Portada » Ciencias sociales » Personajes de dominacion carismatica
Debe entenderse por «carisma» la cualidad, que pasa por extraordinaria (condicionada mágicamente en su origen, lo mismo si se trata de profetas que de hechiceros, árbitros, jefes de cacería o caudillos militares), de una personalidad, por cuya virtud se la considera en posesión de fuerzas sobrenaturales o sobre humanas -o por lo menos específicamente extracotidianas y no asequibles a cualquier otro-, o como enviados del dios, o como ejemplar y, en consecuencia, como jefe, caudillo, guía o líder.
El modo como habría de valorarse «objetivamente» la cualidad en cuestión, sea desde un punto de vista ético, estético u otro cualquiera, es cosa del todo indiferente en lo que atañe a nuestro concepto, pues lo que importa es cómo se valora «por los dominados» carismáticos, por los «adeptos».
El carisma de un «poseso» (cuyos frenesíes se atribuían, al parecer sin razón, al uso de determinadas drogas; en el Bizancio medieval se mantenía un cierto número de éstos dotados con el carisma del frenesí bélico como una especie de instrumento de guerra), de un «chamán» (magos, en cuyos éxtasis, en el caso puro, se daba la posibilidad de ataques epileptoides como condición previa), la del fundador de los mormones (quizás, mas no con seguridad absoluta, un tipo de refinado farsante) o la de un literato entregado a sus éxtasis demagógicos como Kurt Eisner, todos ellos se consideran por la sociología, exenta de valoraciones, en el mismo plano que el carisma de los que según apreciación corriente son «grandes» Héroes, Profetas y Salvadores.
1. Sobre la validez del carisma decide el reconocimiento–
Nacido de la entrega a la revelación, de la reverencia por el héroe, de la confianza en el jefe- por parte de los dominados; reconocimiento que se mantiene por «corroboración» de las supuestas cualidades carismáticas -siempre originariamente por medio del prodigio. Ahora bien, el reconocimiento (en el carisma genuino) no es el fundamento de la legitimidad, sino un deber de los llamados, en méritos de la vocación y de la corroboración, a reconocer esa
cualidad. Este «reconocimiento» es, psicológicamente, una entrega plenamente personal y llena de fe surgida del entusiasmo o de la indigencia y la esperanza. Ningún profeta ha considerado su cualidad como dependiente de la multitud, ningún rey ungido o caudillo carismático ha tratado a los oponentes o a las personas fuera de su alcance sino como incumplidores de un deber; y la no participación en el reclutamiento guerrero, formalmente voluntario, abierto por el caudillo ha sido objeto de burla y desprecio en todo el mundo.
2. Si falta de un modo permanente la corroboración, si el agraciado carismático parece abandonado de su dios o de su fuerza mágica o heroica, le falla el éxito de modo duradero y, sobre todo, si su jefatura no aporta ningún bienestar a los dominados, entonces hay la probabilidad de que su autoridad carismática se disipe. Este es el sentido genuinamente carismático del imperio «por la gracia de Dios».
Aun los viejos reyes germánicos podían encontrarse ante «manifestaciones públicas de desprecio». Cosa que ocurría, pero en masa, en los llamados pueblos primitivos. En China la calificación carismática de los monarcas (carismático-hereditaria sin modificaciones, ver § 11) estaba fijada de un modo tan absoluto, que todo infortunio, cualquiera que éste fuese -no sólo guerras desgraciadas, sino sequías, inundaciones, sucesos astronómicos aciagos- le obligaba a expiación pública y eventualmente a abdicar. En ese caso no tenía el carisma de la «virtud» exigida (clásicamente determinada) por el espíritu del cielo y no era, por tanto, el legítimo «Hijo del cielo».
3. La dominación carismática supone un proceso de comunización de carácter emotivo. El cuadro administrativo de los imperantes carismáticos no es ninguna «burocracia», y menos que nada una burocracia profesional. Su selección no tiene lugar ni desde puntos
de vista estamentales ni desde los de la dependencia personal o patrimonial. Sino que se es elegido a su vez por cualidades carismáticas: al profeta corresponden los discípulos, al príncipe de la guerra el «séquito», al jefe, en general, los «hombres de confianza». No hay ninguna «colocación» ni «destitución», ninguna «carrera» ni «ascenso», sino sólo llamamiento por el señor según su propia inspiración fundada en la calificación carismática del vocado. No hay ninguna «jerarquía», sino sólo intervenciones del jefe, de haber insuficiencia carismática del cuadro administrativo, bien en general, bien para 7 un caso dado, y eventualmente cuando se le reclame. No existen ni «jurisdicción» ni «competencias», pero tampoco apropiación de los poderes del cargo por «privilegio», sino sólo (de ser posible) limitación espacial o a determinados objetos del carisma y la «misión». No hay «sueldo» ni «prebenda» alguna, sino que los discípulos y secuaces viven (originariamente) con el señor en comunismo de amor o camaradería, con medios procurados por mecenas. No hay ninguna «magistratura» firmemente establecida, sino sólo misioneros comisionados carismáticamente con una misión, dentro del ámbito de la misión otorgada por el señor y de su propio carisma. No existe reglamento alguno, preceptos jurídicos abstractos, ni aplicación racional del derecho orientada por ellos, más tampoco se dan arbitrios y sentencias orientados por precedentes tradicionales, sino que formalmente son lo decisivo las creaciones de derecho de caso en caso, originariamente sólo juicios de Dios y revelaciones. Sin embargo, en su aspecto material rige en toda dominación carismática genuina la frase: «estaba escrito, pero yo en verdad os digo»; el profeta genuino, como el caudillo genuino, como todo jefe genuino en general, anuncia, crea, exige nuevos mandamientos -en el sentido originario del carisma: por la fuerza de la revelación, del oráculo, de la inspiración o en méritos de su voluntad concreta de organización, reconocida en virtud de su origen por la comunidad de creyentes, guerreros, prosélitos u otra clase de personas. El reconocimiento crea un deber. En tanto que a una profecía no se le oponga otra concurrente con la pretensión a su vez de validez carismática, únicamente existe una lucha por el liderazgo que sólo puede decidirse por medios mágicos o por reconocimiento (según deber) de la comunidad, en la que el derecho sólo puede estar de un lado, mientras que del otro sólo está la injuria sujeta a expiación. La dominación carismática se opone, igualmente, en cuanto fuera de lo común y extracotidiana, tanto a la dominación racional, especialmente la burocrática, como a la tradicional, especialmente la patriarcal y patrimonial o estamental. Ambas son formas de la dominación cotidiana, rutinaria -la carismática (genuina) es específicamente lo contrario. La dominación burocrática es específicamente racional en el sentido de su vinculación a reglas discursivamente analizables; la carismática es específicamente irracional en el sentido de su extrañeza a toda regla. La dominación tradicional está ligada a las precedentes del pasado y en cuanto tal igualmente orientada por normas; la carismática subvierte el pasado (dentro de su esfera) y es en este sentido específicamente revolucionaria. No conoce ninguna apropiación del poder de mando, al modo de la propiedad de otros bienes, ni por los señores ni por poderes estamentales, sino que es legítima en tanto que el carisma personal «rige» por su corroboración, es decir, en tanto que encuentra reconocimiento, y «han menester de ella» los hombres de confianza, discípulos, séquito; y sólo por la duración de su confirmación carismática. Lo dicho apenas necesita aclaración. Vale lo mismo para el puro dominador carismático «plebiscitario» (el «imperio del genio» de Napoleón, que hizo de plebeyos reyes y generales) que para los profetas o héroes militares.
4. El carisma puro es específicamente extraño a la economía. Constituye, donde aparece, una vocación en el sentido enfático del término: como «misión» o como «tarea» íntima. Desdeña y rechaza, en el tipo puro, la estimación económica de los dones graciosos como fuente de ingresos -lo que ciertamente ocurre más como pretensión que como hecho. No es que el carisma renuncie siempre a la propiedad y al lucro, como ocurrió en determinadas circunstancias con los profetas y sus discípulos. El héroe militar y su séquito buscan botín; el imperante plebiscitario o el jefe carismático de partido buscan medios materiales para su poder; el primero, además, se afana por el
brillo material de su dominación para afianzar su prestigio de mando. Lo que todos desdeñan -en tanto que existe el tipo carismático genuino- es la economía racional o tradicional de cada día, el logro de «ingresos» regulares en virtud de una actividad económica dirigida a ello de un modo continuado. Las formas típicas de la cobertura de necesidades de carácter carismático son, de un lado, las mecenísticas -de gran estilo (donaciones, fundaciones, soborno, propinas de importancia)- y las mendicantes, y, de otro lado, el botín y la extorsión violenta o (formalmente) pacífica. Considerada desde la perspectiva de una economía racional es una fuerza típica de la «antieconomicidad», pues rechaza toda trabazón con lo cotidiano. Tan sólo puede «llevar aparejada», por así decirlo, con absoluta indiferencia íntima, una intermitente adquisición ocasional. El «vivir de rentas», como forma de estar relevado de toda gestión económica, puede ser – en muchos casos- el fundamento económico de existencias carismáticas. Pero no se aplica esto a los «revolucionarios» carismáticos normales. La no admisión de cargos eclesiásticos por los jesuitas es una aplicación racionalizada de este principio del «discipulado». Es cosa clara que todos los héroes de la ascética, de las órdenes mendicantes y de los combatientes por la fe quedan comprendidos en lo que venimos diciendo. Casi todos los profetas han sido mantenidos de un modo mecenístico. La frase de Pablo dirigida contra los misioneros gorrones: «quien no trabaja no debe comer», no significa, naturalmente, una afirmación de la «economía», sino sólo el deber de procurarse el sustento, aunque como «profesión accesoria»; pues la parábola apropiamente carismática de los «lirios del campo» no debe interpretarse en su sentido literal, sino únicamente en el de la despreocupación por lo que ha de realizarse al día siguiente. Por otra parte, es concebible en el caso de un grupo de discípulos carismáticos de carácter primariamente estético, que valga como norma la relevación de las luchas económicas por limitación de los vocados en sentido auténtico a personas «económicamente independientes» (rentistas; así en el círculo de Stefan George, por lo menos en su primera intención).
5. El carisma es la gran fuerza revolucionaria en las épocas vinculadas a la tradición. A diferencia de la fuerza igualmente revolucionaria de la ratio que, o bien opera desde fuera por transformación de los problemas y circunstancias de la vida -y, por tanto, de
modo mediato, cambiando la actitud ante ellos- o bien por intelectualización, el carisma puede ser una renovación desde dentro, que nacida de la indigencia o del entusiasmo, significa una variación de la dirección de la conciencia y de la acción, con reorientación
completa de todas las actitudes frente a las formas de vida anteriores o frente al «mundo» en general. En las épocas prerracionalistas tradición y carisma se dividen entre sí la totalidad de las direcciones de orientación de la conducta.