Portada » Historia » Partidarios del liberalismo moderado
El liberalismo es una doctrina filosófica, política y económica que tiene como valor supremo la libertad del individuo. El liberalismo nació a raíz de las ideas de la Ilustración del siglo XVIII y de las Revoluciones francesa, inglesa y norteamericana, impulsado principalmente por la burguesía que intenta derrocar al Antiguo Régimen y la monarquía absoluta.
En el aspecto social, el liberalismo defiende las libertades y derechos del individuo (entre ellos, la propiedad), así como la igualdad jurídica, oponiéndose a los privilegios propios de la sociedad estamental. El mérito y no el nacimiento es la única vía para el enriquecimiento individual y para llegar a la cúspide del poder político. El liberalismo, por tanto, defiende la movilidad social entre las clases sociales. En el aspecto religioso, son partidarios de la tolerancia y de limitar el poder económico de la Iglesia.
En lo referente a la economía, el liberalismo defiende la propiedad libre y plena, desvinculada de cualquier clase de institución (Iglesia, título nobiliario…) y el libre comercio (librecambio), frente al sistema previo de gremios y el mercantilismo. El interés personal y la búsqueda del máximo beneficio son el motor de la economía, que se regula por la ley de la oferta y la demanda.
El liberalismo es partidario de una intervención mínima del Estado en las actividades económicas.
El Estado debería limitarse a garantizar el libre funcionamiento de todas las actividades económicas, prestar ciertos servicios que no son cubiertos por particulares y asegurar el mantenimiento del orden público.
En la política, el liberalismo se opone al absolutismo; ya no hay súbditos, sino ciudadanos, que constituyen la nación y se organizan como un Estado unitario y centralizado.
El liberalismo propugna la existencia de una constitución que recoja estos principios básicos:
– La soberanía nacional:
El poder emana del pueblo (no reside en el rey).
– Un sistema representativo:
Los ciudadanos, mediante el sufragio, eligen a sus representantes en la asamblea o parlamento.
– La división de poderes:
Para evitar el absolutismo, se reconoce la existencia de tres poderes diferenciados:
o El poder ejecutivo (gobernar) recae en el rey y su gobierno.
o El poder legislativo (elaborar las leyes), en el parlamento.
o El poder judicial (juzgar según las leyes), en los tribunales de justicia.
– Una declaración de derechos y libertades individuales (expresión, conciencia, propiedad, etc.).
En el siglo XIX encontramos dos corrientes del liberalismo:
– El liberalismo conservador o doctrinario:
Defiende un régimen político oligárquico, basado en el sufragio censitario (que concede el derecho de voto a los sectores más acomodados de la sociedad) y en la defensa a ultranza del orden público frente a la movilización de las clases populares. Predomina en la primera mitad del siglo XIX.
– El liberalismo radical:
Defiende la soberanía popular y el sufragio universal masculino, para permitir la participación de las clases medias y populares en el sistema político. Se va implantando a partir de mediados del siglo XIX y desemboca en el sistema democrático.
La oposición al sistema liberal la representan, al principio, los partidarios de la monarquía absoluta y del mantenimiento del Antiguo Régimen; y, posteriormente, las nuevas ideologías obreras (marxismo, anarquismo…).
EL LIBERALISMO EN ESPAÑA
La implantación del liberalismo en España empieza durante la GUERRA DE LA INDEPENDENCIA (con la labor legislativa de las Cortes de Cádiz), retrocede durante el reinado de FERNANDO VII, reaparece tímidamente durante las REGENCIAS y se consolida en el reinado de ISABEL II.
La Guerra de la Independencia (1808-1814) contra la ocupación francesa precipitó la crisis política interna de la monarquía absoluta (Carlos IV y Fernando VII). En esos momentos se reunieron las Cortes de Cádiz (1810-1813), que elaboraron la Constitución de 1812 y adoptaron además medidas económicas y sociales que supusieron una ruptura total con el Antiguo Régimen.
Terminada la guerra, el regreso de Fernando VII supuso la restauración del Antiguo Régimen.
El reinado de Fernando VII (1814-1833) se caracterizó por la pugna entre el absolutismo (dominante) y el liberalismo (que recurrió a continuos golpes militares -pronunciamientos- para intentar imponerse). La victoria de una u otra posición permite distinguir tres etapas:
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El Sexenio Absolutista (1814-1820): Fernando VII, con el decreto del 4 de mayo de 1814, anula todo lo acordado en Cádiz (incluida la Constitución) y, por tanto, restablece el Antiguo Régimen.
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El Trienio Liberal (1820-1823): En enero de 1820, el teniente coronel Riego se subleva con éxito en Cabezas de San Juan (Sevilla). Fernando VII se ve obligado a jurar y reimplantar la Constitución de Cádiz de 1812. Los liberales se dividen en dos corrientes: los moderados o doceañistas (reformistas) y los exaltados o veinteañistas (más radicales). Esta etapa liberal finaliza cuando los Cien Mil Hijos de San Luis (ejército francés enviado por la Santa Alianza) devuelve el poder absoluto a Fernando VII.
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La Década Ominosa (1823-1833): Representa la vuelta a la monarquía absoluta.
En 1833 muere Fernando VII y, ante la minoría de edad de la heredera, la futura Isabel II, asumen el poder los regentes:
Primero su madre, la reina viuda María Cristina (1833-1840) y, después, el general Espartero (1840-1843). En este período se produce la transición desde el absolutismo al liberalismo:
Estatuto Real de 1834, restablecimiento de la Constitución de 1812 en 1836 y, finalmente, Constitución de 1837.
La consolidación definitiva del régimen liberal en España se produce bajo la hegemonía política del liberalismo conservador, durante el reinado de Isabel II (1843-1868). Podemos distinguir las siguientes etapas:
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Década moderada (1844-1854): El sistema político se basó en el liberalismo más conservador, expresado en la Constitución de 1845
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Bienio progresista (1854-1856): Se llevaron a cabo algunas reformas progresistas y se elaboró una constitución que no llega a promulgarse (Constitución nonata de 1856).
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Reacción moderada (1856-1868).
El liberalismo que se construye en España durante el período de las regencias y el reinado de Isabel II se caracterizó por:
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La monarquía tenía un papel político decisivo. A la Corona se le atribuyeron importantes poderes ejecutivos y una amplia participación en el legislativo al poder alterar la vida parlamentaria, haciendo uso y abuso de su facultad de nombrar y destituir ministros, convocar, suspender y disolver las Cortes. Para gobernar, lo importante era la confianza de la reina, que apoyó en especial a los moderados (los progresistas solo accedieron al poder durante el Bienio progresista y al final del reinado).
– El sistema electoral se basaba en el sufragio censitario masculino, muy restringido, pues solo tenía derecho al voto entre el 0,8 y el 2,6% de la población.
– La corrupción electoral, mediante la manipulación de los censos, la presión sobre los electores e, incluso, el falseamiento de los resultados electorales. La reina nombraba sistemáticamente jefe de gobierno al político que prefería, entregándole al mismo tiempo el decreto de disolución de las Cortes, y permitiéndole fabricar unas nuevas que le fueran fieles (el Ministerio de la Gobernación, alcaldes y jefes políticos manipulaban los resultados electores para que saliera una mayoría parlamentaria favorable al partido que estaba en ese momento en el gobierno).
– La división de los liberales españoles en dos tendencias mayoritarias (moderados y progresistas, que tienen su origen en los doceañistas y veinteañistas del Trienio Liberal) y otras:
o Moderados.
– Detentaron el gobierno durante la mayor parte del período. Representaban los intereses de su base social: terratenientes, hombres de negocios adinerados, muchos militares, abogados, nobles, alto clero y burócratas. Su ideario político defendía tres principios: en primer lugar, el sufragio censitario muy restringido, ya que a los partidarios de este partido no les interesaba el acceso de las clases populares a las decisiones políticas. En segundo lugar, defendían la soberanía compartida entre el rey y las Cortes, reforzando el poder de la Corona. Y, por último, la religión católica como la religión oficial del Estado (Estado confesional sin libertad de culto). Para ellos, la libertad era, ante todo, la defensa de la seguridad de las personas y de los bienes y, por tanto, defendían los principios de autoridad y orden.
o Progresistas.
– Representaban los intereses de las clases medias urbanas, militares, profesionales liberales…. Eran partidarios de: la soberanía nacional con las Cortes como única institución representativa; de la limitación de los poderes del rey; del sufragio censitario mucho más amplio (pero no sufragio universal masculino), para permitir la participación de las clases medias; y de la defensa de amplios derechos y libertades individuales (libertad de culto, asociación y expresión).
o Demócratas.
– De los liberales progresistas se escindió el Partido Demócrata (1849), que defendió el sufragio universal.
o En 1854 se formó la Unión Liberal (1854), grupo político formado por los más conservadores de los progresistas y los más progresistas de los conservadores. Su líder político fue el general ODonnell.
– La inexistencia de un verdadero sistema de partidos.
Moderados y progresistas no constituían auténticos partidos, pues carecían de organización permanente y disciplina interna, funcionando como camarillas, grupos, que giraban en torno a una personalidad civil o militar y elaboraban un programa político y unas listas para presentarse a las elecciones. Eran lo que se denomina partidos de notables.
– El protagonismo del ejército en la vida política, a través de los pronunciamientos militares y del nombramiento de militares como presidentes del gobierno (Espartero, Narváez, ODonnell).
– La adopción de medidas para liberalizar la economía, como las desamortizaciones de Mendizábal (1835) y Madoz (1855), por las que el Estado nacionalizó y vendió en subasta los bienes de las órdenes religiosas y los bienes de propios de los ayuntamientos.
La oposición al liberalismo vendrá en un principio de la mano de Fernando VII y de los defensores del absolutismo y de los privilegios del Antiguo Régimen. En 1814, el retorno a España de Fernando VII supuso la derogación y supresión de todas las leyes y reformas implantadas por las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812, con lo que se produjo el retorno al Antiguo Régimen. Asimismo, se puso en marcha una política de persecución y represión dirigida contra los afrancesados y los liberales.
Tras la muerte de Fernando VII, la principal oposición al sistema liberal será el carlismo.
En 1830 Fernando VII promulgó la Pragmática Sanción (que permitía reinar a las mujeres) y nació su hija Isabel. Se abrió así la cuestión sucesoria, con el enfrentamiento entre cristinos/isabelinos (partidarios de la regente Mª Cristina y de la futura Isabel II) y carlistas (partidarios de Carlos Mª Isidro, hermano del rey, pues no aceptaron la derogación de la ley sálica).
El carlismo es un movimiento político de carácter antiliberal que propugnaba la vuelta al Antiguo Régimen. El carlismo negaba todo lo que representaba el liberalismo (libertad política, económica y social, uniformidad territorial y laicismo), pues defendía la monarquía absoluta de origen divino, el integrismo religioso y los intereses de la Iglesia (diezmo, no desamortizaciones ni libertad religiosa) y el foralismo (mantenimiento de los fueros vascos y navarros frente a la política centralizadora liberal). La divisa carlista era Dios, Patria, Rey y Fueros. Socialmente, el carlismo era un movimiento tan heterogéneo como el liberalismo; era apoyado por sectores de la Iglesia, pequeños nobles rurales, militares reaccionarios y una gran parte del artesanado pobre y del campesinado no propietario. El carlismo se extendió sobre todo por las provincias forales del Norte (País Vasco, Navarra) y otras zonas antiguamente forales: Aragón (Maestrazgo), Cataluña, Valencia, Galicia o Castilla (en algunas comarcas). Su enfrentamiento con el liberalismo provocó tres guerras carlistas (1833-1840, 1846-1849 y 1872-1876
Esta etapa comenzó con el destronamiento de Isabel II y concluyó con la proclamación de su hijo, Alfonso XII, como rey de España. En esos seis años (septiembre de 1868-diciembre de 1874) se sucedieron diversos regímenes políticos: una regencia, una nueva monarquía, una república y, finalmente, la restauración de la monarquía borbónica. Constituyó el primer intento de establecer en España una democracia tal y como se entendía en el siglo XIX, es decir, basada en el sufragio universal masculino.
Durante los años del Sexenio democrático, los distintos gobiernos se enfrentaron a una situación política, económica y social muy complicada:
– La guerra de Cuba (Guerra de los Diez Años, 1868-1878).
– La Tercera Guerra Carlista (1872-1876).
– Numerosas insurrecciones populares (obreras y campesinas).
– Divergencias entre las distintas fuerzas políticas.
– Oposición de la Iglesia católica, que se oponía a la libertad de cultos y a la separación entre la Iglesia y el Estado.
El Sexenio democrático comenzó con la Revolución de septiembre de 1868, conocida como la Gloriosa. Se inició con un pronunciamiento militar encabezado por el almirante Topete y los generales Prim y Serrano. Las causas de la rebelión tenían su origen en la crisis del sistema político, la depresión económica iniciada en 1866 y la impopularidad de la reina (en 1866 progresistas, demócratas y republicanos -más tarde también unionistas- habían firmado el Pacto de Ostende, por el que se comprometían a derrocar a Isabel II). La insurrección se extendió a numerosas ciudades españolas y obtuvo amplios apoyos populares. Los demócratas formaron juntas revolucionarias. Las tropas leales a la reina fueron derrotadas en la batalla del Puente de Alcolea e Isabel II se exilió a Francia.
El Gobierno Provisional estuvo constituido por los partidos que habían aceptado el Pacto de Ostende, con la exclusión de los demócratas. Fue presidido por el general Serrano y disolvió las juntas y sus grupos de voluntarios armados. Y convocó elecciones a Cortes constituyentes, las primeras que se celebraron mediante sufragio universal masculino directo.
El principal motivo de desacuerdo entre las distintas fuerzas políticas que se presentaban fue el tipo de régimen político:
Unionistas y progresistas eran partidarios de una monarquía democrática, mientras que los demócratas se dividieron en dos facciones: los cimbrios, que apostaban por una monarquía democrática con sufragio universal; y los republicanos, partidarios de establecer una república federal (Pi y Margall, Castelar y Figueras).
Las elecciones fueron ganadas por los progresistas, con el apoyo de unionistas y demócratas cimbrios, por lo que triunfó la opción monárquica.
Decidieron buscar un nuevo rey, pero que no fuese Borbón (el candidato elegido finalmente sería Amadeo de Saboya, hijo del rey de Italia).
Este nuevo gobierno tuvo que hacer frente a la oposición de:
– Por la derecha, los monárquicos borbónicos: carlistas (antidemocráticos) y alfonsinos (que querían el regreso del hijo de Isabel II, Alfonso, y el sistema político constitucional de 1845).
– Por la izquierda, los republicanos (eran el segundo grupo en número de diputados en las Cortes), con fuerte implantación en Aragón, Cataluña y Andalucía. Un sector del partido, los llamados intransigentes, propugnaban una insurrección armada y la construcción del federalismo desde abajo, es decir, mediante acuerdos entre poderes locales y municipios o juntas.
Las Cortes aprobaron la Constitución de 1869, la más liberal de todas las redactadas hasta entonces y que recogía por primera vez el ideario democrático:
– Soberanía nacional y sufragio universal masculino directo.
– Estricta división de poderes: legislativo (Congreso y Senado), ejecutivo (gobierno, el rey reina pero no gobierna) y judicial (jueces).
– Amplia declaración de derechos individuales (libertad de cultos, libertad de enseñanza, derecho de reunión, de asociación e inviolabilidad de domicilio).
Una vez aprobada la Constitución, que definía a España como reino, el general Serrano fue elegido para ocupar la presidencia y el general Prim pasó a ocupar la jefatura del Gobierno.
En el ámbito económico, el ministro de Hacienda, Figuerola, adoptó dos medidas fundamentales para el liberalismo: la rebaja de los aranceles para el comercio exterior y el establecimiento de la peseta como única moneda nacional. También se promulgó una Ley de Minas (hasta entonces controladas por la Corona y que pasaron a empresas privadas para su explotación).
Unos días antes de llegar a España Amadeo I, fue asesinado Prim, su principal valedor, lo que debilitó la posición del nuevo monarca. El rey desempeñó su tarea desde el respeto a su papel constitucional, pero encontró una fuerte oposición, que se acrecentó con el tiempo. Republicanos y monárquicos borbónicos (tanto isabelinos/alfonsinos como carlistas) no lo admitieron, al considerarle un intruso. La Iglesia fue reticente por provenir de una dinastía que había desposeído al Papa de sus Estados Pontificios. El pueblo lo consideró un rey extranjero. Además, tuvo que enfrentarse a numerosos problemas:
– La inestabilidad política por la ruptura entre los partidos que lo apoyaban (los progresistas se dividieron en dos: el Partido Constitucionalista -Sagasta- y el Partido Radical -Ruiz Zorrilla-) y la generalización del falseamiento electoral.
– La agudización de la guerra de Cuba y el estallido de la tercera guerra carlista.
– El temor a la revolución social.
Amadeo, sin apoyo popular y sin posibilidades de formar un gobierno fuerte capaz de resolver estos problemas, abdicó en febrero de 1873.
El 11 de febrero de 1873 en una reunión de las dos cámaras legislativas se proclamó la República. El nuevo régimen fue indefinido e inestable, careció de amplios apoyos sociales y contó con la oposición de los grupos sociales más poderosos, que recelaron de las reformas puestas en marcha y desconfiaron de su capacidad para mantener la seguridad y el orden público.
En apenas un año se sucedieron cuatro presidentes distintos: Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar. Sin embargo, a pesar de la inestabilidad, los gobiernos republicanos intentaron llevar a cabo una serie de reformas que no se desarrollaron plenamente: supresión de los consumos y las quintas, abolición de la esclavitud en Puerto Rico, regulación del trabajo infantil, etc. Se inició la elaboración de una constitución (1873)
que no llegó a promulgarse, y que establecía una república federal con 17 Estados (incluidos Cuba y Puerto Rico).
Pero la República se vio desbordada, de nuevo, por el recrudecimiento de la guerra carlista, el conflicto cubano y el estallido de movimientos sociales campesinos y obreros. Pero, sobre todo, por el ala izquierda del republicanismo, los intransigentes, quienes alentaron la formación de cantones (gobiernos territoriales o pequeños Estados teóricamente independientes que se federaban libremente entre sí para culminar en una federación que abarcase todo el territorio nacional). El levantamiento cantonalista se inició en Cartagena y se extendió a Murcia y otros puntos de Levante y Andalucía, hasta que fueron sofocados por el ejército.
Esta situación (que se suma a las guerras carlista y de Cuba) reforzó el protagonismo del ejército y el progresivo deslizamiento de la mayoría republicana hacia posturas conservadoras.
Finalmente, en enero de 1874, se produjo el golpe de Estado del general Pavía, quien entró en el edificio de las Cortes y las disolvió. Aunque el régimen republicano siguió en vigor casi un año más: el poder pasó al general Serrano hasta que, el 29 de diciembre de 1874, el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto acabó con la República e impuso la restauración monárquica (con Alfonso XII, hijo de Isabel II).