coyuntura social, económica y cultural que estamos viviendo, sobre todo, en
Europa y también en España.
2. El Beato Juan Pablo II, en la exhortación apostólica
Ecclesia in Europa analizó con claridad la situación espiritual de nuestro
Continente, deteniéndose en algunos de los hechos y corrientes que estaban
emergiendo por aquel entonces en Europa. Para ello, dicho Papa aludió al
oscurecimiento de la esperanza; a la pérdida de la memoria y de la herencia
cristiana en los países de vieja tradición cristiana, unida a una especie de
agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa; al miedo de afrontar el
futuro, consecuencia del vacío interior y de la pérdida del sentido de la vida;
a la crisis del matrimonio y de la familia, al egocentrismo que encierra en sí
mimo a las personas, a la globalización insolidaria; al intento de hacer
prevalecer un mundo sin Dios.
Finalmente el Papa Juan Pablo II afirmó que la
evangelización de la cultura en Europa tenía que poner de manifiesto cómo
todavía entonces era posible vivir el Evangelio como itinerario que da sentido
a la existencia. Para ello es necesaria la presencia de cristianos fervorosos y
competentes actuando consecuentemente, en los lugares que determinan el tono y
los acentos de la vida social y cultural, asumiendo la tarea de imprimir una
mentalidad cristiana a la vida ordinaria en los centros educativos, en las
escuelas y universidades, en los medios de comunicación, en la vida económica y
en la vida política.
En definitiva, cristianos capaces de “realizar una serena
confrontación crítica con la actual situación cultural de Europa, evaluando las
tendencias emergentes, los hechos y las
situaciones de mayor relieve de nuestro tiempo, a la luz del
papel central de Cristo y de la antropología cristiana” (Ecclesia in Europa,
n.58). Cristianos que muestren a las nuevas generaciones unas cuantas verdades
que son el núcleo indispensable de una cultura humanista, como, por ejemplo, el
verdadero significado de la libertad, de la inteligencia, de la responsabilidad
y la sociabilidad, de la muerte y la inmortalidad, de la esencial historicidad
y del verdadero progreso humano camino de la eternidad. Sin unos elementos bien
fundados de antropología no puede haber personalidades firmes, ni puede haber
una sociedad fuerte, ni hay tampoco base para profesar y vivir la fe católica
con claridad y serenidad en un mundo tan pluralista como el nuestro.
3. El Papa Benedicto XVI, preocupado por esta situación y
por la vivencia y transmisión de la fe en los países de tradición cristiana,
creó el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, y
convocó la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, celebrada
en Roma, los pasados días del 7 al 28 de octubre de 2012, bajo el tema: “la
ueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. Por otra parte, el
día 11 de octubre de este año inauguró el Año de la fe, bajo los fundamentos de
su anterior carta apostólica en forma motu proprio titulada: “Porta fidei”
(Puerta de la fe), en la que el Papa habla de la “exigencia de redescubrir el
camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el
entusiasmo del encuentro con Cristo” (n. 2), un camino en el cual sin duda
alguna nos ayudará la celebración del 50º aniversario de la apertura del
Concilio Vaticano II, “cuyos textos no pierden su valor ni su esplendor” (MI,
2). Porque, como Benedicto XVI ha manifestado en numerosas ocasiones a los
jóvenes: “quien se entrega a Jesucristo no pierde nada, sino que encuentra
todo”.
Siempre es tiempo de evangelización, siempre es el tiempo
del primer anuncio, porque Dios nos da el don de la fe de una vez para siempre,
pero nosotros tenemos que renovarla cada mañana. Esa fe que es la mañana de
Dios en la mañana del hombre, esa fe que forma parte de la substancia histórica
de la aventura humana”. Estos últimos acontecimientos eclesiales, promovidos
por el Papa Benedicto XVI, ponen a toda la Iglesia en estado de Nueva
Evangelización, tal y como indican los Lineamenta del pasado y ya citado Sínodo
sobre la nueva evangelización, donde se indicó que la expectativa no está
principalmente en las cosas que han de ser hechas, sino más bien en la
posibilidad de contar con un espacio que permita comprender cuánto y cómo ha
sido hecho hasta el presente, sabiendo que las transformaciones no sólo se
refieren al mundo y a la cultura, sino que también tocan en primera persona a
la
misma Iglesia, a sus comunidades, a sus acciones y a su
identidad.
Evolución del contenido del término evangelización
Los términos Evangelio, evangelizar, evangelizador y
evangelización poseen una fuerte base bíblica y fueron palabras muy queridas en
las primeras comunidades cristianas. Evangelio es buena nueva y evangelizar
consiste en anunciar la buena noticia del Evangelio de Jesús de Nazaret, cuyo
núcleo es el amor misericordioso de Dios Padre que nos salva en el misterio
pascual de Jesucristo. En los sinópticos, Jesús de Nazaret aparece anunciando
el Reino de Dios como el meollo del Evangelio. El Padre ha enviado a su Hijo y
Jesús envía a los apóstoles para continuar su misión con la fuerza del Espíritu
Santo.
En el libro de los Hech vemos el dinamismo misionero de los
apóstoles y de las primeras comunidades cristianas, que van edificando la
Iglesia en sitios muy diferentes, uniendo la proclamación de la Palabra de Dios
con las obras y los testimonios, invitando a la conversión, celebrando los
sacramentos (evidentemente no tal y como los conocemos hoy en número y
celebración, ya que nos estamos refiriendo a los primeros siglos del cristianismo)
y estableciendo los ministerios para alentar la vida de estas comunidades,
según la profundidad teológica del concepto de carisma (don recibido del
Espiritu Santo para ponerlo en servicio del crecimiento de la Iglesia y de la
sociedad).
Relacionado con los términos anteriores, se encontraba el
término misión, que servía para indicarla relación entre el que envía y los que
habiendo sido llamados por Dios son enviados para la salvación del pueblo, a
través del anuncio del Evangelio. A medida que van pasando los siglos, el
término misión se va aplicando cada vez más a la acción de la Iglesia, que cada
vez proclama y hace presente el Evangelio en otros continentes, y en este
contexto surge la teología de las misiones, centralizada en la conversión de
los no creyentes. Sin embargo en los años comprendidos entre el final de la 2ª
Guerra mundial y el comienzo del Concilio Vaticano II se produjo un cambio
significativo; poco a poco se va tomando conciencia del paso de una Iglesia que
tiene misiones a una Iglesia en estado de misión. En los años inmediatamente
anteriores al Concilio Vaticano II se trabajó denodadamente por elaborar una
buena fundamentación bíblica de la misión.
En los años posteriores al Concilio, la teología del
laicado, los movimientos y comunidades y la exhortación a la vuelta a los
orígenes, sobre todo, a la Palabra de Dios, contribuyeron a enriquecer el
término evangelización. Así por ejemplo, el decreto AG dice que la Iglesia es
misionera por su propia naturaleza, pero acentúa de forma gradual, presencia,
diálogo y testimonio, anuncio del Evangelio e invitación a la conversión,
iniciación cristiana en el catecumenado y formación de la comunidad creyente
por la celebración de los sacramentos y la estructura ministerial.
El Papa Pablo VI en EN hace aportaciones significativas y
fundamentales a la realidad de la evangelización: la Iglesia existe para
evangelizar y transformar desde dentro a la humanidad y presenta a la
evangelización como una realidad rica y compleja, compuesta por muchos
elementos. Este documento indica cómo el proceso evangelizador está
estructurado en etapas: la acción misionera con no creyentes; la acción
catequético iniciadora de los que animados por la conversión inicial quieren
seguir a Jesucristo, o bien, dirigida a los que necesitan retomar la iniciación
en la vida de fe, que un día abandonaron; la acción pastoral con los creyentes
que han madurado su fe y viven dentro de la comunidad cristiana.
Por su parte, el Directorio general de catequesis de 1997
asume plenamente la nueva comprensión del proceso evangelizador y ahí sitúa la
etapa catequética, subrayando la importancia del ministerio de la Palabra, el
proceso de conversión en la vida de fe y el conocimiento de las diferentes
situaciones socio religiosas ante la evangelización. Apenas comenzada la etapa
postconciliar, la 2ª conferencia episcopal latinoamericana (Medellín 1968)
insistió en que la evangelización implica el compromiso con los pobres,
explotados y oprimidos. De alguna forma se incorpora la idea de que la
evangelización tiene que ver con las dimensiones sociales, culturales y
políticas de la existencia humana, tanto a nivel personal como comunitario,
otorgando una importancia vital a la praxis de la fe, la cual vincula la
evangelización a la liberación integral de las personas.
Qué es la nueva evangelización
Esta expresión apareció por primera vez en la ya citada
Conferencia episcopal celebrada en 1968 en Medellín y posteriormente se
retomaría en numerosas ocasiones por boca de Juan Pablo II, en Puebla (1983),
después en Haití (1983) y en 1984 en Santo Domingo, cuando se inicia el
novenario preparatorio al V centenario de la evangelización de América Latina.
Juan
Pablo II en Estrasburgo habló de la nueva evangelización
para Europa y en el sínodo de Europa se abordó la cuestión fundamental de ¿cómo
evangelizar Europa a finales del siglo XX? En el magisterio de Juan Pablo II
encontramos tres aproximaciones progresivas y complementarias al concepto de
nueva evangelización:
· Juan Pablo II utilizó en SRS la expresión cultura de
la solidaridad, esta después de analizar las sangrantes situaciones de
explotación y marginación que se dan entre unos países y otros. El