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Acabamos de ver que el concepto de servicio público, en el fondo, se elabora para buscar una explicación a la actividad de prestación de la Administración y –sobre todo- al ejercicio de poder público: hay que ofrecer una explicación a las potestades y los privilegios del poder público; una explicación y, al mismo tiempo, un límite o el radio de este poder, que sólo sería posible hasta el punto donde fuese explicable. De forma tradicional, se habían elaborado teorías para delimitar el radio del derecho público y adscribirlo, en cada caso, a un concepto que se creía mágico: la soberanía, la autoridad, la prerrogativa. Se decía que el derecho público era de aplicación cuando estaba presente el ejercicio de la soberanía, la autoridad o la prerrogativa. Hemos visto cómo la Escuela francesa del servicio público revisó de forma crítica estas doctrinas tradicionales y elaboró una nueva teoría para explicar el poder y el derecho público en el estado de la sociedad industrial. Según Duguit, el poder no se puede legitimar, a priori, de acuerdo con conceptos abstractos como la soberanía o la autoridad, o de acuerdo con ficciones como la del estado persona. El poder se legitima por sus actuaciones, por sus prestaciones, por los servicios que presta. El derecho del poder, el derecho público, tiene que ser, pues, el derecho de las prestaciones, el derecho de los servicios públicos. Es una conceptualización decididamente teológica que responde, básicamente, a la finalidad de una actividad. Sin embargo, también hemos señalado que esta teoría del servicio público es excesivamente general, imbricada dogmáticamente a una determinada concepción del poder y de su ejercicio, lo que le hace carecer de operatividad jurídica.
Pese a ello, no cabe desconocer la enorme carga evocadora y sugestiva de este concepto amplio de servicio público, que precisamente pierde su vigor técnico-jurídico por la amplitud y riqueza de sus acepciones.
Por eso es conveniente delimitar rigurosamente el concepto, distinguiendo primero entre la aceptación más amplia, que es la que tiene más contenido político que ya conocemos, y el concepto más estricto, que es el sentido más técnico y operativo.
Para nosotros, cualquier noción del servicio público que persiga esta operatibilidad técnico jurídica, ha de ser una noción necesariamente más estricta que, además, esté apegada a los presupuestos constitucionales que la sostengan. En el sentido más técnico y preciso, el servicio público, como título que justifica la intervención y la presencia administrativa, se tiene que definir y dimensionar en el plano constitucional, donde hay que buscar la referencia para la siempre problemática correlación entre el sector público y el privado.
La Constitución ofrece una cobertura amplia a la actividad prestacional de la Administración, que aparece antes como un mandato que como una mera posibilidad. Sin embargo, la CE no posibilita una actuación totalizadora de la Administración pública que excluya o margine la iniciativa privada, ya que también se puede encontrar una opción decidida por la economía de mercado y la libre empresa. El modelo constitucional contiene principios que podrían fundar tanto la actividad privada en términos muy amplios como una intervención pública decidida.
Una muestra de este planteamiento dualista aparentemente contradictorio son los dos preceptos que habilitan en términos amplios tanto la actividad empresarial privada como las políticas publificadoras. Así, en virtud del artículo 38 de la CE, «se reconoce la libertad de empresa dentro del marco de la economía de mercado […]». Mientras que el artículo 128 de la CE establece que: «Toda la riqueza del país en sus varias formas, y sea cual sea la titularidad, queda subordinada al interés general.» Y según este mismo precepto, en su apartado segundo, «se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica […]».
Hay, pues, una ambivalencia en esta correlación compleja entre la iniciativa pública y la privada, uno de los puntos decisivos de la cual es precisamente la regulación del servicio público que recopila el artículo 128.2 de la Constitución: «[…] Mediante una ley, se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio […]». Se exige, pues, una decisión legal expresa para cada caso
. Cuando se debatía el texto constitucional se propuso una redacción alternativa: «la ley podrá reservar…», que pretendía, tal como se interpretó explícitamente, que hubiese una ley que estableciese el marco general de las reservas en el sector público, que el ejecutivo aplicaría cuando lo creyese conveniente, de forma que la decisión sería suya y no del legislador, tal como finalmente prescribe la Constitución y se desprende de su redacción definitiva –»mediante una ley»–. Esto quiere decir que es preciso un pronunciamiento expreso por ley formal para que un servicio se reserve al sector público o se publique.
Nada impide, sin embargo, que una misma ley reserve varios servicios al sector público, como hace la Ley de Bases de Régimen Local (LBRL) cuando en su art. 86.3 menciona los servicios público clásicos: «Se declara la reserva a favor de las Entidades locales de las siguientes actividades o servicios esenciales: abastecimiento y depuración de aguas; recogida, tratamiento y aprovechamiento de residuos; suministro de gas y calefacción; mataderos, mercados y lonjas centrales; transporte público y de viajeros; servicios mortuorios.»
Se trata, por tanto, de decisiones del legislador para las que no tiene, sin embargo, una total libertad de disposición, dado que, para que se produzca la reserva en el sector público de algún servicio, éste tiene que presentar la consideración de esencial
. La consideración de esencial es un rasgo que corresponde valorar al legislador, pero que, como es un concepto que se encuentra en la misma Constitución, su interpretación última y definitiva corresponde al Tribunal Constitucional, que podría, si fuese preciso, revisar la valoración del legislador.
La reserva en el sector público supone estrictamente que este servicio queda bajo la titularidad pública y que, por tanto, se veda la libre iniciativa en este ámbito. Quien dispone sobre el servicio es la Administración que es su titular. Pero la reserva en el sector público no implica, necesariamente, que sea la misma Administración pública que es su titular la que lo gestione materialmente.
Como más adelante veremos, las dos grandes opciones son:
b) La gestión indirecta, donde se recurre a una agente externo, una empresa privada o “externalizada” para que preste materialmente el servicio mientras la Administración mantiene la titularidad, con las consecuencias que ello comporta. Es decir, no se trata de una gestión en régimen de libertad de empresa. Si la Administración decide no prestar el servicio de recogida de basuras con sus propios medios y lo encarga a una empresa privada, es la misma Administración la que fija las tarifas o el sistema de retribución, los horarios de recogida, la situación de los contenedores y vertederos en la vía pública, etc.
La reserva al servicio público no supone, pues, necesariamente, el monopolio. El monopolio se produce si la misma Administración decide gestionar ella sola el servicio, excluyendo la intervención de otros sujetos: entonces se trata de un monopolio público. Y también se produce una situación de monopolio si se decide encomendar la gestión del servicio, en exclusiva, a una empresa privada.
Los monopolios, en el marco del derecho europeo y la defensa de la competencia, plantean problemas delicados que no se pueden tratar aquí con la atención mínima que requiere su complejidad y la variedad de matices. De todas formas, los monopolios son admisibles siempre que se den una serie de circunstancias –difíciles de sistematizar– que los justifiquen, como por ejemplo la necesidad de asegurar una gestión unitaria y bajo un control público estricto.
En el caso de los monopolios privados que gestionan un servicio público, muchas veces se han intentado justificar por la necesidad de compensar el concesionario cuando éste tiene que llevar a cabo muchas inversiones, como por ejemplo cuando hay que adaptar el servicio a nuevas tecnologías. Es lo que pasó originariamente con el servicio público del alumbrado, que inicialmente se presentaba utilizando gas. La incorporación de la energía eléctrica requería importantes inversiones, y para que el concesionario se decidiese a emprenderlas pese al coste elevado que suponían, se le aseguraba muchas veces la gestión en régimen de monopolio. Parecido fue el proceso que se vivió con la implantación de otros servicios, como el transporte por ferrocarril o la telefonía por cable.
La teoría clásica del servicio público ha vivido un importante proceso de redefinición desde el momento en que los Tratados constitutivos de las Comunidades Europeas abogan decididamente por el desmantelamiento de los monopolios comerciales públicos y por la introducción de las reglas del mercado y de la competencia en las todas actividades de naturaleza económica y, en especial, en los que la versión consolidada del Tratado de la Unión Europea y del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea de Lisboa (TFUE)
califica de servicios de interés económico general (art. 106, antiguo 86).
El contexto jurídico de la competencia en el mercado interior de la UE ha forzado la desaparición de los rasgos más exorbitantes del servicio público tradicional, muy especialmente la reserva de titularidad pública y la idea de gestión mediante concesionario interpuesto, que son sustituidos por un régimen en el que, desaparecida la reserva de la actividad, ésta queda abierta a la iniciativa privada una vez obtenida la oportuna autorización administrativa. Autorización que tiene gran capacidad conformadora, hasta el punto de que, en determinados casos, su régimen se confunde con el de las anteriores concesiones de servicio. Básicamente, esta liberalización de sectores antaño reservados pretende conciliar los postulados de la libre competencia con el mantenimiento de “obligaciones de servicio público” y la exigencia de un «servicio universal» que gravan la actividad de los agentes (ahora llamados «operadores») que desarrollan las prestaciones básicas o esenciales en cada sector.
No obstante, es preciso subrayar que la afectación conceptual que produce el Derecho Comunitario Europeo no influye por igual en todas las manifestaciones de lo que en nuestro ordenamiento se consideran servicios públicos. A veces, éstos se desarrollan en ámbitos reservados al poder público por ser actividades nucleares, muy cercanas al ejercicio mismo de la soberanía (por ejemplo, el servicio de mantenimiento de la seguridad y orden público que desarrollan las fuerzas y cuerpos de seguridad). En otras ocasiones se trata de actividades prestacionales de corte social o asistencial, que no concurren con el mercado o, al menos, no en términos de competencia comercial (por ejemplo, servicios de atención a grupos sociales marginales o especialmente necesitados). Finalmente, hay actividades de prestación pública manifiestamente concurrenciales, que tienen carácter comercial y que el mercado desarrolla o podría desarrollar en términos de competencia. Es en esta última clase de actividades en las que Europa centra su atención, al objeto de liberalizarlas y desactivarlas como servicios públicos tradicionales o reservados (exclusivos o excluyentes).
Justamente por eso, porque el grado de intervención de las instancias comunitarias difiere sustancialmente, la Comisión Europea1 distingue estos tres conceptos:
: Es el concepto más amplio. Son actividades de servicios, comerciales o no, consideradas de interés general por las autoridades públicas y sujetas por ello a obligaciones específicas de servicio público. Engloban las actividades de servicios no económicos (sistema de escolaridad obligatoria, protección social, etc.), las funciones básicas del Estado (seguridad, justicia, etc.) y los servicios de interés económico general (energía, comunicaciones, etc.). Sin embargo, que las condiciones del artículo 106 -antiguo artículo 86- del Tratado no se aplican a las dos primeras categorías (actividades de servicios no económicos y funciones básicas del Estado).
– Servicios de interés económico general, que son actividades económicas o comerciales, susceptibles de contraprestación, pero en las que están presentes misiones de interés general y están por ello sometidas a obligaciones específicas de servicio público por parte de los Estados miembros. Entre ellos figuran las redes de transporte, energía y comunicación.
En el marco de estos servicios económicos se ha desarrollado el concepto de “servicio universal”, que define un conjunto de exigencias de interés general a las que deberían someterse, en toda la Comunidad, las actividades de telecomunicaciones o correo, por ejemplo. Las obligaciones que se derivan del mismo van dirigidas a garantizar el acceso de todos en todas partes a determinadas prestaciones esenciales, de calidad y por un precio asequible.
– La noción de servicio público posee un doble sentido: unas veces designa el organismo productor del servicio y otras se refiere a la misión de interés general que se confía al organismo. Es precisamente con el propósito de favorecer o permitir el cumplimiento de la misión de interés general para lo que los poderes públicos pueden imponer obligaciones de servicio público específico al organismo productor del servicio, por ejemplo en materia de transporte terrestre, aéreo o ferroviario, o en materia de energía. Tales obligaciones pueden ser ejercidas a escala nacional o regional.
Es de destacar, en este contexto, una preocupación creciente en las instancias comunitarias por la recuperación de una cierta idea del servicio público materializada en los principios que inspiraron que aquella técnica jurídica exorbitante. Preocupación que forzó la redacción del artículo 16 introducido por el Tratado de Ámsterdam (actual art. 14), que encauza la búsqueda del equilibrio público-privado en el asentamiento de los principios y condiciones que permitan a los «servicios de interés económico general» el cumplimiento de sus objetivos de «cohesión social y territorial». Por su parte, el artículo 36 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, incorporada a la Constitución Europea, establece que “La Unión reconoce y respeta el acceso a los servicios de interés económico general, tal como disponen las legislaciones y prácticas nacionales, de conformidad con la Constitución, con el fin de promover la cohesión social y territorial de la Unión”. Más recientemente, el Protocolo número 26 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea firmado en Lisboa (que entró en vigor a finales de 2009) enfatiza la importancia de los servicios de interés general conviniendo estas dos disposiciones interpretativas:
Artículo 1
Los valores comunes de la Unión con respecto a los servicios de interés económico general con arreglo al artículo 14 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea incluyen en particular:
– el papel esencial y la amplia capacidad de discreción de las autoridades nacionales, regionales y locales para prestar, encargar y organizar los servicios de interés económico general lo más cercanos posible a las necesidades de los usuarios;
– la diversidad de los servicios de interés económico general y la disparidad de las necesidades y preferencias de los usuarios que pueden resultar de las diferentes situaciones geográficas, sociales y culturales;
– un alto nivel de calidad, seguridad y accesibilidad económica, la igualdad de trato y la promoción del acceso universal y de los derechos de los usuarios.
Artículo 2
Las disposiciones de los Tratados no afectarán en modo alguno a la competencia de los Estados miembros para prestar, encargar y organizar servicios de interés general que no tengan carácter económico.
Junto a esta revalorización, parece tomar cuerpo una “carta europea de los servicios públicos” en la que se recogerían los derechos fundamentales y los principios reguladores de la prestación de servicios al público. Entre estos principios figurarían:
la continuidad del servicio
la calidad
la seguridad de suministro
la igualdad de acceso
un precio accesible
la aceptabilidad social, cultural y medioambiental
Al cabo de esta evolución, junto a principios de nuevo cuño como el de proporcionalidad o el de calidad de las prestaciones, encontramos que el régimen resultante de la liberalización de los sectores retenidos sigue respondiendo en buena medida a los principales objetivos de universalidad, continuidad e igualdad que caracterizaban el servicio público tradicional, aunque ahora se manifiestan bajo fórmulas más objetivizadas y mensurables que ya se han asentado plenamente en nuestro ordenamiento.
1 En mayo de 2003, la Comisión Europea adoptó un Libro Verde sobre los servicios de interés general en Europa que sirvió para abrir un debate sobre el papel de la Unión Europea en relación con la promoción de la prestación de servicios de interés general, la definición de los objetivos de interés general de estos servicios, su organización, financiación y evaluación. De resultas de este debate la Comisión adoptó un Libro Blanco, en mayo de 2004, en el que expuso el enfoque adoptado por la Unión Europea para potenciar el desarrollo de servicios de interés general de calidad. El documento presenta los principales elementos de una estrategia encaminada a facilitar el acceso a servicios de interés general asequibles y de calidad a todos los ciudadanos y empresas de la Unión. Para ello, la Comisión ha decidido desarrollar y mantener su enfoque sectorial y no recurrir por ahora a una directiva marco.