Portada » Filosofía » La persona es un ser único
En otra parte hemos dicho que los seres humanos comparten una forma particular de ser: la forma de ser humana. Como seres humanos somos diferentes de los demás animales y de las plantas. También somos muy distintos a los ríos, las montañas, las nubes, las piedras, la lluvia, las estrellas de mar, etcétera. Los seres humanos compartimos una forma común de ser.
Sin embargo, también hemos dicho que esta forma de ser humana permite infinitas formas de realización. Podemos ser humanos de infinitas maneras. Todas esas formas, por supuesto, comparten algunos aspectos constitutivos o genéricos básicos que pertenecen a todos los seres humanos (lo que llamamos la dimensión ontológica) y, al mismo tiempo, dan pie a una variedad infinita. Esta forma particular de ser que somos como individuos (dentro de la forma ya particular de ser que somos como seres humanos) es lo que llamamos la persona 1. La persona representa nuestra forma particular de ser humanos.
Lo que constituye a los seres humanos
Parece legítimo preguntarse qué hace a los humanos ser como son. En el transcurso de la historia de las ideas, se han dado muchas respuestas a esta pregunta. Aristóteles, por ejemplo, sosténía que el ser humano es, por naturaleza, un animal político. Carlyle, muchos años después, sostuvo que el ser humano es un animal que usa herramientas. «Sin herramientas», decía, «no es nada; con herramientas lo es todo». Ambos, tanto Aristóteles como Carlyle parecen estar apuntando hacia dimensiones indiscutibles del ser humano.
Pero, nos preguntamos, ¿no podríamos, acaso, decir con la misma validez que un ser humano es, por ejemplo, un animal poético? ¿Y no podríamos decir también que es un ser humorístico? ¿O un ser religioso? ¿O un ser que hace preguntas? ¿Conocemos acaso algún otro ser que posea estos atributos? ¿Es alguno de estos planteamientos más válido que los demás? El punto es que si buscamos los rasgos que caracterizan a los seres humanos, incluso aquellos que lo caracterizan de manera exclusiva, terminaremos con una larga y, más bien, muy larga lista.
Entre esa larga lista de rasgos humanos, volvemos a preguntarnos, ¿habrá alguno que, una vez identificado, nos permita derivar de él todos los demás? ¿Podríamos encontrar algo así como la «condición constitutiva primaria» de los seres humanos que, al ser identificada, nos permitiera concluir que ser político, poético, humorístico, religioso, hacer preguntas, usar herramientas, etcétera, son todas «condiciones derivadas» que resultan de ella? Si ello fuese posible es evidente que tal atributo, tal condición primaria, contendría todas las demás.
Siguiendo esta dirección, tras la búsqueda de esta condición primaria, la interpretación predominante ha sido la de apuntar a que los seres humanos somos animales racionales: animales, por tanto, provistos de razón. Este postulado fundamental ha tomado diversas formas. De un modo u otro, está contenido en aquellos enunciados que dicen que lo que nos hace como somos es que poseemos una conciencia, una mente, un espíritu, un alma, etcétera.
Todos ellos suelen ser variedades dentro de este planteamiento básico que nos interpreta como seres racionales.
Comparado con los enunciados anteriores, éste tiene la gran ventaja de que opera como condición constitutiva, a partir de la cual se podrían derivar todas las otras.
Tendría sentido decir, por ejemplo, que los seres humanos somos políticos, usamos herramientas, somos poéticos, hacemos preguntas, etcétera, debido a que estamos dotados de razón (o de mente, o de cualquier otro término de esta clase que quisiéramos utilizar).
Esta interpretación, sin embargo, presenta desde nuestra perspectiva algunos problemas importantes. En primer lugar, ella está basada en postular una entidad, atributo o propiedad (razón, espíritu, conciencia, mente, etcétera) cuyas propias condiciones constitutivas son difíciles de establecer. ¿Qué queremos decir con esto? Que aunque esta interpretación pueda explicar cómo pueden haberse generado otros rasgos propiamente humanos (ser político, usar herramientas, ser poético, etcétera), tomada como factor generativo primario de la forma de ser humana, se cierra a la explicación de cómo ella misma se generó.
En segundo lugar, esta interpretación induce una comprensión racionalista del ser humano y, por lo tanto, excluye aspectos fundamentales del comportamiento humano, que no siguen los lineamentos del modelo racionalista. Ya nos hemos referido a esto último en capítulos anteriores.
Volviendo a la primera objeción, estimamos que la interpretación de que somos seres racionales contribuye a producir otras interpretaciones que separan a los seres humanos del conjunto del proceso evolutivo a partir del cual hemos entendido el despliegue de las diferentes formas de vida. Podríamos preguntarnos, ¿cómo es que los humanos llegaron a tener espíritu? De sustentar esta interpretación, normalmente encontraremos que «falta un eslabón» en la cadena evolutiva que conduce a explicar la emergencia de seres racionales o espirituales.
Ese eslabón, de existir, explicaría cuáles fueron las condiciones que permitieron la constitución de la mente humana. Al mismo tiempo, sería capaz de identificar las condiciones que generaron esas condiciones, sobre la base de los rasgos biológicos que poseían nuestros antepasados evolutivos.
Por lo tanto, al postular a la mente como la «condición constitutiva primaria» de los seres humanos, hemos sido históricamente empujados hacia dos explicaciones subordinadas, dos interpretaciones que son intentos de darle consistencia a esta interpretación dominante. En primer lugar, la interpretación de la mente como separada del cuerpo y, por lo tanto, del proceso de evolución biológica. En el mejor de los casos, el cuerpo sirve para asignarle a la mente su «lugar de residencia». Hasta ahora, se ha dicho que su «lugar de residencia habitual» está en alguna parte del cerebro. Descartes lo colocaba en la glándula pituitaria.
La segunda interpretación nos remite al argumento de la creación divina. Supone que Dios nos ha dotado de esta entidad o propiedad especial. Puesto que no hemos sido capaces de demostrar cómo surge la mente del proceso de evolución, y sin embargo nos damos cuenta que la hemos obtenido, Dios pareciera una fuente razonable a la cual apuntar. A través de la historia, le hemos atribuido a Dios muchos de los fenómenos cuya generación no somos capaces de explicar.
Estas interpretaciones, con el tiempo, han producido algunas dificultades. Un área importante en la que se han estado acumulando problemas se da al interior de las ciencias
biológicas. Con la expansión de la comprensión evolutiva de la vida y, especialmente, con la investigación que se ha desarrollado acerca del funcionamiento y estructura del cerebro (tómese, por ejemplo y entre otras, el trabajo de Norman Geschwind), el supuesto de que la mente está separada del cuerpo se ha hecho cada vez más indefendible. Hoy la biología reconoce la estrecha relación entre los fenómenos biológicos y mentales.
Desde la misma biología, sin embargo, ha surgido un desplazamiento importante con respecto a la noción de que aquello que nos define como seres humanos sea la razón. Este desplazamiento proviene de aquellos biólogos más directamente relacionados con la teoría evolutiva darwiniana y la teoría de sistemas. Precisamente, en torno a la intersección de la teoría evolutiva y el pensamiento sistémico, ha surgido, desde la propia biología, una proposición diferente de aquello que nos constituye como seres humanos.
En 1963, el destacado biólogo teórico, Ernst Mayr, en su libro Animal Species and Evolution, reconoce que un paso evolutivo primordial que dieron nuestros antepasados fue el bipedalismo, la posición erguida que permitíó a los primates caminar en dos patas.
«La locomoción bipedal», escribe Mayr, «especialmente en sus comienzos, debe haber sido una forma de locomoción más bien ineficiente para un mamífero cuadrúpedo. Su mayor ventaja selectiva fue, presumiblemente, que líberó las extremidades anteriores para nuevas tareas conductuales. Permitíó el uso de las manos para la manipulación eficiente de herramientas, para el manejo de armas (palos y rocas) y para el transporte de alimento. Es posible que los comienzos del bipedalismo se remonten a los comienzos de la línea homínida…»
Un par de páginas más adelante, sin embargo, Mayr se refiere a lo que él considera el rasgo constitutivo que caracteriza a los seres humanos. Escribe:
«La capacidad de hablar es la carácterística humana más distintiva, y es bastante probable que el habla sea la invención clave que gatillara el paso desde el homínido al hombre. Permitíó la estructura comunitaria y le permitíó al hombre convertirse en un organismo verdaderamente social. Como tal, el hombre desarrolló la necesidad de mecanismos que promovieran la homeostasis social, los derechos comunales, los mitos y creencias y, finalmente, las religiones primitivas. Esta cadena de desarrollos incluyó una cantidad de mecanismos de retroalimentación positiva; así cada adelanto ejercía, a su vez, una presión de selección en favor de un desarrollo del cerebro aún mayor».
Esto involucra un cambio importante en la comprensión de los seres humanos. Desde un punto de vista evolutivo, Ernst Mayr postula que el lenguaje puede considerarse como la transformación clave que produjo el surgimiento de los seres humanos. La capacidad para el habla es una capacidad biológica y podemos tratarla en términos estrictamente biológicos. Ellas remiten a la estructura del sistema nervioso de los seres humanos y a los rasgos particulares de sus órganos vocales y auditivos.
No obstante, lo que es aún más importante en esta propuesta interpretativa es el hecho de que el lenguaje nos permite, también, explicar la emergencia de los fenómenos mentales. La mente, la razón, la conciencia, el espíritu, el alma, etcétera, pueden ahora ser devueltos al proceso de evolución. La separación entre cuerpo y mente ya no es necesaria, y nosotros no
nos vemos ineludiblemente forzados a buscar explicaciones trascendentales para dar cuenta de nuestra capacidad de acceder a experiencias espirituales. Este postulado, que sitúa al lenguaje en el centro de nuestra comprensión de los seres humanos, ha sido desarrollado en mayor profundidad por otros biólogos. Es, por ejemplo, una de las piedras angulares de la biología de Humberto Maturana.
La ontología del lenguaje se desarrolla a partir de esta propuesta. Uno de sus postulados centrales es que aquello que constituye a los seres humanos, lo que los hace ser el tipo de seres que son, es el lenguaje. Los seres humanos, postulamos, son seres lingüísticos, seres que viven en el lenguaje. El lenguaje, sostenemos, es la clave para la comprensión de los fenómenos humanos. Y es desde esta perspectiva que examinaremos qué es la persona.
Nuestra comprensión tradicional de la persona
Nuestra comprensión tradicional supone que todos tenemos determinadas propiedades fijas. Todos nosotros «somos» de una u otra manera, y de acuerdo a cómo «somos» es como actuamos en la vida. Suponemos, por lo tanto, que cada uno de nosotros está dotado, al momento de nacer, de una mente, espíritu, alma, etcétera, particular y que ello define la forma como somos. Cualquier cosa que hagamos en la vida «revela» quiénes somos realmente. La persona es considerada poseedora de un fondo inmutable. De una esencia que nada puede hacer cambiar.
Diferentes experiencias pueden, como ocurre con los metales, moldear, templar, pulir y desgastar a una persona, pero el hierro será siempre hierro y el oro será siempre oro.
La persona que somos reside en alguna parte no siempre directamente visible para los demás o ni siquiera para nosotros mismos. Uno de los desafíos que muchas veces nos planteamos en la vida es el de «descubrir» quiénes somos y qué es «realmente» lo que queremos en la vida. Hablamos de procesos de «autodescubrimiento».
Lo mismo ocurre también con los demás. Con frecuencia toma algún tiempo llegar a conocer quién realmente era el otro. En las relaciones de pareja, muchas veces se termina por «descubrir», a veces después de años de vivir juntos, que pese a nuestras ilusiones originales, la verdad es que realmente «éramos» incompatibles. Con ello queremos decir que la forma de ser del otro no se complementa con nuestra propia forma de ser. Una vez descubierto esto, pareciera ser muy poco lo que podemos hacer, excepto sufrir juntos de por vida o separarnos.
Algo similar suele ocurrir en otros dominios de la convivencia social. En educación, el profesor caracteriza a sus alumnos de una determinada forma y, al hacerlo, define de antemano lo que puede esperar de ellos. Los alumnos hacen lo mismo. Ellos caracterizan a sus profesores y lo que pueden esperar de ellos. En el trabajo la situación es parecida. Los jefes se preguntan si habrán contratado al personal adecuado y los empleados desarrollan sus propias interpretaciones de como «es» el jefe. Una vez efectuadas estas caracterizaciones, ellas regulan las relaciones de trabajo. Vivimos en un mundo en que aceptamos como cosa normal las explicaciones basadas en la noción de que «esto ocurríó debido a que esta persona es de tal o cual manera» o bien, de que «es así como él (o ella) es».
Más importante aún es la forma en que nos caracterizamos a nosotros mismos. Normalmente suponemos que somos de una u otra forma y, por lo tanto, hay cosas que jamás haríamos, puesto que «bien sabemos como somos», o «sabemos lo que queremos», o
«sabemos lo que podemos y no podemos hacer», etcétera. Les decimos a los demás que «así es como somos», como una forma de anunciar lo que se puede esperar de nosotros. Al caracterizarnos de una determinada manera, definimos lo que es posible para nosotros en la vida y moldeamos nuestro futuro. Por lo general, tomamos nuestras autocaracterizaciones como descripciones de nuestra forma de ser. Con ellas frecuentemente apuntamos a lo que suponemos inmutable en nosotros.
A esta forma de comprensión de la persona la llamamos psicología metafísica. Ella supone que poseemos una forma particular de ser que nos define, una forma particular de ser que tiene su esencia permanente e inmutable en lo más profundo de nosotros mismos. La llamamos así por cuanto sus raíces provienen de la antigua comprensión metafísica del ser de Aristóteles. Dentro de esta comprensión, el ser de algo es lo que es permanente e inmutable en ese algo. Sus atributos pueden cambiar, pero su ser siempre permanece igual.
Alejándonos de la psicología metafísica: reconstrucción crítica de las
caracterizaciones
Nuestra comprensión de los juicios nos da la primera pista para disolver esta interpretación metafísica de la persona. Toda caracterización que hacemos de nosotros mismos (y de los demás) es un juicio. Cuando decimos, por ejemplo, «Jorge tiene mal genio» o, «María es tímida» o, «Carmen escribe hermosas historias», parecemos caracterizar a Jorge, María y Carmen. Es como si estuviéramos diciendo cómo son y, por lo tanto, describiendo su ser. También suponemos que, puesto que sabemos cómo son, sabemos qué podemos esperar de ellos en términos de su conducta. Estas caracterizaciones parecen decirnos cómo actuarán ellos.
Sin embargo, una vez que nos damos cuenta de que todos éstos son juicios, nos damos cuenta también, de que no estamos describiendo a nadie. Lo que estamos haciendo adscribirles algunas propiedades. Los juicios no describen, puesto que no son afirmaciones. Ellos adscriben.
¿Cuáles son el proceso y las condiciones que nos conducen a emitir un juicio? ¿Cómo llegamos a emitirlos? Todos sabemos que los juicios no son arbitrarios y que estamos comunicando algo cuando los hacemos. No porque sean adscripciones debemos concluir que ellos carecen de significado. Al contrario, son significativos. Y así también, por lo tanto, lo son las caracterizaciones personales. No se trata, por lo tanto, de negarles valor a las caracterizaciones; se trata de reinterpretarlas.
De acuerdo a lo que hemos sostenido anteriormente hablar de los juicios, sostenemos que hacemos juicios sobre los individuos según como ellos actúen. Si actúan le una u otra manera podemos decir, «Jorge tiene mal genio», «María es tímida» y «Carmen escribe hermosas historias». Si se nos preguntara por qué decimos lo anterior, diremos que los hemos visto actuar de un modo tal que nos permite emitir esos juicios.
No negamos la posibilidad de hablar sobre nuestra particular forma de ser, pero postulamos que nuestras acciones son el principio generativo de quienes somos. A través de nuestras acciones, nos creamos a nosotros mismos. Nosotros, dentro del ambiente social en
que vivimos, somos activos participantes en la creación de nuestra forma de ser.
La persona como principio explicativo
Desde esta perspectiva, y como primera aproximación (puesto que vamos a ampliar esta comprensión más adelante), podemos decir que la persona es una explicación basada en las acciones que emprende el individuo. Postulamos que la persona es un principio explicativo, un principio que otorga coherencia a las acciones que realizamos.
Si miramos lo que hacemos cuando desarrollamos nuestra comprensión de la persona de alguien, nos daremos cuenta de que cuando observamos cómo alguien actúa, hacemos algunos juicios a partir de esas acciones y los unimos en una historia o narrativa que produce un principio de coherencia sobre la persona que está siendo observada. No es más que esto. Visto desde el punto de vista de lo que realizamos cuando producimos la distinción de persona, nos damos cuenta de que la persona es una historia sobre quiénes somos basada en las acciones que ejecutamos.
Tomemos algunos ejemplos. Si se nos pidiera que dijéramos quiénes somos, probablemente traeríamos a mano una historia que se sustentara en algunos juicios que consideraríamos básicos para dar cuenta de quienes somos (juicios generados como resultado de muchas acciones ejecutadas en el pasado). Podríamos incluir algunas acciones del pasado a las que otorgamos especial significación y, posiblemente también, algunas de las acciones que estamos ejecutando en el presente. Si las acciones que hemos ejecutado en el pasado o que estamos ejecutando en el presente tienen sentido, en términos de un proyecto que queremos lograr en el futuro, podríamos, además, hablar sobre ello. Hablar de nuestras personas, por lo tanto, significa traer a colación una narrativa que integra todo aquello capaz de otorgar sentido y coherencia a nuestras acciones.
En relación a lo que acabamos de decir, el biólogo Humberto Maturana ha formulado un postulado fundamental. Ha dicho que «la mente no está en el cerebro, la mente está en la conducta [de las personas]». Este es un postulado que nos distancia por completo de la interpretación que discutíamos originalmente y que sosténía que la mente humana tiene su «lugar de residencia» en el cerebro. Si aceptamos que la mente es un principio explicativo que usamos para dar sentido a las acciones de las personas, nos daremos cuenta de cuan absurdo es postular que ella reside en el cerebro. Por cierto que para producir una historia necesitamos del lenguaje y el lenguaje está basado en las capacidades biológicas del cerebro humano. Pero reconocer esto es muy diferente de sugerir que la mente esté radicada en el cerebro.
¿Quién tiene la historia correcta?
La historia que nos contamos sobre nosotros mismos es nuestra persona privada, nuestra identidad privada. Las historias que otras personas cuentan sobre nosotros conforman nuestra persona pública y pertenecen al dominio de nuestra identidad pública. Estas dos clases de historias están basadas en nuestras acciones y, por lo tanto, somos responsables de ambas. La gente, sin embargo, observa nuestras acciones desde diferentes posiciones, con inquietudes e intereses muy distintos y con distinciones muy diferentes. Esto los hace observadores diferentes de quiénes somos. Distintos observadores producirán diferentes historias.
¿Quién tiene la historia correcta? ¿Quiénes somos realmente? Si aceptamos que la persona es una historia o narrativa, debemos aceptar también que no hay una «entidad existente» sobre la cual esté hablando la historia. La interpretación metafísica de la persona es engañosa precisamente debido a que postula una entidad existente que trasciende la persona como historia. Esta es la razón por la cual necesita la Mente, el Espíritu o el Alma. Para nosotros, tanto la mente como el espíritu y el alma pertenecen al dominio de nuestras experiencias personales, pero no se cosifican en entidad metafísica alguna. No puede haber una historia verdadera sobre la persona, puesto que la persona es la propia historia. Los únicos referentes de la historia son las acciones que se ejecutan.
Recordemos que las distinciones verdadero y falso pertenecen al dominio de las afirmaciones. Nuestra historia de la persona puede contener afirmaciones y ellas pueden ser verdaderas o falsas. Pero la historia de la persona no puede hacerse sólo con afirmaciones. Siempre está organizada alrededor de algunos juicios maestros.
Las diferentes historias que conforman una persona pueden estar más o menos fundadas, según la forma en que se relacionen con el universo de acciones a las que deben dar sentido. Estas diferentes historias pueden también ser más o menos poderosas, de acuerdo a las posibilidades que abran para el futuro y a las acciones que puedan derivar de ellas. Pero no hay una historia real, correcta, ni verdadera de la persona. Y nadie, ni siquiera uno mismo, tiene una posición privilegiada desde la cual construir la real historia de la persona que somos.
La persona como rasgo evolutivo
No podremos romper totalmente con la comprensión tradicional de la persona a menos que produzcamos alguna explicación satisfactoria de cómo ella se genera. Decir que la persona es un principio explicativo (una historia que inventamos para darles sentido a nuestras acciones) no es suficiente. Ello no basta para deshacerse del misterio de la persona que contiene nuestra comprensión tradicional. Lo que hemos hecho hasta ahora es sencillamente trasladar el misterio de la persona un peldaño más arriba, pero aún sigue ahí.
Por lo tanto, alguien bien podría preguntarnos, «Si como personas somos la historia que nos contamos de nosotros, deberá necesariamente haber alguien que cuenta la historia. ¿Quién es la persona que está contando la historia que da sentido a la propia acción? ¿No se necesita acaso una persona para producir la historia de la persona?» O bien, «Si la historia se refiere a las acciones ejecutadas, ¿quién está actuando?» O, yendo incluso más lejos, «¿por qué necesitaríamos esa historia?», «¿por qué es necesario darles sentido a las acciones que ejecutamos?»
Tenemos aquí diferentes preguntas de las que no podemos evitar hacernos cargo. Y ellas son de muy diferente tipo. Comencemos con la última, aquella de por qué es necesaria la historia de la persona. La mejor respuesta que podemos dar a esta pregunta es, en realidad, cuestionarla, debatirla. Si tomamos un punto de vista evolutivo nos daremos cuenta de que ésta es una pregunta que sólo puede llevarnos a respuestas confusas. ¿Por qué hay necesidad de que existan los seres humanos? Una vez que aceptamos su existencia, ¿por qué es necesario que tengan cinco y no siete dedos en cada pie?
Este tipo de preguntas suponen que la evolución ocurre respondiendo al imperativo de la necesidad. Es la antigua idea de que la función crea el órgano. Durante siglos hemos supuesto que ellos han sido creados para servir un propósito. Cada vez que observamos algo
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nuevo, preguntamos, «¿quién lo hizo? Y «¿con qué propósito?»
A nuestro parecer nadie se ha hecho cargo mejor de estas preguntas que Nietzsche. Con respecto a la primera pregunta, «¿quién lo hizo?», como ya fuese mencionado anteriormente, su posición es que es un camino equivocado el considerar que hay que suponer un sujeto para dar cuenta del acontecer. «El actor es una ficción, nos dice Nietzsche, la acción lo es todo». Nietzsche nos señala que una vez que se ha abandonado la presunción de un sujeto efectivo, abandonamos también el objeto sobre el cual se producen los efectos. Con respecto a la segunda pregunta, «¿con qué propósito?», su posición es igualmente categórica:
«En cuanto nos imaginamos a alguien que es responsable por nosotros ser de tal o cual manera, etcétera. (Dios, naturaleza) y por tanto le atribuimos la intención de que debemos existir y ser felices o desgarrados, lo que hacemos es corromper para nosotros la inocencia del devenir». (La voluntad de poder, III, N° 552).
O bien:
««Nadie es responsable por el existir o por estar constituido como él es, o por vivir bajo las circunstancias y alrededores en los que vive. (…) El no es el resultado de un diseño especial, una voluntad, un propósito; él no es el resultado de un esfuerzo de alcanzar un «hombre ideal» o un «ideal de felicidad» o un «ideal de moralidad». Es absurdo querer transferir su naturaleza a un propósito u otro. Nosotros inventamos el concepto de «propósito»; en la realidad el propósito está ausente». (El ocaso de los ídolos).
Si examinamos el presupuesto del propósito desde un punto de vista evolutivo, llegamos a una conclusión similar a la que nos ofrece Nietzsche. La evolución es un proceso sin propósito. Los organismos vivos y sus carácterísticas evolucionan por accidente y una vez que han emergido se seleccionan de acuerdo a sus ventajas adaptativas. Las carácterísticas que proporcionan una ventaja adaptativa (lo que, expresado en forma simple, significa que aumentan la capacidad de reproducción del organismo) permanecen, mientras que las otras podrían desaparecer del proceso evolutivo. Las carácterísticas no emergen porque sean necesarias, emergen por accidente. Permanecen dentro del proceso de evolución, ya sea debido a que proporcionaron una ventaja adaptativa o simplemente porque no proporcionaron ninguna desventaja adaptativa. Es posible que encontremos desilusionante esta lógica evolutiva, tal vez no nos guste, pero ello por desgracia no la cambiará, tal como el juicio que nos merezca la fuerza de gravedad tampoco la afecta ni la hace menos efectiva.
Muchas veces pensamos que cuando hacemos una pregunta, como aquellas que hicimos anteriormente, lo que sigue es simplemente responderla. No siempre, sin embargo, nos detenemos a examinar la validez de la pregunta. Tal como hemos reiterado, nos hemos creado grandes e insolubles problemas al preguntarnos «¿Por qué?» cada vez que algo acontece, implicando con ello la existencia de un propósito o intención detrás de un fenómeno. De esta forma, nos preguntábamos «¿Por qué llueve?» del mismo modo que uno suele preguntar «¿Por qué me miras así?» Esta pregunta, así planteada, supone la existencia de un propósito que no se revela directamente en el acontecer. Pero el supuesto de la existencia de tal propósito escondido es dado por sentado por la pregunta y por lo tanto no es siempre cuestionado. Sin embargo, es muy diferente preguntar «¿Por qué?» buscando un propósito
que hacer la misma pregunta tras la búsqueda de los mecanismos que generaron el fenómeno involucrado. El poder de la ciencia consistíó precisamente en desplazarse de un tipo de pregunta al otro.
Sólo cuando tratamos con acción deliberada tiene sentido la pregunta por el propósito o la intención. Podemos preguntar entonces, «¿por qué hiciste eso?» Lo que es necesario destacar, por lo tanto, es que siendo la persona el fundamento de la acción deliberada o con propósito, la propia existencia de la persona no es en sí resultado de alguna acción con propósito. En otras palabras, la existencia de la persona no sirve a ningún propósito, pero permite que exista el propósito humano.
Esta es, para nosotros, una distinción fundamental. Lo que Darwin logró con su teoría de la evolución fue precisamente una interpretación científica del surgimiento de diferentes formas de vida, una explicación que no necesita la presuposición de propósito o intención. Lo mismo había ocurrido antes en el campo de la física y la astronomía con Newton. En la física aristotélica, el movimiento no podía separarse totalmente de la intención. Las cosas se movían para alcanzar el lugar que se supónía debían ocupar, según su naturaleza. Esto cambió completamente con la física de Galileo y Newton. Tal como la física lo había hecho antes, la teoría de la evolución buscó mecanismos generativos, no intenciones. Esta misma distinción es también decisiva en la biología del conocimiento de Humberto Maturana.
Volviendo a nuestra pregunta original sobre la necesidad de una historia de la persona, decimos que el hecho de que los seres humanos realmente constituyan una persona tiene sentido dentro de una deriva evolutiva y ontogénica. Ocurríó dentro de su historia de evolución como seres vivientes y debe haber tenido ventajas adaptativas o, al menos, debe no haber tenido desventajas adaptativas. Cuáles puedan ellas ser, es un pregunta que dejamos abierta ya que el indagar en ella nos alejaría del tema que estamos tratando.
¿Cómo está constituida la persona?
Una cosa, por lo tanto, es preguntar sobre la necesidad de tener una persona y otra cosa muy diferente, preguntar sobre los mecanismos que permiten su emergencia. Podemos evitar la primera pregunta, pero no podemos evitar la segunda. Si estamos de acuerdo en aceptar que hay un fenómeno que llamamos persona (y algunos podrán querer incluso refutar eso), debemos también aceptar que hay condiciones que lo producen, hay mecanismos que lo generan. Al referirnos al tema de los mecanismos que generan la persona, responderemos la pregunta, «¿Qué es aquello que produce la historia o narrativa que constituye la persona?» Diremos que lo que permite y está detrás de este fenómeno es el lenguaje humano.
La persona no es solamente un fenómeno lingüístico en el sentido de una historia que contamos sobre nosotros mismos y los demás. La persona es un producto de la capacidad recursiva del lenguaje. Gracias a la extraordinaria plasticidad del sistema nervioso humano, los seres humanos pueden no solamente coordinar acciones entre sí, sino además, coordinar acciones para coordinar otras acciones. Y esto, que de por sí ya es recursivo, puede realizarse en giros recursivos ulteriores, en una progresión abierta. Esto es lo que caracteriza al lenguaje humano.
Lo que llamamos mente, razón, espíritu, conciencia, etcétera, son todos fenómenos basados en la capacidad recursiva del lenguaje. Mientras más nos movemos hacia arriba en la cadena de recursividad, más capaces somos de observar nuestra vida como un todo, más nos acercamos al misterio de la vida, más espirituales se hacen nuestras experiencias.
Mientras más hablamos «sobre» nuestras experiencias, o «sobre» la experiencia de hablar sobre nuestras experiencias, más reflexivos nos hacemos.
Tanto el espíritu como la reflexión se basan en la capacidad recursiva del lenguaje. A veces las palabras espíritu y reflexión se han usado para hablar del mismo fenómeno (como en la filosofía de Hegel, en la cual el espíritu, la mente y la razón son, con frecuencia, términos intercambiables). A veces son consideradas diferentes. Lo espiritual se ve como una experiencia en la cual usamos la capacidad recursiva del lenguaje para alejarnos del hablar mismo (como en la meditación Zen), mientras que la reflexión es entendida como hablar recursivo.
Pero hay algo más en esto. Todas aquellas distinciones (mente, razón, etcétera) —y específicamente cuando hablamos de la persona, están no sólo implicando actividad recursiva, sino que están, también, suponiendo que hay alguna unidad que sostiene esa actividad recursiva.
No son sólo nombres que damos a una colección de acciones mentales. También implican que esa pluralidad de acciones constituye una unidad y, por lo tanto, se refieren a una singularidad.
¿Cómo es que nosotros, los seres humanos, hacemos esto? Podemos ofrecer muchas interpretaciones posibles, y en algún momento podremos ser capaces de producir alguna explicación científica. Por el momento, solamente podemos especular a partir del hecho de que observamos que nuestras acciones surgen de una unidad biológica continua (nuestro cuerpo). Si aceptáramos esta interpretación, significaría que es el cuerpo el que proporciona la unidad a todas las acciones que ejecutamos. El cuerpo sería el sustrato fundamental para la unidad de la mente.
A esta interpretación le falta, sin embargo, algo importante. Lo que falta es el reconocimiento de que la persona se experimenta como unidad debido a que se vive como una unidad de experiencia. Ello nos conduce al fenómeno de la subjetividad. La misma recursividad del lenguaje, esta capacidad que vuelca el lenguaje hacia sí mismo, nos permite no solamente vivir el presente en el lenguaje, sino también recordar el pasado. Debido a que somos seres lingüísticos, los seres humanos somos animales con memoria. Nuestra memoria humana es una memoria lingüística. Cualesquiera sean las maneras que tengan los demás animales de conectarse con su pasado, ellos no tienen cómo relacionarse con sus experiencias pasadas por medio del lenguaje. La memoria, tal como nosotros la conocemos, es un fenómeno humano.
De nuevo, a partir de la recursividad del lenguaje, podemos no solamente reflexionar sobre las acciones que hemos ejecutado, sino también acerca de las posibles acciones que eventualmente podamos realizar. De este modo, el lenguaje no sólo nos conecta con el pasado, sino que también nos proyecta al futuro. Los seres humanos somos los únicos animales que conocemos que pueden anticipar y diseñar su futuro. Podemos hacer esto porque somos seres lingüísticos.
El lenguaje, por lo tanto, nos capacita para vivir en el presente de un modo que nos conecta con experiencias del pasado y nos proyecta hacia posibles experiencias del futuro. La recursividad del lenguaje nos hace vivir como una unidad de experiencia con continuidad en el tiempo. Esta misma recursividad nos permite conectar una experiencia con otra, como flujo de acciones y acontecimientos interdependientes. Si agregamos a esto el reconocimiento de nuestra continuidad biológica, tenemos bastante base desde donde puede surgir la distinción de persona.
Las trampas del lenguaje
El lenguaje, siendo el principio generativo de la persona, es también, responsable de nuestros malentendidos en relación a la persona. La generación de la persona ocurre en el lenguaje y toma la forma de la distinción «Yo». El «yo» es la unidad de mis acciones.
Sin embargo, una vez que nos vemos como persona, como «yo», podemos decir, por ejemplo, «Yo como», «Yo manejo mi auto», «Yo trabajo en The Newfield Group», «Yo escribo documentos», «Yo diseño cursos», etcétera. Hablando de este modo, estamos reconociendo a nuestra persona como la unidad de nuestras acciones. Pero, al mismo tiempo, estamos haciendo otra cosa. Hablando de este modo, estamos también separando el «yo» de las acciones que realizamos y, debido a la estructura gramatical de nuestro hablar, cada vez que decimos, por ejemplo, «Yo manejo mi auto», estamos dando prioridad al «yo» respecto a la acción de manejar el auto. De este modo, creamos la ilusión de un «yo» ya constituido que, entre muchas otras acciones posibles, «maneja un auto».
Siendo éste el caso, no es extraño que terminemos aceptando fácilmente que actuamos de acuerdo a como somos, de acuerdo al «yo» que somos, y que escondamos la relación inversa: el hecho de que somos de acuerdo a como actuamos. La estructura gramatical anteriormente descrita nos invita a hacer preguntas sobre el «yo» como entidad constituida independientemente de las acciones que realiza.
A menudo el lenguaje nos hace caer en diferentes trampas y ésta es una de ellas. La comprensión tradicional de la persona no es una comprensión arbitraria. Es una comprensión que tiene sentido y se basa en la forma como hablamos. Esto, sin embargo, no es suficiente para hacerla inmune a la crítica.
La persona como principio activo de coherencia
La persona no debe ser considerada sólo un principio explicativo que otorga coherencia a lo que hacemos. Esta moneda también tiene otra cara. La persona es, a la vez, un principio activo de coherencia que se proyecta en las acciones que ejecutamos.
Lo que estamos diciendo es que la persona no es sólo otra historia que contamos sobre nosotros mismos, en el sentido de que sea una historia que no tenga efectos en los acontecimientos de nuestra vida. Al contrario, esa historia pareciera adquirir vida propia y desarrolla el poder de especificar las acciones que realizamos. No sólo construimos una historia de nuestra persona que da coherencia a las acciones que realizamos, sino que las acciones que realizamos son también coherentes con la historia que tenemos sobre nuestra persona. La historia de la persona que somos no es una historia trivial. Tiene poderes generativos.
La comprensión tradicional de la persona se da cuenta de ello. Esto es lo que le da base para postular una entidad que guía la acción de los individuos. Después de todo, esto es muy similar a lo que estamos diciendo. Si nos damos cuenta de que la gente no actúa al azar, primero de una manera y luego de la manera inversa; si nos damos cuenta de que la conducta de la gente sigue algunas coherencias básicas; si reconocemos que la coherencia no está solamente en la historia que contamos sobre nosotros mismos sino también en las acciones
que emprendemos, entonces, se hace difícil no llegar a la conclusión de que debe haber algo que selecciona nuestras acciones y proporciona la coherencia básica que parecemos observar.
Pero, en vez de observar este fenómeno como constituido por una circularidad activa entre acciones y narrativas (o historias), la comprensión tradicional de la persona inventa un ser inmanente: un ser dentro de los seres humanos al cual le da nombres diversos. A ello nos hemos referido al hablar de la falacia del humunculus.
Cual es la diferencia entre interpretar la persona según nuestra comprensión tradicional y, en vez de eso, como una narrativa que nos proporciona un principio básico de coherencia? La diferencia principal radica en el dominio de la acción. Igual como sucede con la historia que sustentamos sobre nuestra persona, las acciones posibles que surgen de ambas interpretaciones son sustancialmente diferentes. Nuestro espacio de intervención a nivel de la persona es muy diferente si sustentamos una interpretación o la otra.
La construcción social de la persona
Todo lo que hemos dicho hasta aquí podría dar la impresión de que hemos estado hablando de un proceso que tiene lugar en el individuo. Podría parecer que la persona es el resultado de un proceso que ocurre en el lenguaje dentro de los limites de individuos particulares. Nueva-mente, nuestra posición es exactamente la opuesta.
Tal como lo hemos sostenido previamente, el lenguaje no es un fenómeno individual, es un fenómeno social. Un solo individuo, por si mismo, no puede producir lenguaje. El lenguaje surge en el proceso de interacción social, en el juego colectivo de individuos que coordinan acciones juntos. El lenguaje no fue creado por una persona. No es la invención de un solo individuo. Al contrario, la persona es una creación del lenguaje. Llegamos a ser quienes somos como resultado de un lenguaje que nos antecede. Al nacer, somos arrojados en un lenguaje ya constituido. Y llegamos a ser quienquiera que lleguemos a ser, al interior del lenguaje dentro del cual crecemos.
Esto no significa que nosotros, como individuos, no juguemos papel alguno en el desarrollo del lenguaje. Ciertamente lo hacemos, o al menos, podemos hacerlo. Pero mucho antes de que podamos tomar parte activa en su desarrollo, requerimos estar constituidos como personas, como resultado de ya existir en el lenguaje.
Wittgenstein escribíó en sus Investigaciones filosóficas que «imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida». Pocas formas nos permiten captar mejor esta proposición que el considerar el modo en que nos constituimos como personas. Las comunidades con lenguajes diferentes constituyen a personas diferentes. Las diferentes formas como los individuos coordinan acciones en el lenguaje hacen a tales individuos lo que son como personas. Estas diferentes modalidades de coordinar acciones en el lenguaje Wittgenstein las llamo juegos de lenguaje.
Según los juegos que jugamos en el lenguaje, las palabras adquieren distintos significados y los jugadores desarrollan diferentes identidades. Ellos se constituyen como las personas que son jugando esos juegos lingüísticos. Pero no solo se constituyen a si mismos. Su lenguaje también constituye el mundo en que viven. Todo lenguaje trae un mundo de la mano.
Quisiera relacionar el postulado de Wittgenstein con una experiencia personal. La primera versión de este capitulo fue escrita mientras pasaba unos días con Yaven, mi mujer, en
Asilomar, California. Ella había llevado consigo el libro autobiográfico del autor mexicano- norteamericano Richard Rodríguez, Hunger of Memory. En uno de mis descansos del computador, puesto que Yaven estaba leyendo otra cosa, tome el libro de Rodríguez y me puse a leerlo. Para mi sorpresa, me di cuenta de que, de una manera muy diferente, Rodríguez, al relatar su experiencia personal, abordaba el mismo tema en el que yo me debatía y que procuraba desarrollar en mi texto.
Rodríguez advierte al lector desde muy temprano de que este es «un libro sobre el lenguaje». En el nos cuenta su experiencia de crecer como niño en un hogar de habla hispana y de la profunda transformación personal que le significa el ingreso al mundo de su escuela de habla inglesa. Rodríguez nos conduce, paso a paso, por este proceso y nos muestra como el mundo de la escuela inglesa va moldeando en el una nueva identidad.
Nos relata como este mismo proceso va creando y ampliando las brechas entre la persona que se gestaba en el y el mundo de habla hispana de sus padres mejicanos, el mundo de su infancia. La autobiografía de Rodríguez tiene el gran mérito de mostrarnos, solo como puede hacerlo la literatura, la validez del enunciado de Wittgenstein.
Cuando decimos que la persona involucra un principio de coherencia, debemos darnos cuenta de que lo que es coherente dentro de una comunidad —dentro de una comunidad que vive dentro de un determinado lenguaje— puede ser muy diferente en otra comunidad que vive dentro de otro lenguaje. Cuando decimos que algo es coherente, estamos emitiendo un juicio y usamos diferentes estándares sociales para hacerlo, de acuerdo a la comunidad a la cual pertenecemos. El ser coherente es un juego lingüístico que se juega en forma distinta dentro de comunidades diferentes.
Cuando hablamos de la persona, normalmente pensamos en ella de acuerdo a los parámetros propios de las sociedades occidentales contemporáneas. Por lo tanto, nuestra concepción de persona conlleva una fuerte carga individualista. Aun más, a menudo pensamos que este tipo de persona, de sello individualista, ha existido como tal a través de toda la historia, e incluso pensamos que esa historia es el resultado de las acciones de personas individualistas. Lo que normalmente no vemos es el hecho de que esta persona individualista es en si un resultado histórico, un producto muy reciente de la historia occidental.
Durante la mayor parte de la historia, la relación entre la persona y la comunidad fue muy estrecha, y los individuos se vieron a si mismos como constituidos por las comunidades a las cuales pertenecían. Este estrecho vínculo entre la comunidad y la persona era visible para todos los miembros de la comunidad y no permanecía oculto como suele estarlo hoy en día. La separación entre la persona y la comunidad, tal como nosotros la conocemos, es un fenómeno histórico extremadamente reciente.
Tomemos el ejemplo de un artista a fines de la Edad Media. Actualmente suponemos que los artistas son, en general, personas fuertemente asentadas en su individualidad. Pero este no era el caso en aquel entonces. En aquella época, un artista pertenecía a un gremio y el gremio establecía estrictas reglas de conducta sobre los temas que podían pintarse, como debían presentarse, que materiales y colores debían usarse, de que tamaño podían ser las diferentes figuras, etcétera. Había poco lugar para una libertad expresiva individual. El rango de las acciones estaba fuertemente acotado y sujeto a estrictas normas sociales. Sus identidades individuales estaban estrictamente determinadas por la comunidad.
Este es el caso, todavía, en muchas sociedades orientales. En muchos países orientales, todavía es la comunidad la que decide las reglas básicas del matrimonio y es la familia la que
toma la responsabilidad de hacer que este funcione. Los individuos tienen poco o nada que decir en estas materias. Las personas operan en un medio ambiente social fuertemente constreñido. Cuando los occidentales miramos estas conductas tendemos a considerarlas aberrantes, sin darnos cuenta que las observamos desde condiciones históricas muy diferentes y, por lo demás, históricamente muy recientes.
La relación entre lenguaje y comunidad
Es interesante explorar la relación entre la comunidad y el lenguaje. Sostenemos que para pertenecer a una comunidad debemos compartir un lenguaje. El lenguaje, como coordinación de coordinación de acciones, como un conjunto de juegos lingüísticos, es lo que constituye una comunidad. Al hablar de lenguaje, por lo tanto, no nos estamos refiriendo solamente las ingles, español, francés, chino o indio, aunque podemos asociar fácilmente diferentes mundos a cada uno de esos idiomas.
Por supuesto, cada uno de nuestros juegos de lenguaje se juega dentro de alguna de estas amplias tradiciones lingüísticas, y debemos estar dentro de una tradición para ser capaces de jugar cualquier juego de lenguaje posible. Pero hablar ingles no garantiza que los juegos lingüísticos que juguemos sean los mismos. Por ejemplo, los británicos juegan un juego de lenguaje llamado monarquía, que los norteamericanos no juegan. Para personas de habla hispana de América Latina la palabra Presidente se refiere a diferentes juegos de lenguaje. Se refiere a un juego en Venezuela y a otro en Argentina.
Pero también hay comunidades dentro de los diferentes países. Si queremos pertenecer a la comunidad de químicos debemos hablar el lenguaje de la química; si queremos formar parte de la comunidad de los matemáticos debemos hablar el lenguaje de las matemáticas, y si queremos pertenecer a la comunidad de los corredores de propiedades debemos hablar el lenguaje de corretaje de propiedades. Algunas comunidades protegen el privilegio de sus miembros levantando barreras adicionales para jugar sus juegos. Requerirán, por ejemplo, de alguna forma de acreditación antes de aceptar a alguien como miembro. Estas barreras pueden funcionar mientras esas comunidades tengan el poder de exigirlas. Sin embargo, todos hemos visto personas que se abren camino, pese a las barreras, con solo dominar el lenguaje de la comunidad correspondiente y mostrando competencia en los juegos que se juegan en ella.
Basado en su experiencia personal, Richard Rodríguez se ha convertido en un fuerte opositor a forzar la educación bilingüe en el sistema escolar norteamericano. Plantea que la educación bilingüe no facilita la plena integración del inmigrante a los juegos públicos de la sociedad norteamericana. Rodríguez reconoce que el lenguaje es el factor crítico para alcanzar una pertenencia plena a la comunidad. El bilingüismo, sostiene Rodríguez, atrasa el proceso de integración social del inmigrante total y mantiene bolsas de ciudadanos de segunda clase.
Hemos dicho que el lenguaje, entendido como el consenso de un conjunto de distinciones para coordinar acciones conjuntas sobre una base estable, es lo que constituye una comunidad. Una comunidad esta organizada como un sistema de coordinación de acciones entre sus miembros, basada en un lenguaje compartido. Cuando no hay juegos integradores, cuando los individuos dejan de coordinar acciones entre ellos, la comunidad, por definición, se desintegra.
Los cinco dominios básicos de la persona
A partir de lo que hemos dicho hasta aquí, podemos identificar la persona como un conjunto de dominios de observación diferentes. Los llamaremos el dominio experiencial, el discursivo, el performative, el moral y el emocional.
Hemos dicho que la persona, antes que nada, se vive como tal, como persona. En este sentido, es un dominio de experiencia. Nuestras experiencias son los componentes básicos de nuestra vida. La vida es la secuencia de nuestras experiencias. Cualquier cosa que hagamos, la hacemos «desde» nuestras experiencias. Ciertamente, podemos reflexionar sobre nuestras experiencias y generar interpretaciones acerca de por que nos ocurrieron ciertas cosas y por que las experimentamos de la manera en que las experimentamos. Pero, independientemente de lo que digamos de ellas, se yerguen por si solas como algo dado y no las podemos negar. Es en este sentido que las concebimos como los componentes básicos de nuestra vida. Así como no podemos negar nuestras propias experiencias, cualquier intervención a nivel de la persona tampoco puede negar las experiencias en las vidas de otras personas. Simplemente vivimos nuestras experiencias de la manera en que las vivimos, y cualquier intervención debe empezar desde allí. La reflexión nos puede enseñar a vivir los acontecimientos futuros en forma diferente. También puede enseñarnos a reinterpretar lo que ya nos ha ocurrido. Pero lo que hemos pasado y la forma como lo pasamos es incuestionable. Y no hay nada que podamos hacer para cambiar esto. Independientemente de lo que pueda agregar la reflexión a la experiencia de vida, las experiencias permanecerán como tales.
Lo dicho es fundamental en la práctica del coaching antológico. Ella se levanta desde la plena aceptación de las experiencias de las personas. No podemos decir, por ejemplo, «No acepto que esto sea un quiebre para Ud.» o, «No acepto que esta experiencia que me acaba de contar lo haya hecho sufrir», etcétera. Si no tenemos motivo para dudar de la sinceridad de lo que nos relata como experiencia de la persona que se somete a coaching, tenemos que aceptar que ella tiene total privilegio respecto a sus propias experiencias. Ello, independientemente de que hagamos el juicio de que nosotros hubiésemos vivido los mismos acontecimientos en forma muy diferente. El coaching antológico solo puede hacerse sobre la base de la aceptación de la legitimidad de las experiencias personales de los demás.
También hemos dicho que la persona es un principio explicativo que da coherencia a las acciones que realizamos. En este sentido, hemos hablado de la persona como de una narrativa o historia que contamos sobre quienes somos. Tal historia siempre se sustenta en algunos juicios fundamentales que hemos llamado los juicios maestros y que nos constituyen como la persona que somos. Estos juicios suelen versar sobre nosotros, los otros, el mundo y el futuro. Estos son, en general, los cuatro puntos cardinales que definen la estructura de nuestros juicios maestros.
Para acceder a lo que llamamos el alma de alguien, esto es, su particular forma de ser, la estructura básica de su persona, debemos buscar los juicios maestros que rigen sus acciones (directas o reflexivas). Una vez que, a través de un proceso interpretativo, podemos sostener
que los hemos aprehendido, nos damos cuenta de que lo que los individuos hacen o no hacen (incluyendo lo que dicen o no dicen) resulta de aquellos juicios maestros. Inversamente, lo que los individuos hacen o no hacen (incluyendo lo que dicen o no dicen) son formas que permiten revelar esos juicios maestros y, en tal sentido, el utilizarlos como ventanas de acceso al alma humana. El coaching antológico esta siempre haciendo uso de lo anterior, usando la forma en que actúan las personas para captar sus juicios maestros y, a través de ellos, la estructura básica de su forma particular de ser.
Es importante advertir que no estamos diciendo que las personas hayan formulado esos juicios maestros. Pueden no haberlos hecho nunca. Pueden incluso no estar conscientes de que los tienen. Sin embargo, la forma en que actúan (siempre incluyendo la forma en que hablamos, puesto que hablar es actuar) revela que viven de acuerdo con ellos. Esos juicios maestros los constituyen como el tipo de seres humanos que son.
A este nivel, la historia de la persona (o la persona como historia) —y las distinciones y juicios sobre los cuales esta construida la historia— genera un mundo de sentido. Cabe señalar que nuestro mundo es siempre una interpretación. Es en este sentido que hablamos de un mundo de sentido. Una persona siempre revela un mundo de interpretaciones. Al considerar nuestras interpretaciones como «nuestras», llegamos a observar que tipo de persona somos. Y al cambiar nuestras interpretaciones, modificamos la persona que somos.
La historia que somos es siempre una historia dentro de una historia o, para ser mas precisos, dentro de un conjunto de diferentes historias. Nosotros no inventamos de la nada las historias que somos, sino de las historias sostenidas por la comunidad a la cual pertenecemos. A estas historias, que se han transmitido de una generación a otra, las hemos llamado discursos históricos.
Muchos de ellos surgen de libros fundamentales, como ocurre con la mayoría de las religiones. Otros se transmiten oralmente de generación en generación. Algunos son subhistorias dentro de otras más grandes, como ocurre, por ejemplo, con la historia de Adán y Eva en la Biblia. Otras son relativamente independientes unas de otras. Otras se intersectan entre ellas. Nuestras historias no son historias fijas; volvemos a ellas una y otra vez. A menudo las reinterpretamos.
Cada comunidad genera sus propias historias acerca de si misma y los individuos desarrollan sus propias historias personales dentro de ellas. Conociendo las historias de las cuales provienen nuestras historias personales —los discursos históricos— logramos una mayor comprensión de las personas que se constituyen en ellos.
Hemos dicho que nuestras historias no son inocentes. Ellas generan diferentes mundos de sentido y también especifican la forma en que actuamos. Esto es valido tanto para nuestros discursos históricos como para nuestras particulares historias personales sobre nuestra persona. Las historias no viven solo como historias «de las cuales hablamos». Ellas especifican diferentes tipos de vidas. Cuando sabemos que alguien es un indio de Chiapas en México, un hijo de inmigrantes libaneses en Argentina o un adolescente de padres ricos de una metrópolis norteamericana, ya sabemos algo acerca de ellos, antes aún de conocerlos. Cuando sabemos que alguien es francés, español o Japónés, ya sabemos algo importante acerca de ellos. Conocemos, en líneas gruesas, las historias que dan sentido a las historias que ellos tienen de si mismos y del mundo: las historias que guiaran sus acciones.
Es importante recalcar lo anterior. Las historias van más allá del solo hecho de contarlas. Ellas constituyen principios activos de coherencia desde los cuales actuamos y nos interpretamos. Ellas se proyectan a si mismas en lo que vemos como posible y lo que podemos encontrar aceptable. Ellas condicionan nuestro futuro.
La forma en que actuamos no siempre puede ser inferida de una historia o un grupo de historias que la genere. No toda acción esta basada en una historia. Tal como apuntáramos previamente, hacemos muchas cosas solo por-que esa es la forma en que hemos visto a la gente hacerlas. Generalmente ni siquiera sabemos que la forma en que hacemos las cosas, la forma en que enfrentamos la vida, es solo una forma posible de hacerlas. Las tomamos como la forma «obvia y natural» de hacerlas. Las damos por sentadas.
Cuando hablamos de nosotros mismos, pocas veces se nos ocurre hablar acerca de la forma en que hacemos ciertas cosas. Esto normalmente escapa a la historia que contamos acerca de nuestra persona. Por consiguiente, en términos de nuestra identidad privada, esto podría no jugar un papel importante. Lo juega, sin embargo, en términos de nuestra identidad pública y en el modo en que la gente hablara de quienes somos.
Observada desde la perspectiva de alguien que tiene una forma diferente de hacer las cosas, una forma diferente de hacerle frente a la vida, nuestra forma de hacer las cosas no pasa inadvertida. Moldea la forma en que seremos vistos y juzgados públicamente. Cuando nos damos cuenta de que damos por sentada nuestra forma de hacer las cosas, de que nuestra forma de encarar la vida es solo una de las formas posibles, en ese momento podemos incorporar aquellas acciones transparentes nuestras en una historia que tengamos sobre nuestra persona.
Esta es una de las experiencias que enfrentamos cuan-do vamos a un país extranjero. Nos damos cuenta de que nuestra manera natural de hacer las cosas es tan solo la manera en que nuestra comunidad las hace. En nuestra comunidad, por lo tanto, esa forma de encarar las cosas podría haber pasado inadvertida, pero ella no pasa inadvertida en una comunidad diferente. También nos damos cuenta de que, para gente que pertenece a otra comunidad, nuestras acciones gatillan juicios que difícilmente podríamos anticipar. Mi mujer siempre insiste que ella realmente descubríó que era norteamericana una vez que se caso conmigo.
Para comunidades que están cerradas a nuestro mundo, podríamos ser vistos como «bárbaros» —como quienes no se comportan de la manera en que deberían hacerlo. Para comunidades abiertas a un mundo más amplio, podríamos aparecer simplemente como extranjeros: como gente que se comporta de un modo diferente, de un modo que no es el nuestro y que nos es extraño. A la inversa, para quienes van a países extranjeros con un sentido muy marcado de que su forma de hacer las cosas es la forma adecuada («the proper way»), tal como lo hacían muchos de los británicos cuando viajaban por el Imperio, los habitantes de la comunidad anfitriona serán vistos como seres humanos extraños o exóticos. Otra manera de nombrar a aquellos que son diferentes a nosotros es llamándoles «nativos». En un mundo global y multifacético, pagamos un alto precio por no reconocer que nuestras maneras de hacer las cosas son solo una entre muchas otras maneras posibles. Y no siempre, como hemos llega-do a aprender, las mas efectivas.
Tal como en la sección anterior hablábamos de discursos históricos, en el dominio performativo debemos referirnos a las «practicas sociales» o lo que los sociólogos a menudo llaman «instituciones sociales». Estas dan cuenta de la manera particular de hacer las cosas que existe en una determinada comunidad.
Tanto desde las narrativas (historias y discursos) como desde las acciones y prácticas sociales, surge un nuevo dominio de la persona. Lo llamamos dominio moral. Desde este dominio, se concibe la persona como un con-junto de declaraciones acerca de las acciones que pueden, no pueden y deben ser realizadas en determinadas circunstancias. Estas declaraciones pueden remontarse a las narrativas y las practicas, pero aun así pueden tener algún grado de autonomía. Individuos que provienen de los mismos discursos históricos y que comparten las mismas prácticas sociales pueden tener límites morales diferentes. Por lo tanto, si solo nos preguntamos por la historia personal que cada individuo tiene de su persona, podríamos no llegar a observar estos límites.
Tal como señalábamos, los límites morales siempre pueden reconstruirse como declaraciones sobre lo que uno y los demás pueden, no pueden y deben hacer bajo determinadas circunstancias. Ellos están definidos, por lo tanto, por lo permitido, lo prohibido y lo obligatorio.
Su importancia reside en el hecho de que ellos especifican formas diferentes de ser y definen el rango de las posibilidades de acción de los individuos (aun cuando tal individuo observe otras posibilidades). Lo que es posible en el dominio de la observación no es necesariamente lo que es posible en el dominio de la acción. Los individuos no solo actúan de una determinada manera, porque no vean en si otras posibilidades, sino porque no las ven como posibilidades para ellos. Algo que podríamos considerar posible, podría no resultarnos aceptable.
En una interacción de coaching es importante captar los límites morales de la persona. Muy a menudo nos damos cuenta de que los individuos dan por sentados sus límites morales, sin generar mayor reflexión sobre ellos. Con mucha frecuencia, particularmente bajo las actuales circunstancias históricas dadas por un mundo que ha entrado en el postmodernismo, los individuos entran en conflicto con sus propios limites morales, con la forma, por ejemplo, como definen el bien y el mal. Los criterios morales que ellos sustentan se contraponen al imperativo ético de conferirle sentido a la existencia. Se tiene la experiencia de estar viviendo en dos mundos diferentes: en aquel definido por nuestros límites morales y en aquel otro que genera posibilidades de acción frente a las cuales no estamos moralmente equipados y que, a la vez, no estamos en condiciones de descartar.
Nos vemos a menudo, por ejemplo, enfrentados a desafíos que parecieran exigirnos acciones que no estamos moralmente en condiciones de tomar. Bajo estas condiciones, la opción pareciera ser el responder al desafió o descartarlo. El problema reside, y con ello no hacemos sino reconocer el hecho, en que ninguna de estas opciones es capaz de proveernos paz y evitarnos sufrimiento. Ello es particularmente agudo cuando la distinción moral entre el bien y el mal, la hemos convertido en una distinción entre lo sagrado y lo diabólico, cuando hemos convertido lo moral en religioso.
Los seres humanos somos seres morales. El dominio de la moral es constitutivo de la existencia humana y, en tal sentido, es antológico. Pero la moralidad no es sino un subdominio de un aspecto de rango superior: la ética. Tal como ya apuntáramos, la ética guarda relación con la forma como respondemos al desafió que todo ser humano enfrenta con respecto al sentido de la vida. Es en función de este desafió primario que resulta de ser seres lingüísticos y, por lo tanto, de enfrentar la vida desde la perspectiva semántica del sentido, que establecemos valores y, dentro de ellos, delimitamos el bien y el mal. Ello lo hacemos
gracias al poder de hacer juicios que nos confiere el lenguaje.
No nos podemos sustraer a nuestra condición de seres morales. Ello no es una opción que los seres huma-nos tengamos abierta. No nos podemos comportar, como lo hacen el resto de los animales, desde fuera del imperativo del sentido de la vida y de nuestra capacidad de hacer juicios. La inmoralidad, vista como la liberación del dominio moral y no como el contravenir determina-das pautas morales particulares, no es una opción disponible.
Pero si existe una opción que no siempre detectamos. Esta es aquella que nos propone, nuevamente, Nietzsche. Es la opción de comprometernos en la reevaluación de nuestros valores, en el enjuiciamiento de nuestros juicios morales y en el diseño de nuevas pautas de sentido, de nuevas formas de interpretar el bien y el mal. Fuera del bien y el mal nunca podremos situarnos, pero si podemos trascender, si podemos ir más allá de la forma particular como históricamente se los ha definido y que hemos hecho nuestra. Ello implica necesariamente reexaminar lo sagrado y lo diabólico como expresión de la distinción entre el bien y el mal. Ello equivale a rehumanizar la moral.
No podemos evitar tener límites morales. Ellos pueden ser más amplios o más estrechos, pero todos nosotros los tenemos. Sin límites morales la vida social, la vida junto a otros, es imposible. El problema se presenta cuando nos convertimos en prisioneros de nuestros propios límites morales, sin que tengamos la posibilidad de reflexionar sobre ellos y sobre sus consecuencias en nuestras vidas: cuando nos cerramos a la posibilidad de rediseñarlos según nuestros anhelos en la vida.
La persona es un determinado espacio o campo emocional. Según nuestra manera de ser, hay cosas que no veremos y acciones que no seremos capaces de realizar. Somos un conjunto de predisposiciones y de acciones posibles. Pero también somos un conjunto de acciones que no son posibles para nosotros.
Cuando caracterizamos a la gente, por lo general nos referimos al espacio emocional en que están. Cuando nos preguntan acerca de alguien, podemos decir, por ejemplo, «Anita es una mujer delicada», «Camilo es un niñito tan dulce», «Alberto es un tipo depresivo», «Constanza es una niña feliz». Todas estas caracterizaciones involucran factores emocionales.
Como hemos dicho en alguna otra parte, las emociones pueden reconstruirse lingüísticamente y también pueden cambiar debido a interacciones lingüísticas. Las consideramos, sin embargo, un dominio distinto del lenguaje. El lenguaje puede afectar las emociones, así como las emociones pueden afectar el lenguaje. Debido a nuestro estado emocional, entablaremos ciertas conversaciones y no estaremos disponibles para otras.
Toda persona comprende un campo emocional particular. Encontramos a gente mas optimista o mas pesimista, mas ambiciosa o mas resignada, mas fluida o mas agresiva con los demás, etcétera. Nuestra posibilidad de cambio será diferente según nuestro campo emocional. Cada campo emocional define límites diferentes para la transformación de la persona.
Consideramos el aspecto emocional de la persona como el aspecto más importante cuando se trata, por ejemplo, de aprendizaje y de coaching. El campo emocional de la persona es el factor que define sus límites para el cambio y la superación personal. No estamos diciendo que el lado emocional de la persona determine, de una vez y para siempre,
hasta donde seria posible que alguien pudiese cambiar. Nuestras posibilidades inherentes de cambio son prácticamente infinitas y, en este sentido, no estamos sujetos a limitaciones inamovibles.
Pero sin cambiar el estado emocional en que la persona se encuentre, nuestras oportunidades para producir cambios serán muy limitadas. Sin embargo, si tenemos el cuidado de cambiar primero el contexto emocional en el cual puede tener lugar el aprendizaje o el coaching, podemos ampliar inmediatamente la disposición de alguien a la transformación. En otras palabras, aun cuando el campo emocional de la persona fija limites para su transformación, ese campo en si puede transformarse de modo de ampliar esos límites.
Si alguien no esta en el estado emocional adecuado, no vera las nuevas posibilidades que se le muestran. Para que vea esas posibilidades, a menudo hay que modificar antes su estado emocional. Sin embargo, una vez que ello se logra y ese alguien ve posibilidades que antes no observaba, aun podría ocurrir que su estado emocional no le permitiese tomar aquellas acciones que ahora ve posibles. La emocionalidad que nos permite observar algo no es necesariamente la misma que nos llevara a actuar dentro de ese espacio de posibilidades. Muchas veces se requiere de otro cambio emocional para generar la disposición que llevara a realizar aquellas acciones. El coach antológico tiene la responsabilidad de diseñar todas esas intervenciones emocionales.
Las fuerzas conservadoras de la persona
Hemos dicho que la persona puede ser considerada un principio de coherencia sobre las acciones que realizamos. Como tal, implica una gran fuerza conservadora, una fuerza que resiste la posibilidad de moverse hacia una forma de ser diferente. Tendemos a hacernos coherentes; es solo como opción secundaria que estamos dispuestos a elegir un proceso global de transformación. Más bien nos mantenemos dentro de los límites de las mismas historias y patrones de comportamientos, tan solo agregando cualquier cosa nueva a los antiguos principios que hemos usado para articular nuestras acciones del pasado.
Desde este punto de vista, la persona puede ser considerada como una adición de acciones a una historia, como una unidad con un determinado patrón de conducta. Es esta fuerza conservadora la que nos permite caracterizar a los individuos (según las acciones que hayan realizado en el pasado) y anticipar la forma en que se desempeñaran en el futuro. Es esta misma fuerza conservadora la que nos ha llevado equivocadamente a ver a la persona como un ser inmutable que permanecerá constante, independientemente de los cambios (que se suponen siempre superficiales) que ocurran. Es precisamente aquí donde la comprensión metafísica de la persona encuentra una de sus raíces.
Sin negar el hecho de que la persona esta en permanente proceso de transformación y autocreación, el principio de coherencia y las fuerzas conservadoras que la persona desata sobre si misma, nos permiten observar la persona no solo como un proceso de devenir sino también como una manera determinada de «ser». Nos permite observar la persona como el lugar desde donde actuamos, como una determinada «alma».
Estas fuerzas conservadoras de la persona constituyen un aspecto importante a considerar en el coaching antológico. Si las posibilidades de cambio que se abren en una interacción de coaching no afectan el núcleo de la coherencia de la persona que se somete a el, probablemente no habrá problemas para que ellas sean aceptadas. Sin embargo, cabe esperar una mayor resistencia si aquellas posibilidades cuestionan el principio de coherencia
básico que define la forma de ser de esa persona.
Las fuerzas transformadoras de la persona
Así como nos referimos a las fuerzas conservadoras de la persona (de las cuales el coach puede esperar resistencia), existen también condiciones que facilitan el coaching, con las que el coach puede contar. Las llamaremos fuerzas transformadoras y señalaremos aquí dos de ellas: una, que es siempre contingente, y la otra, que es antológica, constitutiva de nuestra forma de ser humana.
El punto de partida normal del coaching es un quiebre. Los individuos piden coach porque declaran que «algo» en sus vidas no anda bien y se dan cuenta de que requieren de un observador distinto para ayudarles a resolver ese quiebre: de alguien que posee distinciones y competencias que el o ella no tienen. Se dan cuenta de que el observador que son no les permite hacerse cargo del quiebre.
Todo quiebre con el que se abre una interacción de coaching nos muestra dos caras. Por un lado, que nos encontramos, debido a nuestras propias coherencias (y a menudo, recurrentemente), en determinadas situaciones de vida. Por otro lado, que en razón de nuestras mismas coherencias, tales situaciones no nos son aceptables y las declaramos un quiebre. Por lo tanto, tanto el generar la situación en la que nos vemos comprometidos, como el que ella no nos satisfaga, son manifestaciones de la coherencia que somos. Al pedir el coaching también reconocemos algo mas: el hecho de que la coherencia que somos no nos permite resolver el quiebre y declaramos que necesitamos de un observador que nos ayude a salir de el, que nos ayude a observar lo que no logramos observar y a tomar las acciones que no sabemos tomar.
A menudo, el quiebre se vive como algo que esta interfiriendo con el principio de coherencia que somos y nuestra tendencia inicial puede ser tratar de salvarlo o protegerlo. Es tarea del coach mostrarle a quien solicito el coaching como ese quiebre es a menudo una expresión del mismo principio de coherencia. Por lo tanto, todo quiebre encierra poderosas fuerzas de transformación que son las aliadas naturales del coach al realizar su labor. El coach debe volver una y otra vez a este quiebre para mantener vivas las fuerzas de transformación que el coaching requiere.
La segunda fuerza transformadora es constitutiva de nuestra forma de ser humana. Ser un ser humano es vivir en un proceso de incompletud como persona. Esto se manifiesta, por ejemplo, en la forma como nos relacionamos con el tiempo. Como nos señala Milán Kundera en El libra de la risa y el olvido, «la única razón por la que los individuos quieren ser amos del futuro es para cambiar el pasado. Ellos luchan por el acceso a los laboratorios donde las fotografías son retocadas y las biografías e historias reescritas». Ser humano implica estar obligados a tomar una posición respecto de nuestro ser. Tenemos la necesidad permanente de hacernos cargo de nosotros mismos. Si no lo hacemos, arriesgamos con ello la existencia.
A veces podemos estar satisfechos de la forma en que nos hacemos cargo de nosotros y, aun así, no podemos dejar de hacerlo. Cuando ello ocurre, suele tratarse de un momento pasajero. E incluso, un presente satisfactorio pocas veces es una expresión de realización completa en el presente. Un presente satisfactorio generalmente lo es debido a que visualizamos un futuro lleno de posibilidades. Pero este mismo hecho, esta necesidad de
posibilidades futuras, nos habla del sentido de incompletud con el que los seres humanos transitamos por la vida.
Este sentido de incompletud nos conduce hacia un proceso permanente de trascendencia respecto de nosotros mismos. Siempre estamos intentando obtener algún tipo de realización que nunca alcanzamos plenamente. Ser humano es estar en un proceso de permanente reconocimiento de nuestras limitaciones, restricciones e imperfecciones. Siempre estamos reconociendo nuestras incompetencias. Ser un ser humano es estar en un proceso continúe de devenir.
Este sentido de trascendencia que constituye a los seres humanos esta en la base de nuestras búsquedas y experiencias espirituales. Pero nosotros nos trascendemos a nosotros mismos de maneras muy diferentes. Además de nuestra vida espiritual, también trascendemos a través de la política, la estética, el trabajo, la vida familiar, el trabajo voluntario en la comunidad, etcétera. El amor, por ejemplo, nos da un sentido de completud que no alcanzamos solos. Este impulse hacia la trascendencia es una gran fuerza transformadora para la persona. Cuan-do esta activada, tiene un inmenso poder y puede superar con creces las resistencias que vendrán desde las fuerzas conservadoras de la persona.
Vida y literatura
La literatura nos muestra, en forma hermosa, como la construcción de las personas dice relación con buena parte de lo que hemos planteado en este capitulo. Los personajes literarios son personas ficticias que creamos a partir del poder y la magia generativa del lenguaje. Jugando con el lenguaje, los autores traen a cuenta personas, mundos y experiencias ficticios. El novelista mexicano Carlos Fuentes nos dice al referirse a su experiencia de escribir: «Cuando me siento a escribir soy amo del mundo. Durante un breve instante soy Dios. Creo realidad».
Si observamos a los grandes personajes literarios, encontraremos que lo que los hace especiales no son los acontecimientos de su vida literaria, sino la profundidad de sus personas. Los personajes de la literatura moderna se caracterizan por no ser muy diferentes de todos nosotros y, normalmente, por no tener, tampoco, experiencias extraordinarias.
Uno de los personajes literarios modernos más importantes es Madame Bovary, de Flaubert. En ella encontramos a una persona ordinaria, con un tipo de vida extremadamente común en una pequeña ciudad de Francia. Nada en su vida es diferente de la de los cientos de personas que viven en una ciudad como la de ella. Lo que la hace a ella tan especial, como lo muestra tan magistral-mente Flaubert, es la profundidad del diseño literario de su persona. A partir de lo que nos cuenta la obra, el personaje de Ema Bovary cobra vida. Empezamos a ver Madame Bovary al conocer otra gente. Podemos decir como hubiese actuado Madame Bovary bajo determina-das circunstancias. Ella se convierte en alguien de nuestro circulo social, a quien conocemos casi mejor que a nuestros amigos mas cercanos.
Dostoievski es otro genio literario en la construcción de personajes. Difícilmente podemos leer sus novelas sin quedarnos, por el resto de nuestras vidas, con los personajes que nos presenta. ¿Como podríamos olvidar al príncipe Mishkin, a Raskolnikov o a cada uno de los hermanos Karamasov? Este es el genio de los grandes autores literarios.
Y esta es precisamente la forma como habitualmente evaluamos el aprendizaje. Lo único que, desde nuestro punto de vista, ha cambiado es que ahora aceptamos que responder es actuar y responder adecuadamente es acción efectiva.
¿Por que hablamos de acción «efectiva»? Porque obviamente no toda forma de acción (o no toda respuesta) nos permite emitir el juicio de aprendizaje. Solo algunas acciones (solo algunas respuestas) fundan el juicio de aprendizaje. Ello implica que además de actuar, quien se encuentra en proceso de aprendizaje se somete al juicio de alguien a quien le confiere la autoridad para determinar si su acción (o su respuesta) es efectiva. Tal como sucedía cuando nos referíamos al poder de la palabra de un individuo sobre otros, el juicio de aprendizaje «se confiere». Se le confiere a quien investimos con autoridad para hacerlo. El aprendizaje, nos dice a menudo Humberto Maturana, es obsequio (un juicio) que el profesor le hace (le confiere) al alumno, sobre la base de las acciones ejecutadas por este.
A partir de lo señalado, comprobamos que cuando aprendemos algo, expandimos nuestra capacidad de acción y, por lo tanto, incrementamos nuestro poder. Cada vez que adquirimos nuevas competencias, ganamos poder. El aprendizaje nos permite diferenciarnos de como éramos en el pasado, en términos de nuestra capacidad de acción. Al diferenciarnos de nuestra capacidad de acción pasada, aceleramos nuestro proceso de devenir y nos transformamos en seres humanos diferentes. Somos de acuerdo a como actuamos: la acción genera ser. El aprendizaje, como modalidad de poder, es parte crucial del proceso del devenir al que nos exponemos al vivir.