Las oraciones son simples, coordinadas, yuxtapuestas y subordinadas (especialmente, subordinadas adjetivas), como corresponde a un discurso que se articula hilvanando reflexiones que versan sobre una gran duda existencial: «me busco y no me encuentro». Por ese motivo, sobresale la oración coordinada que da título al poema, indicando una causa y un efecto. Posteriormente, el efecto se reformula en un desenlace inevitable, cual sentencia fatal o epitafio de muerte en vida: «no me encuentro a mi misma»./La escritora habla de una cuestión esencial -su existencia-, y no desea perderse en detalles innecesarios. Por dicha razón, predominan los sustantivos y los verbos sobre los adjetivos:/ -los sustantivos se dispersan a lo largo del texto, o se aglutinan en enumeraciones polisindéticas y metafóricas desbordadas por sentimientos de impotencia y frustración. A este respecto, resulta interesante la siguiente recreación conceptual en gradación ascendente: fruto, sonido, creación, universo. A nivel general, mientras los sustantivos abstractos (esencia, incertidumbre, armónía) otorgan profundidad y gravedad a los hechos -reflejando así su hondo pesar espiritual-, los concretos expresan su dilema, -entre el arraigo y el desapego-, que suscita su circunstancia terrenal (tierra, fruto, paredes, esquinas)./ -El empleo paralelístico e hiperbólico de los verbos en presente de indicativo, manteniendo a lo largo de casi todo el poema, realza y actualiza la inmediatez de su situación. Análogamente, proyecta la universalidad de cualquier tipo de duda existencial que, tarde o temprano, se plantea el ser humano. No obstante, la irrupción del gerundio dota al concepto «tiempo» de reminiscencias de continuidad, como el vaivén persistente de los recuerdos que transitan entre el pasado y el presente: «tanteando», «esperando». Mientras que el pasado ancla la memoria en un sueño que se ha tornado pesadilla mortecina y que sentencia la suerte futura a un lacónico «no pude»./ -En cuanto a los adjetivos, todos están sesgados por un halo negativo, acentuando así las sensaciones infaustas que atormentan el alma de Josefina. Con ese fin, predominan los especificativos (oscuras paredes) que llegan incluso a culminar en algunas personificaciones metafóricas (sordas paredes: torpe vacío) ./ Del nivel léxico-semántico, además de la recurrencia de los diversos campos semánticos ya mencionados, destaca la habilidad lingüística de la autora que es capaz de entretejer ideas y sentimientos profundos empleando un léxico sencillo y cotidiano. Y es que, probablemente, si se hubiera decantado por la selección de un vocabulario mas culto, habría saturado de artificios una carga emocional tan abrumadora. Josefina ha primado así la distancia del tiempo, pero desde la cercanía del corazón que infunden sus palabras, desee compartir un momento de confidencias con ella./
Ahondando en los recursos estilísticos, formalmente, se aprecia la presencia armoniosa de metáforas e imágenes distribuidas con generosidad a lo largo del poema, cuyo matiz intuitivo, casi hermético, se aprecia en los siguientes ejemplos: rondo por las oscuras paredes de mi misma, (que alude a la idea de la errancia del ser, a vagar sin rumbo); torpe vacío; eco de mis incertidumbres; y ahora voy como dormida en las tinieblas (símil en el que subyace cierto sonambulismo vital); la noche de todas las esquinas (el espíritu se siente atrapado en un cuerpo yermo y esquinado, como una cárcel de carne); desalentado y lento desgranarse (a la vez que la piel se cuartea y la mente se deteriora, el alma se va desgarrando y alejando de lo terrenal). Por todo ello, se destila cierto tono de serenidad trágica griega inherente a la asunción de la existencia abocada al vacío./ No obstante, cabe otra interpretación actualizada de las metáforas en la que se contempla el interior del cuerpo femenino, del útero infértil: paredes, vacío, eco, tinieblas. Y es que de algún modo, se está combinando un vacío espiritual (maternal) con un vacío físico (maternal): madre-materia, que diría Valente./ Por último, merece especial atención el último verso, que es clave: «esperando el momento de descubrir mi sombra», proyectando la vida como una continua «espera» del «momento», del «encuentro» con la «sombra»; es decir, con la propia muerte… O con los propios fantasmas. Y es que el aspecto de «lo fantasmal» reverbera con el poema: dormida en las tinieblas, los ecos, las sombras, las rondas nocturnas, etc. Lo espectral se perfila, entonces, como el contrapunto de la vida; incluso, como la «otra» vida. Ruge así la oportunidad de encontrar al hijo tan añorado que, tal vez, se ha quedado atrapado en una suerte de Hades. Esa criatura que ha sido condenada a morir antes de nacer, pero que llama a la madre desde sus propias entrañas, desde ese vientre yermo que tanto lo extraña. Y ella lo busca, porque ella vive en él… Él es vida; él es su vida. Se percibe aquí el Romanticismo gótico de Emily Brontë, en su emblemática novela Cumbres Borrascosas, donde se concibe el amor como una fuerza irrefrenable que no conoce la muerte. En la misma línea, Edgar Allan Poe se recrea en el poder del amor que vence a la muerte en su último poema «Annabel Lee»./ En conclusión, Josefina de la Torre refleja, en esta exquisita pieza literaria, sus más íntimas inquietudes y sus frustraciones más profundas. Así nos va descubriendo una muerte espiritual inexorable, a medida que el paso del tiempo va cercenando sus esperanzas de perpetuarse en un ser de su propia sangre: un hijo. Sin él, sus días se reducen a una incógnita sin respuesta; a un interrogante que se retuerce en sí mismo generando un vacío infinito.