Portada » Filosofía » La Dignidad Humana y la Educación
Los educadores tienen que ser conscientes de la importancia de su trabajo. La dignidad del trabajo procede de su conexión con la persona: la persona de quien lo realiza, y las personas a cuyo servicio esa labor está dirigida. El trabajo de un educador posee una dignidad especial, pues la educación puede catalizar, orientar o, en nuestro caso, reorientar el crecimiento de la persona, poniendo en juego todas las dimensiones humanas.
La antropología pedagógica debe poner a disposición de los educadores una formación inicial y continua a lo largo de todo su desempeño laboral.
La influencia de la mentalidad positivista dominante oscurece las razones últimas de la dignidad, y los educadores tampoco están exentos de esa influencia.
El discurso de la educación se mueve en el ámbito de las ciencias sociales, pero esto no anula que se enfoque también desde el punto de vista propio de los saberes humanísticos, centrados en el concepto de persona y en el cultivo de lo más humano de cada ser humano.
Los discursos sobre la dignidad humana tienen múltiples visiones. Ocurre el caso de que algunos asienten sin dudar ante la afirmación de que la persona humana es digna, pero dudan al dar respuesta a por qué. También existen textos legislativos e instrumentos internacionales que promueven los derechos humanos reconociendo esa dignidad, conclusión que suena también poco fundada.
Para evitar esta situación hay que dar respuesta al qué y al por qué de la dignidad humana.
La palabra persona evoca la idea de algo especialmente digno, noble. Excellere (significa destacar) por la que algo resalta entre otros seres por razón del valor que le es exclusivo o propio. La expresión “dignidad de la persona” viene a ser una redundancia intencionada, cuyo fin estriba en subrayar la especial importancia de un cierto tipo de entes (Millán-Puelles).
Para profundizar sobre el significado de dignidad de la persona hay que profundizar en tres formas en las que se plantea:
Generalmente no se atiende a las dos primeras formas, lo que hace que los derechos humanos —sobre el respeto que la naturaleza humana y cada uno de sus ejemplos merece— quede vacío.
Obviar la fundamentación radicalmente teocéntrica de la dignidad de la persona humana lleva a una afirmación postuladora. Se corre el riesgo de no entrar en la fundamentación, que es metafísica, toda vez que el concepto mismo de dignidad de la persona también lo es.
El cristianismo distingue entre la unidad de Dios en cuanto a su sustancia (ousia) y la trinidad en cuanto a la índole de persona. Con otras palabras, el mismo y único ser de diversas relaciones que son de tal categoría e intensidad ontológica, cuando individuales e individualmente distintos (hypostasis), si bien no individuales o seres distintos, estos sujetos individuales subsistentes en el único ser de Dios fueron denominados “personas” y diferenciados entre sí por la singularidad de sus relaciones mutuas.
Según el sentido obvio de esta definición, la noción de persona no puede aplicarse a la naturaleza inerte, pero tampoco a la viva irracional, sino tan solo al ser humano dotado de razón, y, naturalmente, a Dios.
Para Tomás de Aquino, la persona se caracteriza como un ser que es per se subsistens, y que obra a se mismo, y así excede en dignidad y perfección a todos los seres no personales. Ser persona implica dominio sobre los propios actos, en especial, sobre el conocimiento y la volición. La persona es libre, y su libertad se enraíza en su racionalidad. Entre las cualidades esenciales de la persona se cuenta la facultad de la autoconciencia o reflexión. Si bien la persona constituye una unidad autonómica, no puede existir solo por sí misma; necesita de otras personas para desarrollar su ser personal. Esto tiene un trasunto particular en el caso de la compenetración intratrinitaria en Dios.
La vida de los animales irracionales es sobre todo exterioridad; los animales viven fundamentalmente orientados hacia fuera, extravertidos, de manera que su conducta se puede fijar como una función casi mecánica de los estímulos que reciben del exterior. Más que vivir ellos, los vivientes irracionales son vividos por el ambiente y la especie biológica a la que pertenecen. Para el hombre, por el contrario, la vida no está enteramente prescrita, sino que acaba siendo la biografía que con ella él escribe, a golpe de libertad. El ser humano tiene alguna iniciativa sobre lo que él es como ser vivo. No todo depende de su iniciativa personal; mucho viene dado por la biología y uno se lo encuentra ya hecho. Pero además de lo que uno se encuentra hay aspectos de nuestras vidas que debemos a ciertas decisiones que hemos tomado. En los seres vivos no personales no vemos estos rasgos. Es este un nuevo nivel en el que se percibe un carácter destacado de lo que significa ser persona.
En primer término, la persona posee vida interior. Ser capaz de una vida biográfica supone una verdadera intimidad, un cierto vivir para sí. Y esto se verifica especialmente en dos tipos de acciones inmanentes, a saber, aquellas cuyos efectos no trascienden fuera de la persona sino que quedan dentro, enriqueciéndola. Estas acciones, las más propias y características de la persona, son entender y querer.
En segundo término, persona significa alteridad, respectividad. Una persona es un individuo subsistente abierto a la relación con otros. Es característico del ser propio de la persona, además de tenerse a sí misma en propiedad, el expropiarse de sí a favor del otro. En otras palabras, la persona puede tomarse enteramente a sí misma para disponer de sí proyectándose fuera de sí. La autoposesión es condición necesaria para la extraversión: no puede darse por completo al otro la persona que no dispone de sí. Esto puede verse también en el fenómeno de la comunicación interpersonal, lo que constituirá una consecuencia lógica del acontecimiento ontológico que aquí entra en juego.
Para comunicarse con los demás es preciso tener una disposición de apertura, de donación, pero también es necesario tener algo que comunicar: si se está vacío por dentro, si falta silencio interior para represar en soledad lo propio, difícilmente se podrá dar nada serio a los demás. La excesiva extraversión o dispersión del yo, paradójicamente, impide la auténtica comunicación.
El ser persona es un ser respectivo, siempre orientado hacia fuera. Junto a la vida interior, también en la persona hay un cierto carácter extático, una apertura a los demás, de manera que es imposible entender la personalidad sin interpretarla como interpersonalidad. Nosotros nos personalizamos, nos hacemos más personas en la relación con los demás.
Por otro lado, cuando tratamos a una persona, cuando nos planteamos quererla, lo que buscamos es lo que hay dentro de ella, si bien esto no va separado de su apariencia exterior. Lo externo no es algo yuxtapuesto a lo interior, y por eso nuestro cuerpo es un reflejo de lo que somos, también expresivo. Mas aunque el cuerpo no simplemente lo tenemos sino que lo somos, como ya se advirtió, no somos meros cuerpos; hay una intimidad, una actividad espiritual tan característica o más que nuestro aspecto exterior.
Comprensión de la persona como un individuo subsistente. La autodisponibilidad exige una entidad subsistente. No cualquier ente es capaz de poseer su propio ser de esa manera. La persona procede de su subsistencia, es decir, de su capacidad de ser independiente de todo sustrato: su ser-en-sí, que a su vez monta sobre la individualidad. Pues no es lo mismo ser uno que ser único. La sustancia es individual y es individuo, mas no los accidentes de la sustancia. Pues bien, la sustancia individual, en tanto que individuo, es intrínsecamente unitaria y extrínsecamente distinguible de todas las demás.
En cambio, el individuo sí ha de estar distinguido de los otros individuos. Es decir, ser un individuo exige la neta distinción entre él y los demás individuos. Tal distinción condiciona la misma individualidad personal.
En definitiva, solo cabe la comunicación interpersonal desde la previa afirmación de la personalidad individual. Cuando esta queda sacrificada en aras de una mal entendida socialización deja de haber auténtica comunicación personal.
La interioridad viene posibilitada por la individualidad y la subsistencia, propiedades fundamentales de la persona. Su ser-en-sí supone un modo de autonomía ontológica peculiar, que le permite disponer de sí. Solo desde esta situación puede la persona proyectarse hacia lo otro, y en concreto hacia el otro, que también es un individuo subsistente.
La distinción entre el ser-en-sí de las cosas y el ser-para-otro de las personas no va acompañado de un hacerse cargo de que el ser de la persona reúne simultáneamente ambas dimensiones, y justo porque es ser-en-sí puede ser ser-para-sí y, a su vez, porque es ser-para-sí puede ser también ser-para-otro.
El elemento donar de la persona puede percibirse mejor sobre la base de que la subsistencia es una cierta autosuficiencia. La subsistencia se atribuye a la persona en tanto que suficiente en sí misma. Por eso la comunicación interpersonal y, en particular, el don íntegro de sí, es estrictamente gratuito.
Persona es una individualidad subsistente orientada a lo otro y a los otros. Esta referencialidad alude a la imposibilidad de que el ser de la persona pueda explicarse de forma meramente endógena, digamos que solo desde sí misma.
“Persona es sustancia individual de naturaleza racional” (Boecio). La naturaleza racional hace referencia a la respectividad.
En primer lugar, dicha naturaleza es real gracias a la sustancia individual, pues la naturaleza de algo no tendría realidad si no fuese sujetada por la sustancia correspondiente, es decir, ninguna naturaleza es en sí.
En segundo término, hablar de naturaleza racional es hablar de un sujeto subsistente portador de una determinada naturaleza, es decir, un modo concreto de ser del esse o surgen espontáneamente ciertos modos de obrar.
Kant explica qué es la dignidad pero no la fundamenta; el reconocimiento de ella se apoya en el hecho moral, el cual no responde a intuición sino que es un dato primario de la conciencia moral que, a su vez, se impone por sí mismo.
En la moderna teoría de los Derechos Humanos vemos la misma incapacidad de dar razones de la dignidad de la persona humana, pese a ser un concepto que entra en juego en el núcleo de la teoría misma. O hay un fundamento metafísico para reconocer esa especial dignidad a todos los ejemplares de la especie humana, o esta solo se puede atribuir al hecho histórico contemporáneo de que la comunidad internacional se ha puesto de acuerdo en reconocerla.
Tomando como punto de reflexión que los Derechos Humanos son actualmente la expresión más acabada de la ética política internacionalmente reconocida, aparece la paradoja de que quienes los lesionan en la práctica, continúan admitiendo teóricamente su vigencia.
Una cosa son los derechos civiles y otra el derecho natural primario a la vida, pues sobre estos derechos existe una clara confusión: tener derecho no hace referencia solo a su integridad física.
Ahora bien, con independencia de los problemas de interpretación, es un hecho innegable que hay situaciones en las que los Derechos Humanos son teóricamente aceptados, y sin embargo negados en la práctica. Hay una distinción entre exigencia moral y necesidad física y, entre vigencia y validez.
La discusión sobre los Derechos Humanos está fundamentalmente viciada por una mentalidad positivista y pragmática cuyo principal efecto perverso es que quedan en ella enmarcados el significado más neto de los derechos. En general, el positivismo es la tesis que reduce la realidad a pura facticidad. El positivismo jurídico, en particular, se define por la identificación entre Derecho y norma, de suerte que de iure serían tan solo el de facto, los hechos jurídicos que quedan plasmados en la ley positiva.
Este relativismo genera dos dificultades:
Si la dignidad de la persona humana es algo real y no ficticio, pero no puede basarse en la facticidad histórico-cultural, tiene que haber un tipo de realidad que no sea fáctica y que haga de manadero del valor intrínseco de la persona, y de la que surge sus deberes y derechos naturales. Tal realidad existe y es lo que entendemos por naturaleza humana. Ahora bien, si existe esa naturaleza humana, hay un autor de ella, que no puede ser el hombre sino Dios. (Sigue en el anexo)
La atribución de un valor absoluto a la persona humana no supone prejuzgar que ese mismo valor absoluto haya de adscribirse a todo lo que la persona hace. La distinción teórica entre ambos tipos de dignidad resulta análoga a la que, en términos generales, podemos establecer entre el hecho de ser libre y el uso que de su libertad cada persona hace.
Toda persona es libre, y esto supone el inicio de una especial estatura ontológica, la de quien dispone de sí mismo en la forma de tener, en buena medida, su ser en sus propias manos. Mas en el uso concreto que de nuestro ser-libre hacemos no siempre estamos a la altura de lo que somos.
Hay una forma de comportarse para el ser humano que confirma y reafirma su humanidad, y hay otras que más bien la desmienten o reniegan. A estas últimas nos referimos con la noción de mal moral, que, siendo tan solo posible como conductas de alguien que es persona, quedan desvirtuadas como acciones humanas.
Solo es posible ser mala persona si se es persona. Y, aplicado a los dos sentidos mencionados de la dignidad, esto significa que hay una dignidad, la moral, que cabe perder, pero que a su vez monta sobre una dignidad ontológica que no cabe ganar ni perder, sino que se tiene, sin más, por ser persona. Únicamente a título de tal se posee un valor intrínseco que no es posible desmentir con el propio obrar, por moralmente degenerado que este sea.
A la dignidad ontológica se hace referencia en el discurso sobre los derechos humanos.
Existe una dignidad humana adquirida que depende del uso de la libertad que cada quien haga o, más bien, del valor moral de sus acciones. Pero esa dignidad moral presupone otra dignidad innata, que no se obtiene ni se pierde obrando. Ser persona no es efecto de ser buena persona, ni defecto de serlo mala. La dignidad ontológica de la persona no depende de su catadura moral: solo cabe que se halle mejor o peor reflejada en ésta.
La dignidad moral de la persona es la que se gana o se pierde con el buen o mal uso de la libertad de albedrío humano, una dignidad adquirida, no innata. Tiene que ver con el obrar de la persona más que con su ser; no depende de lo que es sino de lo que hace, y concretamente de lo que hace con sentido moral.
Se puede perder dignidad moral por virtud del mal uso de la propia libertad, pero lo que no es posible es que a uno le roben la dignidad moral. Mi propia dignidad no depende del uso que de su libertad haga otra persona.
La primera víctima de una violación de la dignidad es la dignidad moral de quien la comete. Eso no obsta para que haya, además, otra víctima, pero sí hace posible lo que para algunos parece que no lo es: sufrir dignamente la indignidad.
Como se ha dicho, el concepto de dignidad moral hace referencia al buen o mal uso de la libertad de albedrío, y eso a su vez implica que no cualquier uso de la libertad es un buen uso moral de ella. La libertad es un bien inmenso, pero eso no quiere decir que todas las posibles formas de emplearla sean buenas. La libertad es un medio y, como todo medio, puede emplearse mal. El valor de la libertad electiva depende del valor de lo que mediante ella elegimos.
En definitiva, el hombre posee una dignidad ontológica sin mérito alguno de su parte: se ha encontrado siendo lo que es, sujeto personal, y eso, de suyo, es absolutamente valioso. De ahí la estrecha relación que mantiene con la vida. Su misión consiste en ayudarla a crecer y a que no se malogre. Abarca, en suma, todas las dimensiones del ser humano, que se vuelve ininteligible sin ellas. Pues lo que el hombre llega a ser, moralmente, depende de sus decisiones y de sus obras morales más que de las circunstancias externas en que ha caído. Mucho más depende el hombre de lo que hace que de lo que hacen con él o de las circunstancias que le rodean, sin que esto le sea completamente ajeno.
El valor absoluto de la persona humana no depende de que sea reconocido ni respetado, aunque es muy importante que de hecho lo sea. Pero el respeto que suscita se asienta sobre una condición ontológica que le es propia. Por ello, aunque pueda desoírse la correspondiente obligación, es posible preceptuar ese respeto.
Ahora bien, lo que así se preceptúa no es el respeto a una mera abstracción, el ser humano como fin en sí. Humanidad es, efectivamente, el hecho de ser-persona, que a todo individuo humano es común, pero matizado en cada caso por el modo concreto en que cada uno lo realiza. Dicho más sencillamente, todos los humanos tenemos en común la humanidad, aunque cada uno la realiza a su modo y manera. Cada uno de esos modos y maneras, con todo, lo son de realizar lo mismo.
El respeto absoluto que merece la persona lo merece en tanto que persona; esto es esencial tenerlo en cuenta en la tarea educativa. En efecto, en cada persona hemos de ver lo que es esa persona y lo que tiene, a saber, las características de un modo personal de ejercer como humano.
No es posible llevar adelante la tarea de educar sin una conciencia clara de qué significa ser humano y, en función de ello, qué podemos pedir a cada ser humano para que lo sea plenamente. De ahí que tampoco podamos desempeñar el quehacer educativo sin atender a la persona concreta con la que tratamos. Todo lo que hagamos con ella será una cooperación con lo que ella haga de sí misma. Y esa cooperación será tanto más eficaz cuanto más cuente con su propia individualidad libre.
El respeto a la persona y a la dignidad del educando es el respeto a la libertad que Dios le ha dado. La libertad de cada persona, en efecto, tiene un origen distinto de ella, origen que, paradójicamente, le hace ser originaria, y por tanto, le trasciende.
Dios no se limita a dejar en libertad, es decir, a querer una libertad finita, sino que realmente entra en diálogo con ella y la requiere.
En consecuencia, el respeto a la dignidad de la persona es plenamente compatible con exigirle que dé lo máximo de sí, si bien ese requerir a la libertad ha de suponer siempre un previo quererla y, por tanto, un estar dispuesto a asumir que la autodeterminación de cada persona, al final, se haga en la dirección que le señalamos o en otra distinta. Es la persona del educando la que ha de marcar esa dirección, quizás con la ayuda que hayamos podido prestarle, que siempre será la ayuda que esa persona ha permitido que se le presente.
En lo que a la tarea de educar se refiere, por parte del educador, el respeto a la dignidad de la persona del educando se concretará, a fin de cuentas, en ofrecerle, suave y enérgicamente, la ayuda necesaria para que ella, por sí misma, pueda encaminarse hacia lo que contribuye a su mayor plenitud como persona.