Portada » Historia » Historia de España: Desde Tartessos hasta el Trienio Liberal
Los historiadores griegos y romanos tienen constancia escrita de Tartessos, un pueblo del sur peninsular. Su expansión se produjo entre el 1000 y el 500 a.C., con influencia en Andalucía, el sur de Extremadura y Portugal. Aunque no se han encontrado restos de ciudades, sí se han hallado magníficos tesoros de oro y plata.
La economía de Tartessos se basaba en la agricultura como medio de subsistencia. Además, la zona era rica en minas de oro, plata, cobre y hierro, con importantes talleres metalúrgicos. Su ubicación geográfica era clave en las rutas que abastecían de estos metales a los pueblos del Mediterráneo oriental. Comerciaban con griegos y fenicios, intercambiando minerales y productos agropecuarios por bienes de lujo.
La sociedad tartésica estaba dominada por una aristocracia, con un rey a la cabeza, que controlaba el territorio, el comercio y la riqueza. En la cúspide social se encontraban caudillos o monarcas. Conocían la escritura. En el siglo VI a.C., Tartessos desapareció. Cuando llegaron los romanos en el siglo III a.C., los turdetanos tenían un desarrollo superior.
La estructura del comercio ultramarino se mantenía tal y como la habían establecido los Austrias en el siglo XVI, con la Casa de Contratación de Sevilla ejerciendo el monopolio de la actividad. En 1717, la institución se trasladó a Cádiz, donde se establecieron mercaderes franceses, ingleses y holandeses. Los gobiernos españoles se preocuparon de revitalizar el comercio entre la Península y sus territorios americanos. A pesar de las dificultades que siguieron a la crisis económica del siglo XVII, era indudable que las colonias constituían una importante fuente de ingresos para la Corona.
Una de las primeras reformas fue la creación de compañías comerciales, que gozaban de privilegios ofrecidos por la monarquía. Ésta les cedía, a cambio del pago de una cantidad, el monopolio sobre ciertas rutas o ciertos productos. En 1728 se estableció la Compañía Guipuzcoana de Caracas, para comerciar el cacao venezolano. Además, y para hacer frente a la competencia francesa, inglesa y holandesa, Carlos III (1759-1788) decidió liberalizar el comercio con América, poniendo así fin al monopolio gaditano, aunque Cádiz seguirá siendo el gran puerto español del siglo XVIII.
En 1765 se abrieron al libre comercio algunos puertos españoles (entre ellos el de Gijón) y otros americanos. En años sucesivos se abrieron algunos más, y, por fin, en 1778, Carlos III promulgó el Decreto de libre comercio con América que permitía que, desde todos los puertos españoles, cualquier comerciante español pudiera comerciar con América. Posteriormente, se concedió el mismo derecho a los comerciantes americanos y, en 1790, se suprimió la Casa de Contratación.
Los Decretos de Nueva Planta fueron un conjunto de preceptos (normas) promulgados entre 1707 y 1716 por el rey Felipe V de Borbón, triunfador en la Guerra de Sucesión y primer monarca de la dinastía borbónica en España, para el reino de Valencia, el reino de Aragón, el reino de Mallorca y el Principado de Cataluña, que habían apoyado al archiduque Carlos de Habsburgo en el conflicto bélico. Como herramienta de consolidación del absolutismo regio, inspirado en el absolutismo francés (Luis XIV) de donde procedía el nuevo rey, suponían la abolición de las instituciones políticas y las leyes propias de los territorios de la Corona de Aragón y la imposición de las leyes y la organización político-administrativa de Castilla.
Se ponía fin así a la estructura institucional de la Monarquía Hispánica de los Austrias en beneficio de la castellanización de sus instituciones, donde sólo se mantuvo el régimen foral de los territorios vascos y el reino de Navarra, por su fidelidad a la causa borbónica. La Nueva Planta abolió las Cortes de los diferentes reinos de la Corona de Aragón, integrándolas en las de Castilla, que de hecho se convirtieron en las Cortes de España. También se suprimió el Consejo de Aragón, y el Consejo de Castilla asumió sus funciones. Por encima de cualquier institución (Consejo de Castilla, Cortes) se situaba el poder del monarca, que intervenía y decidía en todos los asuntos del Estado. Su labor era auxiliada por las Secretarías, parecidas a los actuales ministerios, a cuyo frente se situaban los secretarios de despacho, quienes eran nombrados y destituidos por el rey. Los secretarios contaban con la ayuda de un buen número de funcionarios.
También se procedió a una nueva y uniforme organización de todo el territorio. Así, se eliminaron los antiguos virreinatos (con excepción de los de tierras americanas) y se crearon demarcaciones provinciales (provincias), al frente de cada una nombraron a un capitán general que ejercía como gobernador. Se implantaron también reales audiencias, presididas por los capitanes generales, que tenían competencias judiciales. Por último, se extendió a todo el territorio la institución de los corregidores castellanos. La aportación más novedosa del nuevo modelo administrativo fue la introducción del cargo de intendente, de inspiración francesa. Estos funcionarios dependían directamente del rey, gozaban de amplios poderes y tenían como misión la recaudación de impuestos y la dinamización económica del país.
La otra novedad se produjo en los intentos de reorganización de la Hacienda. Los Borbones comprendían que para el saneamiento de la economía era imprescindible que todos los habitantes pagasen en relación con su riqueza, incluyendo a los privilegiados (nobleza y clero). Aprovechando el derecho de conquista, intentaron esa experiencia en los territorios de la Corona de Aragón, donde implantaron el equivalente en Valencia, la talla en Mallorca, la única contribución en Aragón y el catastro en Cataluña. El nuevo impuesto, sobre todo el catastro de Cataluña, fue un éxito: se recaudaba más y el sistema era más ágil y menos gravoso para el conjunto de la población. En los años siguientes se intentó extender a toda España (catastro de Ensenada), pero las fuertes resistencias de los privilegiados impidieron su aplicación.
El Trienio Liberal (1820-1823) comenzó con el pronunciamiento del coronel Riego el 1 de enero de 1820, quien proclamó la Constitución de 1812 en Andalucía. Fernando VII juró la Constitución en marzo, y se formó un gobierno liberal que permitió el regreso de liberales y afrancesados, convocando elecciones que fueron ganadas por los liberales. Las nuevas Cortes realizaron reformas clave para consolidar la abolición del Antiguo Régimen, como la supresión de los señoríos, la desamortización de tierras del clero, la reforma fiscal, la libertad de industria y la creación de la Milicia Nacional. Sin embargo, las reformas enfrentaron la oposición de la monarquía, los absolutistas y la Iglesia, que perdió poder con la venta de bienes monacales y la supresión de la Inquisición. Además, los campesinos se sintieron insatisfechos, ya que las reformas no mejoraron su acceso a la tierra.
El gobierno liberal se dividió entre los moderados, que buscaban reformas sin confrontar al rey, y los exaltados, que defendían un cambio más radical. Finalmente, la petición de ayuda de Fernando VII a la Santa Alianza resultó en la intervención francesa. En 1823, el ejército de los «Cien Mil Hijos de San Luis», bajo el mando del duque de Angulema, restauró el absolutismo y volvió a colocar a Fernando VII como monarca absoluto, poniendo fin al Trienio Liberal.
La Década Absolutista (1823-1833) fue un periodo de restauración del absolutismo en España tras el regreso de Fernando VII al poder en 1823. El rey derogó las reformas liberales del Trienio Liberal y persiguió a los liberales, lo que llevó al exilio de miles de ellos. A pesar de las conspiraciones liberales y levantamientos absolutistas, el gobierno adoptó medidas económicas como la creación del Banco de San Fernando y aranceles proteccionistas para colaborar con la burguesía moderada. El sector más conservador, especialmente la nobleza y el clero, se opuso a estas reformas, y en Cataluña surgieron revueltas realistas, como los Malcontents. La situación se complicó en 1830 con el nacimiento de Isabel, hija de Fernando VII, lo que alteró la sucesión al trono, ya que Carlos María Isidro, hermano del rey, había sido considerado su sucesor. La proclamación de Isabel como heredera y la promulgación de la Pragmática Sanción, que permitía el acceso al trono de una mujer, desencadenó el conflicto entre los liberales, que apoyaban a Isabel, y los carlistas, que respaldaban a Carlos. En 1833, con la muerte de Fernando VII, se desató la primera Guerra Carlista, con Carlos proclamándose rey y María Cristina, madre de Isabel, asumiendo la regencia hasta que su hija alcanzara la mayoría de edad.
Tras la firma del Tratado de Valençay (1813), Fernando VII regresó a España y recuperó el trono, tras la Guerra de Independencia. Los liberales querían que jurara la Constitución de 1812, pero los absolutistas, apoyados por la nobleza, el clero y el ejército, impulsaron el regreso al Antiguo Régimen. El rey fue a Valencia y allí un grupo de diputados absolutistas presentó el Manifiesto de los Persas. Esto llevó a Fernando VII a dar un golpe de estado en mayo de 1814 con el Decreto de Valencia, restaurando el absolutismo y comenzando el Sexenio Absolutista (1814-1820). Durante este período, los liberales fueron perseguidos, algunos exiliados y otros se organizaron en sociedades secretas.
Se restableció el sistema señorial y la Inquisición, en línea con el espíritu restaurador tras la caída de Napoleón en Europa. El Sexenio Absolutista fue una etapa de inestabilidad política y crisis económica. La guerra había dejado al país arruinado, con una Hacienda en bancarrota, una economía paralizada y sectores sociales como los campesinos y la burguesía urbana insatisfechos por el retorno al Antiguo Régimen. Los antiguos guerrilleros, apoyados por sociedades secretas, protagonizaron varios intentos de pronunciamientos, que fracasaron, excepto el de 1820, liderado por el coronel Riego, que abrió el camino al retorno del liberalismo.
Los indoeuropeos entraron por los Pirineos para buscar tierras donde asentarse. Procedían de Centroeuropa con un mismo sustrato lingüístico: el indoeuropeo. Se establecieron en Cataluña y la meseta, desde donde se expandieron hacia el norte y el oeste. Conocían el hierro. Su economía se basaba en la agricultura y la ganadería. Su ritual funerario consistía en incinerar el cadáver, depositar las cenizas en urnas y enterrarlas (campos de urnas).
El sur de la península, rico en cobre, plata y oro, y situado en la ruta del estaño, fue el lugar donde se fundaron establecimientos comerciales. Por el Mediterráneo, en las costas levantinas, se asentaron:
En el primer milenio a.C., se desarrollaron tres culturas diferentes pero relacionadas. Los íberos se asentaron en las costas este y sur, influidos por las colonizaciones fenicia y griega. Habitaban en poblados amurallados, en zonas de fácil defensa y próximas a rutas de comercio. Su economía era básicamente agrícola (cereales, vid) complementada con plantas de uso textil (lino) y ganadería (ovejas, cabras, vacas). Los pueblos del sur explotaron las minas y desarrollaron una metalurgia para la fabricación de armas y orfebrería. La artesanía se centraba en la elaboración de cerámica y tejidos. El comercio con los pueblos colonizadores propició la acuñación de moneda propia, el urbanismo y la escritura.
La organización social se basaba en la tribu. La jerarquización social, determinada por el poder económico y militar, dio origen a una aristocracia guerrera y a formas de poder unipersonal (caudillos). En cuanto a sus creencias religiosas, tenían un amplio panteón de dioses y complejos rituales. Practicaban la incineración en santuarios.
El arte íbero se caracteriza por sus artes decorativas, que reflejan la influencia oriental de los pueblos colonizadores. En escultura, destacan las estatuas de piedra con finalidad funeraria o religiosa, como la Dama de Baza y la Dama de Elche, decoradas. También se encuentran representaciones de animales antropocéfalos, como la Bicha de Balazote.
Los celtas se asentaron en el centro, oeste y norte de la Península. Tenían rasgos indoeuropeos y su economía era agropecuaria. Trabajaban la cerámica y fabricaban instrumentos y armas de hierro y bronce. Hablaban un idioma indoeuropeo y no conocían ni la moneda ni la escritura. Los grupos que se dedicaban a la agricultura eran sedentarios y vivían en poblados. Las comunidades ganaderas practicaban el nomadismo. La minería era importante en los pueblos del norte, con tierras gallegas ricas en estaño y oro, lo que favoreció el comercio con fenicios, griegos y otros celtas.
La sociedad celta se organizaba en clanes unidos por lazos familiares. Varios clanes formaban una tribu. Existía una jerarquización social, con predominio de la casta guerrera.
Los celtíberos se ubicaron en el este de la meseta y el Sistema Ibérico. Su economía se basaba en la agricultura cerealista y la ganadería, siendo también importante la producción de hierro.