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El colonialismo capitalista (Industria E Imperio)
El despegue industrial británico se produjo a partir del último cuarto del siglo XVIII en el sector textil, donde la invención de hiladoras cada vez más perfectas, así como la introducción del telar mecánico movido por una máquina de vapor, permitieron multiplicar fabulosamente la producción de tejidos reduciendo sus costes. Al propio tiempo, los avances en la metalúrgica– con el uso de carbón de coque en la obtención de arrabio y, más adelante, la posibilidad de convertir éste en acero –serán decisivos para asegurar la calidad de la maquinaria que demandan los demás sectores industriales. Aunque la energía de vapor se empleo en las fábricas fue en los transportes donde su aplicación resultó revolucionaria: en el mar los barcos vapores terminarán por desplazar, sobre todo después de 1880, al navío de velas, mientras la locomotora impulsaba el desarrollo de las comunicaciones por tierra… Pronto la electricidad y el motor de explosión pondrían los fundamentos para una nueva fase de progreso industrial.
Esta continua innovación tecnológica de la industria y el transporte exigió desde un principio voluminosas inversiones. En el caso de Gran Bretaña, los capitales que financiaron su primer despegue industrial provenían en buena medida de los beneficios obtenidos en la explotación de sus dominios coloniales en otros continentes, de donde importaba materias primas y en los cuales colocaba sus productos fabricados. Se originó así un nuevo sistema de relaciones a escala mundial, sustentado en la división internacional del trabajo y la producción. Por ejemplo, de las grandes plantaciones en las colonias norteamericanas Inglaterra extrajo algodón con que elaboraba tejidos que luego vendía a todo el mundo, y principalmente, a América. El trabajo en las plantaciones lo realizaban africanos llevados allí como esclavos por enriquecidos traficantes ingleses. El traslado de esclavos africanos en buques negreros ingleses desde la costa de Guinea hasta las colonias americanas (la tristemente célebre travesía intermedia) constituye uno de los capítulos más crueles de la historia contemporánea.
Pero conviene recordar que la trata esclavista en tiempos contemporáneos fue así mismo practicada por otros países: en los puertos de Canarias repostaban los buques negreros españoles cuando se dirigían a las costas de África, motivo por el cual la burguesía insular—que tenía conexiones comerciales con tratantes catalanes—se mostró sin disimulos claramente favorable al mantenimiento de la esclavitud en el Caribe. Habrá que esperar a octubre de 1886 para que el gobierno español decrete la prohibición definitiva del esclavismo en la colonia de Cuba, fecha que sitúa a España como última nación del occidente europeo en abolir tan abominable negocio con seres humanos.
El reparto de África) la revolución industrial emprendida por Gran Bretaña se difundió durante el siglo XIX por otros estados europeos como Francia, Italia, Bélgica u Holanda; países todos que fundamentarán su crecimiento capitalista en la explotación sistemática de los respectivos imperios coloniales, sostenidos éstos mediante la dominación militar y política de vastos territorios en África o Asia.
El continente africano, al modo de una gran tarta, fue repartido a lo largo del siglo XIX y principios del XX en las cancillerías europeas, que trazaron arbitrariamente fronteras sobre el mapa sin tener nunca en cuenta a las poblaciones nativas. Estas—en contra de lo que suele afirmarse—opusieron casi siempre tenaz resistencia a los poderosos ejércitos británicos, franceses, alemanes, italianos o españoles. Cientos de miles, quizás millones, de africanos fueron exterminados durante el proceso de dominación colonial;
Pueblos con siglos de historia serían humillados y aplastados por la fuerza de las armas.
Hacia 1870, los europeos todavía no poseían en África más que algunas factorías costeras y muy pocas conquistadas territoriales (excepción hecha de Argelia y Sudáfrica)
. Treinta años después, al terminar el siglo, el reparto continental—al menos del África subsahariana—estaba concluido. Gran Bretaña y Francia en primer lugar; Alemania, Bélgica y Portugal en menor medida, e Italia y España, con carácter accesorio, se habían convertido en los amos del continente africano.
A partir de finales del siglo XVIII, las potencias occidentales decidieron intervenir de forma directa en el continente asiático, que será subyugado casi por completo: en unos estados impusieron simple y llanamente gobiernos coloniales; a otros, caso de China, los mantuvieron en régimen de semicolonia. El sometimiento político de Asia al dominio de occidente ponía en evidencia – como en África – la superioridad del sistema capitalista: en Asia, el colonialismo británico arrasó, por ejemplo, la manufactura textil en que basaba su sustento el pueblo indio.
En la Conferencia reunida en Berlín en 1884-1885, convocada y presidida por el canciller alemán Otto von Bismarck, las grandes potencias se comprometieron a evitar en el futuro los litigios existentes entre ellas con motivo del reparto del continente africano, en cuyo mapa trazaron las fronteras de sus áreas de influencia. Bismarck, el canciller de hierro, gran vencedor – junto con Leopoldo II de Bélgica—en la conferencia, logró para Alemania extensos territorios africanos.
Nada menos que sesenta y tres (1837-1901) duró el reinado de victoria de Inglaterra. A su muerte, el imperio británico cubría un cuarto de las tierras emergidas del planeta, y dominaba a una quinta parte de la humanidad. Sin duda, durante la época victoriana se habían recrudecido la expansión colonial y el espíritu imperial.
Así pues, el comienzo de los efectos perturbadores del imperialismo capitalista sobre las sociedades tradicionales de la periferia – es decir, el origen del subdesarrollo tercermundista – está en las consecuencias de la primera revolución industrial, ocurrida en Inglaterra a finales del siglo XVIII.
ESPAÑA POTENCIA COLONIAL) En estos tiempos de arrebato imperialista, España no pasaba de ser una potencia venida a menos, con escasas posesiones en ultramar, invitada a sentarse como convidada de piedra en las reuniones de la Conferencia de Berlín que minusvaloraba su participación en el reparto. De modo que desde aquel instante, frente al imparable colonialismo europeo, el gobierno de Madrid tratará de preservar la tradicional presencia española en el noroeste africano y en el golfo de Guinea. Al igual que el resto de la Europa capitalista, España se acercaba a África con ánimo de ocupación directa y de extracción de su rica gama de recursos.
El articulado del acta general de la Conferencia berlinesa – que fijó las bases jurídicas del reparto colonial – otorgó a cualquier potencia europea asentada en el litoral africano el derecho a ocupar también el traspaís; ocupación que, de hacerse efectiva, debía comunicarse de inmediato a las demás naciones firmantes del acta.
Al mes de iniciadas las sesiones en Berlín, el gobierno español se apresuró a declarar bajo su protectorado la Colonia de Río de Oro, en el Sáhara occidental. Sin duda, por el interés geopolítico que encerraba el hinterland continental de nuestro Archipiélago (su dominación era necesaria para guardar las espaldas a las Islas), y por el atractivo que tenían la pesca y el comercio en la zona para la flota canario-peninsular. Los representantes hispanos se obligaron a defender largamente frente a Francia sus reivindicaciones expansionistas en África: el embajador español en Paris, el canario Fernando León y Castillo, marqués del Muni, — a cuya labor diplomática debo mucho el colonialismo español contemporáneo – intervino decisivamente en la concesión de los territorios de Río de Oro y Guinea ecuatorial. Además, estuvo a punto de culminar un acuerdo por el cual Madrid hubiera obtenido en Marruecos una extensa superficie, pero al final, tras implantarse allí el protectorado francés (convención de Fez, 1912), tuvo que conformarse con unas posesiones algo más modestas: el Rif, Ifni, Tarfaya.
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