Portada » Derecho » Principios y Teorías de la Pena en el Derecho Penal
El principio de legalidad impone la relativización del concepto de la pena, como sucede también con el concepto de delito. Es el precio que hay que pagar por la seguridad jurídica. Pero esto no quiere decir que la ley penal, y más concretamente la pena, no puedan criticarse desde el punto de vista ético, psicológico, sociológico, etc.
Así, la pena desde un punto de vista jurídico puede definirse como la privación o restricción de bienes jurídicos, establecida por la ley e impuesta por un órgano jurisdiccional competente, al que ha cometido un delito.
Cuatro son las notas características de esta definición, que a la vez la diferencian de otras instituciones semejantes:
La evolución del pensamiento en torno a la pena ha convertido en axiomas varios principios que en otras épocas distaron mucho de ser admitidos. Todos ellos dependen de la valoración de la dignidad de la persona que constituye uno de los centros del Estado social y democrático de Derecho.
El principio de la personalidad de las penas significa que la pena no trasciende al autor de los hechos, ni a los familiares, ni a los herederos del sujeto activo, ni a ninguna otra persona. La responsabilidad criminal es una cuestión personal.
El principio de igualdad ante la ley quiere decir que la pena no puede ser diferente según la condición social del sujeto.
El principio de proporcionalidad entre la culpabilidad y las penas pone de manifiesto que la pena tiene que estar en función de la culpabilidad de sujeto. Lo que a su vez lleva a dos consecuencias distintas. La primera, que no se puede imponer una pena más que al culpable de un delito o falta; al que no lo es, se le podrá someter a lo más a una medida penal en función de su peligrosidad, pero nunca a una pena propiamente dicha. La segunda consecuencia es que la pena no puede sobrepasar en ningún caso la culpabilidad del sujeto, aunque no es menester que llegue a ser igual a la misma.
El principio de humanidad de las penas indica que éstas no pueden ser nunca inhumanas ni degradantes para la dignidad del delincuente que a pesar de su situación, sigue siendo un conciudadano digno de toda consideración como persona y cuyos derechos fundamentales hay que respetar en todo caso.
Finalmente, el principio de la resocialización del delincuente parte del postulado de que todos los ciudadanos tienen el derecho a participar en la vida social por el mero hecho de ser conciudadanos. El Estado ha de utilizar las penas de tal modo que no contribuya a la marginación y desocialización de los ciudadanos que han llegado al delito.
Los principios antes señalados presidían el CP de 1995, aunque lamentablemente las últimas reformas del mismo parecen alejarnos de ellos.
Durante siglos, las teorías penales se han debatido entre dos posturas opuestas: las absolutas, que enfatizan la retribución del delito, y las relativas, que se centran en la prevención de futuros delitos. Sin embargo, en la actualidad, estas corrientes convergen hacia teorías mixtas que encuentran amplio consenso en la doctrina penal.
Las teorías absolutas, asociadas con pensadores como Kant y Hegel, sostienen que la pena debe ser retributiva, es decir, castigar el delito como un fin en sí mismo para restaurar el orden infringido.
Por otro lado, las teorías relativas, también llamadas utilitarias, consideran que la pena debe prevenir futuros delitos más que solo castigar el pasado. Se basan en el principio de que se castiga para evitar que se vuelva a delinquir.
Estas teorías relativas se dividen en dos corrientes: la prevención general, que busca prevenir delitos en la sociedad en general a través del castigo como ejemplo disuasorio, y la prevención especial, que se enfoca en prevenir que el delincuente específico reincida mediante la resocialización o el escarmiento.
Sin embargo, la confrontación entre estas corrientes llevó a una dirección mixta, impulsada por figuras como Merkel en Alemania, que actualmente es ampliamente aceptada en la doctrina penal, integrando elementos de retribución y prevención tanto general como especial.
Las ideas que acaban de exponerse encuentran su refrendo en la legislación española.
En primer lugar, por lo que se refiere a la función primordial de la pena, no debe olvidarse que la Constitución en su artículo 1.1 dispone que:
«España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.»
Esta fórmula integrada por la conjunción del Estado liberal de Derecho y del Estado social, impide dotar de una función puramente preventiva o retribucionista a la pena. La caracterización del Estado como Estado de «Derecho» implica el que no pueda instrumentarse al individuo en aras de la prevención, y su calificación «social» amplía los objetivos de la pena más allá de la pura retribución. De aquí que sean las teorías mixtas de la pena las que mejor se adecuen al marco político del Estado social y democrático de Derecho.
Respecto a los fines concretos de las penas hay que tener en cuenta otros dos preceptos constitucionales: el artículo 15 y el artículo 25.2. El primero de ellos establece la prohibición de las penas inhumanas o degradantes y la abolición de la pena de muerte, y por ello erradica de nuestro Derecho las penas que atentan contra la dignidad de la persona humana por muy necesarias que fueran desde el punto de vista de la prevención. El segundo, al declarar que «las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados», obliga a admitir, o bien una teoría mixta que tenga en cuenta las necesidades de resocialización, o bien una teoría preventiva especial pura. Puesto que esta segunda alternativa se ha considerado desterrada por la crisis del pensamiento resocializador, parece que una teoría mixta resulta la más convincente en nuestro marco constitucional.
Ya en 1878 se traslada a la criminología el concepto de estado peligroso del que venían hablando los psiquiatras respecto a los anormales. Los psiquiatras incluían bajo este nombre a los sujetos que o ya habían caído en la anormalidad o estaban gravemente amenazados de llegar a ella.
GAROFALO traslada este concepto a la criminología. Divide el concepto en dos aspectos: la capacidad criminal (a la que él llama «temibilità») y la adaptabilidad social.
Entiende bajo el nombre de capacidad criminal, la perversidad activa y constante de un delincuente, la cantidad de mal que puede temerse del mismo. Dicho de otro modo, la posibilidad de reincidencia de un sujeto concreto; lo que hoy en día se llama peligrosidad. Por adaptabilidad social entiende GAROFALO las cualidades del sujeto para encajar en una vida socialmente adecuada.
Es claro que lo que constituye el núcleo central del estado peligroso es la capacidad criminal (la peligrosidad). Porque la adaptabilidad social da meramente al sujeto una cualidad que puede utilizar para la vida socialmente adecuada o para el delito. Ya que, así como la adaptabilidad social contribuye a la resocialización del delincuente cuando éste lo desea, por el contrario aumenta su potencia criminal (su peligrosidad) cuando quiere vivir del y para el delito, porque le permite cometer delitos mejor planeados y más difíciles de descubrir.
Es menester dejar bien claro que culpabilidad y peligrosidad son magnitudes que varían independientemente. Por poner dos ejemplos extremos, el pequeño delincuente contra el patrimonio (carterista, estafador callejero, etc.) tiene un grado de culpabilidad jurídica muy bajo, ya que ordinariamente sólo comete faltas; e incluso desde el punto de vista ético su culpabilidad no es muy grande, ya que ha sido educado normalmente en un área delincuencial para el delito y apenas encuentra posibilidades serias de resocializarse. Mientras que su peligrosidad (esto es, su posibilidad de reincidencia) es muy alta, ya que apenas tiene otro medio de subsistir al salir del establecimiento penitenciario. Por el contrario, el delincuente contra la vida psíquicamente normal (esto es, el no terrorista ni enajenado) comete el delito más grave del Código Penal, mientras que su índice de reincidencia en la estadística criminal de todas las naciones es mínimo y prácticamente igual a cero.
La peligrosidad suele dividirse en predelictual y postdelictual, según se presente antes o después de que el sujeto haya sido condenado por un delito. Pero, además, se viene dividiendo en peligrosidad criminal y peligrosidad social, distinción que tiene gran trascendencia práctica y en la que no se había reparado hasta hace unos cincuenta años.
Se habla de peligrosidad predelictual cuando el sujeto aún no ha sido condenado por ningún delito; o más exactamente, cuando aún no ha realizado ningún hecho punible, porque puede tratarse de un inimputable. Eso no quiere decir que no haya cometido incluso más de un delito (o hecho punible), sino tan sólo que aún no se le ha podido demostrar. Porque frecuentemente los delincuentes habituales comienzan su carrera criminal en edades tempranas, pero por no haber sido fichados aún por la policía o por su buena suerte, tarda en producirse la primera detención y el primer proceso.
Por el contrario, se denomina peligrosidad postdelictual la que acusa un individuo que ya ha sido condenado por un delito o que al menos ha puesto un hecho punible.
Esta distinción tiene gran importancia en orden a lo que puede hacer un Estado de derecho respecto al individuo en cuestión. Porque la presunción de inocencia y el principio de mínima intervención penal no le capacita a imponer ni siquiera medidas.
Durante muchos años e incluso siglos se han confundido estas dos clases de peligrosidad que, sin embargo, son radicalmente distintas tanto en su etiología como en sos efectos criminógenos y, por tanto, en su tratamiento. Es más, con frecuencia la reacción popular ha sido más dura contra el peligroso social que contra el criminal.
Se entiende por peligrosidad criminal la que presenta el auténtico delincuente: la capacidad criminal del mismo. Es el tipo del antisocial, del que se ha venido hablando hasta ahora, y el individuo que constituye una auténtica amenaza a la sociedad, porque se coloca contra la ley.
Pero la peligrosidad social es propia del individuo asocial, del inadaptado parcial o totalmente a la vida social, del marginado. Éste no se coloca contra la ley, sino que vive al margen de la misma. No suele cometer delitos, al menos graves, sino a lo más pequeños delitos o faltas contra el patrimonio; pero no es capaz de adaptarse a una vida de trabajo regular, de llevar una vida conforme con los patrones de la sociedad, al margen de la que convive. Es el vago, el mendigo, el parásito, pero nunca es un delincuente peligroso.
Finalmente, hay que anotar que algunos autores actuales parecen confundir la peligrosidad social con la predelictual e identificarlas, cuando son conceptos totalmente distintos, como queda indicado.
Las penas pueden clasificarse en el orden penal conforme a 3 criterios distintos: si son impuestas por la ley o acompañan a otras, de acuerdo al bien jurídico que limitan o restringen y por su gravedad.
Las penas principales son aquellas que la ley impone como consecuencia de la realización del delito. Son penas accesorias las que acompañan a otras principales o a determinados delitos.
Una pena tiene que ser personal, que sea necesaria y suficiente, ineludible, proporcionada e individualizada.