Portada » Lengua y literatura » María de Zayas y la Voz Silenciada: Desafíos de la Mujer Escritora en el Siglo de Oro
Recientemente se ha cuestionado incluso la existencia de María de Zayas. La cuestión que nos interesa es la de las mujeres escritoras. No podemos aplicar aquí el mismo patrón de estudio analítico-filológico que aplicamos con Góngora o Calderón, pues nos encontraríamos con un vacío. Cabe preguntarse otras cosas. Aquí convienen perspectivas tales como la sociológica o la histórica. Una mujer en los siglos XVI-XVII que decidiese tomar la pluma se encontraría con distintos obstáculos, tanto exteriores como interiores. A veces el censor interno es más implacable que el externo. Tradicionalmente, una de las virtudes más apreciadas en la buena mujer cristiana, junto a la castidad y la obediencia, era el silencio. No hablar en público. Si bien no es solo una cuestión teológica, se remonta a los orígenes de nuestra civilización.
Leyendo a la feminista Mary Beard, recordamos una escena de la Odisea donde Telémaco, adolescente, manda callar a Penélope, su madre. Él le dice: “Hablar es cosa de hombres, el relato está al cuidado de los hombres”. Lo sorprendente de la escena es que el crío impone silencio a la madre, apartándola del discurso público. Otro ejemplo es el de Juan Luis Vives, humanista valenciano, quien escribe en Oxford el tratado en latín Instrucción de la mujer cristiana, en pleno Renacimiento, donde proliferan los tratados sobre la mujer, sobre todo enfocados al matrimonio. El tratado alude a la virtud del silencio: “No es cosa fea a la mujer callar, y es muy fea no conocer el bien y abominable obrar el mal. […] Alabo el silencio como más útil al vivir honesto”.
Otro ejemplo de Fray Luis de León, La perfecta casada (1583), donde imagina a esa mujer ideal, que no real, y escribe: “Que se precien de callar todas, así aquellas a las que les conviene encubrir su poco saber… la naturaleza… guardar la casa… cerrasen la boca”.
Así, publicar una obra por parte de una mujer conlleva romper esa regla de la virtud del silencio. No es que exista una prohibición como tal, pero sí existe un tabú cultural, un principio de silencio y honestidad.
El primer obstáculo, pues, es la cuestión del silencio.
El segundo obstáculo o problema tiene que ver con la ciencia médica de la época.
Las distintas proporciones y desequilibrios de los humores innatos daban distintos temperamentos. Nos viene a la memoria El Quijote.
Así, también las cualidades. Por ejemplo, Don Quijote, quien ya es caliente y seco, en la Mancha se acentuaba. Tendría que haber ido a Galicia. Las mujeres tienden a ser frías y húmedas (flemáticas), lo que las capacita para la procreación, mientras que los hombres tienden al fuego, caliente y seco. Así, en la mujer, ese exceso de frío y humedad, proclive para la procreación, impide, sin embargo, lo relativo a la razón, lo intelectual. Huarte de San Juan, médico del siglo XVI, dice: “La mujer para ser fecunda ha de ser fría y húmeda, dice Aristóteles, porque si no fuera así, era imposible venirle la regla ni tener leche para sustentar nueve meses la criatura en el vientre y dos años después de nacida. En otras palabras, invirtiendo los términos, la mujer para ser fecunda debe ser fría y húmeda, lo que acarrea como consecuencia no estar capacitada para el estudio o, si se prefiere, cabría decir que el ingenio propio de las mujeres es tener hijos” (Femenías: 18-19). “La frialdad y humedad son las calidades que echan a perder la parte racional…”
En tercer lugar, tenemos el analfabetismo, mayoritario en la sociedad.
El cuarto problema es la propia autorización. “Cuando una mujer desea convertirse en autora, su primera batalla consiste en construir una imagen de sí misma que acoja dos términos que socialmente le han enseñado que son antitéticos: mujer y escritora”.
Como indica Nieves Baranda, dicho de otra manera, hace falta creérselo, primero de todo. En esta época la autoridad es recibida por la mujer, no ejercida. Terminamos con Sor Marcela de San Félix (1605-1687), hija ilegítima de Lope de Vega, que ingresó en el convento joven y en una carta manuscrita que se conserva nos confirma que la obra completa de Sor Marcela constaba de cinco volúmenes, de los cuales solo se conserva uno, Coloquios espirituales. El resto los quemó ella misma a instancia de su confesor. A veces el peor enemigo es la propia voz de la autocensura.
Con todo, por evitar maniqueísmos, el convento fue para muchas mujeres ese espacio que Woolf llamaría “la habitación propia”. Espacio y vía de escape para el ciclo reproductivo, espacio para compartir con otras, leer, cultivarse, seguridad económica. El tema de la tradición en la que pueden inscribirse lo hablaremos el próximo día.
Nieves Baranda, en 2021, reflexiona en la misma línea sobre el tener que separar a las mujeres bajo metodologías propias. Las mujeres en el Barroco tienen una especificidad que no tiene algo que ver con lo estrictamente literario, las convierte en un grupo aparte con sus propias problemáticas y características.
Como ya mencionamos, los obstáculos principales en el siglo XVII son la valoración del silencio como una de las virtudes cristianas, la naturaleza fría y húmeda de la mujer, las tasas de analfabetismo, así como la conciencia y autorización (auctoritas) propia, y la falta de tradición. Sobre la falta de tradición, punto quinto, es uno de los obstáculos más insalvables e interesantes. Entramos en el terreno per se de la filología. Ausencia de referentes, modelos inspiradores, de unas coordenadas que sitúen a la escritora; nadie escribe en el vacío, tampoco hoy día.
La mujer ha sido tradicionalmente musa, objeto, y el pasar a ser sujeto requiere un reajuste nada sencillo. Esta problemática afecta especialmente a la poesía de carácter amoroso. Sobre todo si pensamos en la poesía amorosa.
La tradición es el petrarquismo lírico, donde el yo lírico es masculino y el tú lírico femenino. Así lo dice Noni Benegas en Ellas…: “El problema de base que subsiste es cómo dar voz a un sujeto que siempre fue objeto de esa poesía –musa, amada–…”.
Ante esta dificultad, las vías para reajustar el código petrarquista, poesía amorosa culta (en la popular sí que se le da voz a la mujer), serán: escribir adoptando una voz masculina, o una voz neutra o una voz de mujer.
La segunda salida es adoptar una voz neutra. Veamos como ejemplo a María de Zayas. Amar el día, aborrecer el día, soneto sin marca genérica y que se inscribe en la tradición de soneto de contrarios, definir el amor por paradojas, contrarios:
Amar el día, aborrecer el día,
llamar la noche y despreciarla luego,
temer el fuego y acercarse al fuego,
tener a un tiempo pena y alegría.
Vemos esa neutralidad. Sabemos que parte del código petrarquista es la descripción física metafórica del cuerpo femenino. Esa tradición no tiene cabida en una mirada femenina neutralizada. El yo lírico masculino en la tradición petrarquista no está codificado, no tiene rostro. En la fábula de Polifemo, Acis no aparece descrito.
Leonor de la Cueva: “Ni sé si muero ni si tengo vida”.
Ni sé si muero ni si tengo vida,
ni estoy en mí ni fuera puedo hallarme;
ni en tanto olvido cuido de buscarme,
que estoy de pena y de dolor vestida.
Dame pesar el verme aborrecida,
Se la conoce como la mujer sin rostro. No tenemos ningún retrato sobre ella, a pesar de su popularidad. Sorprende. Toda su vida está también rodeada de interrogantes, vacíos, incertidumbres. Sabemos que nació hacia 1590. Sabemos de su alfabetización. Sabemos que participó en distintos debates, llamadas justas, estos certámenes donde muchos autores que no llegaron a publicar se dieron a conocer. Sabemos que se mueve en el círculo literario de Lope de Vega, quien dijo en la Silva octava: “Tejer ricas guirnaldas y trofeos a la inmortal doña María de Zayas… porque su ingenio…”.
Compuso varias comedias, salida profesional habitual para muchas mujeres en el teatro. Hay quien la describió como mujer “hombruna”, “que esconde bajo las sayas una espada”. Hacia 1647 dejamos de tener noticias sobre su vida. No sabemos de su muerte. Para mayor complicación, el nombre María de Zayas es bastante habitual en la época.
Rosa Navarro, basándose en estas sombras que envuelven a la autora, plantea la tesis de que María de Zayas era un heterónimo del escritor Castillo Solórzano. Resulta un poco arriesgado, sin embargo, defender una tesis tan fuerte basándose en el estilo, pues estamos en una época muy codificada.
Sobre los textos, María de Zayas publica Novelas amorosas y ejemplares (Zaragoza, 1637) y Parte segunda del sarao y entretenimiento honesto (Desengaños amorosos), también en Zaragoza, 1647. Nos llama la atención esa palabra, “ejemplar”, que remite a Cervantes. También “sarao”. Tenemos el cuadro de Rubens, titulado Sarao. La palabra viene del portugués, y del latín vulgar, “reunión nocturna de personas de distinción para divertirse con baile o música”, y, añadiremos, con relatos, con historias que se cuentan. Los títulos de las novelas, Maravillas (1637) y Desengaños (1647). Maravillas nos remite a ese admirarse. En la segunda parte de la novela sarao, las historias se vuelven más truculentas, sombrías. Ya no hay maravillas, hay desengaños. Volvemos a estar ante ese binomio que atraviesa todo el curso, engaño y desengaño.
Lo hemos visto con Gracián, vertiente más filosófica; en Cervantes, en Quevedo, óptica más social; y ahora lo vemos en María de Zayas, donde sí podemos ver un matiz de género: se trata de desengañar a las mujeres. Se retoma la técnica narrativa de origen oriental, como en el Calila e Dimna, el marco narrativo. El ejemplo más conocido es el de Las mil y una noches, con todas esas historias subordinadas a la principal. También Decamerón de Boccaccio. Así, durante cinco noches tenemos una serie de personajes que se acercan a la cama donde yace Lisis y narrarán una historia. Cada noche serán dos narradores, lo que dota a la obra de una estructura cerrada. Personajes, además de Lisis, son: Don Juan, Lisarda, Laura… Lisis se recupera, se cura escuchando esas historias. En la segunda parte, Lisis ha recaído, sigue enamorada de Don Juan, de manera que la madre quiere aplicar de nuevo la misma medicina, y organiza otro sarao, con la particularidad de que los narradores serán esta vez exclusivamente mujeres. Transcurren de noche, que no es casualidad, pues es el momento de la luna, que se asocia a la mujer. Decide que la única salida que le queda es retirarse al convento, a salvo del engaño masculino, junto a unas amigas. Más adelante veremos el prólogo que antepone a la primera colección, que si bien no podemos tildarlo de feminista por anacrónico, sin duda es profemenino, o protofeminista, donde se justifica la capacidad de la mujer para tomar la palabra en público y para publicar. En el Desengaño cuarto, al inicio, se insta a las mujeres a no pasar tanto tiempo peinándose o bordando, pues ese tiempo se podría emplear en el conocimiento, en la lectura. “…pues no hay duda que si no se dieran tanto… dejemos las galas, rosas y rizos”. En el Desengaño quinto, en la segunda colección, donde las historias reciben el nombre de Desengaño, tenemos La inocencia castigada.
Trata sobre Doña Inés, una muchacha de 18 años que se casa con Don Alonso, el pretendiente que el hermano, Don Francisco, ha elegido para ella. Se casa por la obediencia que le debe al hermano, como ya sabemos, y también acepta por escapar de la casa donde vive con el hermano y la cuñada, y escapar de la crueldad de ella. No gana mucho con el cambio, pues enseguida se nos dice que tras el primer año de matrimonio el marido empieza a cansarse, a disgustarse y comienza otra desdicha para ella: “Se halló, por salir, en otro cautiverio”.
“¿Qué espera un marido, ni un padre, ni un hermano, y hablando más comúnmente, un galán, de una dama, si se ve aborrecida, y falta de lo que ha menester, y tras eso, poco agasajada y estimada, sino una desdicha? ¡Oh, válgame Dios, y qué confiados son hoy los hombres, pues no temen que lo que una mujer desesperada hará, no lo hará el demonio! Piensan que por velarlas y celarlas se libran y las apartan de travesuras, y se engañan. Quiéranlas, acarícienlas y denlas lo que les falta, y no las guarden ni celen, que ellas se guardarán y celarán, cuando no sea de virtud, de obligación”. Entra en escena el enamorado, el seductor, Don Diego, que se dedica a cortejarla sin descanso. Nueva pincelada social: esos jóvenes de la nobleza, ociosos. Empieza a dibujarse el estrechamiento del espacio, como si fuera ella desposeída del espacio que le corresponde: “Ni salía ni aun a misa, ni se dejaba ver del atrevido mozo”. El tema de la ventana, como nos recuerdan los refranes, alude a esa peligrosidad de que la mujer se muestre en la ventana. Ella rehúye al mozo, que, obsesionado con ella, recurre a la vecina alcahueta que nos recuerda a Celestina. Esta traza una burla, un engaño. Le pide a Doña Inés un vestido, la vecina viste a una prostituta y la hace pasar por Doña Inés, engañando a Don Diego, que en la oscuridad cree haber gozado de Doña Inés.
Don Diego, no satisfecho, contrata esta vez a un negro nigromante, que fabrica, como un budú, un doble de Doña Inés, que la representa desnuda con un alfiler atravesándole el corazón y una vela en la cabeza para encenderla y apagarla. Como vimos en la charla de la profesora invitada, con los personajes negros, vemos aquí esa otredad, el moro, musulmán, junto al negro. Doña Inés, privada de conciencia, se dirige hacia Don Diego, que la viola. Todo se repite durante un tiempo. Doña Inés lo recuerda todo como en sueños al día siguiente. De nuevo ese tema tan barroco de la confusión entre vida y sueño. Hasta que una noche, ella se topa con la vigilancia nocturna, que la conforman el hermano. Se descubre todo y encierran a Don Diego en la cárcel. Se demuestra que ella no tenía voluntad. Ahora bien, cuando el sentido común nos diría que aquí debía terminar la historia, se desarrolla la parte más interesante. La de la sombra de sospecha sobre la mujer. “Aunque sin su voluntad, había manchado su honor…”. El código rígido de honor de la época exigía la inmaculación sin excusas.
Esta mancha se extiende como por contagio hacia la familia: al hermano, la cuñada, el marido… El deshonor irradia hacia todos. Y son estos tres personajes quienes por su cuenta deciden aplicar un castigo; quitar a Doña Inés del espacio público, borrar esa mancha. Así, deciden emparedarla de por vida. La llevan a Sevilla y la encierran en un cubículo oscuro, vieja chimenea, donde pasa seis años encerrada, sin luz, comida, incomunicada. Hasta que una vecina escucha sus quejas y se descubre todo. La encuentran ciega. Condenan a muerte a los tres responsables.
Vemos el tono truculento, de ahí la predilección de los góticos por María de Zayas:
“En primer lugar, aunque tenía los ojos claros, estaba ciega, o de la oscuridad (porque es cosa asentada que si una persona estuviese mucho tiempo sin ver luz, cegaría)”. Esa crudeza del relato constituye un desengaño; mujeres, hay que cuidarse, parece advertir; ejemplar. Y asimismo se cuestiona ese código de honor. La única salida que le queda a Doña Inés será el convento, donde no ve y tampoco será vista. Vemos, tenemos dos puntos de desposesión, la desposesión corporal y la desposesión espacial. De algún modo el cuerpo no le pertenece a ella, sino a los demás.
Tampoco el espacio le pertenece:
“Ni salía ni aun a misa, ni se dejaba ver del atrevido mozo”.
“Que la perseguida señora aun la puerta no consentía que se abriese”.
“Quitándose de la ventana, la cerró con mucho enojo”.
“No dejándole más lugar que cuanto pudiese estar en pie, porque si se quería sentar, no podía, sino como ordinariamente se dice, en cuclillas”.
También, la propia arquitectura de la casa favorece esa cerrazón.
María de Zayas dice: “Pues si hoy las que estamos señaladas para desengañar, hemos de decir verdades y queremos ser maestras de ellas, ¿qué esperamos sino odios y rencillas?”.
Desengaños amorosos es el reflejo de la violencia contra las mujeres, la opresión en el matrimonio y el amor como fuente de engaño, exponiendo las injusticias de una sociedad patriarcal que perpetúa ese sufrimiento femenino. Hoy, el cuestionamiento de su autoría, al sugerir que un hombre podría haber escrito su obra, no solo perpetúa el descrédito hacia las capacidades intelectuales femeninas, sino que también evidencia cuán profundamente arraigado está el miedo a reconocer la verdad cuando viene de una voz que desafía el statu quo. Pues, en este sentido, aún nos encontramos en un pensamiento un tanto barroco, no tanto por los ornamentos de una época pasada, sino por la persistencia de los mismos autoengaños y la necesidad de ocultar lo que incomoda. No hemos cambiado tanto como creemos. El desengaño, esa búsqueda de una verdad liberadora, aún sigue siendo un acto de valentía y riesgo, sobre todo cuando proviene de quienes han sido históricamente silenciadas.