Portada » Filosofía » La Felicidad en la Filosofía Griega: Estoicismo, Escepticismo, Neoplatonismo y Aristóteles
Las principales preocupaciones del ser humano, según el estoicismo, son el temor a los dioses, a la muerte, a no alcanzar el placer y el bien, y a que los males no terminen. El estoicismo argumenta que no hay que temer a los dioses, puesto que no se ocupan de los asuntos de los hombres. Tampoco hay que temer a la muerte, puesto que mientras vivimos no existe y cuando existe, no existimos nosotros. Además, no hay que preocuparse por no alcanzar el placer y el bien, puesto que ambos son alcanzables. Finalmente, no debemos temer que nuestros males no terminen, pues todo tiene un fin. Se recomienda no meterse en cuestiones políticas, para evitar problemas y preocupaciones, y disfrutar de la amistad, ya que reporta beneficios mutuos.
El estoicismo, fundado por Zenón de Citio (334-262 a. C.), es el movimiento filosófico más importante del Imperio Romano. Para los estoicos, la felicidad consiste en aceptar el orden natural (logos) de las cosas. El ser humano ha de aceptar su destino (deber) y, liberándose de las pasiones, ser dueño de sí mismo (ataraxia).
Su primer representante fue Pirrón (360-270 a. C.). Para los escépticos, la felicidad procede de abstenerse de formular juicios, ya que nada hay verdadero ni falso. El escéptico busca una vida tranquila evitando tomar partido.
Es la lectura de Platón propia del helenismo. Si para él las cosas son inconsistentes, entonces la consistencia, la verdad y la justicia no son de este mundo inconsistente. Es un momento idóneo para la aparición del mensaje religioso. Los neoplatónicos comparten la percepción helenística del hombre como un ser inconsistente, miserable y desarraigado, y, consecuentemente, necesitado de un retorno, de una salvación. Los neoplatónicos no comparten con las religiones que esta salvación venga de fuera de la naturaleza del hombre mismo, de algo sobrenatural.
El hombre hace cosas que no hace un animal. Este «hacer cosas» es exclusivo del hombre (aprender gramática, construir una casa…). El hombre toma decisiones, el animal no. El ser humano, a diferencia del animal, es el resultado de las decisiones que va tomando a lo largo de su vida. Su morada (ethos), su hábitat, es el resultado de hábitos, de decisiones que se vuelven habituales. Aristóteles dice que somos «animales de costumbres».
Aristóteles pretende poner de relieve los principios inherentes a esta morada. Lo primero que señala es que en lo que el hombre sabe hacer podemos distinguir dos modos:
La praxis es la decisión puesta en cuestión. Sabemos que toda decisión está orientada a un fin. La ética, como toda la filosofía de Aristóteles, es teleológica (el ser de la cosa es su finalidad). Tanto en el hacer técnico (hacer cosas) como en la toma de decisiones sobre qué cosas hacer (prudencia), se procura un fin. Tal y como hemos señalado, la prudencia es aquella decisión que no remite a nada: es ella su propio fin. Aristóteles dice que el fin último (no remite a nada) es la felicidad. Y, aunque todos tomamos diferentes decisiones, hay algo que es lo mismo para cualquier decisión: todos queremos ser felices. La felicidad es lo que siempre está supuesto en todo saber decidir. Se trata, entonces, de hacer relevante aquello que está supuesto (pasa desapercibido) en toda decisión. Y esto es la verdad (aletheia): que aparezca aquello (lo mismo) que está siempre supuesto (por eso pasa desapercibido) en cualquier saber qué hacer. Esto es el logos: el hacer donde lo que se hace revelante es que uno no sabe qué hacer.
Sabemos que la felicidad es la decisión que no depende de nada, es el fin último. Quien decide sin depender de un fin dado es alguien feliz: sabio, autosuficiente y perfecto. En Aristóteles, la felicidad (ser sabio, autosuficiente y perfecto) es un acto de una potencia y, por lo tanto, tiene que proceder del ejercicio de la misma. Exige esfuerzo. El ser humano tiene que conformar, día a día, unos hábitos que faciliten una vida feliz. Aristóteles afirma que saberlo es una decisión necesaria pero no suficiente para tomar la decisión. Las decisiones del hombre han de acompañarse del saber, pero no son sólo saber, sencillamente porque el hombre no es sabio, está en camino de ser sabio (es filosófico).
Aristóteles piensa que lo esencial al hombre es que puede ser sabio, que puede ser feliz (los dioses no pueden ser sabios y felices, precisamente porque lo son). Podemos destacar dos aspectos de una decisión:
Al saber decidir corresponden las virtudes dianoéticas (ciencia, arte, inteligencia…) y a tomar la decisión corresponden las virtudes morales (buenos hábitos). Las virtudes dianoéticas hacen referencia al desarrollo de las capacidades intelectuales del ser humano. El hombre, como ser racional, puede destacar, ser virtuoso, en ciencia, arte, inteligencia… Toda decisión presupone el saber, pero no es solo saber. Para tomar una buena decisión se necesita de virtudes éticas (buenos hábitos). Los buenos hábitos facilitan buenas decisiones, y para ello es preciso ejercitarlos, como haría un hombre prudente, día a día y con esfuerzo. Día a día se va conformando el carácter de quien asume que el camino de la felicidad, como ejercicio que es (la felicidad es un acto de una potencia), debe huir de los extremos. Aristóteles dice que la virtud es un término medio, un equilibrio.
El ser humano prudente busca el término medio. Para Aristóteles, la virtud ética más importante es la justicia. Es la virtud más difícil puesto que hace referencia al equilibrio en nuestra necesaria (el hombre es un ser comunitario) relación con los demás. Aristóteles distingue entre:
Aristóteles considera, como todos los griegos, que el hombre es un ser comunitario y, por lo tanto, su felicidad no puede desligarse de la comunidad (polis) a la que pertenece. La comunidad ha de posibilitar que el hombre pueda ser feliz. Por ello, la comunidad propia del ser humano es una comunidad cuyo fundamento es el logos, una comunidad de hombres que tienen la posibilidad de ser sabios, autosuficientes: una comunidad de ciudadanos. El ser humano es político por naturaleza y su felicidad está directamente ligada a la polis, cuyo fin no es otro que hacer posible una vida virtuosa y feliz. Si llegar a ser feliz es lo mismo que llegar a ser sabio, es natural que Aristóteles se interese por la educación (paideia) de sus ciudadanos. Resulta difícil, dice, que de un Estado pervertido surja un legislador virtuoso y excelente. Aristóteles analiza las ciudades y contrasta tres tipos: en primer lugar, la monarquía, que se caracteriza por ser el gobierno de uno solo; en segundo lugar, la aristocracia, que es el gobierno de un grupo reducido, «los mejores»; y en tercer lugar, la política, el gobierno del pueblo. Todas las constituciones son justas si se gobierna para el bien común. La mejor constitución, cuando se gobierna buscando el bien común, es la politeia (gobierno del pueblo). Aristóteles concluye que las mejores decisiones para un buen gobierno son una fuerte clase media, un número ni demasiado alto ni bajo de ciudadanos, un territorio fértil con una propiedad lo suficientemente repartida para aumentar el número de producciones y, también, una ciudad alejada del mar.