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Pedro García Cabrera (Vallehermoso, 1905; Santa Cruz de Tenerife, 1981) es, sin lugar a dudas, una de las figuras literarias de la España insular de mayor proyección: proyección en el tiempo, por la extraordinaria influencia que su palabra poética ejercerá en la obra lírica del siglo en el que vive; y proyección en el espacio, por su reconocimiento también en la España peninsular.
Se suele decir que su vida y su extensa obra vienen conformadas particularmente por dos constantes: su claro compromiso social y su especial atención hacia el paisaje isleño. También es significativo comprobar cómo determinadas circunstancias históricas, que incidieron directamente en su vida, ayudaron a definir dos grandes momentos líricos en su trayectoria artística. Así, hay un Pedro García Cabrera en la primera mitad del siglo que algunos consideran como un creador en tránsito, como una figura que se busca en distintas tendencias. Encontramos en este período reminiscencias modernistas, un acercamiento muy importante hacia los ismos (el surrealismo y, en menor medida, el creacionismo), ciertos ecos también de la poesía pura de Juan Ramón Jiménez y, por último, un remedo significativo de la estética lorquiana y de Rafael Alberti. Advertimos unas influencias muy semejantes a las que veremos respecto a la obra de Josefina de la Torre. No es de extrañar pues ambos participan activamente de la efervescencia cultural de los primeros treinta años del siglo XX (implicación en revistas literarias, tertulias …) con la diferencia de que el ambiente teatral y musical del entorno familiar de Josefina la dirige a establecer fuertes lazos con la vida artística del momento, mientras que el ambiente familiar de Pedro García Cabrera, de militancia política, conduce sus pasos hacia un compromiso ideológico y social muy significativo.
Superado el meridiano del siglo y hasta el final de sus composiciones, encontramos un Pedro García Cabrera fuertemente enraizado en (y entre) lo íntimo y lo social.
En el primer período el autor comienza ya su vinculación con las revistas literarias de la época, revistas que muchas veces avanzarán los poemas que más tarde verán la luz en formato libro. Hespérides, Gaceta de Tenerife, Cartones, Gaceta de Arte son los nombres más destacados de dichas publicaciones; de las dos últimas fue, además, cofundador y, en la última, publicó incluso numerosos ensayos literarios. Precisamente fue una revista local, La voz de Junonia, la que acogió su primera publicación, el relato breve Recordando (1922).
En el año 1928, encontramos su primer poemario, Liqúenes, obra primeriza que recoge las influencias ya descritas. Pertenecen también a este momento Transparencias fugadas (1934), La rodilla en el agua (con poemas escritos entre 1934 y 1935) y Dársena con despertadores (1936). No obstante, aunque escritos en estos años, estos dos últimos libros verán la luz mucho tiempo después: el primero en 1981, y el segundo un año antes (1980). Transparencias fugadas supone un modo muy personal de abordar el modo surrealista. Temáticamente se advierte también en él la gran importancia concedida al paisaje como motivo literario, aspecto éste que marcará la obra de nuestro poeta como ya se ha dicho. En La rodilla en el agua llama la atención cómo el motivo de la isla sirve para concretar las abstracciones e imágenes oníricas que pueblan los versos. Por su parte, el breve poemario Dársena con despertadores (solo ocho poemas) es todo un experimento lírico construido, en palabras del propio poeta, a partir de «dos largas listas de palabras autónomas».
El estallido de la guerra civil española trunca la vida del país y afecta particularmente a activistas de la cultura como nuestro autor que sufre, aproximadamente durante unos diez años, toda una dramática peripecia personal: detención, reclusión en prisión, deportación a África, fuga, accidente, hospitalización y nueva detención en la Península, reclamación desde la isla de Tenerife, encacela- miento y posterior concesión de libertad vigilada… con el consecuente confinamiento en su hogar… La terrible experiencia de estos años así como su relación con la enfermera que, posteriormente se convertiría en su compañera de vida, quedan reflejadas en títulos como Entre la guerra y tú (1936-1939), Romancero cautivo (1936-1940), La arena y la intimidad (1940), Hombros de ausencia (1942- 1944), Viaje al interior de tu voz (1944-46) .
Superados esos diez años de inestabilidad, hemos de llegar al año 1951 para encontrar otro libro publicado por nuestro autor y en el que ya vamos a percibir su aproximación a la poesía social. De este año es Día de alondras, obra integrada por cuarenta y nueve poemas o «alondras» que vagan por siete «escenarios»: jardín, bosque, orilla del mar, alcoba, campo, azotea y ciudad. Es evidente aquí el motivo poético de la libertad que, a partir de ahora, no abandonará la creación lírica de nuestro autor.
También son significativos en estos años los intentos del poeta (y sus logros) por contribuir a recuperar la vida cultural con el reflotamiento de nuevas propuestas y revistas culturales (como el suplemento literario del periódico La Tarde denominado Gaceta semanal de las artes), su implicación casi simultánea en nuevos libros (más poesía pero también cuentos), su interés por la traducción al francés y, en definitiva, su proyección internacional auspiciada por contactos con intelectuales belgas y franceses.
Como acabamos de decir, en este período de los años 50 y 60, nuestro autor escribe casi simultáneamente los siguientes poemarios: La esperanza me mantiene (1959), Vuelta a la isla (1968), Entre cuatro paredes (1968), Hora punta del hombre (1969) y Las islas en que vivo (1971), libro este al que pertenece el poema que aquí comentamos. Se alimentan todos ellos, junto al tema de la libertad ya mencionado, del leitmotiv de la esperanza, la esperanza de un futuro mejor que se construye solidariamente, entre todos. Junto a ella, una vez más, el paisaje y sus gentes. Y en el paisaje, por encima de todo, el mar, del que debemos sacar fuerza y arrojo para seguir adelante, para que la soledad no nos anule.
Sus últimos poemarios recrudecen los temas de los libros anteriores y ponen el acento en la rebeldía. El poeta se vuelve cada vez más intolerante con la injusticia y las desigualdades sociales y hace de la denuncia su tono lírico dominante. Los títulos ya lo sugieren: Elegías muertas de hambre (1975),
Ojos que no ven (1977) y Hacia la libertad (1978), considerado este último como un auténtico testamento lírico. Con esta obra el poeta reitera su deseo ferviente de un mundo sin fronteras y de plena libertad, sin exiliados y con amnistía total para los perseguidos. Finalmente, destacamos la antología A la mar fui por naranjas (1980).
El poema que nos ocupa, integrado en el libro Las islas en que vivo (1971), se ubica en un momento de consolidación del tono social. El desasosiego que reina aún en la pluma de Pedro García Cabrera se acentúa extraordinariamente en algunos de los poemas de este libro. La soledad casi es uno de los personajes y frente a ella el poeta busca apoyos solidarios: la libertad es también ahora una meta colectiva.
El deseo de libertad junto con la necesidad de la esperanza conforman el núcleo temático de este poema circular de Pedro García Cabrera. No podemos sustraernos a las circunstancias históricas en las que vivió nuestro poeta gomero: una España que, entre 1939 y 1975, estuvo supeditada a un régimen de privación de libertad, el del general Franco. Además ya hemos comentado cómo el poeta sufrió en sus carnes las consecuencias directas de dicho régimen.
No es de extrañar que, viniendo de un hombre tan éticamente comprometido como él lo fue, sean frecuentes, en el corpus de su obra, poemas como este, que quieren convertirse en un auténtico espacio de clamor reivindicando que, desde el convencimiento extremo, un día la libertad será conquistada. La idea de luchar por ella y luchar desde la colectividad nos recuerda igualmente la voz comprometida de los versos críticos de Gabriel Celaya o de Blas de Otero, en el panorama peninsular, y del grancanario Agustín Millares Salí, en las letras isleñas.
Por otro lado, igual de recurrente en toda su obra podemos considerar la presencia del motivo poético de la isla y de sus residentes, inveteradamente instalados en la eterna contradicción: sentirse aislados y olvidados, pero también ansiosos por huir al exterior.
Que el poeta puede expresar su compromiso solidario con la sociedad nos lo demuestra nuestro autor con este formidable poema. Con estos versos, Pedro García Cabrera explícita su fe en la palabra como arma transformadora de dicha sociedad. Es evidente que el discurso lírico puede pues erigirse en relevante espacio de denuncia, en espacio de decisivo compromiso personal frente, por ejemplo, a la obra literaria concebida como exclusivo marco de evasión. No fue esta última la postura adoptada por nuestro poeta, ni siquiera cuando sus versos coqueteaban con los ismos vanguardistas. En este poema denominado Un día habrá una isla la fuerte carga lírica se acentúa ya desde los versos inicales con la presencia (que será recurrente) de la primera persona gramatical. Este yo lírico se refuerza, si cabe más aún, con la mención de los otros, irrenunciable en este clamor.
Elige Pedro García Cabrera el modelo métrico de la silva combinando a voluntad heptasílabos con endecasílabos, con los que subraya así su impronta personal.
Respecto a la rima, da relevancia a la asonancia i-a de los versos impares 1,5,9,13 y 17 y focaliza así la atención sobre el concepto «isla». Recordemos que, en su preocupación constante por el paisaje, la isla ocupa siempre el epicentro de su mirada.
La estructura del poema se caracteriza por su disposición circular: el poeta empieza (v. 1 y 2) y acaba de modo similar (final del v. 17 y v. 18): reconociendo, necesitando, anhelando —y a la vez certificando— la existencia de un espacio, de un entorno mejor, de un futuro más justo y solidario. .. y no solo para disfrutarlo él, en su soledad. Antes al contrario, el deseo del poeta es justamente compartirlo con los demás, {a todos… v. 5 y, de nuevo, a todos…, v. 16). En los versos centrales del poema (6 – 13) especifica esos otros grupos, esos sectores humanos desfavorecidos que igualmente luchan y van de la mano con el poeta. Así, observamos las alusiones, estructuralmente expresadas de modo paralelístico, y semánticamente adornadas con metáforas y metonimias (v. 7 y 13) y sucesivas perífrasis (v. 8-12) que señalan en su conjunto a los diferentes, a los que sufren, a los que se muestran llenos de convicción, a los perseguidos.
Si dibujásemos la organización que el poeta da a su clamor comprobaríamos el perfecto y equilibrado círculo que traza en su «isla»:
Anhelo y constatación de la existencia de esa isla (w. 1-2)
Deseo de yacer en ella… con todos (w. 3-5)
¿Quiénes conforman ese «todos»? (w. 6-13)
Reiteración de su deseo… con todos (w. 14 – 16 y comienzo v.17)
Anhelo y constatación de la existencia de esa isla (final v. 17 y v. 18)
La armonía del poema se justifica también con el empleo recurrente, en primer lugar, del hipérbaton que pone de relieve ideas y conceptos clave. Lo observamos en los versos 6 y 7 que destacan la imagen de la soledad y la presencia de los otros respectivamente, así como en el verso 16, que evoca la imagen de la esperanza («la alegría del mar»). En segundo lugar, la frecuencia del encabalgamiento subraya la contundencia del mensaje que quiere ser unánime. Advertimos el encabalgamiento oracional del comienzo y del final del poema «isla / que no sea…» que fluye suavemente hasta el final del verso encabalgado. Los otros ejemplos son igualmente encabalgamientos suaves en cuanto a su extensión pero sirremáticos en cuanto a su naturaleza. Los encontramos en los versos 8-9 («cesan / de mirarse…»), v. 10-11 («no pierden / el corazón y…»), v. 14 – 15 («se liberen / del combate en…»).
Otros recursos estilísticos presentes no hacen sino reiterar la contundente fuerza expresiva del mensaje lírico de Pedro García Cabrera: desde la elipsis del verso 3, hasta la antítesis del 15.
El objetivo prioritario del poeta es hacer de la expresión artística una vía irrenunciable de denuncia y compromiso social ante la imposición del silencio, ante el «silencio amordazado». La complicidad con el lector es, suponemos, absoluta.
Denunciar una injusticia, reclamar derechos fundamentales es algo que también se ha hecho y se hace desde la tribuna de las artes en general.
No podemos olvidar, por otra parte, el contexto político en el que Pedro García Cabrera concibe este poema, incluido en un poemario del año 1971, todavía bajo un régimen de censura y privaciones. Sabemos —como dijimos anteriormente— que nuestro poeta tiene fe en la palabra como transformadora de la sociedad y forma parte además de un grupo de poetas que manifiesta su compromiso solidario con su momento histórico. No olvidamos tampoco los esfuerzos del poeta por recuperar su plena voz a través de las publicaciones que fueron silenciadas durante los años difíciles…
El discurso, a través de los versos pero también a través del ensayo comprometido, encontró por tanto en Pedro García un representante singular. Su voz supo así conciliar —sabia y oportunamente—, y sobre todo en sus últimas producciones, su intención estética junto al calado de su mensaje.
Hoy en día, aun viviendo en una situación sociopolítica bien diferente, la necesidad de dar cuenta de nosotros (en una línea similar a la que veremos con Josefina de la Torre) pero, sobre todo, la necesidad de proclamar a los cuatro vientos lo que nos desagrada, lo que rechazamos y censuramos, ha encontrado numerosos escenarios críticos dentro del ambiente artístico.
Entre los jóvenes, géneros musicales como el rap (¿cuánto no deberán sus letras a las respectivas de Paco Ibáñez, Labordeta o Taller canario de la canción?) o expresiones plásticas como los graffitis son algunos ejemplos relevantes.
Entre los menos jóvenes, determinados oficios y profesiones cumplen a la perfección ese papel de ser farolillos permanentes de denuncia de lo que deshonra a cualquier sociedad que se precie de moderna o progresista. La fotografía de Sebastiáo Salgado, cuando retrata las penosas condiciones de vida de algunos colectivos en nuestro propio país, las polémicas viñetas gráficas de El Roto o de Forges o las metafóricas columnas periodísticas de Juan José Millás o de Maruja Torres, alertándonos ante situaciones y circunstancias impensables y, sin embargo, ocurridas a la vuelta de nuestra esquina, son claros ejemplos.
Todo ello puede ser entendido como un modo de resistencia, como un modo de activismo cultural.