Portada » Ciencias sociales » Modernización de la Gestión de Políticas de Seguridad en América Latina
Los problemas comenzaron en la década de 1980 con el inicio de la democratización. Surgieron debido a la resistencia de las corporaciones policiales a dicha democratización, oponiéndose a la reforma policial. Esta reforma se basaba en el respeto por los Derechos Humanos, el control externo de las fuerzas policiales (Ombudsman), las policías comunitarias, la transparencia en su accionar y la modernización. Esta modernización implicaba una mejora en la formación, inversiones en equipamiento y tecnología, tratamiento de la información criminal (mediante técnicas de georreferenciamiento) e introducción de conceptos de la empresa privada (calidad, eficiencia contra el crimen, etc.).
Otro problema fue la falta de unificación de las políticas de seguridad de los partidos políticos. Para el sector más conservador, la inseguridad se debía a un respeto exagerado de los Derechos Humanos en la lucha contra el delito. La tradición de control social y autoritarismo veía a los organismos de derechos humanos como una injerencia. Cuando el reclamo provenía de organismos internacionales, los voceros policiales y sus ideólogos afirmaban que se trataba de preocupaciones externas de las que podían jactarse los países ricos, que no tenían en sus agendas la resolución de problemáticas de violencia como las de América Latina. En cambio, para los sectores progresistas, la inseguridad era la consecuencia de la organización injusta de la sociedad.
Una de las problemáticas fue la visión de los Derechos Humanos como un obstáculo a la lucha contra el crimen, lo que convertía a las visiones garantistas en las responsables de la inseguridad debido a su supuesta exagerada preocupación por los delincuentes. Como consecuencia, los Derechos Humanos se instalaron en la formación policial como asignaturas especiales, separadas e independientes de los contenidos operativos. Esto resulta contradictorio, ya que los Derechos Humanos están contemplados en las leyes nacionales. Cuando la policía apela a prácticas como la tortura argumentando que son necesarias para la resolución de un problema grave, no solo violenta prerrogativas internacionales, sino también la legislación nacional.
En Argentina, durante el proceso de democratización iniciado en 1983, las autoridades políticas debieron enfrentar el hecho de que una de las instituciones más importantes del sistema de seguridad pública, la Policía, había cumplido tareas relacionadas con el control político de los ciudadanos, el monitoreo y persecución de los actores políticos hostiles al régimen militar. Además, colaboraron con los grupos de tareas o actuaron directamente como ellos, ingresando en una dinámica delictiva que incluía secuestro, asesinato, tortura y saqueo o expropiación ilegal de bienes de los ciudadanos perseguidos. Todo esto, acompañado de un importante nivel de autonomía en los asuntos policiales, como la prevención y el control del delito, actuando con la eficiencia de quien cuenta con todos los poderes del Estado para lograr sus fines, aumentando con sus acciones las ilegalidades conocidas como «terrorismo de Estado». Sin el apoyo técnico de los militares, a quienes consideraban incapacitados y torpes para los asuntos policiales, se sentían libres de manejar el tema, persiguiendo ciertos delitos y aprovechando las zonas grises para beneficiarse con la regulación de otros.
A partir de 1983, estas prácticas policiales fueron revertidas paulatinamente con la progresiva afirmación del Estado de derecho, logrando disminuir la tendencia a la autonomía policial en relación con el poder político y desmilitarizando las fuerzas policiales. Sin embargo, la tendencia a las actividades ilegales se había enquistado de tal manera en la corporación policial que, directa o indirectamente, seguían ejerciendo un poder ilegal y arbitrario que vulneraba la libertad ciudadana, generando inseguridad y violaciones constantes de los derechos humanos. Esto trajo aparejado no solo el incremento de la delincuencia común, sino también el crecimiento de la criminalidad compleja. Debido a que los grupos políticos ilegales dejaron de operar, creció el crimen organizado.
La policía, que había desarrollado capacidades para combatir «la violencia con violencia» de esos mismos grupos políticos, se veía desbordada por organizaciones que operaban como verdaderas empresas delictivas con roles de trabajo, planeamiento, capacidad logística y una lógica de ganancia. Sumado a esto, la capacidad operativa que da la rentabilidad del tráfico de droga, se hizo evidente el colapso que los sistemas de seguridad argentinos experimentaron en la década de 1990 y la consecuente demanda social de mayor protección y seguridad.
Todos estos factores dieron a la sociedad la idea de que el poder político, especialmente el gubernamental, no era capaz de gobernar la seguridad pública, ya que habían cedido ese control a las fuerzas policiales y no contaban con técnicos idóneos en la materia. El Estado se dio cuenta de que debía recuperar el control de los mecanismos institucionales (entre ellos la policía) necesarios para gestionar la seguridad pública y modernizar las fuerzas.
La participación ciudadana es uno de los pilares fundamentales para modernizar la gestión de las políticas de seguridad. Experiencias exitosas a nivel mundial, como el Programa Carta Compromiso con el Ciudadano en Argentina, demuestran la importancia de la participación de los ciudadanos en el accionar del Estado. Este programa se basa en la participación directa de la sociedad en el diseño del servicio público, logrando una amplia apertura por parte de la Administración Pública. Su capacidad de adaptabilidad a los distintos cambios de gestión en el Ejecutivo Nacional y su permanencia como herramienta valorada por ciudadanos y empleados públicos son aspectos destacables.
Otro factor importante es la profesionalización policial, tendiendo a que el respeto por los Derechos Humanos sea un objetivo del trabajo policial y no un límite. La policía debería ser un agente promotor de los valores democráticos (igualdad en el tratamiento de los ciudadanos ante la ley, lucha contra la discriminación, etc.) y abandonar su tendencia a convertirse en brazo represivo de algunos grupos sociales, lo que incrementa su distanciamiento del resto de la sociedad, fundamentalmente de los sectores desfavorecidos, donde son escasamente valoradas y se encuentran claramente deslegitimadas.
También deben abordarse los bajos salarios, que tienen como consecuencia la búsqueda de ingresos extras en la seguridad privada y, eventualmente, una privatización de hecho de la seguridad pública; la formación deficiente, generalista y de breve duración de los agentes policiales, en la que ni siquiera existen criterios lógicos referidos al uso excesivo de la fuerza; y la falta de articulación con los grupos sociales a fin de conseguir estándares de seguridad con criterios de seguridad comunitaria propios de policías que contemplen las características territoriales y socioeconómicas de cada jurisdicción, por ejemplo, para la seguridad preventiva.
Si bien se ha desmilitarizado bastante a la policía, aún debe despolitizarse, debido a los vínculos poco claros entre policía y cierta parte del poder político. Es importante que la problemática delictiva se vuelva prioritaria para la institución policial y, como consecuencia, lograr la separación orgánica y funcional entre seguridad preventiva y seguridad compleja, de acuerdo a los tipos fenomenológicos que el delito presenta en la actualidad.
Finalmente, es necesario un proceso que rompa con la centralización tradicional de las organizaciones policiales, más allá de las resistencias que esto siempre ha generado, y estableciendo un organismo receptivo y atento a las demandas ciudadanas.