Portada » Historia » Historia de Al-Ándalus y los Reinos Cristianos: Desde la Conquista Musulmana hasta los Reyes Católicos
En el año 711, aprovechando la crisis del reino visigodo, tropas musulmanas provenientes de la expansión por Oriente Medio cruzaron el Estrecho de Gibraltar. Dirigidos por Tariq y Musa, iniciaron la conquista de la península ibérica. En la batalla de Guadalete (711), derrotaron al último rey visigodo. En tan solo tres años, los musulmanes conquistaron la mayor parte de la península sin apenas resistencia. Solo las regiones montañosas del norte escaparon a su control.
La Península Ibérica se convirtió en una provincia del califato islámico, denominada Al-Ándalus, al frente de la cual se encontraba un emir que actuaba como delegado del califa musulmán de la dinastía Omeya, con capital en Damasco. Los árabes, que ocupaban los puestos dirigentes, tenían rivalidades tribales entre sí, lo que provocó roces y un oscuro periodo de luchas y enfrentamientos. Los musulmanes no lograron controlar el norte de la península, limitándose a pedir impuestos. En Covadonga (Asturias), en el año 722, se negaron a pagar, lo que llevó a los musulmanes a penetrar en suelo franco. Sin embargo, fueron derrotados por los francos en Poitiers (732), lo que les impidió atravesar los Pirineos.
La dinastía Omeya de Damasco fue víctima de la revolución Abasí en el año 753. Un miembro de la familia Omeya logró escapar y se refugió en Al-Ándalus, donde se proclamó emir. Así comenzó el periodo del emirato independiente, que acabó con la dependencia de los califas abasíes de Bagdad. Abderramán I estableció la capital en Córdoba y consolidó su poder. Sin embargo, las luchas por el control de Al-Ándalus continuaron.
En el año 929, Abderramán III se proclamó califa en el Alcázar de Córdoba, junto a la Mezquita. Además, construyó la ciudad palacio de Medina Azahara, que se convirtió en su residencia y centro del poder político. A partir del año 967, Almanzor se hizo con el poder, relegando al califa a un papel meramente simbólico. Almanzor basó su poder en el ejército, formado principalmente por soldados bereberes, y lo utilizó para luchar contra los cristianos. Tras su muerte en 1002, se inició un proceso que culminó con el fin del califato en 1031, debido a la fitna (guerra civil) por el poder acumulado y la negativa de las comunidades locales a aceptar a un califa de la familia de Almanzor.
Tras la muerte de Almanzor en 1002, se inició una larga etapa de fragmentación del califato de Córdoba, que terminó dividiéndose en reinos de taifas independientes. Los reinos más débiles fueron anexionados por los más poderosos, y muchos de ellos se sometieron a los reinos cristianos, entregándoles tributos denominados parias. La reconquista cristiana llegó hasta Toledo, cuya pérdida en 1085 supuso un duro golpe para Al-Ándalus. Esto llevó a la llamada del imperio almorávide.
Los almorávides, una secta rigorista del Islam formada por bereberes, unificaron el poder político y contuvieron el avance cristiano hacia el sur. Destacan las batallas de Sagrajas (1086) y Uclés (1108). Más tarde, los almohades, que constituyeron un nuevo imperio bereber, unificaron Al-Ándalus frente a los cristianos. En la batalla de Alarcos (1195), lograron una importante victoria. Durante este periodo se construyeron edificios emblemáticos como la Giralda de Sevilla. Sin embargo, la derrota en la batalla de las Navas de Tolosa (1212) supuso el hundimiento del imperio almohade y una nueva fitna.
Tras la caída de los almohades, todos los reinos de taifas cayeron, excepto el reino nazarí de Granada. En 1238, un noble de la familia nazarí se proclamó sultán y mantuvo la independencia de la taifa de Granada. El reino de Granada sobrevivió gracias al pago de parias a los reinos cristianos.
Castilla era un estado centralista, con el poder concentrado en el rey, que era ayudado por las Cortes como órgano asesor. Las primeras Cortes se reunieron en León en 1188 para ayudar al rey en la administración de justicia.
En Aragón, cada reino tenía sus propias leyes y costumbres. Se trataba de una federación de reinos bajo una misma corona. Cuando había conflictos entre los estados o entre el rey y los estados, se recurría al Justicia de Aragón.
Navarra era un estado foral, con fueros que el rey debía respetar. El rey se servía de las Cortes, que respetaban los derechos y las tradiciones del país.
En 1469, se celebró el matrimonio entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, ambos pertenecientes a la familia Trastámara, que reinaba en Castilla y Aragón. Enrique IV de Castilla había nombrado heredera a su hermana Isabel mediante el tratado de los Toros de Guisando, con la condición de que se casara con Alfonso V de Portugal. Sin embargo, Isabel se casó en secreto con Fernando, hijo de Juan II de Aragón. Esto provocó que Enrique IV la desheredara y nombrara sucesora a su hija Juana la Beltraneja.
Tras la muerte de Enrique IV, estalló una guerra civil en Castilla. Isabel, con el apoyo de Aragón, se enfrentó a Juana la Beltraneja, que contaba con el apoyo de Portugal. El conflicto culminó con la batalla de Toro (1476) y la paz de Alcaçovas con Portugal (1479). Isabel I fue reconocida como reina de Castilla, y ese mismo año, Fernando I se convirtió en rey de Aragón.
Isabel y Fernando gobernaron en todos sus territorios según lo establecido en la Concordia de Segovia. Los Reyes Católicos redujeron el poder político de la nobleza y consolidaron su poder económico. Bajo su reinado, la Corona de Castilla y la Corona de Aragón convocaron sus propias Cortes y mantuvieron sus instituciones propias.