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Capítulo 1
La primera noche
Hacía mucho que Robert estaba harto de soñar.
Se decía: Siempre me toca hacer el papel de tonto.
Por ejemplo, en sueños le ocurría a menudo ser tragado por un pez gigantesco y desagradable, y cuando estaba a punto de ocurrir llegaba a su nariz un olor terrible. O se deslizaba cada vez más hondo por un interminable tobogán. Ya podía gritar cuanto quisiera ¡Alto! o ¡Socorro!, bajaba más y más rápido, hasta despertar bañado en sudor.
A Robert le jugaban otra mala pasada cuando ansiaba mucho algo, por ejemplo una bici de carreras con por lo menos veintiocho marchas. Entonces soñaba que la bici, pintada en color lila metálico, estaba esperándolo en el sótano. Era un sueño de increíble exactitud. Ahí estaba la bici, a la izquierda del botellero, y él sabía incluso la combinación del candado: 12345. ¡Recordarla era un juego de niños! En mitad de la noche Robert se despertaba, cogía medio dormido la llave de su estante, bajaba, en pijama y tambaleándose, los cuatro escalones y… ¿qué encontraba a la izquierda del botellero? Un ratón muerto. ¡Era una estafa! Un truco de lo más miserable.
Con el tiempo, Robert descubrió cómo defenderse de tales maldades. En cuanto le venía un mal sueño pensaba a toda prisa, sin despertar: Ahí está otra vez este viejo y nauseabundo pescado. Sé muy bien qué va a pasar ahora. Quiere engullirme.
Pero está clarísimo que se trata de un pez soñado que, naturalmente, sólo puede tragarme en sueños, nada más.
O pensaba: Ya vuelvo a escurrirme por el tobogán, no hay nada que hacer, no puedo parar de ningún modo, pero no estoy bajando de verdad. Y en cuanto aparecía de nuevo la maravillosa bici de carreras, o un juego para ordenador que quería tener a toda costa -ahí estaba, bien visible, a su alcance, al lado del teléfono-, Robert sabía que otra vez era puro engaño. No volvió a prestar atención a la bici. Simplemente la dejaba allí. Pero, por mucha astucia que le echara, todo aquello seguía siendo bastante molesto, y por eso no había quien le hablara de sus sueños.
Hasta que un día apareció el diablo de los números.
Robert vio a un señor bastante mayor, más o menos del tamaño de un saltamontes, que se columpiaba en una hoja de acedera y le miraba con ojos relucientes.
Robert se alegró de no soñar esta vez con un pez hambriento, y de no deslizarse por un interminable tobogán desde una torre muy alta y muy vacilante.
En su lugar, soñó con una pradera. Lo curioso es que la hierba era altísima, tan alta que a Robert le llegaba al hombro y a veces hasta la cabeza.
Miró a su alrededor y vio, justo delante de él, a un señor bastante viejo, bastante bajito, más o menos como un saltamontes, que se mecía sobre una hoja de acedera y le miraba con ojos brillantes.
-¿Quién eres tú? -preguntó Robert.
El hombre le gritó, sorprendentemente alto: -¡Soy el diablo de los números! Pero Robert no estaba de humor para aguantarle nada a semejante enano.
-En primer lugar -dijo-, no hay ningún diablo de los números.
-¿Ah, no? ¿Entonces por qué estás hablando conmigo, si ni siquiera existo? -Y en segundo lugar, odio todo lo que tiene que ver con las Matemáticas.
-¿Por qué? -«Si dos panaderos hacen 444 trenzas en seis horas, ¿cuánto tiempo necesitarán cinco panaderos para hacer 88 trenzas?» Qué idiotez -siguió despotricando Robert-. Una forma idiota de matar el tiempo. Así que ¡esfúmate! ¡Largo! El diablo de los números se bajó con un elegante salto de su hoja de acedera y se sentó al lado de Robert, que en protesta se había sentado entre la hierba, alta como un árbol.
-¿De dónde te has sacado esa historia de las trenzas? Seguro que del colegio.
-¡Y de dónde si no! -dijo Robert-. El señor Bockel, ese principiante que nos da Matemáticas, siempre tiene hambre, a pesar de estar tan gordo.
Cuando cree que no le vemos porque estamos haciendo los deberes, saca una trenza de su maletín y se la devora mientras nosotros hacemos cuentas.
-¡Vaya! -exclamó el diablo de los números, sonriendo con sorna-. No quiero decir nada en contra de tu profesor, pero la verdad es que eso no tiene nada que ver con las Matemáticas. ¿Sabes una cosa? La mayoría de los verdaderos matemáticos no sabe hacer cuentas. Además, les da pena perder el tiempo haciéndolas, para eso están las calculadoras. ¿No tienes una? -Sí, pero en el colegio no nos dejan usarla.
-¡Ajá! -dijo el diablo de los números-. No importa.
No hay nada que objetar a un poco de práctica con las tablas. Puede ser muy útil si uno se queda sin pilas. ¡Pero las Matemáticas, ratoncito, eso es muy diferente! -Sólo quieres que cambie de idea -dijo Robert-.
No te creo. Si me agobias en sueños con deberes, gritaré. ¡Eso se llama malos tratos a menores! -Si hubiera sabido que eres tan cobardita -dijo el diablo de los números-, no habría venido. Al fin y al cabo, no quiero más que charlar contigo un poco. La mayoría de las veces estoy libre por las noches, así que pensé: Pásate a ver a Robert, seguro que está harto de bajar siempre el mismo tobogán.
-Cierto.
-¿Lo ves? -Pero no voy a dejar que me tomes el pelo -gritó Robert-. Que no se te olvide.
Pero entonces el diablo de los números se puso en pie de un salto, y de repente ya no era tan bajito.
-¡Así no se le habla a un diablo! -gritó.
Pateó la hierba hasta que quedó aplastada en el suelo, y sus ojos echaban chispas.
-Perdón -murmuró Robert.
Todo aquello estaba empezando a resultarle un poco inquietante.
-Si es tan sencillo hablar de Matemáticas como de películas o de bicicletas, ¿para qué se necesita un diablo? -Por eso mismo, querido -respondió el anciano-: Lo diabólico de los números es lo sencillos que son. En el fondo ni siquiera necesitas una calculadora.
Para empezar, sólo necesitas una cosa: el uno. Con él puedes hacerlo casi todo. Por ejemplo, si te dan miedo las cifras grandes, digamos…cinco millones setecientos veintitrés mil ochocientos doce, empieza simplemente así: y sigue hasta que hayas llegado a los cinco millones etcétera. ¡No dirás que es demasiado complicado para ti! Eso puede entenderlo hasta el más idiota, ¿no?
-Sí -dijo Robert.
-Y eso aún no es todo -prosiguió el diablo de los números. Ahora tenía en la mano un bastón de paseo con empuñadura de plata, y lo agitaba delante de las narices de Robert-. Cuando hayas llegado a cinco millones etcétera, simplemente sigues contando. Verás que sigues hasta el infinito.
Porque hay infinitos números.
Robert no sabía si creérselo.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó-, ¿Has probado a hacerlo? -No, no lo he hecho. En primer lugar llevaría demasiado tiempo, y en segundo lugar es superfluo.
Robert se quedó igual que estaba.
-O puedo contar hasta llegar allí, y entonces no es infinito -objetó-, o si es infinito no puedo contar hasta allí.
-¡Mal! -gritó el diablo de los números. Su bigote temblaba, se puso rojo, su cabeza se hinchó de rabia y se hizo más y más grande.
-¿Mal? ¿Por qué mal? -preguntó Robert.
-¡Necio! ¿Cuántos chicles crees que se han comido hoy en todo el mundo? -No lo sé.
-Más o menos.
-Muchísimos -respondió Robert-. Sólo con Albert, Bettina y Charlie, con los de mi clase, con los que se han comido en la ciudad, en toda Alemania, en América… miles de millones.
-Por lo menos -dijo el diablo de los números-.
Bien, supongamos que hemos llegado al último de los chicles. ¿Qué hago entonces? Saco otro del bolsillo, y ya tenemos el número de todos los consumidos más uno… el siguiente. ¿Comprendes? No hace falta contar los chicles. Simplemente saber cómo seguir. No necesitas más.
Robert reflexionó un momento. Luego, tuvo que admitir que el diablo de los números tenía razón.
-También se puede hacer al revés -añadió el anciano.
-¿Al revés? ¿Qué quieres decir con al revés? -Bueno, Robert -el anciano volvía a sonreír-, no sólo hay números infinitamente grandes, sino también infinitamente pequeños. Y además, infinitos de ellos.
Al decir estas palabras, el tipo agitó su bastón ante el rostro de Robert como si de una hélice se tratara.
Se marea uno, pensó Robert. Era la misma sensación que en el tobogán por el que con tanta frecuencia se había deslizado.
-¡Basta! -gritó.
-¿Por qué te pones tan nervioso, Robert? Es algo enteramente inofensivo. Mira, sacaré otro chicle.
Aquí está…
De hecho, sacó del bolsillo un auténtico chicle.
Sólo que era tan grande como la balda de una estantería, que tenía un aspecto sospechosamente lila y que estaba duro como una piedra.
-¿Eso es un chicle? -Un chicle soñado -dijo el diablo de los números-.
Lo compartiré contigo. Presta atención. Hasta ahora está entero. Es mi chicle. Una persona, un chicle.
Puso un trozo de tiza, de aspecto sospechosamente lila, en la punta de su bastón y prosiguió: -Esto se escribe así:
Dibujó los dos unos directamente en el aire, como hacen los aviones-anuncio que escriben mensajes en el cielo. La escritura lila flotó sobre el fondo de las nubes blancas, y sólo poco a poco se fue fundiendo como un helado de mora.
Robert miró hacia lo alto.
-¡Alucinante! -dijo-. Un bastón así me haría falta.
-No es nada especial. Con esto escribo en todas partes: nubes, paredes, pantallas. No necesito cuadernos ni maletín. ¡Pero no estamos hablando de eso! Mira el chicle. Ahora lo parto, cada uno de nosotros tiene una mitad. Un chicle, dos personas. El chicle va arriba y las personas abajo:
»Y ahora, naturalmente, los otros de tu clase también querrán su parte.
-Albert y Bettina -dijo Robert.
-Me da lo mismo. Albert se dirige a ti y Bettina a mí, y ambos tenemos que repartir. Cada uno recibe un cuarto:
»Naturalmente, con esto falta mucho para que hayamos terminado. Cada vez viene más gente que quiere algo. Primero los de tu clase, luego todo el colegio, toda la ciudad. Cada uno de nosotros cuatro tiene que dar la mitad de su cuarta parte, y luego la mitad de la mitad y la mitad de la mitad de la mitad, etcétera.
-Y así hasta el aburrimiento -dijo Robert.
-Hasta que los trozos de chicle se vuelven tan pequeños que ya no se pueden ver a simple vista.
Pero eso no importa. Seguimos dividiéndolos hasta que cada una de las seis mil millones de personas que hay en la Tierra tenga su parte. Y luego vienen los seiscientos mil millones de ratones, que también quieren lo suyo. Te darás cuenta de que de ese modo nunca llegaríamos al final.
El anciano había escrito en el cielo, con su bastón, cada vez más unos de color lila bajo una raya lila infinitamente larga.
-¡Vas a pintarrajear el mundo entero! -exclamó Robert.
-¡Ah! -gritó el diablo de los números hinchándose cada vez más-. ¡Sólo lo hago por ti! Eres tú el que tiene miedo a las Matemáticas y quiere que todo sea lo más fácil posible para no confundirse.
-Pero, a la larga, estar todo el tiempo utilizando unos es una verdadera lata. Además es bastante trabajoso -se atrevió a objetar Robert.
-¿Ves? -dijo el anciano, borrando descuidadamente el cielo con la mano hasta que desaparecieron todos los unos-. Naturalmente, sería mucho más práctico que se nos ocurriera algo mejor que sólo 1 + 1 + 1 + 1… Por ese motivo inventé todos los demás números.
-¿Tú? ¿Dices que tú has inventado los números? Perdona, pero eso sí que no me lo creo.
-Bueno -dijo el anciano-, yo o algunos otros.
Da igual quién fue. ¿Por qué eres tan desconfiado? Si quieres, no me importa enseñarte cómo se hacen todos los demás números a partir del uno.
-¿Y cómo es eso?
-Muy fácil. Lo hago así:
-El siguiente es:
-Probablemente para esto necesitarás tu calculadora.
-Tonterías -dijo Robert-:
-¿Ves? -dijo el diablo de los números-, ya has hecho un dos, sólo con unos. Y ahora por favor dime cuánto es:
-Eso es demasiado -protestó Robert-. No puedo calcularlo de memoria.
-Entonces, coge tu calculadora.
-¿Y de dónde la saco? Uno no se trae la calculadora a los sueños.
-Entonces coge ésta -dijo el diablo de los números, y le puso una en la mano. Tenía un tacto extrañamente blando, como si estuviera hecha de masa de pan. Era de color verde cardenillo y pegajosa, pero funcionaba. Robert pulsó:
¿Y qué salió?
-¡Estupendo! -dijo Robert-. Ahora ya tenemos un tres.
-Bueno, pues ahora no tienes más que seguir haciendo lo mismo.
Robert tecleó y tecleó:
-¡Muy bien! -el diablo de los números le dio unas palmadas en la espalda a Robert-. Esto tiene un truco especial. Seguro que ya te has dado cuenta.
Si sigues adelante no sólo te salen todos los números del dos al nueve, sino que además puedes leer el resultado de delante atrás y de detrás adelante, igual que en palabras como ANA, ORO o ALA.
Robert siguió intentándolo, pero al llegar a
la calculadora entregó su espíritu. Hizo ¡Puf! y se convirtió en una pasta verde cardenillo que se escurría lentamente.
-¡Maldición! -gritó Robert, quitándose la masa verde de los dedos con el pañuelo.
-Para eso necesitas una calculadora más grande.
Para un ordenador decente una cosa así es un juego de niños.
-¿Seguro? -¡Claro! -dijo el diablo de los números.
-¿Y siempre sigue así? -preguntó Robert-. ¿Hasta que te aburras? -Naturalmente.
-¿Has probado con…?
-No, no lo he hecho.
-No creo que resulte -dijo Robert.
El diablo de los números empezó a hacer la cuenta de memoria. Pero al hacerlo volvió a hincharse amenazadoramente, primero la cabeza, hasta parecer un globo rojo; de furia, pensó Robert, o por el esfuerzo.
-Espera -gruñó el anciano-. Sale una verdadera ensalada. ¡Maldición! Tienes razón, no resulta.
¿Cómo lo has sabido? -No lo sabía -dijo Robert-. Simplemente lo adiviné.
No soy tan tonto como para hacer un cálculo así.
-¡Desvergonzado! En las Matemáticas no se adivina nada, ¿entendido? ¡En las Matemáticas se procede con exactitud! -Pero tú has dicho que eso era siempre así, hasta el aburrimiento. ¿Acaso no es eso adivinar? -¿Qué estás diciendo? ¡Quién te has creído que eres! ¡Un principiante, y nada más! ¿Pretendes enseñarme cuántos son dos y dos? A cada palabra que decía, el diablo de los números se volvía más grande y más gordo. Jadeó para coger aire. Robert empezaba a tenerle miedo.
-¡Enano de los números! ¡Cabeza hueca! ¡Montón de mocos! -gritó el anciano, y apenas había dicho la última frase cuando explotó de rabia, con un fuerte estallido.
Robert se despertó. Se había caído de la cama.
Estaba un poquito mareado, pero aun así no pudo por menos que reírse al pensar cómo había arrinconado al diablo de los números.
Capítulo 2
La segunda noche
Robert se escurría. Seguía siendo lo mismo de siempre: apenas se quedaba dormido, empezaba. Siempre tenía que bajar. Esta vez era por una especie de cucaña. No mires hacia abajo, pensó Robert, se agarró fuerte y se escurrió con las manos al rojo vivo, abajo, abajo, abajo… Cuando aterrizó de golpe sobre el blando suelo de musgo, escuchó una risita. Delante de él, sentado en una seta de color marrón, suave como el terciopelo, estaba el diablo de los números, más bajito de lo que lo recordaba, que le miraba con sus ojos brillantes.
-¿De dónde sales tu? -le preguntó a Robert.
Este señaló hacia arriba. La cucaña por la que había bajado llegaba hasta muy alto, y vio que tenía arriba un trazo oblicuo. Robert había aterrizado en un bosquecillo de gigantescos unos.
El aire a su alrededor zumbaba. Como mosquitos, los números bailaban ante sus narices. Intentó espantarlos con ambas manos, pero eran demasiados, y sintió que cada vez más de esos diminutos doses, treses, cuatros, cincos, seises, sietes, ochos y nueves empezaban a rozarlo. A Robert le resultaban ya lo bastante repugnantes las polillas y las mariposas nocturnas como para que esos bichos se le acercaran demasiado.
-¿Te molestan? -preguntó el anciano. Extendió la palma de su manita y ahuyentó a los números con un soplo. De pronto el aire estaba limpio, sólo los unos, altos como árboles, seguían estando allí como un solo uno, alzándose hasta el cielo-. Siéntate, Robert -dijo el diablo de los números. Esta vez era sorprendentemente amable.
-¿Dónde? ¿En una seta?
-¿Por qué no?
Porque es una tontería -se quejó Robert-. ¿Dónde estamos? ¿En un libro infantil]? La última vez estabas sentado en una hoja de acedera, y ahora me ofreces una seta. Me suena familiar, lo he leído antes en algún sitio.
«No mires abajo», pensó Robert, se agarró con fuerza y resbaló con las manos ardiendo… Había aterrizado en un bosquecillo de gigantescos unos.
-Quizá sea la seta de Alicia en el país de las maravillas -dijo el diablo de los números.
-¡El Diablo sabe qué tendrá que ver esta cosa de los cuentos con las Matemáticas! -rezongó Robert.
Eso es lo que ocurre cuando se sueña, querido. ¿Crees quizá que yo me he inventado todos estos mosquitos? No soy yo el que se tumba en la cama y duerme y sueña. ¡Estoy bien despierto! ¿Qué haces, pues? ¿Piensas quedarte eternamente ahí de pie?
Robert se dio cuenta de que el anciano tenía razón. Se encaramó a la siguiente seta. Era enorme, blanda y abombada, y cómoda como el sillón de un hotel.
-¿Qué te parece?
-Pasable -dijo Robert-. Tan sólo me pregunto quién se ha inventado todo esto, esos mosquitos numéricos y esa cucaña en forma de uno por la que he bajado. Algo así no se me hubiera ocurrido a mí ni en sueños. ¡Fuiste tú!
-Puede ser -dijo el diablo de los números irguiéndose satisfecho en su seta-. ¡Pero falta algo!
-¿Qué?
-El cero.
Era cierto. Entre todos los mosquitos y polillas no había ni un cero.
-¿Y por qué? -preguntó Robert.
Porque el cero es el último número que se les ocurrió a los seres humanos. Tampoco hay que sorprenderse, el cero es el número más refinado de todos. ¡Mira!
Volvió a empezar a escribir algo en el cielo con su bastón, allá donde los unos altos como árboles dejaban un hueco:
-¿Cuándo naciste, Robert?
-¿Yo? En 1986 -dijo Robert un poco a regaña-dientes. Y el anciano escribió:
-Eso ya lo he visto yo -exclamó Robert-. Son esos números anticuados que pueden verse a veces en los cementerios.
-Proceden de los antiguos romanos. Los pobres no lo tenían nada fácil. Sus números son difíciles de descifrar, empezando por ahí. Pero seguro que sabrás leer este:
-Uno -dijo Robert.
-Y
-X es diez.
-Muy bien. Entonces, querido, tú naciste en
-¡Dios mío, qué complicado! -gimió Robert.
-Cierto. ¿Y sabes por qué? Porque los romanos no tenían ceros.
-No entiendo. Tú y tus ceros… Cero es simplemente nada.
-Correcto. Eso es lo genial del cero -dijo el anciano.
-Pero ¿por qué nada es un número? Nada no cuenta nada.
-Quizá sí. No es tan fácil aproximarse al cero. Intentémoslo, de todos modos. ¿Te acuerdas todavía de cómo repartimos el chicle grande entre todos los miles de millones de personas, por no hablar de los ratones? Las porciones se hicieron cada vez más pequeñas, tan pequeñas que ya no era posible verlas, ni siquiera al microscopio. Y hubiéramos podido seguir dividiendo, pero nunca habríamos alcanzado la nada, el cero. Casi, pero nunca del todo.
-¿Entonces? -dijo Robert.
-Entonces tenemos que empezar de otra forma. Quizá lo intentemos restando. Restando es más fácil.
El anciano extendió su bastón y tocó uno de los gigantescos unos. Enseguida empezó a encogerse, hasta que estuvo, cómodo y manejable, a la altura de Robert.
-Bien, calcula.
-No sé calcular -afirmó Robert.
-Absurdo
-Uno menos uno es cero -dijo Robert-. Está claro.
-¿Ves? Sin el cero no es posible.
-Pero ¿para qué hemos de escribirlo? Si no queda nada, tampoco hace falta escribir nada. ¿Para qué un número aposta para algo que no existe?
-Entonces calcula:
-Uno menos dos es menos uno.
-Correcto. Sólo que… sin el cero, tu serie numérica tiene el siguiente aspecto:
»La diferencia entre 4 y 3 es uno, entre 3 y 2 otra vez uno, entre 2 y 1 otra vez uno, ¿y entre 1 y-1?
-Dos -aseguró Robert.
-Así que tienes que haberte comido un número entre 1 y -1.
-¡El maldito cero! -exclamó Robert.
-Ya te he dicho que sin él las cosas no funcionan. Los pobres romanos también creían que no les hacía falta el cero. Por eso no podían escribir sencillamente 1986, sino que tenían que andar atormentándose con sus M y C y L y X y V.
-Pero ¿qué tiene que ver eso con nuestros chicles y con restar? -preguntó Robert, nervioso.
-Olvídate del chicle. Olvídate de restar. El verdadero truco con el cero es muy distinto. Para eso necesitarás un poco de cabeza, querido. ¿Te sientes capaz, o estás demasiado cansado?
-No -dijo Robert-. Me alegro de no seguir resbalando. Encima de esta seta se está muy bien.
-Vale. Entonces te pondré una pequeña tarea.
¿Por qué el tipo es de pronto tan amable conmigo?, pensó Robert. Seguro que intenta tomarme el pelo.
-Adelante -dijo.
Y el diablo de los números preguntó:
-¡Si no es más que eso! -respondió Robert disparado-: ¡Diez!
-¿Y cómo lo escribes?
-No tengo un bolígrafo a mano.
-No importa, escríbelo en el cielo. Aquí tienes mi bastón.
Escribió Robert en el cielo en color lila.
-¿Cómo? -preguntó el diablo de los números-¡Cómo uno cero! Uno más cero no son diez.
-Qué tontería -gritó Robert-. Ahí no pone uno más cero, ahí pone un uno y un cero, y eso es diez.
-¿Y por qué, si me permites la pregunta, es diez?
-Porque se escribe así.
-¿Y por qué se escribe así? ¿Puedes decírmelo?
-Porque… porque… porque… Me estás poniendo nervioso -gimió Robert.
-¿No quieres saberlo? -preguntó el diablo de los números, reclinándose cómodamente en su seta.
Siguió un largo silencio, hasta que Robert ya no pudo soportarlo.
-¡Dilo de una vez! -exigió.
-Muy sencillo. Eso viene de los saltos.
-¿De los saltos? -dijo Robert con desprecio-. ¿Qué expresión es ésa? ¿Desde cuándo saltan los números?
-Se dice saltar porque yo lo llamo saltar. No olvides quién es el que manda aquí. No en vano soy el diablo de los números, recuérdalo.
-Está bien, está bien -le tranquilizó Robert-. Entonces ¿puedes decirme qué quieres decir con saltar?
-Encantado. Lo mejor será que volvamos a empezar por el uno. Más exactamente por el uno por uno.
»Puedes hacerlo tantas veces como quieras, siempre te saldrá únicamente uno.
-Está claro. ¿Qué otra cosa podría salir?
-Bien, pero ahora ten la bondad de hacer lo mismo con el dos.
-De acuerdo -dijo Robert.
» ¡Pero esto aumenta rapidísimo! Si sigo un poquito más, pronto volveré a necesitar la calculadora.
-No será necesario. Aún aumenta más rápido si coges el cinco:
-¡Basta! -gritó Robert.
-¿Por qué te asustas siempre que sale una cifra grande? La mayoría de las cifras grandes son absolutamente inofensivas.
-Yo no estoy tan seguro -dijo Robert-. De todos modos, me parece una lata multiplicar una y otra vez el mismo cinco por sí mismo.
-Sin duda. Por eso, como diablo de los números, yo no escribo siempre lo mismo, me resultaría demasiado aburrido, sino que escribo:
Etcétera. Cinco elevado a uno, cinco elevado a dos, cinco elevado a tres. En otras palabras, hago saltar al cinco. ¿Comprendido? Y si haces lo mismo con el diez aún resulta más fácil. Va como sobre ruedas, sin calculadora. Si haces saltar el diez una vez se queda como está:
»Si lo haces saltar dos:
»Si lo haces saltar tres:
-Si lo hago saltar cinco veces -exclamó Robert-, da 100.000. Otra vez, y me sale un millón.
-Hasta el aburrimiento -dijo el diablo de los números-. ¡Así de fácil! Eso es lo bonito del cero. Enseguida sabes lo que vale cualquier cifra según dónde esté: cuanto más adelante, tanto más; cuanto más atrás, tanto menos. Si tú escribes 555, el último cinco vale exactamente cinco, y no más; el penúltimo cinco ya vale diez veces más, cincuenta; y el cinco de delante vale cien veces más que el último, quinientos. ¿Y por qué? Porque se ha escurrido hacia delante. En cambio los cincos de los antiguos romanos no eran más que cincos, porque los romanos no sabían saltar. Y no sabían saltar por-que no tenían ceros. Por eso tenían que escribir números tan enrevesados como MCMLXXXVI.
-¡Alégrate, Robert! A ti te va muchísimo mejor. Con ayuda del cero y saltando un poquito puedes fabricar tú mismo todos los números corrientes que desees, no importa que sean grandes o pequeños. Por ejemplo el 786.
-¡Y para qué quiero yo el 786!
-¡Por Dios, no te hagas más tonto de lo que eres! Entonces coge tu fecha de nacimiento, 1986.
El anciano empezaba a hincharse de nuevo amenazadoramente, y la seta en la que estaba sentado, también.
-Hazlo -bramó-. ¡Pronto!
Ya vuelve a empezar, pensó Robert. Cuando se excita, este tipo se pone insoportable, peor que el señor Bockel. Con cuidado, escribió un gran uno en el cielo.
-¡Mal! -gritó el diablo de los números-. ¡Muy mal! ¿Por qué he tenido que ir a dar precisamente con un bobo como tú? Debes fabricar el número, ¡idiota!, no limitarte a escribirlo.
A Robert le hubiera gustado despertarse. ¿Tengo que aguantar todo esto?, pensó, y vio que la cabeza del diablo de los números se volvía cada vez más roja y gorda.
-Por detrás -gritó el anciano.
Robert le miró sin comprender.
-Tienes que empezar por detrás, no por delante.
-Quieres decir…
Robert no quiso discutir con él. Borró el uno y escribió un seis.
-Bien, ¿te has enterado por fin? Entonces podemos seguir.
-Por mí… -dijo Robert disgustado-. Sincera-mente, preferiría que no te diera un ataque de rabia por cualquier tontería.
-Lo siento -dijo el anciano-, pero no puedo evitarlo. Al fin y al cabo un diablo de los números no es Papá Noel.
-¿Estás satisfecho con mi seis?
El anciano movió la cabeza y escribió debajo:
-Eso es lo mismo -dijo Robert.
-¡Eso ya lo veremos! Ahora viene el ocho. ¡No olvides saltar!
De pronto, Robert entendió lo que el anciano quería decir y escribió:
Ahora ya sé cómo sigue -gritó, antes de que el diablo de los números dijera nada-. Para el nueve tengo que saltar dos veces con el diez.
Y escribió:
y saltando tres veces
Junto, resulta:
»Realmente no es tan difícil. Podría hacerlo, incluso sin diablo de los números.
¿Ah, sí? Creo que te estás poniendo un poquito arrogante, querido. Hasta ahora sólo has tenido que vértelas con los números corrientes. ¡Eso es coser y cantar!
Mientras lo decía, la sonrisa del diablo de los números se hacía cada vez más amplia. Ahora incluso se podían ver los dientes, un infinito número de dientes.
»Espera a que me saque de la manga los números quebrados. De ellos hay muchos más. Y luego los números imaginados, y los números irrazonables, de los que hay aún más que infinitos… ¡no tienes ni idea! ¡Números que giran siempre en círculo y números que no se acaban!
Mientras lo decía, la sonrisa del diablo de los números crecía y crecía. Ahora se le podían ver incluso los dientes, infinitos dientes, y entonces el anciano empezó a agitar su bastón ante los ojos de Robert…
-¡Socorro! -gritó Robert, y despertó. Todavía aturdido, le dijo a su madre
-¿Sabes cuándo nací? 6 x 1 y 8 x 10 y 9 x 100 y 1 x 1000.
-No sé qué le pasa a este chico últimamente dijo la madre de Robert, meneó la cabeza y le puso delante una taza de cola-cao. ¡Para que recobres fuerzas! No estás diciendo más que tonterías.
Robert se bebió su cola-cao y cerró el pico. Uno no puede contárselo todo a su madre, pensó.
Capítulo 4
La cuarta noche
¡Me arrastras a toda clase de lugares! Un día es una cueva que no tiene salida, otro aterrizo en un bosque de unos en el que las setas son grandes como sillones, ¿y hoy? ¿Dónde estoy?
-Junto al mar. Ya lo ves.
Robert miró a su alrededor.
A lo largo y a lo ancho no había más que arena blanca, y detrás de un bote de remos, volcado, en el que se sentaba el diablo de los números, el rompiente. ¡Un rincón bastante abandonado!
-Has vuelto a olvidarte la calculadora.
-Oye -dijo Robert-, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? Cuando me duermo no puedo traer conmigo todos mis trastos. ¿O es que tú sabes la noche anterior con qué vas a soñar?
-Naturalmente que no -respondió el anciano-. Pero, si sueñas conmigo, podrías soñar también con tu calculadora. ¡Pero no! Yo tengo que sacártelo todo por arte de magia. ¡Siempre yo! Y encima luego todavía me dicen: la calculadora me resulta demasiado blanda, o demasiado verde, o demasiado pastosa.
-Es mejor que nada -dijo Robert.
El diablo de los números alzó su bastón, y ante los ojos de Robert apareció una nueva calculadora. No era tan ranujienta como la anterior, pero a cambio era gigantesca: un mueble acolchado y pe-ludo, tan largo como una cama o un sofá. A un costado había una tablita con muchas teclas acolchadas, y el campo en el que se podían ver las luminosas cifras llenaba todo el respaldo del extraño aparato.
-Bueno, teclea uno entre tres -ordenó el anciano.
-dijo Robert, pulsando las teclas.
En la interminable ventanita apareció la solución, en letras verde claro:
-¿Es que no termina nunca? -preguntó Robert.
-Sí -dijo el diablo de los números-. Termina donde termina la calculadora.
-¿Y luego qué?
-Luego sigue. Sólo que no puedes leerlo.
-Pero siempre sale lo mismo, un tres tras otro. ¡Es como un tobogán!
-En eso tienes razón.
-Bah -murmuró Robert-. ¡Es demasiado tonto! Para eso yo escribo simplemente un tercio. Así:
Y me quedo tan tranquilo.
-Muy bien -dijo el anciano-. Pero entonces tienes que calcular en quebrados, y creo que no puedes soportar los quebrados: «Si 1/3 de 33 panaderos hacen 89 trenzas en 2 1/2 horas, ¿cuántas trenzas harán 5 3/4 panaderos en 1 1/2 horas?».
-¡Por el amor de Dios, no! Me resulta demasiado Bockel. Prefiero la calculadora y los decimales, aunque no se acaben nunca. Sólo me gustaría saber de dónde salen todos esos treses.
-Es así: el primer tres que hay detrás de la coma son tres décimas. Luego viene el segundo tres, que hace tres centésimas; el tercero, tres milésimas, etc. Puedes sumarlo todo:
» ¿Comprendido? ¿Sí? Entonces intenta todo el tiempo multiplicar por tres: el primer tres, es decir las tres décimas, luego las tres centésimas, etc.
-No hay problema -dijo Robert-. Puedo hacerlo incluso de cabeza:
Bueno, etcétera.
-Bien. Y si sumas todos los nueves otra vez, ¿qué ocurre?
-¡Un momento! 0,9 más 0,09 son 0,99; más 0,009, 0,999. Cada vez más nueves. Parece seguir eternamente así.
-Parece. Pero, si lo piensas bien, verás que no es cierto. Si sumas los tres tercios, tendría que salir 1, ¿no? Porque un tercio por tres da un entero. Eso está claro. ¿Entonces?
-Ni idea -dijo Robert-. Falta algo. 0,999 es casi uno, pero no del todo.
-Eso es. Por eso, tienes que continuar con los nueves y no puedes parar nunca.
-¿Y cómo voy a hacer eso?
-¡No es problema para un diablo de los números!
El anciano rió maliciosamente, levantó su bastón, lo esgrimió en el aire, y en un abrir y cerrar de ojos todo el cielo se llenó de una larga, larguísima serpiente de nueves que ascendía más y más hacia lo alto.
-Basta -exclamó Robert-. ¡Se marea uno!
-Sólo chasquear los dedos, y habrán desaparecido. Pero sólo si admites que esta serpiente de nueves detrás del cero, si sigue y sigue creciendo, es exactamente igual a uno.
Mientras hablaba, la serpiente seguía creciendo. Lentamente, iba oscureciendo el cielo. Aunque Robert se estaba mareando, no quería ceder.
-¡Jamás! -dijo-. No importa cuánto sigas con tu serpiente, siempre faltará algo: el último nueve.
-¡No hay un último nueve! -gritó el diablo de los números. Robert ya no se encogía cuando al viejo le daba uno de sus ataques de furia. Sabía que siempre que ocurría se trataba de un punto interesante, de una cuestión a la que no era tan fácil responder.
.
El diablo de los números levantó su bastón, lo agitó, y en un abrir y cerrar de ojos todo el cielo se llenó de una larga, larguísima serpiente de nueves.
Pero la interminable serpiente danzaba peligrosamente cerca de la nariz de Robert, y también se enredaba en torno al diablo de los números, tan apretada que ya no se le veía apenas.
-Está bien -dijo Robert-. Me rindo. Pero sólo si nos quitas de encima esta serpiente de números.
-Eso está mejor.
Trabajosamente, el anciano alzó su bastón, que ya estaba cubierto de nueves, murmuró en voz baja algo incomprensible… y el mundo estuvo libre de la culebra.
-¡Uf! -exclamó Robert-. ¿Esto ocurre sólo con los treses y los nueves? ¿O también los otros números forman esas repugnantes serpientes?
-Hay tantas serpientes interminables como arena a la orilla del mar, querido. ¡Piensa cuántas habrá sólo entre 0,0 y 1,0!
Robert reflexionó, reconcentrado. Luego dijo:
-Infinitas. Una cantidad terrible. Tantas como entre el uno y el aburrimiento.
-No está mal. Muy bien -dijo el diablo de los números-. Pero ¿puedes demostrarlo?
-Claro que puedo.
-Estoy impaciente por verlo.
-Simplemente escribo un cero y una coma -dijo Robert-. Detrás de la coma escribo un uno: 0,1. Luego un dos. Etcétera. Si sigo así, todos los números que existen estarán detrás de la coma antes de haber llegado a 0,2.
-Todos los números enteros.
-Naturalmente. Todos los números enteros. Para cada número entre el uno y el infinito hay uno con un cero y una coma antes, y todos son más pequeños que uno.
-Fabuloso, Robert. Estoy orgulloso de ti. Estaba claro que se sentía muy contento. Pero, como no podía ser de otra manera, se le ocurrió una nueva idea.
-Pero algunas de tus cifras detrás de la coma se comportan de forma muy peculiar. ¿Quieres que te enseñe cómo?
-¡Claro! Siempre que no llenes toda la playa de esas asquerosas serpientes.
-Tranquilo. Tu gran calculadora lo hará. Sólo tienes que pulsar: siete entre once.
No hizo falta que se lo repitieran.
-¡Qué está pasando! -exclamó-. Siempre 63, y 63 y otra vez 63. Es probable que continúe así para siempre.
-Sin duda; pero esto aún no es nada. ¡Prueba con seis entre siete!
Robert tecleó:
-¡Siempre vuelven a aparecer las mismas cifras! -exclamó-: 857 142, y vuelta a empezar. ¡El número gira en círculos!
Sí, son unas criaturas fantásticas, los números. ¿Sabes?, en el fondo no hay números normales. Cada uno de ellos tiene sus propios rasgos, sus propios secretos. Nunca acaba uno de conocerlos. La serpiente de nueves tras el cero y la coma, por ejemplo, que no termina nunca y sin embargo es prácticamente lo mismo que un simple uno. Además, hay otros muchos que se portan de forma mucho más testaruda y se vuelven completamente locos detrás de su coma. Son los números irrazonables. Se llaman así porque no se atienen a las reglas del juego. Si te apetece y tienes aún un momento te enseñaré cómo lo hacen.
Cada vez que el diablo de los números era tan sospechosamente cortés, es que volvía a tener en la manga una terrible novedad. Robert había llegado a saberlo, pero sentía demasiada curiosidad como para renunciar.
Está bien -dijo.
-¿Recuerdas lo que pasaba con los saltos? ¿Lo que hacíamos con el dos y con el diez? Diez por diez por diez igual a mil, y para abreviar:
Y lo mismo con el dos.
-Claro. Si hago saltar el dos, resulta:
etcétera, hasta el aburrimiento, como pasa siempre en tus jueguecitos.
-Entonces -dijo el anciano-, ¿dos elevado a cuatro?
-Dieciséis -exclamó Robert-. ¡Ya te lo he dicho!
-Impecable. Ahora haremos lo mismo, pero al revés. Saltaremos hacia atrás, por así decirlo. Yo digo dieciséis, y tú saltas uno hacia atrás.
-¡Ocho!
-¿Y si digo ocho?
-Cuatro -dijo Robert-. Es evidente.
-Ahora tienes que tomar nota de cómo se llama este truco. No se dice: saltar hacia atrás, se dice: sacar un rábano. Como cuando sacas una raíz del suelo.
»Entonces: el rábano de cien es diez, el rábano de diez mil es cien. ¿Y cuál es el rábano de veinticinco?
-Veinticinco -dijo Robert- es cinco por cinco.
Así que cinco es el rábano de veinticinco.
-Si sigues así, Robert, un día serás mi aprendiz de brujo. ¿Rábano de cuatro?
-El rábano de cuatro es dos.
-¿Rábano de 5929?
-¡Estás loco! -gritó Robert. Ahora era él quien perdía la compostura-. ¿Cómo quieres que la calcule? Tú mismo has dicho que calcular es cosa de idiotas. Con eso ya me atormentan en el colegio, no necesito soñarlo además.
-Mantén siempre la calma -dijo el diablo de los números-. Para esos pequeños problemas tenemos nuestra calculadora de bolsillo.
-Tiene gracia lo de calculadora de bolsillo -dijo Robert-. Esa cosa es tan grande como un sofá.
-En cualquier caso, tiene una tecla en la que pone:
»Seguro que enseguida te das cuenta de lo que significa.
-Rábano -exclamó Robert.
-Correcto. Así que prueba:
Robert probó, y enseguida apareció la solución en el respaldo del sofá:
-Magnífico. ¡Pero ahora viene lo bueno! Pulsa √2, ¡pero agárrate bien!
Robert pulsó y leyó:
-Espantoso -dijo-. No tiene ningún sentido. Una auténtica ensalada de números. No me oriento en ella.
-Nadie se orienta en ella, mi querido Robert. De eso se trata. El rábano de dos es precisamente un número irrazonable.
-¿Y cómo voy a saber qué sigue detrás de las últimas tres cifras? Porque ya me sospecho que sigue siempre.
-Cierto. Pero, por desgracia, tampoco yo puedo ayudarte en eso. Sólo averiguarás las próximas cifras matándote a calcular hasta que tu calculadora se ponga en huelga.
-¡Qué absurdo! -dijo Robert, completamente enloquecido-. Y eso que ese monstruo parece tan sencillo cuando se escribe así:
-Y lo es. Con un bastón puedes dibujar cómodamente √2 en la arena.
Trazó unas cuantas figuras en la arena con su bastón.
-Mira:
»Y ahora cuenta los casilleros. ¿Notas algo?
-Naturalmente. Son cifras que han saltado:
-Sí -dijo el diablo de los números-, y seguro que también ves cómo funcionan. Sólo tienes que contar cuántos casilleros tiene cada lado de un cuadrado, y tendrás la cifra por la que hay que saltar. Y viceversa. Si sabes cuántos casilleros hay en todo el cuadrado, digamos por ejemplo que 36, y sacas el rábano de ese número, volverás al número de casilleros que hay en un lado:
-O. K. -dijo Robert-, pero ¿qué tiene eso que ver con los números irrazonables?
-Mmmm. Los cuadrados se las traen, ¿sabes? ¡No confíes nunca en un cuadrado! Parecen buenos, pero pueden ser muy malvados. ¡Mira éste de aquí, por ejemplo!
Trazó en la arena un cuadrado vacío, totalmente normal. Luego sacó una regla roja del bolsillo y la puso en diagonal sobre él:
-Y si ahora cada lado mide uno de largo…
-¿Qué significa uno? ¿Un centímetro, un metro o qué?
-Eso da igual -dijo impaciente el diablo de los números-. Puedes escoger lo que quieras. Por mí llámalo cuing, o cuang, como quieras. Y ahora te pregunto: ¿cuánto mide la regla roja que hay dentro?
-¿Cómo voy a saberlo?
-Rábano de dos -gritó triunfante el anciano. Sonreía diabólicamente.
-¿Por qué? -Robert volvía a sentirse desborda-do.
-No te enfades -dijo el diablo de los números-. ¡Enseguida lo sabremos! Simplemente añadimos un cuadrado, así, torcido encima.
Sacó otras cinco reglas rojas y las dejó en la arena. Ahora, la figura tenía este aspecto:
-Ahora adivina el tamaño del cuadrado rojo, el inclinado.
-Ni idea.
-Exactamente el doble del tamaño del negro. Sólo tienes que desplazar la mitad inferior del negro a uno de los cuatro ángulos del rojo y verás por qué:
Parece uno de los juegos a los que jugábamos siempre cuando éramos pequeños, pensó Robert. Se dobla un papel que por dentro se ha pintado de negro y rojo. Los colores significan el cielo y el infierno, y al que al abrirlo le toca el rojo va al infierno.
-¿Admites, pues, que el rojo es el doble de grande que el negro?
-Lo admito -dijo Robert.
-Bien. Si el negro mide un cuang (nos hemos puesto de acuerdo en eso), podemos escribirlo así: 12; ¿cómo de grande tendrá que ser el rojo?
-El doble -dijo Robert.
-O sea dos cuangs -dijo el diablo de los números-. Y entonces ¿cuánto debe medir cada lado del cuadrado rojo? ¡Para eso tienes que saltar hacia atrás! ¡Extraer el rábano!
-Sí, sí, sí -dijo Robert. De pronto se dio cuenta-. ¡Rábano! -exclamó-. ¡Rábano de dos!
-Y volvemos a estar con nuestro número irrazonable, totalmente loco: 1,414213…
-Por favor, no sigas hablando -dijo Robert con rapidez-, o me volveré loco.
-No es para tanto -le tranquilizó el anciano-. No hace falta que calcules la cifra. Basta con que la dibujes en la arena, servirá. Pero no vayas a creer que estos números irrazonables aparecen con poca frecuencia. Al contrario. Hay tantos como arena junto al mar. Entre nosotros: son incluso más frecuentes que los que no lo son.
-Creo que hay infinitos de los normales. Tú mismo lo has dicho. ¡Lo dices continuamente!
-Y también es cierto. ¡Palabra de honor! Pero, como te he dicho, aún hay más, muchos más, de irrazonables.
-¿Más que qué? ¿Más que infinitos?
-Exactamente.
-Ahora estás yendo demasiado lejos -dijo Robert con mucha decisión-. Por ahí no paso. No hay más que infinitos. Eso es una chorrada con patatas fritas.
-¿Quieres que te lo demuestre? -preguntó el diablo de los números-. ¿Quieres que los conjure?
¿A todos los números irrazonables de una vez?
-¡Mejor no! Me bastó con la serpiente de nueves. Además: conjurar no quiere decir demostrar.
-¡Rayos y truenos! ¡Es cierto! Esta vez me has ganado.
En esta ocasión, el diablo de los números no parecía furioso. Frunció el ceño y pensó esforzadamente.
-Por hoy tengo bastante -dijo Robert-. Estoy cansadísimo -y se tumbó en la acolchada y peluda calculadora del tamaño de un sofá.
-Aun así -dijo al fin- quizá se me ocurra la prueba. Podría intentarlo. Pero sólo si insistes.
-No, gracias, por hoy tengo bastante. Estoy cansadísimo. Tengo que dormir, o mañana volveré a tener bronca en el colegio. Creo que me echaré un rato, si a ti no te importa. Este mueble tiene aspecto de ser muy cómodo.
Y se tumbó en la acolchada y peluda calculadora, grande como un sofá.
-Por mí -dijo el anciano-, duérmete. Durmiendo es como mejor se aprende.
Esta vez, el diablo de los números se alejó de puntillas, porque no quería despertar a Robert. Quizá no sea tan malo, pensó Robert antes de dormirse. En el fondo es incluso muy simpático.
Y, así, se quedó dormido, sin perturbaciones y sin soñar, hasta bien entrada la mañana. Se había olvidado por completo de que era sábado, y los sábados no hay clase.
Capítulo 5
La quinta noche
De repente, se había acabado. Robert esperó en vano a su visitante del reino de los números. Por la noche se iba a la cama como siempre, y la mayoría de las veces soñaba, pero no con calculadoras grandes como sofás y cifras saltarinas, sino con profundos agujeros negros en los que tropezaba o con un desván lleno de baúles viejos de los que salían gigantescas hormigas. La puerta estaba cerrada, no podía salir, y las hormigas le trepaban por las piernas. En otra ocasión quería cruzar un río de caudalosas aguas, pero no había puente, y tenía que saltar de una piedra a otra. Cuando ya esperaba alcanzar la otra orilla, se encontraba de pronto en una piedra en medio del agua y no podía avanzar ni retroceder. Pesadillas, nada más que pesadillas, y ni por asomo un diablo de los números.
Normalmente siempre puedo escoger en qué quiero pensar, cavilaba Robert. Sólo en sueños tiene uno que soportarlo todo. ¿Por qué?
-¿Sabes? -le dijo una noche a su madre-, he tomado una decisión. De hoy en adelante no voy a soñar más.
-Eso está muy bien, hijo mío -respondió ella-. Siempre que duermes mal, al día siguiente no atiendes en clase, y luego traes a casa malas notas.
Desde luego, no era eso lo que a Robert le molestaba de los sueños. Pero se limitó a decir buenas noches, porque sabía que uno no puede explicárselo todo a su madre.
Pero apenas se había dormido cuando la cosa volvió a empezar. Caminaba por un extenso desierto, en el que no había ni sombra ni agua. No llevaba más que un bañador, caminó y caminó, tenía sed, sudaba, ya tenía ampollas en los pies… cuando al fin, a lo lejos, vio unos cuantos árboles.
Tiene que ser un espejismo, pensó, o un oasis.
Siguió trastabillando hasta alcanzar la primera palmera. Entonces oyó una voz que le resultó familiar.
.
Siguió trastabillando hasta alcanzar la primera palmera. Entonces oyó una voz: « ¡Hola, Robert!». En mitad de la palmera estaba el diablo de los números, abanicándose con las hojas.
-¡Hola, Robert!
Alzó la vista. ¡Sí! En mitad de la palmera estaba sentado el diablo de los números, abanicándose con las hojas.
-Tengo una sed espantosa -exclamó Robert.
-Sube -dijo el anciano.
Con sus últimas fuerzas, Robert trepó hasta don-de estaba su amigo. Éste sostenía en la mano un coco: sacó su navaja e hizo un agujero en la corteza.
El zumo del coco tenía un sabor maravilloso.
-Hacía mucho que no te veía -dijo Robert-. ¿Dónde te has metido en todo este tiempo?
-Ya lo ves, estoy de vacaciones.
-¿Y qué vamos a hacer hoy?
-Estarás agotado después de tu caminata por el desierto.
-No es para tanto -dijo Robert-. Ya me encuentro mejor. ¿Qué pasa? ¿Es que ya no se te ocurre nada?
-A mí siempre se me ocurre algo -respondió el anciano.
-Números, nada más que números.
-¿Y qué si no? No hay nada que sea más emocionante. ¡Mira! Cógelo.
Puso el coco vacío en la mano de Robert.
-¡Tíralo!
-¿Dónde?
-Simplemente abajo.
Robert tiró el coco a la arena. Desde arriba, se veía pequeño como un puntito.
-Otro más. Y luego otro. Y otro -ordenó el diablo de los números.
-¿Y qué hacemos con ellos?
-Ahora lo verás.
Robert cogió tres cocos frescos y los tiró al suelo. Esto fue lo que vio en la arena:
-¡Sigue! -exclamó el anciano. Robert tiró y tiró y tiró.
-¿Qué ves ahora?
-Triángulos -dijo Robert.
-¿Quieres que te ayude? -preguntó el diablo de los números.
Cogieron y arrojaron, cogieron y arrojaron, hasta que abajo no se veían más que triángulos, así:
-Es curioso que los cocos caigan tan ordenados -se asombró Robert-. Yo no apunté, y aunque lo hubiera hecho no soy capaz de acertar así.
-Sí -dijo el anciano sonriendo-, con tanta precisión sólo se apunta en los sueños… y en las Matemáticas. En la vida normal nada cuadra, pero en las Matemáticas cuadra todo. Por lo demás, también hubiéramos podido hacerlo sin cocos. Hubiéramos podido tirar pelotas de tenis, botones o trufas de chocolate. Pero ahora, cuenta cuántos cocos tienen los triángulos de ahí abajo.
-En realidad, el primer triángulo no es un triángulo. Es un punto.
-O un triángulo -dijo el diablo de los números- que se ha encogido hasta ser tan diminuto que sólo se ve un punto. ¿Entonces?
-Entonces hemos vuelto al uno -dijo Robert-. El segundo triángulo tiene tres cocos, el tercero seis, el cuarto diez, y el quinto… no sé, tendría que contarlos.
-No te hace falta. Puedes adivinarlo por ti mismo.
-No puedo -dijo Robert.
-Sí puedes -afirmó el diablo de los números-. El primer triángulo, que no es un verdadero triángulo, tiene un coco. El segundo tiene dos cocos más, los dos de abajo, así que:
»El tercero tiene exactamente tres más, la fila de abajo, así que:
»El cuarto tiene una fila más con otros cuatro cocos, así que:
» ¿Cuántos tiene entonces el quinto? Robert volvía a saber de qué iba. Gritó:
-Ya no necesitamos tirar más cocos -dijo-. Ya sé cómo sigue. El siguiente triángulo tendría veintiún cocos: los quince del triángulo número cinco y otros seis suman veintiuno.
-Bien -dijo el diablo de los números-. Entonces podemos bajar y ponernos cómodos.
El descenso fue sorprendentemente fácil, y cuan-do llegaron abajo Robert no daba crédito a sus ojos: les esperaban dos tumbonas a rayas blancas y azules, chapoteaba una fuente, y en una mesita junto a una gran piscina estaban preparados dos vasos con zumo de naranja heladito. No me extraña que el viejo haya elegido este oasis, pensó Robert. Aquí se pueden pasar unas vacaciones de fábula.
Una vez que ambos hubieron vaciado sus vasos, el anciano dijo:
-Bueno, podemos olvidarnos de los cocos. Lo que importa son los números. Se trata de unos números especialmente buenos. Se les llama números triangulares, y hay más de ellos de los que te puedas imaginar.
-Lo sabía -dijo Robert-. Contigo todo llega siempre al infinito.
-Oh, bueno -dijo el anciano-, de momento tenemos bastante con los diez primeros. Espera, te los escribiré.
Se levantó de su tumbona, cogió el bastón, se inclinó sobre el borde de la piscina y empezó a escribir en el agua:
Realmente no se detiene ante nada, pensó Robert para sus adentros. Ya sea el cielo o la arena, el anciano lo escribe todo con sus números. Ni si-quiera el agua está segura ante su bastón.
-No creas que con estos números triangulares se puede hacer cualquier cosa -le susurró al oído el diablo de los números-. Por poner un ejemplo: ¡averigua la diferencia!
-¿La diferencia entre qué? -preguntó Robert.
-Entre dos números triangulares consecutivos. Robert miró las cifras que nadaban en el agua, y reflexionó.
-Tres menos uno son dos. Seis menos tres son tres. Diez menos seis son cuatro. Te salen todas las cifras del uno al diez, una tras otra. ¡Estupendo! Y probablemente siempre sigue así.
-Exactamente así -dijo el diablo de los números, reclinándose satisfecho-. ¡No te creas que eso sea todo! Ahora me dirás el número que prefieras, y te demostraré que puedo confeccionarlo con un máximo de tres números triangulares.
-Bien -dijo Robert-. El 51.
-Eso es fácil, incluso sólo necesito dos:
-¡83!
-Encantado:
-¡12!
-Muy fácil:
» ¿Lo ves?, sale siempre. Y ahora una cosa más, un verdadero puntazo, mi querido Robert. Si su-mas dos de los números triangulares sucesivos, verás un auténtico milagro.
Robert miró con más atención las cifras que nadaban:
Las sumó por parejas:
-¡Son números saltados: 22, 32, 42, 52! -No está mal, ¿eh? -dijo el anciano-. Puedes seguir el tiempo que quieras.
-No hace falta -dijo Robert-. Prefiero darme un baño.
-Pero antes te enseñaré, si quieres, otro número de circo.
-Es que empiezo a tener calor -refunfuñó Robert.
-Está bien. Entonces no. Entonces puedo irme -dijo el diablo de los números.
Ya se ha vuelto a ofender, pensó Robert. Si dejo que se vaya, probablemente soñaré con hormigas rojas, o algo por el estilo. Así que dijo: -No, quédate.
-¿Sientes curiosidad?
-Naturalmente que siento curiosidad.
-Entonces presta atención. Si sumas todos los números normales del uno al doce, ¿qué te sale?
-Ufff -dijo Robert-. ¡Qué tarea tan aburrida!
No parece tuya. Podría ser del señor Bockel. -No te preocupes. Con los números triangulares es coser y cantar. Simplemente busca el decimosegundo de ellos y tendrás la suma de todos los números del uno al doce.
Robert miró al agua y contó:
-Setenta y ocho -dijo.
-Correcto.
-Pero ¿por qué?
El diablo de los números echó mano a su bastón y escribió en el agua:
-Sólo tienes que escribir, unas debajo de otras, las cifras del uno al doce, las seis primeras de izquierda a derecha y las otras seis de derecha a izquierda, y verás por qué:
»Ahora una raya debajo: »Y sumas: |
|
» ¿Y salen?
-Seis treces -dijo Robert.
-Confío en que no necesitarás calculadora para eso.
-Seis por trece -dijo Robert- son setenta y ocho. El decimosegundo número triangular. ¡Concuerda perfectamente!
-Ya ves lo buenos que son los números triangulares. La verdad es que los cuadrados tampoco están mal.
-Pensaba que íbamos a bañarnos.
-Podemos bañarnos luego. Primero los números cuadrados.
Robert miró con ansia hacia la piscina, en la que los números triangulares nadaban en fila como patitos detrás de su madre.
-Si sigues así -amenazó-, me despertaré y haré desaparecer todos los números.
-Pero también la piscina -dijo el anciano-. Por otra parte, sabes muy bien que no se puede dejar de soñar cuando se quiere. Y además, ¿quién es aquí el jefe? ¿Tú o yo?
Ya se vuelve a excitar, pensó Robert. Quizá empiece también a gritar. Sólo dentro del sueño, naturalmente. Pero a mí no me gusta que me griten, ni siquiera en sueños. ¡Sabe el Diablo qué otra cosa se le habrá ocurrido!
El anciano cogió unos cubitos de hielo de la cubitera y los puso encima de la mesa.
-No es tan grave -consoló a Robert-. Es exactamente lo mismo que pasaba antes con los cocos, sólo que esta vez no se trata de triángulos, sino de cuadrados:
-Por favor -dijo Robert-, no hace falta que me expliques nada. Hasta un ciego vería lo que ocurre aquí. Son lisa y llanamente números saltarines. Cuento el número de cubitos que hay a cada lado del cuadrado y hago saltar la cifra:
»Bueno, etcétera, como de costumbre.
-Muy bien -dijo el diablo de los números-. Diabólicamente bien. Eres un aprendiz de brujo de primera clase, querido, eso hay que reconocértelo.
-Pero yo quiero bañarme -refunfuñó Robert.
-¿Quizá aún quieras saber cómo funcionan los números pentagonales? ¿O los hexagonales?
-No, gracias, de verdad que no -dijo Robert. Se puso en pie y saltó al agua.
-¡Espera! -exclamó el diablo de los números-. La piscina entera está llena de números. Espera un momento a que los saque.
Pero Robert ya estaba nadando, y los números se mecían en las olas a su alrededor, todo números triangulares, y nadó hasta que ya no pudo oír lo que le gritaba el anciano, más y más lejos. Por-que era una gran piscina infinita, infinita como los números e igual de maravillosa.
Capítulo 6
La sexta noche
-Probablemente crees que soy el único -dijo el diablo de los números cuando volvió a aparecer. En esta ocasión estaba sentado en una silla plegable, en medio de un enorme campo de patatas.
-¿El único qué? -preguntó Robert.
-El único diablo de los números. Pero no es cierto. Soy sólo uno de muchos. Allá de donde vengo, en el paraíso de los números, hay montones de nosotros. Por desgracia no soy el más importante. Los verdaderos jefes están sentados en sus habitaciones, pensando. De vez en cuando uno se ríe y dice algo parecido a: «Rn igual a hn dividido entre función de n por f de n, abre paréntesis, a más theta, cierra paréntesis», y los otros asienten comprensivos y ríen con él. A veces ni siquiera sé de qué hablan.
-Pues para ser un pobre diablo eres bastante engreído -objetó Robert-. ¿Qué quieres, que te compadezca ahora?
-¿Por qué crees que me hacen andar por ahí por las noches? Porque los señores de ahí arriba tienen cosas más importantes que hacer que visitar a principiantes como tú, mi querido Robert.
-O sea que puedo decir que tengo suerte de poder soñar por lo menos contigo.
-Por favor, no me malinterpretes -dijo el amigo de Robert, porque entre tanto se habían hecho ca-si viejos amigos-, lo que cavilan los señores de ahí arriba no es realmente malo. Uno de ellos, al que aprecio especialmente, es Bonatschi. A veces me cuenta lo que va averiguando. Es italiano. Por desgracia hace mucho que ha muerto, pero eso no significa nada para un diablo de los números. Un tipo simpático, el viejo Bonatschi. Por otra parte, fue uno de los primeros que entendieron el cero. Desde luego no lo inventó, pero en cambio se le ocurrió la idea de los números de Bonatschi. ¡Deslumbrante! Como la mayoría de las buenas ideas, su invento empieza con el uno… ya sabes. Más exactamente, con dos unos:
1 + 1 = 2.
»Luego coge las dos últimas cifras y las sumas
así que… y luego… otra vez las dos últimas… etcétera. -Hasta el aburrimiento. -Naturalmente. |
|
Entonces, el diablo de los números empezó a salmodiar los números de Bonatschi; sentado en su silla plegable, cayó en una especie de canturreo. Era la más pura ópera de Bonatschi:
–Unounodostrescincoochotreceveintiunotreintaycuatrocincuentaycincoochenta
ynuevecientocuarentaycuatrodoscientostreintaytrestrescientossetentaysiete…
Robert se tapó los oídos.
-Ya paro -dijo el anciano-. Quizá sea mejor que te los escriba, para que puedas aprendértelos.
-¿Dónde?
-Donde tú quieras. Quizá en un pergamino.
Desatornilló el extremo de su bastón y sacó un fino rollo de papel. Lo tiró al suelo y le dio un golpecito. ¡Es increíble la cantidad de papel que había dentro del bastón! Una interminable serpiente que se desenrolló cada vez más y corrió más y más lejos por los surcos del campo, hasta que su extremo desapareció en la lejanía. Y, naturalmente, en el rollo estaba toda la serie de Bonatschi con sus números:
A partir de ahí, los números estaban tan lejos y eran tan pequeños que Robert ya no pudo leerlos.
-Bueno, ¿y qué? -preguntó Robert.
-Si sumas los cinco primeros y añades uno, te sale el séptimo. Si sumas los seis primeros y añades uno, te sale el octavo. Etcétera.
-Ya -dijo Robert. No parecía especialmente entusiasmado.
-Pero también funciona si te saltas siempre un número de Bonatschi, sólo tienes que tener siempre el primer uno -dijo el diablo de los números.
»Mira: (y ahora te saltas uno) (y vuelves a saltarte uno) (y te saltas uno más) |
|
sumas esos cuatro, ¿y qué te sale?
-Treinta y cuatro -dijo Robert.
-O sea el número de Bonatschi que sigue al 21. Si te resulta demasiado trabajoso, también se puede hacer saltando. Por ejemplo, coges el número de Bonatschi número cuatro y lo haces saltar. El cuarto es el 3, y ¿cuánto es 32?
-Nueve -dijo Robert.
-Luego coges el siguiente número de Bonatschi, es decir, el quinto, y lo haces saltar.
-52 = 25 -dijo Robert sin titubear.
-Bien, y ahora los sumas.
-Otro Bonatschi -exclamó Robert.
-Y además, como cuatro más cinco son nueve, el noveno -dijo el anciano frotándose las manos.
-Comprendo. Todo estupendo, pero dime para qué sirve.
-Oh -dijo el diablo de los números-, no te creas que las Matemáticas son sólo cosa de matemáticos. Tampoco la Naturaleza sale adelante sin números. Incluso los árboles y los moluscos saben contar.
-Tonterías -dijo Robert-. ¡Me quieres dar gato por liebre!
-También los gatos, supongo. Todos los anima-les. Por lo menos, se comportan como si tuvieran los números de Bonatschi en la cabeza. Es posible que hayan comprendido cómo funcionan.
-No me lo creo.
-O las liebres. Tomemos mejor las liebres, son más espabiladas que los moluscos. ¡En este campo de patatas tiene que haber liebres!
-Yo no veo ninguna -dijo Robert.
-Ahí hay dos.
De hecho, dos diminutas liebres blancas se acercaron dando brincos y se sentaron a los pies de Robert.
-Creo -dijo el anciano- que son un macho y una hembra. Así que tenemos una pareja. Como sabes, todo empieza con el uno.
-Quiere convencerme de que sabéis contar -dijo Robert a las liebres-. ¡Esto es demasiado! No le creo una sola palabra.
-Ah, Robert, qué sabrás tú de liebres -dijeron las dos liebres al unísono-. ¡No tienes ni idea! Probablemente te has creído que somos liebres de invierno.
-Liebres de invierno, claro -repuso Robert, que quería demostrarles que no era tan ignorante como parecía-. Solamente en invierno hay liebres de invierno.
-Justo. Nosotras sólo somos blancas mientras somos pequeñas. Pasa un mes hasta que llegamos a ser adultas. Luego nuestra piel se vuelve parda, y queremos tener hijos. Hasta que vienen al mundo, chico y chica, pasa cosa de un mes más. ¡Toma nota de esto!
-¿Sólo vais a tener dos? -dijo Robert-. Yo siempre había pensado que las liebres tenían un montón de hijos.
-Naturalmente que tenemos un montón de hijos -dijeron las liebres-, pero no de un golpe. Ca-da mes dos, con eso basta. Y nuestros hijos harán exactamente lo mismo. Ya lo verás.
-No creo que nos quedemos tanto tiempo aquí. Para entonces me habré despertado hace mucho. Mañana temprano tengo que ir al colegio.
-No hay problema -intervino el diablo de los números-. En este campo de patatas el tiempo va mucho más rápido de lo que tú piensas. Un mes dura sólo cinco minutos. Y para que lo creas he traído un reloj de liebre. ¡Mira!
Y con estas palabras, sacó un reloj de bolsillo considerablemente grande. Tenía dos orejas de liebre, pero sólo una aguja.
-Además, no marca horas, sino meses. Cada vez que pasa un mes, suena el despertador. Cuando aprieto el botón de arriba empieza a correr. ¿Lo hago?
-Sí -gritaron las liebres.
-Bien.
El diablo de los números apretó, el reloj hizo tic-tac, y la aguja empezó a desplazarse. Cuando hubo llegado al uno, sonó el timbre. Había pasa-do un mes, las liebres se habían hecho mucho más grandes y su piel había cambiado de color… ya no eran blancas, se habían vuelto pardas.
Cuando la aguja llegó al dos, habían pasado dos meses, y la liebre trajo al mundo dos diminutas liebres blancas.
Ahora había allí dos parejas de liebres, las jóvenes y las viejas. Pero estas últimas aún no estaban satisfechas. Querían tener más hijos, y cuando la aguja llegó al tres volvió a sonar el timbre, y la liebre vieja trajo otras dos más al mundo.
Robert contó las parejas de liebres. Ahora eran tres: las mayores (pardas), las crías de la primera camada, que entre tanto también habían crecido (y se habían vuelto pardas), y las más jóvenes, con su piel blanca.
Entonces la aguja se movió hasta el cuatro, y ocurrió lo siguiente: la liebre mayor trajo al mundo la siguiente parejita, sus primeros hijos también; los segundos tampoco habían sido perezosos, así que ahora eran cinco parejas las que brincaban por el sembrado: una pareja de padres, tres parejas de hijos y una pareja de nietos. Tres parejas eran pardas, y dos blancas.
-Yo en tu lugar -dijo el diablo de los números-ya no intentaría diferenciarlas. ¡Vas a tener bastante con contarlas!
Cuando el reloj hubo llegado al cinco, Robert ya se las arreglaba bastante bien. Ahora había ocho pares de liebres.
Cuando sonó por sexta vez, ya había trece… ¡Un barullo increíble, pensó Robert, adónde irá a parar todo esto!
Pero incluso la séptima vez averiguó la cifra: eran exactamente 21 parejas.
-¿Se te ocurre algo, Robert? -preguntó el diablo de los números.
.
El reloj de liebre avanzaba implacable. « ¡Socorro!», gritó Robert, «esto nunca se acaba. Miles de liebres… ¡esto ya no tiene gracia, esto es una pesadilla!».
-Naturalmente -respondió Robert-. Son números de Bonatschi:
Pero, mientras lo decía, habían venido al mundo montones de liebres blancas, que caracoleaban entre las muchas pardas y blancas que brincaban en el campo. No podía verlas y contarlas a todas. El reloj de liebre avanzaba implacable. Hacía mucho que la aguja había empezado su segunda vuelta.
-¡Socorro! -gritó Robert-. Esto no se acaba. ¡Miles de liebres! ¡Es espantoso!
-Para que veas cómo funciona la cosa, he traído un listado de liebres para ti. En él podrás ver lo que ha pasado entre las cero y las siete horas.
-Hace mucho que pasaron las siete -exclamó Robert-. Ahora ya deben de ser por lo menos más de mil.
-Son exactamente 4.181, y ahora mismo, es decir, dentro de cinco minutos, serán 6.765.
-¿Quieres seguir así, hasta que la Tierra entera esté cubierta de liebres? -preguntó Robert.
-Oh, eso no llevaría mucho tiempo -dijo el anciano, sin mover un músculo-. Unas pocas vueltas más de la aguja y habrá ocurrido.
-¡Por favor, no! -pidió Robert-. ¡Es una pesadilla! ¿Sabes?, no tengo nada contra las liebres, me gustan incluso, pero lo que es excesivo es excesivo. Tienes que detenerlas.
-Encantado, Robert. Pero sólo si admites que las liebres se comportan como si se hubieran aprendido los números de Bonatschi.
-Sí, bien, por el amor de Dios, lo admito. Pero date prisa, o acabarán subiéndosenos a la cabeza.
El diablo de los números pulsó dos veces la corona del reloj de liebre, y éste empezó a funcionar hacia atrás. Cada vez que sonaba el timbre las liebres disminuían, y al cabo de unas pocas vueltas la aguja volvía a marcar cero. Había dos liebres en el vacío campo de patatas.
-¿Qué pasa con éstas? -preguntó el anciano-. ¿Quieres conservarlas?
-Mejor que no. De lo contrario, volverán a empezar desde el principio.
-Sí, eso es lo que pasa con la Naturaleza -dijo el anciano, columpiándose complacido en su silla plegable.
-Eso es lo que pasa con Bonatschi -replicó Robert-. Con tus números todo va siempre a parar al infinito. No sé si me gusta.
-Como has visto, a la inversa ocurre exacta-mente igual. Hemos vuelto a aterrizar donde empezamos, en el uno.
Y así, se separaron pacíficamente, sin preocuparse de qué ocurriría con la última pareja de liebres. El diablo de los números se fue con Bonatschi, su viejo conocido del paraíso de los números, y con los demás, que tramaban allí nuevas diabluras, y Robert siguió durmiendo, sin soñar, hasta que sonó el despertador. Se alegró de que fuera un despertador corriente, y no un reloj de liebre.
Capítulo 7
La séptima noche
-Estoy preocupada -dijo la madre de Robert-. No sé lo que le pasa a este chico. Antes siempre estaba en el patio o en el parque, jugando al fútbol con Albert, Charlie, Enzio y los otros. Ahora está todo el día metido en su cuarto. En vez de hacer sus deberes, ha extendido en la mesa un gran pliego de papel y pinta liebres.
-Calla -dijo Robert-. Me confundes. Tengo que concentrarme.
-Y se pasa el día murmurando números, números, números. Eso no es normal.
Hablaba para sus adentros, como si Robert no estuviera en la habitación.
-Antes nunca se interesaba por los números. Al contrario, siempre se quejaba de su profesor por los deberes de matemáticas. Sal de una vez a tomar el aire -gritó por fin.
Robert levantó la cabeza de la hoja y dijo:
-Tienes razón. Si sigo contando liebres me dará dolor de cabeza.
Y Robert salió de casa. En el parque había una enorme pradera por la que no corría ni una sola liebre.
-Hola, Robert -gritó Albert al verle venir-. ¿Juegas?
También estaban Enzio, Gerardo, Iván y Karol. Estaban jugando al fútbol, pero a Robert no le apetecía. No tienen ni idea de cómo crecen los árboles, pensó.
Cuando volvió a casa, era bastante tarde. Nada más cenar, se fue a la cama. Precavido, se metió un grueso rotulador en el bolsillo del pijama.
-¿Desde cuándo te vas tan pronto a la cama? -se sorprendió su madre-. Antes siempre querías quedarte lo más posible.
Pero Robert sabía muy bien lo que quería, y sabía también por qué no le contaba nada a su madre. No le hubiera creído cuando le hubiera dicho que las liebres, los árboles e incluso los moluscos saben contar, y que era amigo de un diablo de los números.
Apenas se había dormido cuando el anciano apareció.
-Hoy voy a enseñarte algo estupendo -dijo.
-Lo que sea, menos liebres. He pasado todo el día rompiéndome la cabeza con ellas. Siempre con-fundo las blancas y las pardas.
-¡Olvídalo! Ven conmigo.
Llevó a Robert hasta una casa blanca en forma de cubos. También dentro todo estaba pintado de blanco, incluso la escalera y las puertas. Llegaron a una gran habitación desierta, blanca como la nieve.
-Aquí ni siquiera puede uno sentarse -se quejó Robert-. ¿Y qué clase de ladrillos son ésos?
Se acercó hasta el alto montón que había en la esquina y miró los ladrillos con más atención.
-Parece cristal o plástico -constató-. Grandes cubos. Dentro de ellos brilla algo. Tienen que ser filamentos eléctricos, o algo por el estilo.
-Electrónica -dijo el anciano-. Si quieres, construiremos una pirámide.
Cogió el primer par de cubos y los puso en fila en el blanco suelo.
-Ahora tú, Robert.
Siguieron construyendo hasta que la fila tuvo el siguiente aspecto:
-¡Alto! -gritó el diablo de los números-. ¿Cuán-tos cubos tenemos ahora?
Robert contó.
-Diecisiete. Pero es una cifra coja -dijo.
-No tan coja como tú piensas. Sólo tienes que restarle uno.
-Dieciséis. Otra vez un número saltado. Un dos saltado cuatro veces: 24.
-Fíjate -dijo el anciano-. Te das cuenta de todo. Pero ahora sigamos construyendo. El siguiente ladrillo se pone siempre sobre la grieta entre los dos anteriores, exactamente igual a como hacen los al–añiles.
-O. K. -dijo Robert-. Pero esto nunca llegará a ser una pirámide. Las pirámides tienen tres o cuatro esquinas en la base, y esta cosa es plana. Esto no se convertirá en una pirámide, sino en un triángulo.
-Bien -dijo el diablo de los números-. Entonces construiremos un triángulo.
Y siguieron hasta que estuvo listo.
-¡Listo! -gritó Robert.
-¿Listo? Ahora es cuando empieza lo bueno. El diablo de los números trepó por un lado del triángulo y escribió un uno en el cubo más alto.
-Como siempre -murmuró Robert-: ¡tú y tus unos!
-¡Claro! -respondió el anciano-. Todo empieza en el uno. Ya lo sabes.
-Pero ¿cómo sigue?
.
«Parece cristal o plástico», constató Robert. «Grandes cubos. Dentro brilla algo. Tienen que ser filamentos eléctricos o algo por el estilo.»
-Enseguida lo verás. En cada uno de los otros cubos escribiremos lo que resulte de sumar lo que hay encima.
-Una obra de arte -dijo Robert.
Sacó del bolsillo su grueso rotulador y escribió:
-Nada más que unos -dijo-. Hasta yo soy ca-paz de hacerlo incluso sin calculadora.
-Enseguida serán más. Sigue -gritó el diablo de los números, y Robert escribió:
-Un juego de niños -dijo.
-No seas tan arrogante, querido. Espera a ver cómo sigue.
Robert calculó y escribió:
-Ya veo, las cifras al borde son unos, no importa lo abajo que lleguemos. Y las de al lado en diagonal también puedo escribirlas enseguida, son sencillamente los números normales: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7…
-¿Y qué pasa con la siguiente diagonal, la que está justo al lado de 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7…? Lee las primeras cuatro cifras -el diablo de los números había vuelto a poner su sonrisa astuta, y Robert leyó de arriba a la derecha abajo a la izquierda:
-1, 3, 6, 10… Me suenan familiares.
-Cocos, cocos -gritó el anciano.
-¡Ah, sí!, ahora me acuerdo. 1, 3, 6, 10… son los números triangulares.
-¿Y cómo se hacen?
-Por desgracia lo he olvidado -dijo Robert.
-Muy sencillo:
-…15 + 6 = 21 -prosiguió Robert.
-¡Ahí lo tienes!
De esa forma, Robert escribió cada vez más números en los cubos. Por una parte, la cosa era ca-da vez más fácil, porque ya no tenía que estirarse tanto, pero, por otra, las malditas cifras se volvían cada vez más elevadas.
-¡Ehhh! -dijo-. No puedes pedirme que calcule todo eso de cabeza.
-Como tú digas -contestó el anciano-. Pero no te excites. ¡Que todo esto se vaya al diablo si no lo hago en un abrir y cerrar de ojos!
Y, a un ritmo de locos, escribió el triángulo entero.
-Ahí abajo se vuelve un rato estrecho -dijo Robert-. ¡12870! ¡Qué auténtico!
-Oh, eso son pequeñeces. Hay aún mucho más en este triángulo.
»¿Sabes lo que hemos construido? -preguntó el diablo de los números-. ¡Esto no es un simple triángulo, es un monitor! Una pantalla. ¿Por qué crees que todos los cubos tienen vida electrónica interior? Sólo tengo que conectar esta cosa y se iluminan.
Dio unas palmadas y la habitación se oscureció. Luego dio otra más, y el cubo de arriba del todo se iluminó en rojo.
-Otra vez el uno -dijo Robert.
Cuando el anciano volvió a dar palmas, la primera línea se apagó y la segunda brilló como un semáforo que pasa a rojo.
-Quizá puedas sumarla -dijo.
-1 + 1 = 2 -murmuró Robert-. ¡No es que sea precisamente sensacional!
El diablo de los números dio otra palmada, y la tercera línea se volvió roja.
-1 + 2 + 1 = 4 -exclamó Robert-. No hace falta que sigas dando palmadas. Ya lo he entendido. Se trata de nuestros viejos conocidos, los doses saltarines. La siguiente línea sale 2 x 2 x 2 o 23, igual a 8. Etcétera: 16, 32, 64. Hasta que el triángulo termina por abajo.
-La última línea -dijo el anciano- da 216, y eso es bastante: 65.536, por si quieres saberlo con exactitud.
-¡Mejor que no!
-Está bien -el diablo de los números batió palmas, y volvió a hacerse la oscuridad.
-¿Quieres volver a ver a unos cuantos viejos conocidos? -preguntó.
-Depende.
El anciano dio tres palmadas, y los cubos volvieron a iluminarse: algunos en amarillo, otros en azul, los siguientes en verde o rojo.
-Parece carnaval -dijo Robert.
-¿Ves las escalerillas del mismo color que van de arriba a la derecha hasta abajo a la izquierda?
Vamos a sumar todo lo que hay en una de ellas, y veremos qué sale. ¡Empieza con la roja, arriba del todo!
-Sólo tiene un escalón -dijo Robert-. Uno, como siempre.
-Luego, la amarilla de debajo.
-Tampoco tiene más que uno: uno.
-La próxima es una azul. Dos cubos.
-1 + 1 = 2.
-Luego la verde, justo debajo. Dos cubos ver-des.
-2 + 1 = 3.
Ahora Robert sabía cómo seguir:
-Otra vez rojo: 1 + 3 + 1 = 5. Y amarillo: 3 + 4 + 1 = 8. Azul: 1 + 6 + 5 + 1 = 13.
-¿Qué podría significar: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13…?
-¡Bonatschi, naturalmente! Los números de las liebres.
-Ya ves que todo está en nuestro triángulo. Podríamos seguir durante días, pero creo que tienes suficiente por hoy.
-Puedes decirlo bien fuerte -admitió Robert.
-Está bien, basta de cálculos.
El diablo de los números batió palmas, y los cubos de colores se apagaron.
-Pero nuestro monitor aún es capaz de hacer muchas más cosas. Si vuelvo a batir palmas, ¿sabes lo que ocurrirá? Se iluminarán los números pares en todo el triángulo, y los impares seguirán oscuros. ¿Quieres que lo haga?
-Por mí…
Lo que Robert vio entonces fue una auténtica sorpresa.
-¡Es una locura! Un dibujo. Triángulos dentro del triángulo, sólo que cabeza abajo.
Robert estaba fuera de sí.
-Mayores y menores -dijo el diablo de los números-. Sin duda el pequeño parece un cubo, pero en realidad es un triángulo. El mediano consta de 6 cubos, y el grande de 28. Naturalmente, son números triangulares.
»Así que ahora sólo brillan en amarillo los números pares. ¿Qué crees que pasará si encendemos todos los números de nuestro monitor que se puedan dividir entre tres, cuatro o cinco? Sólo tengo que dar una palmada y lo verás. ¿Con qué divisor lo intentamos, con el cinco?
-Sí -dijo Robert-. Todos los que se puedan dividir entre cinco.
El anciano dio una palmada, las cifras amarillas se apagaron y las verdes se encendieron.
-Es increíble -dijo Robert-. Otra vez triángulos, pero ahora son otros. ¡La más pura brujería!
-Sí, querido, a veces yo mismo me pregunto dónde terminan las Matemáticas y dónde empieza la brujería.
-Fantástico. ¿Has inventado tú todo esto?
-No.
-¿Quién ha sido entonces?
-¡Sabe el Diablo! El gran triángulo de números es una cosa antiquísima, mucho más vieja que yo.
-Pues a mí me pareces bastante viejo.
-¿Yo? Permite que te diga que soy uno de los más jóvenes del paraíso de los números. Nuestro triángulo tiene por lo menos dos mil años. Creo que la idea se le ocurrió a algún chino. Pero hoy aún seguimos dándole vueltas, y seguimos hallan-do nuevos trucos que se pueden hacer con él.
Si seguís así, pensó Robert para sus adentros, es posible que no acabéis nunca. Pero no lo dijo.
Sin embargo, el diablo de los números le había entendido.
-Sí, las Matemáticas son una historia interminable -dijo-. Hurgas y hurgas y siempre encuentras cosas nuevas.
-¿No podéis dejar de hacerlo nunca? -preguntó Robert.
-Yo no, pero tú sí -susurró el diablo de los números, y cuando lo dijo los cubos verdes se hicieron cada vez más pálidos y él mismo se volvió ca-da vez más delgado, hasta que se quedó igual que un fideo y con cara de pito. La habitación estaba oscura como boca de lobo, y pronto Robert lo hubo olvidado todo, los cubos de colores, los triángulos, los números de Bonatschi e incluso a su amigo, el diablo de los números.
Durmió y durmió, y cuando despertó a la mañana siguiente su madre le preguntó:
-Estás muy pálido, Robert. ¿Has tenido pesadillas?
-Nooo -dijo Robert-. ¿Por qué?
-Estoy preocupada.
-Pero, mamá -respondió Robert-, ya sabes lo que dicen: No hay que mentar al Diablo.
Capítulo 8
La octava noche
Robert estaba delante del todo, en la pizarra. En el primer banco se sentaban sus dos mejores amigos de clase: Albert, el futbolista, y Bettina, la de las trenzas. Como siempre, los dos estaban discutiendo. Esto es lo que me faltaba, pensó Robert. ¡Ahora sueño con el colegio!
Entonces se abrió la puerta, pero no fue el señor Bockel quien entró… fue el diablo de los números.
-Buenos días -dijo-. Según veo, ya estáis discutiendo otra vez. ¿De qué se trata?
-¡Bettina se ha sentado en mi sitio! -gritó Albert.
-Entonces simplemente cámbialo con ella.
-Pero es que no quiere -dijo Albert.
-Escríbelo en la pizarra, Robert -pidió el anciano.
-¿El qué?
-Escribe A para Albert y B para Bettina. Albert se sienta a la izquierda y Bettina a la derecha. Robert no veía por qué tenía que escribir eso, pero pensó: Si le gusta, por mí que no quede.
-Bueno, Bettina -dijo el diablo de los números-, ahora siéntate tú a la izquierda y Albert a la derecha.
¡Es curioso! Bettina no protestó. Se levantó como una niña buena e intercambió su sitio con Albert.
escribió Robert en la pizarra.
En ese momento se abrió la puerta y entró Charlie, con retraso, como siempre. Se sentó a la izquierda de Bettina.
escribió Robert.
Pero eso no le gustó a Bettina.
-¡Si hemos dicho a la izquierda -dijo-, que sea del todo a la izquierda!
-Está bien -bramó Charlie-. ¡Como quieras! Y ambos intercambiaron sus asientos:
Albert no se quedó conforme con eso.
-Pero yo prefiero sentarme con Bettina -gritó. Charlie fue tan bondadoso que se levantó sin más y le dejó su sitió a Albert.
Si esto sigue así, se dijo Robert, podemos olvidarnos de esta clase de Matemáticas. Pero siguió así, porque ahora era Albert el que quería sentar-se del todo a la izquierda.
-Pero entonces tenemos que levantarnos todos
-dijo Bettina-. No veo por qué, pero si no hay más remedio… ¡Ven, Charlie!
Y cuando volvieron a sentarse la cosa estaba así:
Naturalmente, no duró mucho.
-No aguanto un minuto más al lado de Charlie
-afirmó Bettina. Realmente rompía los nervios. Pero, como no paraba, los otros chicos tuvieron que ceder. Robert escribió:
-Y ahora basta -dijo.
-¿Tú crees? -preguntó el diablo de los números-. Esos tres aún no han ensayado todas las posibilidades. ¿Qué os parecería sentaros Albert a la izquierda, Charlie en el centro y Bettina a la derecha?
-¡Jamás! -gritó Bettina.
-No te pongas así, Bettina -dijo el anciano.
A regañadientes, los tres se levantaron y se sentaron así:
-¿Te das cuenta, Robert? ¡Eh, Robert, te estoy hablando! Seguro que a estos tres no se les ocurre. Robert alzó la vista hacia la pizarra:
-Creo que hemos probado todas las posibilidades -dijo.
-Eso creo yo también -dijo el diablo de los números-, Pero no puede ser que en vuestra clase sólo seáis cuatro. Me temo que aún faltan unos cuantos.
Apenas lo había dicho cuando Doris abrió la puerta. Estaba sin aliento.
-¿Qué ocurre aquí? ¿No está el señor Bockel? ¿Quién es usted? -preguntó al diablo de los números.
-Sólo estoy aquí de manera excepcional -dijo el anciano-. Vuestro señor Bockel se ha tomado el día libre. Ha dicho que ya no podía más. Que vuestra clase es demasiado movida para él.
-Ya lo puede decir -replicó Doris-: están todos cambiados de sitio. ¿Desde cuándo es ése tu sitio, Charlie? ¡Ahí me siento yo!
-Entonces propón un orden para sentarse, Doris -dijo el diablo de los números.
-Yo seguiría simplemente el orden alfabético -dijo ella-. A de Albert, B de Bettina, C de Charlie, etc. Eso sería lo más sencillo.
-Como quieras. Intentémoslo.
Robert anotó en la pizarra:
Pero los demás no estaban en absoluto de acuerdo con el orden propuesto por Doris. En la clase andaba suelto el Diablo. Bettina era la peor. Mordía y arañaba cuando alguien no quería ceder su sitio. Todo el mundo empujaba y se daba codazos. Pero, con el tiempo, ese loco juego empezó a gustarles a los cuatro. El cambio se producía cada vez más deprisa, de tal modo que Robert no daba abasto en sus anotaciones. Por fin, la banda de los cuatro hubo ensayado todos los órdenes posibles y en la pizarra ponía:
Menos mal que hoy no han venido todos, pensó Robert, de lo contrario no acabaríamos nunca.
Entonces se abrió la puerta y Enzio, Felicitas, Gerardo, Heidi, Ivan, Jeannine y Karol se precipitaron a entrar.
-¡No! -gritó Robert-. ¡Por favor, no! ¡No os sentéis! Voy a volverme loco.
-Está bien -dijo el diablo de los números-, lo dejaremos aquí. Podéis iros a casa. No habrá clase en las próximas horas.
-¿Y yo? -preguntó Robert.
-Tú puedes quedarte un ratito más.
Los otros habían salido corriendo al patio. Robert miraba lo que ponía en la pizarra.
-Bien, ¿qué opinas? -preguntó el diablo de los números.
-No sé. Sólo hay una cosa clara: que son cada vez más. Cada vez más posibilidades de sentarse. Mientras sólo había dos alumnos la cosa aún funcionaba. Dos alumnos, dos posibilidades. Tres alumnos, seis posibilidades. Con cuatro ya son… un momento…: veinticuatro.
«No. ¡No, por favor! ¡No os sentéis o me volveré loco!», gritó Robert. «Bien, dejémoslo. Podéis iros a casa», dijo el diablo de los números.
-¿Y si sólo hubiera uno?
-¡Qué tontería! Entonces, naturalmente, sólo habría una posibilidad.
-Prueba a multiplicar -dijo el anciano.
-Ajá -exclamó Robert-. Qué interesante.
-Si cada vez son más los que participan en el juego, se vuelve aburrido apuntarlos así. También se puede hacer más corto. Se escribe el número de participantes y un signo de exclamación detrás:
»Se pronuncia así: ¡cuatro pum!
-Si no hubiéramos mandado a casa a Enzio, Fe-licitas, Gerardo, Heidi, Ivan, Jeannine y Karol, ¿qué crees que hubiera ocurrido?
-Una gigantesca confusión -dijo el diablo de los números-. Hubieran estado probando hasta 154
hartarse todas las posiciones posibles, y puedo asegurarte que hubiera sido algo endemoniada-mente largo. Contando a Albert, Bettina y Charlie hubieran sido once personas, y eso significa ¡once pum! posibilidades de sentarse. ¿Tienes idea de cuántas posibilidades serían?
-Nadie podría calcular eso de cabeza. Pero en el colegio siempre tengo mi calculadora a mano. En secreto, claro, porque el señor Bockel no puede soportar que se trabaje con ella.
Y Robert empezó a teclear:
-¡Once pum! -dijo- son exactamente 39.916.800. ¡Casi cuarenta millones!
-Ya ves, Robert, si hubiéramos tratado de hacerlo aún estaríamos aquí dentro de ochenta años. Hace mucho que tus compañeros de clase necesitarían una silla de ruedas, y tendríamos que con-tratar a once enfermeras para llevarlos de acá para allá. Pero con un poquito de Matemáticas la cosa va más rápido. Se me ocurre una cosa más. Mira por la ventana a ver si tus compañeros de clase aún están ahí.
-Creo que se habrán comprado rápidamente un helado, y ahora irán camino de casa.
-Supongo que se darán la mano al despedirse.
-Ni hablar. Como mucho dirán Adiós o Hasta luego.
-Lástima -dijo el diablo de los números-. Me gustaría saber qué ocurre si todo el mundo da la mano a todo el mundo.
-¡Para ya! Seguro que eso duraría eternamente. Es probable que haya un número gigantesco de apretones. ¡Puede que once pum! si es que son once personas.
-¡Error! -dijo el anciano.
Si son dos, reflexionó Robert, sólo se necesita un apretón de manos. Con tres…
-Mejor escríbelo en la pizarra.
Robert escribió:
-Entonces, con dos es uno, con tres son tres, y con cuatro son ya seis apretones de manos.
-1, 3, 6… ¿no conocíamos eso?
Robert no conseguía acordarse. Entonces, el diablo de los números pintó unos cuantos puntos gruesos en la pizarra:
-¡Los cocos! -gritó Robert-. ¡Números triangulares!
-¿Y cómo siguen?
-Ya lo sabes:
-Son exactamente 55 apretones de manos.
-Eso aún se puede calcular -dijo Robert.
-Si no quieres pasar tanto tiempo calculando,
también puedes hacerlo de otra forma. Dibujas
unos círculos en la pizarra, así:
»Luego, pones una letra más en cada nuevo círculo: A para Albert, B para Bettina, C para Charlie, etcétera.
»Luego unes las letras con líneas:
»No tiene mal aspecto, ¿verdad? Cada raya significa un apretón de manos. Puedes contarlas. -1, 3, 6, 15… Como antes -dijo Robert-. Sólo hay una cosa que no entiendo: ¿puedes explicar-me por qué contigo siempre cuadra todo?
Eso es precisamente lo demoníaco de las Matemáticas. Todo cuadra. Bueno, digamos mejor que casi todo. Porque ya sabes que los números de primera tienen sus pegas. Y también en lo demás hay que poner una atención enorme, porque de lo contrario es fácil caerse con todo el equipo. Pero, en líneas generales, en las Matemáticas la cosa discurre con bastante orden. Eso es lo que cierta gen-te odia de ellas. Pero yo no puedo soportar a los desordenados y a los chapuceros, y a ellos les pasa al revés, no soportan los números. A propósito, mira por la ventana: ¡el patio de vuestro colegio es una auténtica pocilga!
Robert tuvo que admitirlo, porque en el patio había latas de coca-cola vacías, tebeos rotos y envoltorios de bocadillo por todas partes.
-Si tres de vosotros cogierais una escoba, dentro de media hora vuestro patio tendría mucho mejor aspecto.
-¿Y quiénes serían esos tres? -preguntó Robert.
-Albert, Bettina y Charlie, por ejemplo. O Doris, Enzio y Felicitas. Además, también tenemos a Gerardo, Heidi, Ivan, Jeannine y Karol.
-Pero tú dices que sólo se necesitan tres.
-Sí -objetó el diablo de los números-, pero ¿qué tres?
-Se les puede combinar a voluntad -dijo Robert.
-Sin duda. Pero ¿y si no estuvieran todos? ¿Si sólo tuviéramos a tres: Albert, Bettina y Charlie?
-Entonces tendrían que hacerlo ellos.
-¡Bien, escríbelo!
Robert escribió:
-Y si entonces llega Doris, ¿qué hacemos? Vuelve a haber varias posibilidades.
Robert reflexionó. Luego escribió en la pizarra:
-Cuatro posibilidades -dijo.
-Pero casualmente Enzio pasa por allí. ¿Por qué no va a echar una mano? Ahora tenemos cinco candidatos. Prueba.
Pero Robert no quiso.
-Mejor dime qué va a salir -dijo desmoraliza-do.
-Está bien. Con tres personas sólo podemos formar un grupo de tres. Con cuatro personas ya hay cuatro grupos distintos, y con cinco hay diez. Te lo escribiré:
»Hay otra cosa rara en esta lista. La he ordenado conforme al alfabeto, como ves. ¿Y cuántos grupos empiezan por Albert? Diez. ¿Cuántos por Bettina? Cuatro. Y por Charlie no empieza más que uno. En este juego aparecen una y otra vez las mismas cifras:
»¿Adivinas cómo sigue? Quiero decir, si ahora añadimos unos cuantos más, digamos que Felicitas, Gerardo, Heidi, etc. ¿Cuántos grupos de tres saldrían?
-Ni idea -dijo Robert.
-¿Te acuerdas todavía de cómo discurrimos el asunto de los apretones de manos, cuando todo el mundo se despedía de todo el mundo?
-Eso fue muy fácil, con ayuda de los números triangulares:
»Pero no sirve para nuestras cuadrillas de limpieza, que trabajan de tres en tres.
-No. Pero ¿qué pasa si sumas los dos primeros números triangulares?
-Sale cuatro.
-¿Y si añades el siguiente?
-Diez.
-¿Y otro más?
-10 + 10 = 20.
-Ahí lo tienes.
-¿Y tengo que seguir calculando hasta llegar al decimoprimero? Esa no es tu forma de hacer las cosas. -No te preocupes. También se puede hacer sin calcular, sin probar, sin ABCDEFGHIJK.
-¿Cómo?
-Con nuestro viejo triángulo numérico -dijo el anciano.
-¿Vas a pintarlo en la pizarra?
-No. No estoy pensando semejante cosa. Me resultaría demasiado aburrido. Pero tengo mi bastón a mano.
Tocó la pizarra con su vara, y ahí estaba el triángulo, en todo su esplendor y a cuatro colores.
-Más cómodo imposible -dijo el viejo diablo de los números-. Al estrechar las manos, simplemente cuentas los cubos verdes de arriba abajo: con dos personas un apretón de manos, con tres personas tres, con once personas 55.
»Para nuestra cuadrilla de limpieza necesitas los cubos rojos. Vuelves a contar de arriba abajo. Empiezas con tres personas, con ellas no hay más que una posibilidad. Si puedes elegir cuatro personas dispones de cuatro combinaciones, con cinco personas ya son diez. ¿Y qué pasa cuando están los once alumnos?
-Entonces son 165 -respondió Robert-. Es realmente sencillo. Este triángulo numérico es casi tan bueno como una calculadora. Pero ¿para qué sirven los cubos amarillos ?
-Oh -dijo el anciano-, ya sabes que yo no me doy fácilmente por satisfecho. Nosotros, los diablos de los números, siempre lo llevamos todo hasta el extremo. ¿Qué harás si las tres personas que tienes no son suficientes para el trabajo? Tendrás que coger cuatro. Y la fila amarilla te dirá cuántas posibilidades hay, por ejemplo, para elegir un cuarteto a partir de ocho personas.
-Setenta -dijo Robert, porque había entendido muy bien lo fácil que era sacar la respuesta del triángulo.
-Exacto -dijo el diablo de los números-. Por no hablar de los cubos azules.
-Probablemente sean los grupos de ocho. Si sólo dispongo de ocho personas, no tengo que pensar mucho. Sólo hay una posibilidad. Pero con diez candidatos ya puedo formar 45 grupos distintos. Etcétera, etcétera.
-Veo que lo has comprendido.
-Ahora sólo quisiera saber qué aspecto tiene el patio -dijo Robert.
Miró por la ventana, y he aquí que el patio estaba impecable como nunca.
-Sólo me pregunto qué tres llevarán ahora la escoba.
-En cualquier caso no eres uno de ellos, mi querido Robert -dijo el diablo de los números.
-¡Cómo voy a barrer el patio del colegio si tengo que pasarme toda la noche peleando con números y cubos!
-Admite -dijo el anciano- que te has divertido haciéndolo.
-¿Y ahora? ¿Volverás pronto?
-Antes me tomaré unas vacaciones -dijo el diablo de los números-. Entre tanto, puedes entretenerte con el señor Bockel.
Eso era algo que a Robert le apetecía bastante poco, pero ¿qué remedio le quedaba? A la mañana siguiente tenía que volver al colegio. Cuando llegó al aula, Albert, Bettina y los otros estaban ya sentados en sus sitios. Nadie estaba deseando cambiar su sitio con los otros.
-Ahí viene nuestro genio de las Matemáticas -exclamó Charlie.
-El bueno de Robert estudia incluso en sueños -le pinchó Bettina.
-¿Creéis que le va a servir de algo? -preguntó Doris.
-Yo creo que no -gritó Karol-. De todos modos el señor Bockel no le soporta.
-Y viceversa -repuso Robert-. ¡Por mí que no vuelva!
Antes de que llegara el señor Bockel, Robert echó una rápida mirada por la ventana.
Como siempre, pensó al ver el patio. ¡Un verdadero montón de basura! Uno no puede fiarse de las cosas que sueña. Solamente de los números. En ellos sí se puede confiar.
Luego entró el inevitable señor Bockel, con su maletín lleno de trenzas.
Capítulo 9
La novena noche
Robert soñaba que soñaba. Ya se había acostumbrado. Siempre que en los sueños le ocurría algo desagradable, por ejemplo encontrarse con un pie encima de una piedra resbaladiza en medio de un río de fuerte corriente y no poder avanzar ni retroceder, pensaba con rapidez: Espantoso, pero no es más que un sueño.
Pero luego cogió la gripe, y cuando tuvo que quedarse todo el día en la cama con fiebre ese truco no le sirvió de mucho, porque Robert sabía muy bien que los sueños que da la fiebre son los peores. Se acordaba de que, una vez que había estado enfermo, había ido a parar a una erupción volcánica. Montañas que escupían fuego lo habían disparado hacia el cielo, y había estado a punto de caer lentamente, con espantosa lentitud, desde allí arriba al centro de las fauces del volcán… Prefería no pensar en ello. Por eso intentaba mantenerse despierto, aunque su madre siempre decía:
-Lo mejor es que duermas y sudes la gripe. ¡No leas tanto! No es sano.
Tras haberse leído aproximadamente doce tebeos, estaba tan cansado que se le cerraban los ojos.
Pero lo que soñó entonces fue extrañísimo. Soñó que tenía gripe y estaba en la cama, y a su lado estaba sentado el diablo de los números.
Ahí está el vaso de agua en la mesita, pensó. Ardo. Tengo fiebre. Creo que ni siquiera me he dormido.
-¿Ah, sí? -dijo el anciano-. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Estás soñando conmigo, o estoy realmente aquí?
-Tampoco lo sé -dijo Robert.
-Es igual. En cualquier caso, quería hacerte una visita porque estás enfermo. Y cuando se está enfermo hay que quedarse en casa, y no hacer excursiones al desierto o contar liebres en campos de patatas. Así que pensé: Vamos a pasar una vela-da tranquila, sin grandes trucos. Para no aburrir-nos, he hecho venir a unos cuantos números. Ya sabes que no puedo vivir sin ellos. Pero no te preocupes, son enteramente inofensivos.
-Eso dices siempre -dijo Robert.
Llamaron a la puerta, y el diablo de los números gritó: ¡Adelante! Enseguida entraron desfilan-do, y de tal manera, todos a una, que el dormitorio de Robert estuvo hasta los topes en un abrir y cerrar de ojos. Le asombró cuánta gente cabía entre la puerta y la cama. Los números pasaban ante él como ciclistas de competición o corredores de maratón, porque todos llevaban sus números en camisetas blancas. El cuarto era bastante pequeño, pero cuantos más números se apretujaban más largo parecía. La puerta se fue alejando cada vez más, hasta que apenas fue posible distinguirla al final de un recto pasillo.
Los números anduvieron por ahí riendo y charlando, hasta que el diablo de los números gritó como un sargento:
-¡Atención! ¡A formar!
Enseguida se pusieron en una larga fila, con la espalda contra la pared, el uno primero y todos los demás junto a él.
-¿Dónde está el cero? -preguntó Robert.
-¡El cero, un paso al frente! -rugió el diablo de los números.
Se había escondido debajo de la cama. Salió arrastrándose y dijo con timidez:
-Pensaba que no me necesitarían. ¡Me siento tan mal!, creo que he cogido la gripe. Ruego humildemente que se me conceda un permiso por enfermedad.
-¡Fuera! -gritó el anciano, y el cero volvió a meterse a rastras bajo la cama de Robert.
»Bueno, es algo especial, este cero. Siempre quiere figurar. Pero los otros… ¿te has dado cuenta de lo obedientes que son?
Miró complacido a los números normales, ordenados en fila:
-¡Segunda fila, a formar! -gritó, y enseguida afluyeron nuevos números, armando gran tumulto y alboroto, hasta que al fin estuvieron en el orden correcto:
Estaban justo delante de los otros en la habitación ‑ si es que aún podía llamársele habitación, porque entre tanto se había convertido en un tubo de longitud imprevisible-, y todos llevaban camiseta roja.
-Ajá -dijo Robert-. Estos son los impares.
-Sí, pero adivina cuántos son, comparados con los de camiseta blanca que están alineados contra la pared.
-Está claro -dijo Robert-. Uno de cada dos números es impar. Así que hay la mitad de rojos que de blancos.
-¿Crees entonces que hay el doble de números normales que de impares?
-Claro.
El diablo de los números rió, pero no fue una risa amable, a Robert casi le pareció sarcástica.
-Me veo obligado a decepcionarte, querido -dijo el anciano-. Hay exactamente el mismo número de cada clase.
-Eso no puede ser -exclamó Robert-. Todos los números no pueden ser exactamente el mismo número que la mitad de ellos. ¡Eso es absurdo!
-Atiende, te lo demostraré.
Se volvió hacia los números y rugió:
-¡Primera y segunda fila, estrecharse las manos!
-¿Por qué les gritas de esa manera? -dijo Robert enfadado-. Esto parece el patio de un cuartel. ¿No podrías ser un poquito más cortés con ellos?
Pero su protesta se esfumó, porque cada uno de los blancos había dado la mano a uno de los rojos, y de pronto estaban por parejas, como soldados de plomo:
-¿Ves? Para cada número corriente desde el uno hasta allá fuera hay un número impar, también desde el uno hasta allá fuera. ¿O puedes enseñar-me un solo rojo que se haya quedado sin pareja blanca? Así que hay infinitos números normales, y el mismo número de impares. Es decir, infinitos.
Robert reflexionó un rato.
-¿Significa eso que si divido infinito entre dos me sale dos veces infinito? ¡Entonces el todo sería igual de grande que su mitad!
-Sin duda -dijo el diablo de los números-. Y no sólo eso.
Sacó un silbato del bolsillo y silbó.
Enseguida, del fondo de la infinita habitación salió una nueva columna. Esta vez llevaban camisetas verdes, y estuvieron yendo de un lado para otro hasta que el viejo maestro gritó:
-¡Tercera fila, a formar!
No pasó mucho tiempo antes de que los verdes se pusieran en perfecto orden delante de los rojos y los blancos:
-Ésos son los números de primera -constató Robert.
El anciano se limitó a asentir. Luego volvió a tocar su silbato, cuatro veces seguidas. En el cuarto de Robert se desencadenó un verdadero infierno. ¡Una pesadilla! ¡Quién hubiera pensado que en un solo cuarto, aunque entre tanto se hubiera hecho tan largo como el camino de un cohete a la Luna, tuviera sitio tan espantosa cantidad de números! Ya casi no se podía respirar. Robert se sentía como si su cabeza se hubiera convertido en una ardiente bombilla.
-¡Basta! -gritó-. No puedo más.
-No es más que tu gripe -dijo el diablo de los números-. Seguro que mañana vuelves a estar mejor.
Luego, siguió dando órdenes:
-¡Todos aquí! ¡Las filas cuatro, cinco, seis y siete, a formar! ¡Aprisa, por favor!
« ¡Adelante!», gritó el diablo de los números. Enseguida los números entraron desfilando, de tal modo que en un abrir y cerrar de ojos el dormitorio de Robert estuvo lleno hasta los topes.
Robert abrió los ojos, que ya se le estaban cerrando, y vio siete clases distintas de números, con camisetas blancas, rojas, verdes, azules, amarillas, negras y rosas, correctamente ordenadas unas tras otras, en pie en su infinitamente alarga-do dormitorio:
Ya casi no pudo leer los últimos números sobre las camisetas rosas, porque eran tan largos que apenas cabían en el pecho de quienes los llevaban.
-Crecen a una velocidad terrorífica -dijo Robert-. No puedo seguirlos.
-¡Pum! -dijo el anciano-. Los números con exclamaciones.
»Etcétera. Esto va más deprisa de lo que crees.
Pero ¿qué pasa con los otros? ¿Los conoces?
-A los rojos ya los teníamos, son los impares, y los verdes son los números de primera. Los azules… no sé, pero también me resultan familiares.
-¡Piensa en las liebres!
-Ah, sí. Son los Bonatschi. Y probablemente los amarillos sean los triangulares.
-No está mal, mi querido Robert. Con gripe o sin gripe, estás haciendo progresos como aprendiz de brujo.
-Bueno, y los negros no son más que números saltarines. 22, 23, 24, etcétera.
-Y hay el mismo número de cada clase -dijo el diablo de los números.
-Infinitos -suspiró Robert-. Eso es lo terrible. Qué multitud.
-Filas uno a siete, ¡rompan filas! -rugió el anciano maestro.
Y se puso en marcha un nuevo arrastrar y apretujar y empujar y patear y desplazar. Sólo cuando todos los números volvieron a estar fuera se produjo un delicioso silencio, y el cuarto de Robert volvió a ser pequeño y a estar vacío, como había estado antes.
-Ahora es cuando necesito un vaso de agua y una aspirina -dijo Robert.
-Y descansa bien, para poder volver a tenerte en pie mañana.
El diablo de los números le tapó incluso.
-Sólo tienes que mantener los ojos abiertos -dijo-. El resto te lo escribiré en el techo.
-¿Qué resto?
-Oh -dijo el anciano, que ya volvía a agitar su bastón, hemos expulsado a las filas porque arman demasiado alboroto y meten demasiada suciedad en la habitación. Ahora les toca el turno a las series.
-¿Series? ¿Qué clase de series?
-Bueeeno -dijo el diablo de los números-, los números no siempre forman como soldados de plomo. ¿Qué pasa cuando se unen? Quiero decir, cuando se les suma.
-No entiendo -gimió Robert.
Pero el anciano ya había escrito la primera serie en el techo de la habitación.
«Ahora necesito un vaso de agua y una aspirina», dijo Robert. Pero el anciano ya estaba agitando otra vez su bastón.
-¿No has dicho que debo descansar? -preguntó Robert.
-No te pongas así. Sólo tienes que leer lo que pone:
-¡Son quebrados! -exclamó indignado Robert-. ¡Al diablo con ellos!
-Perdona, pero la verdad es que son muy sencillos. ¿No te lo parece a ti?
-Un medio -leyó Robert- más un cuarto más un octavo más un dieciseisavo, etcétera. Arriba hay siempre un uno, y abajo están los números saltarines de la serie del dos, los de la camiseta negra: 2, 4, 8, 16… Ya sabemos cómo sigue.
-Sí, pero ¿qué sale si sumamos todos esos quebrados?
-No lo sé -repuso Robert-. Como la serie no termina nunca, probablemente salga una cantidad infinita. Pero por otra parte 1/4 es menos que 1/2, 1/8 es menos que 1/4, etcétera… así que lo que añado es cada vez más pequeño.
Las cifras desaparecieron del techo. Robert se quedó mirando fijamente hacia arriba y no vio más que una larga raya:
-¡Ajá! -dijo al cabo de un rato-. Creo que comprendo. Empieza con 1/2. Luego sumo la mitad de 1/2, es decir 1/4.
Y lo que decía apareció en el techo del cuarto, negro sobre blanco:
-Luego, sencillamente, sigo adelante, añadiendo siempre una mitad. La mitad de 1/4 es 1/8, la mitad de 1/8 es 1/16, etcétera. Los quebrados que se añaden son cada vez más pequeños, hasta que son tan diminutos que ya no puedo verlos, de forma parecida a como sucedió aquella vez con el chicle compartido.
-Y puedo seguir así hasta que me salgan canas verdes. Así llegaré casi hasta el uno, pero nunca del todo.
-Sí puedes llegar. Sólo tienes que seguir hasta el infinito.
-Eso no me apetece. Al fin y al cabo estoy en cama con gripe.
-Aun así -dijo el anciano-, ahora sabes cómo sigue y qué sale. Porque tú puedes cansarte, pero los números nunca.
Arriba en el techo la raya desapareció, y se pudo leer:
-¡Fantástico! -exclamó el diablo de los números-. ¡Magnífico! ¡Pero ahora sigue!
-Estoy cansado. ¡Tengo que dormir!
-Pero ¿qué es lo que quieres? -preguntó el anciano-. Ya estás durmiendo. Al fin y al cabo estás soñando conmigo, y sólo se puede soñar cuando se duerme.
Robert tuvo que aceptar que era cierto, aunque poco a poco tenía la sensación de tener agujetas en el cerebro.
-Está bien -dijo-, una más de tus locas ideas, pero luego quiero descansar.
El diablo de los números alzó su bastoncillo y chasqueó los dedos. En el techo volvieron a aparecer unos cuantos números:
-Exactamente lo mismo que antes -exclamó Robert-. También puedo alargar esta serie hasta cuando quiera. Cada nuevo número será menor que el anterior. Probablemente vuelva a salir uno.
-¿Tú crees? Entonces, miremos la cosa con un poquito más de atención. Cogeremos los dos primeros números.
Ahora, en el techo tan sólo estaban los dos primeros miembros de la serie:
-¿Cuánto es esto?
-No lo sé -murmuró Robert.
-No te hagas más tonto de lo que eres -renegó el diablo de los números-. ¿Qué es más: la mitad o un tercio?
-La mitad, naturalmente -gritó enfadado Robert-. ¿Me tomas por estúpido?
-No, querido. Pero haz el favor de decirme sólo una cosa: ¿qué es más, un tercio o un cuarto?
-Naturalmente un tercio.
-Bueno. Tenemos dos quebrados, de los que cada uno es más que un cuarto, ¿y qué son dos cuartos?
-Qué pregunta más tonta, dos cuartos son la mitad.
-¿Lo ves? Así que
»Y si ahora cogemos los próximos cuatro miembros de la serie y los sumamos, vuelve a salir más de la mitad:
-Eso es demasiado complicado para mí -rezongó Robert.
-¡Tonterías! -gritó el diablo de los números-. ¿Qué es más: un cuarto o un octavo?
-Un cuarto.
-¿Qué es más: un quinto o un octavo?
-Un quinto.
-Correcto. Y con el sexto y el séptimo pasa igual. De los cuatro quebrados
cada uno de ellos es más que un octavo. ¿Y qué son cuatro octavos?
A regañadientes, Robert respondió:
-Cuatro octavos son exactamente 1/2.
-Magnífico. Ahora tenemos
»Y así sigue. Hasta el infinito. Verás que ya los seis primeros miembros de esta serie dan más de 1 si se les suma. Y así podríamos seguir cuanto quisiéramos.
-Por favor, no -dijo Robert.
-Y si siguiéramos (no te preocupes, no vamos a hacerlo), ¿adónde iríamos a parar?
-Probablemente al infinito -dijo Robert-. ¡Es una cosa endemoniada!
-Sólo que llevaría bastante tiempo -explicó el diablo de los números.
»Hasta haber llegado al primer millar, y aunque calculáramos a enorme velocidad, creo que necesitaríamos hasta el fin del mundo. Así de lento aumenta la serie.
-Entonces dejémoslo -dijo Robert.
-Entonces dejémoslo.
La escritura del techo se borró muy lentamente, el viejo maestro desapareció sin ruido, el tiempo pasó. Robert despertó porque el sol le hacía cosquillas en la nariz. Cuando su madre le tocó la frente y dijo « ¡Gracias a Dios, la fiebre ha remitido!», ya había olvidado lo fácil que podía ser deslizarse del uno al infinito.
Capítulo 10
La décima noche
Robert estaba sentado en su mochila, en medio de la nieve. El frío se le estaba metiendo en los huesos, y seguía nevando. No se veía una luz, una casa, un alma por ningún sitio. ¡Era una verdadera tormenta de nieve! Además, estaba oscuro. ¡Si la cosa seguía así, menuda noche! Sentía los dedos acorchados. No tenía ni idea de dónde estaba. ¿En el Polo Norte quizá?
Helado, Robert intentó con desesperación calentarse dándose palmadas. ¡No quería morir congelado! Pero al mismo tiempo un segundo Robert estaba sentado cómodamente en su sillón de mimbre y veía cómo el otro tiritaba. Así que uno puede soñar con uno mismo, pensó.
Y entonces los copos de nieve que el viento frío de afuera soplaba en el rostro al otro Robert se hicieron cada vez más grandes, y el primero, el verdadero Robert, que estaba sentado en el cálido sillón, vio que ninguno de esos copos de nieve era igual al otro. Todos esos grandes y suaves copos eran distintos. La mayoría tenía seis puntas o rayos. Y si se miraba con más atención se veía que el dibujo se repetía: estrellas de seis puntas dentro de una estrella de seis puntas, rayos que se ramificaban en rayos cada vez más pequeños, puntas que producían otras puntas.
Entonces un dedo le dio unos golpecitos en el hombro, y una voz conocida dijo:
-¿No son maravillosos esos copos?
Era el diablo de los números, que estaba sentado tras él.
-¿Dónde estoy? -preguntó Robert.
-Un momento, voy a encender la luz -respondió el anciano.
Estrellas de seis puntas dentro de una estrella de seis puntas, rayos que se ramifican en rayos cada vez más pequeños… « ¿No son maravillosos estos copos?»
De pronto se hizo una luz radiante, y Robert se dio cuenta de que estaba sentado en un cine, una sala pequeña y elegante con dos filas de sillones rojos.
-Un pase privado -dijo el diablo de los números-. ¡Sólo para ti!
-Ya pensaba que iba a morir congelado -exclamó Robert.
-No era más que una película. Toma, te he traído una cosa.
Esta vez no era una simple calculadora de bolsillo. La cosa no era ni verde ni viscosa, y no era tan grande como un sofá, sino gris plata, con una pequeña pantalla que se podía abrir.
-¡Un ordenador! -exclamó Robert.
-Sí -dijo el anciano-. Una especie de portátil. Todo lo que tecleas aparece inmediatamente en esa pared de ahí delante. Además, puedes pintar directamente con el ratón en la pantalla del cine. Si quieres podemos empezar.
-¡Pero, por favor, nada de tempestades de nieve! Mejor calcular un poquito que morirse de frío en el Polo Norte.
-¿Por qué no tecleas unos cuantos números de Bonatschi?
-¡Tú y tu Bonatschi! -dijo Robert-. ¿Es tu favorito o qué?
Tecleó, y en la pantalla del cine apareció la serie de Bonatschi:
-Ahora prueba a dividirlos -dijo el viejo maestro-. Siempre por parejas sucesivas. El mayor dividido entre el menor.
-Bien -respondió Robert. Tecleó y tecleó, curioso por saber lo que leería en la gran pantalla:
» ¡Es una locura! -dijo Robert-. Otra vez esos números que nunca cesan. El 18 que se muerde la cola. Y algunos de los otros tienen un aspecto completamente irrazonable.
-Sí, pero aún hay otra cosa -le hizo notar el anciano. Robert reflexionó y dijo:
-Todos esos números varían arriba y abajo. El segundo es mayor que el primero, el tercero menor que el segundo, el cuarto otra vez un poquito mayor, y así sucesivamente. Siempre arriba y abajo. Pero, cuanto más dura esto, menos se alteran.
-Exactamente. Cuando coges Bonatschis cada vez más grandes, el péndulo oscila cada vez más hacia una cifra media, que es
»Pero no creas que éste es el final de la historia, porque lo que sale es un número irrazonable que nunca se termina. Te aproximas a él cada vez más, pero por más que calcules nunca lo alcanzarás del todo.
-Está bien -dijo Robert-. Los Bonatschi son así. Pero ¿por qué oscilan así en torno a esa cifra en particular?
-Eso -afirmó el anciano- no tiene nada de particular. Es lo que hacen todos.
-¿Qué quieres decir con todos?
-No tienen por qué ser los Bonatschi. Tomemos dos números apestosamente normales. Dime los dos primeros que se te ocurran.
-Diecisiete y once -dijo Robert.
-Bien. Ahora por favor súmalos.
-Puedo hacerlo de cabeza: 28.
-Magnífico. Te enseñaré en la pantalla como sigue:
-Comprendido -dijo Robert-. ¿Y ahora qué?
-Haremos lo mismo que hemos hecho con los Bonatschi. Dividir. ¡Repartir! Prueba tranquila-mente a hacerlo.
En la pantalla aparecieron las cifras que Robert tecleaba, y lo que resultó fue esto:
-Exactamente la misma cifra absurda -exclamó Robert-. No lo entiendo. ¿Es que está dentro de todos los números? ¿Funciona esto de verdad siempre? ¿Empezando por dos números cualquiera? ¿Sin importar cuáles elija?
-Sin duda -dijo el viejo maestro-. Por otra parte, si te interesa, te enseñaré qué otra cosa es 1,618… En la pantalla apareció entonces algo espantoso:
-¡Un quebrado! -gritó Robert-. ¡Un quebrado tan espantoso que a uno le duelen los ojos, y que nunca, nunca termina! Odio los quebrados. El señor Bockel los ama, nos asedia con ellos constantemente. Por favor, déjame en paz con ese monstruo.
-Que no cunda el pánico. No es más que un quebrado en cadena. Pero es fantástico que nuestro absurdo número 1,618… se pueda producir a partir de un montón de unos cada vez más pequeños. Eso tienes que admitirlo.
-Todo lo que quieras, pero ahórrame los quebrados, especialmente aquellos que no tengan fin.
-Está bien, Robert. Sólo quería sorprenderte. Si el quebrado en cadena te molesta, haremos otra cosa. Ahora pintaré para ti un pentágono:
»Cada lado de este pentágono mide uno.
-¿Un qué? -preguntó enseguida Robert-. ¿Un metro, un centímetro o qué? ¿Quieres que lo mi-da después?
-Eso no tiene ninguna importancia.
El anciano volvía a estar ligeramente irritado.
-Digamos que cada lado del pentágono mide exactamente un cuang. ¿Podemos acordar eso entre nosotros, no? ¿De acuerdo?
-Bueno, por mí…
-Ahora pintaré una estrella roja dentro del pentágono:
»La estrella está hecha de cinco rayas rojas. Por favor, elige una de ellas y te diré cuál es su longitud. Exactamente 1,618… cuangs, ni un poquito más ni un poquito menos.
-¡Es increíble! ¡Absoluta brujería!
Robert estaba impresionado. El diablo de los números sonrió halagado.
-Oh -dijo-, esto no es nada. Pon atención, ahora cogemos la estrella y medimos los dos trozos rojos que he señalado como A y B:
-A es un poquito más largo que B -constató Robert.
-Te diré cuánto más largo, para que no te rompas la cabeza. A mide exactamente 1,6 18… veces lo que mide B. Por lo demás, podríamos seguir así, ya sabes, hasta el aburrimiento, porque a nuestra estrella le pasa lo mismo que a los copos de nieve: dentro de la estrella roja hay un pentágono negro, dentro del pentágono negro una estrella roja, y así sucesivamente.
-¿Y siempre aparece ese enrevesado número irrazonable? -preguntó Robert.
-Tú lo has dicho. Si todavía no estás harto…
-No estoy en absoluto harto -aseguró Robert-. ¡Todo esto es bastante emocionante!
-Entonces trae tu portátil. Teclea esa enrevesada cifra, yo te la dictaré:
»Bien. Ahora le restas 0,5:
»Y lo duplicas. Es decir, multiplicas por 2:
»Bien, y ahora saltas el resultado. Lo multiplicas por sí mismo. Para eso hay una tecla, la que pone x 2:
-Cinco -gritó Robert-. ¡Pero no es posible! ¿Cómo es que sale cinco? ¿Exactamente cinco?
-Bueno -dijo complacido el diablo de los números-, de ese modo volvemos a tener nuestro pentágono y nuestra estrella roja de cinco puntas dentro.
-Es diabólico -dijo Robert.
-Ahora, haremos unos cuantos nudos en nuestra estrella. Haremos un nudo allá donde las líneas se corten o coincidan:
»Cuenta cuántos nudos han salido.
-Diez -dijo Robert.
-Y ahora cuenta por favor las superficies blancas.
Robert contó once.
-Ahora aún tenemos que contar el número de líneas. Todas las que unen entre sí dos nudos.
Eso llevó un ratito, porque Robert se hizo un lío, pero por fin averiguó cuántas eran: 20 líneas.
-Exacto -dijo el anciano-. Y ahora voy a hacer un cálculo para ti:
»Si sumas los nudos y las superficies y les restas el número de líneas, sale uno.
-¿Y qué?
-Quizá pienses que eso solamente ocurre con nuestra estrella de cinco puntas. ¡No! La gracia está en que siempre sale uno, da igual la figura que cojas. Ya puede ser todo lo complicada e irregular que quiera. Inténtalo. Dibuja y verás.
Le dio el ordenador a Robert, y éste dibujo con el ratón en la pantalla del cine:
-No te molestes -dijo el anciano-. Ya he hecho la cuenta. La primera figura tiene siete nudos, dos superficies, ocho líneas. Sale 7 + 2 – 8 = 1. La segunda figura 8 + 3 – 10 = 1. La tercera 8 + 1 – 8 = 1. ¡Siempre el mismo uno!
»Por otra parte, esto no sólo vale para figuras planas. También funciona con dados o con pirámides o con diamantes pulidos. Sólo que entonces no sale 1, sino 2.
-Me gustaría verlo.
-Esto que ves en la pantalla es una pirámide:
-Eso no es ni será nunca una pirámide -dijo Robert-. Eso no son más que triángulos.
-Sí, pero ¿qué pasa si los recortas y doblas? Enseguida apareció en la pantalla el resultado, sin necesidad de tijera ni cola:
-Y puedes hacer lo mismo con las siguientes figuras -dijo el anciano, y dibujó distintas estructuras en la pantalla:
¡Si no es más que eso!, pensó Robert. Ya he hecho figuras otras veces. Recortando y pegando la primera figura se hace un cubo. Pero ¿y las otras dos?
-Aquí están los objetos que salen: una especie de doble pirámide con una punta hacia arriba y otra hacia abajo y una cosa casi esférica hecha a base de veinte triángulos exactamente iguales:
»Incluso puedes construir una especie de bola a base de pentágonos. El pentágono es nuestra figura favorita. Dibujado en el papel, tiene este aspecto:
-No está mal -dijo Robert-. Quizá algún día me haga una cosa así.
-Ahora no, por favor. Ahora preferiría volver a nuestro juego con los nudos, líneas y superficies. Empecemos por el cubo, es el más sencillo:
Robert contó 8 nudos, 6 superficies, 12 líneas.
-8 + 6 – 12 = 2 -dijo.
-¡Siempre dos! Da igual lo torcido o complica-do que sea el objeto, siempre sale dos. Nudos más superficies menos líneas igual a dos. Regla de hierro. Sí, ardillita, eso es lo que ocurre con los cuerpos que puedes formar a base de papel. Pero también funciona con los brillantes de la sortija de tu madre. Probablemente incluso con los copos de nieve, lo que pasa es que siempre se funden antes de que termines de contar.
Mientras decía las últimas frases, la voz del anciano se había ido haciendo cada vez más débil, más algodonosa. El pequeño cine se había oscurecido, y en la pantalla empezó a nevar otra vez. Pero Robert no tuvo miedo. Sabía que estaba en un cálido cine, donde no se podía congelar aunque la vista se volviera cada vez más blanca.
Cuando despertó, se dio cuenta de que no se encontraba bajo un manto de nieve, sino bajo su grueso edredón blanco. No tenía nudos ni líneas negras, y tampoco una auténtica superficie, y des-de luego no era pentagonal. Y, naturalmente, también el hermoso ordenador plateado había desaparecido.
¿Qué pasaba con la enrevesada cifra? Uno coma seis, hasta ahí se acordaba, pero había olvida-do el resto del infinito número.
Capítulo 12
La duodécima noche
Robert ya no soñaba. No había peces gigantes que quisieran tragárselo, ni hormigas que treparan por sus piernas, incluso el señor Bockel y sus muchos, muchos gemelos le dejaban en paz. No resbalaba, no era encerrado en ningún sótano, no se helaba de frío. En una palabra, dormía como no había dormido nunca.
Eso estaba bien, pero a la larga resultaba también un poquito aburrido. ¿Qué pasaba con el diablo de los números? ¿Quizá había tenido una buena idea y no podía demostrarla? O se había enredado en sus superficies polípicas (o como se llamaran esas cosas de las que había hablado la última vez).
¿Se habría simplemente olvidado de Robert?
¡Adiós a los sueños!, habría significado eso. Y ésa era una idea que a Robert no le gustaba nada. Su madre estaba asombrada, porque pasaba horas en el jardín dibujando nudos y redes en un papel para averiguar la forma más sencilla de visitar uno tras otro a todos esos amigos de América que no tenía.
-Es mejor que hagas tus deberes -decía entonces.
En una ocasión, el señor Bockel le pilló escondiendo una hoja bajo el pupitre durante la clase de Matemáticas.
-¿Qué tienes ahí, Robert? ¡Enséñamelo!
Pero Robert ya había hecho una bola con el papel con el gran triángulo de números de colores y le había tirado la pelota a su amigo Charlie. Charlie era de confianza. Él se encargaría de que el señor Bockel no llegara a saber lo que Robert se traía entre manos.
Una noche, volvió a dormirse tan profunda-mente y sin soñar que ni siquiera se dio cuenta de que alguien estaba llamando a golpes a su puerta.
-¡Robert! ¡Robert!
Pasó un rato largo hasta que despertó. Se levantó de la cama y abrió. Era el diablo de los números.
-Aquí estás al fin -dijo Robert-. Ya te echaba de menos.
-Rápido -dijo el anciano-. ¡Ven! Tengo una invitación para ti. ¡Toma!
Sacó de su bolsillo una tarjeta impresa con los bordes dorados y las letras en relieve. Robert leyó:
La firma era un garabato ilegible, con aspecto de ser persa o árabe.
Robert se vistió tan rápido como pudo.
-¿Así que te llamas Teplotaxl? ¿Por qué no me lo habías dicho nunca?
-Sólo los iniciados pueden saber cómo se llama un diablo de los números -respondió el anciano.
-¿Entonces ahora soy uno de ellos?
-Casi. De lo contrario no habrías recibido invitación.
-¡Qué curioso! -murmuró Robert-. ¿Qué significa esto de: «en el infierno de los números / cielo de los números»? O es una cosa u otra.
-Oh, ¿sabes?, paraíso de los números, infierno de los números, cielo de los números… en el fondo es todo lo mismo -dijo el anciano.
Estaba al lado de la ventana, y la abrió de par en par.
-Ya lo verás. ¿Estás listo?
-Sí -dijo Robert, aunque todo el asunto le resultaba un poco inquietante.
-Entonces súbete a mis hombros.
Robert temía resultar demasiado pesado al enjuto diablo de los números, porque sabe Dios que no era ningún gigante. Pero no quiso contradecir-le. Y… mira tú por dónde, apenas estuvo sentado en los hombros del anciano, el maestro dio un fuerte salto y salió volando con Robert.
Una cosa así sólo puede pasar en sueños, pensó Robert.
Pero ¿por qué no? Un viaje por los aires sin motor, sin abrocharse los cinturones, sin la tonta azafata que siempre le ofrece a uno juguetes de plástico y cuadernos para colorear, como si uno tuviera tres años… ¡era un bonito cambio! Tras un silencioso vuelo, el diablo de los números acabó aterrizando con suavidad en una gran terraza.
-Aquí estamos -dijo, y bajó a Robert.
Se encontraban delante de un palacio alargado, espléndido y luminoso.
-¿Dónde está mi invitación? -preguntó Robert-. Creo que me la he dejado en casa.
-No importa -le tranquilizó el anciano-. Aquí entra todo el que realmente quiere. ¡Pero quién sabe dónde está el paraíso de los números! Por eso son los menos quienes lo encuentran.
De hecho, los altos batientes de la puerta estaban abiertos, y nadie se preocupó de los visitantes. Entraron y llegaron a un pasillo de inaudita longitud, con muchas, muchas puertas. La mayoría estaban entornadas, o totalmente abiertas.
Apenas estuvo sentado en los hombros del anciano, el diablo de los números salió volando con Robert. Una cosa así sólo puede pasar en los sueños, pensó Robert.
Robert echó una mirada curiosa al primer cuarto. Teplotaxl se llevó el índice a los labios y dijo:
-¡Psss!
Dentro había un hombre viejísimo, de cabellos blanquísimos y enooorme nariz. Hablaba consigo mismo:
-Todos los ingleses son mentirosos. Pero ¿qué significa que yo diga eso? Al fin y al cabo yo también soy inglés. Así que también miento. Pero entonces lo que acabo de afirmar, que todos los ingleses mienten, no puede ser cierto. Pero, si dicen la verdad, entonces también lo que he dicho antes tiene que ser verdad. ¡Así que mentimos! -mientras murmuraba de este modo, el hombre no cesaba de caminar en círculos.
El diablo de los números hizo una seña a Robert, y siguieron adelante.
-Ese es el pobre Lord Russell -explicó el guía a su invitado-. Ya sabes, el que demostró que 1 + 1 = 2.
-¿No está un poco chiflado? Tampoco sería sorprendente. Al fin y al cabo es viejísimo.
-¡No creas! Este tipo es muy inteligente. Además, ¿qué significa viejo aquí? Lord Russell es uno de los más jóvenes de la casa. Todavía no lleva a las espaldas ni 150 años.
-¿Tenéis otros aún más viejos aquí en el palacio?
-Enseguida lo verás -dijo Teplotaxl-. En el infierno de los números, es decir, en el cielo de los números, nadie muere.
Llegaron a otra puerta, que estaba abierta de par en par. En la habitación había un hombre tan diminuto que Robert sólo lo descubrió tras larga búsqueda. El cuarto estaba lleno de objetos curiosos. Unos cuantos de ellos eran grandes trenzas de cristal. Al señor Bockel le gustarían, pensó Robert, aunque no se pueden comer y tienen extrañas formas. Estaban enredados de manera curiosa y tenían muchos huecos. Y también había una botella de cristal verde.
-Mírala atentamente -le dijo al oído el diablo de los números a Robert-. En esa botella no se sabe qué está dentro y qué fuera.
Robert pensó: ¡No es posible! Una botella así sólo existe en los sueños.
-Imagina que quisieras pintarla de azul por dentro y de rojo por fuera. No se puede. No tiene borde en ningún sitio. Nunca sabrías dónde termina la parte roja y dónde empieza la azul.
-¿Y la inventó ese señor diminuto de ahí? Cabría cómodamente en su propia botella.
-¡No tan alto! ¿Sabes cómo se llama? ¡Señor Klein! En alemán su nombre significa pequeño. Ven, tenemos que seguir.
Pasaron por delante de muchas otras puertas. A menudo colgaba en ellas un cartel que decía: Se ruega no molestar. Se detuvieron ante otra puerta abierta. Las paredes y muebles de la habitación estaban cubiertos de un fino polvo.
-Esto no es polvo normal -dijo Teplotaxl-. Tiene más granitos de los que es posible contar. Y lo más estupendo es que, si coges tanto polvo como cabe en la punta de una aguja, en ese poquito de polvo está contenido todo el polvo que hay en es-te cuarto. Éste es el profesor Cantor, que inventó este polvo. En latín, Cantor quiere decir cantante.
Realmente, se oía cantar en voz baja al habitan-te del cuarto, un señor pálido con perilla y ojos penetrantes:
-¡Infinito por infinito es igual a infinito! -y mientras lo decía bailoteaba nervioso en círculos. Superinfinito por infinito es igual a superinfinito.
Sigamos rápido, pensó Robert.
Su amigo llamó educadamente a una de las siguientes puertas, y una voz amigable dijo:
-Adelante.
Teplotaxl tenía razón, todos los habitantes del palacio eran tan viejos que el diablo de los números, comparado con ellos, parecía un muchacho. Pero los dos ancianos que encontraron ahora daban una impresión muy vivaz. Uno de ellos tenía los ojos muy grandes y llevaba una peluca.
-Por favor, adelante, caballeros. Mi nombre es Euler, y éste es el profesor Gauss.
El último tenía un aspecto severo, y apenas levantaba la vista de sus papeles. Robert tuvo la sensación de que la visita no le era especialmente bienvenida.
-Precisamente estábamos charlando acerca de los números de primera -dijo el amigable-. Seguro que sabe usted que se trata de un tema interesantísimo.
-Oh, sí -dijo Robert-. Nunca se sabe cómo tratar con ellos.
-En eso tiene razón. Pero con ayuda de mis colegas sigo esperando aún hallar su pista.
-¿Y qué está haciendo el profesor Gauss, si me permite la pregunta?
Pero éste no quiso revelar en qué estaba pensando.
-El señor Gauss ha hecho un descubrimiento muy sorprendente. Se dedica a una clase de números enteramente nueva. ¿Cómo la ha llamado, querido amigo?
-Si -dijo el señor de mirada severa, y eso fue todo lo que dijo.
-Se trata de los números imaginados -explicó Teplotaxl-. Por favor, caballeros, disculpen la molestia.
Y así siguieron. Se asomaron un momento a ver a Bonatschi, cuyo cuarto hervía de liebres. Luego pasaron por delante de habitaciones en las que trabajaban, charlaban y dormían indios, árabes, persas e hindúes, y cuanto más avanzaban más viejos parecían los ocupantes.
-Ése de ahí, que parece un marajá -dijo Teplotaxl-, tiene por lo menos dos mil años.
Las habitaciones ante las que pasaban se iban haciendo cada vez más grandes y espléndidas, hasta que al fin el anciano se encontró junto a Robert delante de una especie de templo.
-Ahí no podemos entrar -dijo el diablo de los números-. Ese hombre vestido de blanco es tan importante que un pequeño diablo como yo ni si-quiera puede dirigirse a él. Viene de Grecia, y lo que ha inventado supera todo lo demás. ¿Ves los azulejos del suelo? Estrellas de cinco puntas y pentágonos. Quería cubrir todo el suelo con ellos, sin que quedara ni una ranura, y cuando no pudo descubrió los números irrazonables. El rábano de cinco y el rábano de dos. ¿Te acuerdas de lo enrevesados que son esos números?
-Claro que sí -aseguró Robert.
-Se llama Pitágoras -le susurró el diablo de los números-. ¿Y sabes qué otra cosa inventó? La palabra Matemática. Bueno, estamos llegando.
La sala en la que entraron era la más grande que Robert había visto nunca, más grande que una catedral y más grande que un polideportivo, y mucho, mucho más hermosa. Las paredes estaban decoradas con mosaicos de cambiantes diseños. Una gran escalera exenta llevaba hacia arriba, tan alto que no se veía su final. En un rellano había un trono dorado, pero estaba vacío.
Robert se asombró. No se había imaginado tan lujosa la vivienda del diablo de los números.
-¡Qué infierno ni qué demonios! -dijo-. ¡Un paraíso es lo que es esto!
-No digas eso. ¿Sabes?, no me puedo quejar, pe-ro a veces, por las noches, cuando no avanzo con mis problemas, ¡es para volverse loco! Sólo se está a un paso de la solución, y de pronto uno se topa con un muro… ¡eso es el infierno!
Robert guardó silencio, diplomáticamente, y miró a su alrededor. Sólo ahora veía una mesa ca-si interminable, puesta en medio de la sala. Alinea-dos contra la pared había criados, y justo al lado de la entrada vio a un tipo alto como un árbol, con un mazo en la mano. El hombre tomó impulso y golpeó el mazo contra un gran gong que resonó en todo el palacio.
-Ven -dijo Teplotaxl-, nos buscaremos un sitio allí al final.
Mientras tomaban asiento al final de la mesa, entraron los diablos de los números más importantes. Robert reconoció a Euler y al profesor Gauss, y también a Bonatschi, que llevaba una liebre en el hombro. Pero a la mayoría de esos caballeros no los había visto nunca. Había entre ellos egipcios que avanzaban solemnemente, hindúes con puntos rojos en la frente, árabes con chilaba, monjes con cogulla y también negros e indios, turcos con sables curvos y americanos vestidos con vaqueros.
Robert estaba asombrado de cuántos diablos de los números había y qué pocas mujeres había entre ellos. Vio como máximo seis o siete figuras femeninas, y al parecer tampoco se les tomaba especialmente en serio.
-¿Dónde están las mujeres? ¿No pueden entrar aquí? -preguntó.
-Antes no querían saber nada de ellas. Las Matemáticas, se decía en el palacio, son cosa de hombres. Pero creo que eso va a cambiar.
Los miles de invitados se acercaron a sus sillas musitando saludos. Entonces, el hombre enorme de la entrada golpeó una vez más en el gong, y se hizo el silencio. En la gran escalera apareció un chino con ropas de seda y tomó asiento en el trono dorado.
¿Quién es? -preguntó Robert.
Es el inventor del cero -susurró Teplotaxl.
¿El es el más grande?
El segundo más grande -dijo el diablo de los números-. El más grande de todos vive allí arriba, donde termina la escalera, en las nubes.
¿El también es un chino?
¡Si yo lo supiera! No lo hemos visto ni una so-la vez. Pero todos lo respetamos. Él es el jefe de todos los diablos de los números, porque inventó el uno. Quién sabe, quizá ni siquiera sea un hombre. ¡Quizá sea una mujer!
Robert estaba tan impresionado que mantuvo la boca cerrada durante largo tiempo. Entre tanto, los criados habían empezado a servir la cena.
-Son tartas -exclamó Robert.
-¡Psss! No tan alto, muchacho. Aquí sólo comemos tartas, porque las tartas son redondas y el círculo es la más perfecta de todas las figuras. Prueba.
Robert nunca había comido algo tan sabroso.
-Si quieres saber lo grande que es una tarta, ¿cómo lo harás?
-No lo sé. Tú no me lo has contado, y en el colegio aún estamos con las trenzas.
-Para eso te hace falta un número irrazonable, el más importante de todos. Ese caballero sentado a la cabecera de la mesa lo descubrió hace más de dos mil años. Uno de los griegos. Si no lo tuviéramos, es posible que hoy siguiésemos sin saber con exactitud lo grande que es una tarta, o nuestras ruedas, nuestros anillos y nuestros tanques de gasolina. Sencillamente, todo lo que es redondo. Incluso la Luna y nuestra Tierra. Sin el número pi no hay nada que hacer.
Mientras, se oía un zumbar y un bullir en la sala, de lo animadamente que charlaban los diablos de los números. La mayoría comía con apetito, sólo algunos miraban al cielo perdidos en sus pensamientos y hacían bolitas de masa de tarta. También había bebida de sobra, por suerte servida en vasos de cristal pentagonales, y no en la loca botella del señor Klein.
Cuando terminó la cena resonó el gong, el inventor del cero se levantó de su trono y desapareció en las alturas. Poco a poco también se levanta-ron los demás diablos de los números, empezando naturalmente por los más importantes, y volvieron a sus estudios. Al final sólo siguieron sentados Robert y su protector.
Un señor de brillante uniforme, en el que Robert no se había fijado, se acercó a ellos. Seguro que es el secretario general, pensó Robert, el hombre que firmaba mi invitación.
-Bueno -dijo el dignatario con gesto severo-, ¿así que éste es su aprendiz? Bastante joven, ¿no cree? ¿Es capaz de hacer ya un poquito de magia?
-Aún no -respondió el amigo de Robert-, pero si sigue así seguro que empezará pronto.
-¿Y qué pasa con los números de primera? ¿Sabe cuántos hay?
-Exactamente los mismos que de los normales, los impares y los saltarines -dijo Robert con rapidez.
-Muy bien, entonces le dispensaremos de más pruebas. ¿Cómo se llama?
-Robert.
-Levántate, Robert. Por la presente te admito en el rango inferior de aprendiz de los números, y en señal de tu dignidad te concedo la orden pitagórica de los números de quinta clase.
Con estas palabras le colgó al cuello una pesada cadena, de la que pendía una estrella de oro de cinco puntas.
-Muchas gracias -dijo Robert.
-Naturalmente, esta distinción tiene que permanecer secreta -añadió el secretario general, y sin dedicar ni una mirada a Robert giró sobre sus talones y desapareció.
-Bueno, eso estuvo bien -dijo el amigo y maestro de Robert-. Ahora me voy. Desde este momento tendrás que ver cómo te las arreglas solo.
-¿Cómo? ¡No puedes dejarme en la estacada, Teplotaxl! -gritó Robert.
-Lo siento, pero tengo que volver al trabajo -respondió el anciano.
Robert vio que estaba conmovido, y él también tenía ganas de llorar. No se había dado cuenta de cuánto quería a su diablo de los números. Pero, naturalmente, ni el uno ni el otro querían que se les notara, así que Teplotaxl se limitó a decir:
-Que te vaya bien, Robert.
-Ciao -dijo Robert.
Y su amigo ya había desaparecido. Ahora Robert estaba sentado, completamente solo, en la gigantesca sala, ante la mesa vacía. ¿Cómo demonios voy a volver a casa ahora?, pensó. Tenía la sensación de que la cadena que llevaba al cuello se hacía más pesada a cada minuto. Además, tenía la fantástica tarta clavada en el estómago. ¿Habría bebido una copa de más? En cualquier caso, apoyó la cabeza en su silla y pronto se quedó tan pro-fundamente dormido como si nunca hubiera salido volando por la ventana a hombros de su maestro.
Cuando despertó estaba, naturalmente, en su cama, como siempre, y su madre lo sacudía y le decía:
-Ya es hora, Robert. Si no te levantas enseguida llegarás tarde al colegio.
Ag, se dijo Robert, siempre lo mismo. En sueños le dan a uno las mejores tartas, y si se tiene suerte incluso le cuelgan a uno al cuello una estrella de oro, pero apenas despiertas se acabó todo.
Mientras, en pijama, se limpiaba los dientes algo le hizo cosquillas en el pecho, y al mirar encontró una diminuta estrella de cinco puntas colgando de una fina cadenita de oro.
Apenas podía creerlo. ¡Esta vez el sueño le había traído algo real!
Al vestirse, se quitó la cadenita con la estrella y se la metió en el bolsillo del pantalón, para que su madre no pudiera hacerle preguntas tontas. ¿De dónde has sacado esa estrella?, preguntaría enseguida. ¡Un chico como es debido no lleva joyas!
Era imposible para Robert explicarle que era una orden secreta.
En el colegio las cosas fueron como siempre, sólo que el señor Bockel daba la impresión de estar muy cansado. Se parapetaba tras su periódico. Al parecer, quería zamparse sus trenzas sin ser molestado. Por eso había ideado unos deberes que, estaba seguro, la clase necesitaría el resto de la hora para resolverlos.
-¿Cuántos alumnos tiene vuestra clase? -había preguntado. Enseguida, la aplicada Doris se había levantado y había dicho:
-Treinta y ocho.
-Bien, Doris. Ahora, escuchad bien. Al primer alumno de delante, ¿cómo se llama?, Albert, sí, Albert, le daremos una trenza. Tú, Bettina, que eres la segunda, recibirás dos trenzas, Charlie tres, Doris cuatro, y así sucesivamente hasta el treinta y ocho. Ahora, por favor, calculad cuántas trenzas necesitaremos para que de este modo toda la clase tenga las que les corresponden.
¡Otra vez unos deberes típicamente embockelados! ¡Que se vaya al diablo!, pensó Robert. Pe-ro no dejó que se le notara nada.
El señor Bockel empezó a leer el periódico con toda tranquilidad, y los alumnos se inclinaron sobre sus cuadernos de cuentas.
Naturalmente, a Robert no le apetecía hacer esos estúpidos deberes. Se quedó allí sentado mirando las musarañas.
-¿Qué pasa, Robert? Vuelves a soñar -gritó el señor Bockel. Así que no quitaba ojo a sus alumnos.
-Estoy en ello -dijo Robert, y empezó a escribir en su cuaderno:
¡Dios mío, qué aburrido! Ya al llegar al once se trabucó. ¡Tenía que pasarle a él, el portador de la orden pitagórica de los números, aunque sólo fuera de quinta clase! Entonces se dio cuenta de que ni siquiera llevaba su estrella. Se la había olvidado en el bolsillo del pantalón.
Con cuidado, la sacó y se colgó la cadenita, sin que el señor Bockel se diera cuenta, al cuello: donde tenía que estar. En el mismo instante, supo cómo podía resolver el asunto de manera elegante. No en vano se sabía los números triangulares. ¿Cómo era eso? Escribió en su cuaderno:
¡Si eso funcionaba con los números que iban del uno al doce, también tenía que hacerlo con los que iban del uno al treinta y ocho!
Bajo el pupitre, sacó con cuidado su calculadora de la cartera y tecleó:
-¡Ya lo tengo! -gritó-. ¡Es un juego de niños!
-¿Cómo? -dijo el señor Bockel, dejando caer su periódico.
-741 -dijo Robert muy bajito.
Se hizo un absoluto silencio en la clase.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó el señor Bockel.
-¡Ooooh! -respondió Robert-, se calcula solo. Y tocó la estrellita bajo su camiseta y pensó agradecido en su diablo de los números.
F I N