Portada » Filosofía » San Agustín de Hipona: Filosofía, Fe y Razón
Para San Agustín, solo existe una Verdad, independientemente de si se alcanza por la fe o por la razón. Lo crucial es alcanzarla. El problema radica en determinar si para el cristianismo, basado en la revelación, la fe es suficiente o si la razón puede clarificar los contenidos de dicha revelación. Ante esto, surgen diversas respuestas:
Para San Agustín, fe y razón son distintas en teoría, pero en el cristiano funcionan simultáneamente. Son dos caras de una misma moneda. El hombre que piensa es cristiano, y el cristiano es un hombre que piensa. De ahí su máxima: «Creo para entender y entiendo para creer». Es una colaboración donde la fe guía a la razón, y esta ayuda a comprender la fe. La filosofía se convierte en teología.
San Agustín afirma: «Nada es motivo de preocupación filosófica sino la de ser feliz». La felicidad es un problema universal: todos deseamos ser felices. Pero esta no reside en satisfacer pasiones o alcanzar bienes temporales. No es feliz quien no tiene todo lo que quiere, pues la búsqueda de lo que le falta le hará infeliz. Tampoco lo es quien tiene todo lo que quiere si lo que desea es perjudicial. Además, estas felicidades son efímeras, incapaces de satisfacer al ser humano, y dependen del azar y del tiempo. Solo es feliz quien posee aquello superior a nosotros: quien posee a Dios. Solo Dios garantiza una felicidad eterna, no sujeta al azar ni al tiempo.
Por tanto, los académicos no pueden ser sabios ni felices, pues al no tener todo lo que quieren (la verdad) no serán felices.
Dios (omnipotente) crea al hombre bueno y con libre albedrío, es decir, con capacidad de elegir. Pero al elegir mal (pecado original), el hombre pierde la rectitud moral y la felicidad («vita beata»), aunque no la voluntad de ser feliz (voluntarismo moral). Del libre albedrío podemos hacer dos usos: uno malo que nos esclaviza y uno bueno que nos libera. La libertad no es elegir el mal, sino la libertad para el bien.
Al pecar, el hombre pierde esta libertad y necesita la ayuda de Dios (gracia sobrenatural) para recuperarla (contra los pelagianos). El pecado le ha causado tal trastorno que «no hace el bien que quiere sino el mal que aborrece». Para alcanzar la felicidad que sigue buscando, su voluntad necesita ayuda.
Contra los maniqueos, que creían en dos principios (el Bien y el Mal), San Agustín argumenta que el mal no tiene existencia propia, pues Dios crea todo desde el bien. Sin embargo, el mal está presente en nuestra existencia: mal físico y mal moral. La explicación es que el mal es una ausencia de bien. Por ejemplo, la ceguera es la ausencia de visión. El mal se origina en el hombre.
San Agustín intenta explicar por qué la caída del Imperio Romano no se debió a la decadencia de las costumbres que sus contemporáneos atribuían al cristianismo. Según él, la creación y crisis de los imperios dependen de leyes históricas que escapan al control humano.
La historia avanza con un movimiento predeterminado hacia un fin: el triunfo de la Ciudad de Dios.
Puesto que la auténtica felicidad reside en el amor a Dios y la maldad en alejarse de Él para refugiarse en lo mundano, podemos distinguir dos grupos: quienes se aman a sí mismos «hasta el desprecio de Dios» (Ciudad Terrena) y quienes aman a Dios «hasta el desprecio de sí mismos» (Ciudad de Dios).
Es fácil identificar la Ciudad Terrena con el Estado y la Ciudad de Dios con la Iglesia, pero esta no parece ser la intención de San Agustín, ya que ambas ciudades se mezclan en cualquier sociedad a lo largo de la historia y su separación ocurrirá al final de los tiempos.
Sin embargo, cualquier Estado que busque la justicia debe guiarse por los principios morales del cristianismo.