Portada » Historia » España en el Siglo XIX: Movimiento Obrero, Restauración, Nacionalismos, Crisis del 98 e Industrialización
El movimiento obrero y campesino español entre los siglos XIX y XX estuvo dominado por el socialismo y el anarquismo, surgidos como respuesta a las duras condiciones laborales y sociales de la clase trabajadora. Su origen puede situarse en el Sexenio Democrático (1868-1874), con la influencia de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) y la legalización de asociaciones obreras. Durante la Restauración, las organizaciones fueron ilegalizadas hasta su regularización en 1887.
El socialismo, liderado por Pablo Iglesias, fundó el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en 1879 y el sindicato Unión General de Trabajadores (UGT) en 1888, defendiendo el marxismo y la revolución social. Buscaba la abolición de las clases sociales y el fin del capitalismo, promoviendo derechos laborales, sufragio universal y la mejora de las condiciones de vida de los obreros. Participó políticamente (obteniendo su primer diputado en 1910), utilizó huelgas generales y fomentó la educación obrera.
El anarquismo, introducido por Giuseppe Fanelli, cobró fuerza con la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE) en 1881, centrado en Cataluña y Andalucía. Rechazaba la acción política, abogaba por la abolición del Estado y la propiedad privada, y utilizaba la violencia como estrategia (como en los atentados de los años 1890). Sin embargo, evolucionó hacia el anarcosindicalismo con la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en 1910, que promovía la huelga general como herramienta transformadora.
Ambas corrientes coincidieron en su preocupación por la educación obrera, pero diferían en sus estrategias. Mientras el socialismo optó por la acción política y sindical, el anarquismo defendió inicialmente la acción directa y el rechazo al Estado, adaptándose progresivamente a formas sindicalistas.
El 1 de diciembre de 1874, Alfonso XII se ofreció a los españoles con el Manifiesto de Sandhurst, y semanas después, el pronunciamiento de Sagunto liderado por Martínez Campos aceleró su proclamación como rey. Así comenzó la Restauración monárquica, diseñada por Cánovas del Castillo para resolver los problemas de la monarquía de Isabel II: la exclusión de partidos, el intervencionismo militar y los conflictos políticos.
El régimen instauró un sistema parlamentario liberal, aunque conservador y poco democrático, basado en el turno dinástico, donde los partidos Conservador (Cánovas) y Liberal-Fusionista (Sagasta) se alternaban pacíficamente en el poder. La Constitución de 1876 proporcionó estabilidad al establecer soberanía compartida entre el rey y las Cortes, amplias competencias de la Corona y un sistema bicameral. El sufragio comenzó siendo censitario (3% de la población) y se amplió al universal masculino en 1890. Los derechos y libertades, como prensa y asociación, estaban regulados y aplicados de manera restrictiva por los conservadores y más permisiva por los liberales.
El sistema dependía del caciquismo, donde redes locales manipulaban elecciones mediante prácticas corruptas como el «pucherazo». Estas prácticas fueron posibles gracias al desinterés político de la población (80% de abstención) y al control ideológico ejercido por la Iglesia. Aunque el turno dinástico aseguró estabilidad, no fue democrático: las elecciones eran pactadas, y las mujeres estaban excluidas del voto. Este modelo marcó el último cuarto del siglo XIX en España.
Nos encontramos ante dos textos históricos, ambos de fuentes primarias y de naturaleza política, escritos durante la Restauración (finales del siglo XIX). El primero, de Enric Prat de la Riba, figura del nacionalismo catalán, defiende que “cada nacionalidad ha de tener su estado” dentro de un modelo federal en España. El segundo, de Sabino Arana, fundador del Partido Nacionalista Vasco, rechaza la influencia española en el País Vasco, señalándola como corruptora y proponiendo la separación de España.
Estos textos surgen en un contexto europeo de auge de los nacionalismos y en España, tras la Constitución de 1876, que consolidó un estado centralista. Esto provocó reacciones periféricas, no sólo en Cataluña y el País Vasco, sino también con movimientos nacionalistas en Galicia y Canarias.
Ambos nacionalismos nacieron en regiones industrializadas, liderados por la burguesía regional y evolucionaron desde un ámbito cultural hacia demandas de autogobierno. Sin embargo, el nacionalismo catalán, influido por los intereses económicos de la burguesía industrial, fue siempre autonomista y defendió un modelo federal. En cambio, el vasco, vinculado al carlismo y al rechazo por la pérdida de los fueros, comenzó como independentista antes de moderarse hacia el autonomismo.
Durante la Restauración, sus demandas fueron desatendidas, salvo en Cataluña con la creación de la Mancomunidad, de carácter administrativo. No obtuvieron estatutos de autonomía hasta la Segunda República.
La crisis de 1898, conocida como el «Desastre del 98», marcó un punto de inflexión en la historia de España, generando profundas consecuencias políticas, económicas e ideológicas. Este conflicto se desarrolló entre 1895 y 1898, iniciándose con la Guerra de Cuba, impulsada por el independentismo cubano y los intereses estratégicos y económicos de Estados Unidos en el Caribe. La intervención estadounidense, tras el hundimiento del buque Maine, llevó a una guerra que se extendió también a Filipinas, Puerto Rico y Guam. La derrota española culminó con el Tratado de París (10 de diciembre de 1898), donde España cedió Puerto Rico, Guam y Filipinas a Estados Unidos, y reconoció la independencia de Cuba. Además, en 1899, España vendió las Islas Carolinas, las Marianas y Palaos al Imperio Alemán, lo que supuso el colapso definitivo del imperio colonial español.
En el ámbito económico, la pérdida de las colonias significó la desaparición de mercados clave y el acceso a materias primas como el azúcar, cacao, café y algodón, afectando gravemente a la industria catalana y vasca. No obstante, la repatriación de capitales desde América fortaleció el sistema bancario y permitió un incipiente desarrollo industrial y la recuperación económica a inicios del siglo XX. Este proceso también incentivó el cultivo de remolacha en la península y de caña de azúcar en Canarias, aunque con problemas de saturación en el mercado.
La derrota tuvo un fuerte impacto ideológico y político. El «Desastre del 98» despertó una conciencia sobre la decadencia del país, impulsando el Regeneracionismo liderado por Joaquín Costa, que proponía combatir el caciquismo, mejorar la educación y modernizar la economía bajo el lema «escuela y despensa». Paralelamente, la Generación del 98, formada por intelectuales como Unamuno, Machado y Baroja, reflexionó sobre la crisis y abogó por una renovación moral, social y cultural. La humillación de la derrota debilitó el sistema de la Restauración, favoreciendo el crecimiento de movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco, así como del movimiento obrero, el republicanismo y el antimilitarismo. Este descontento se reflejó en conflictos como la Semana Trágica de 1909.
A pesar de la crisis, figuras como Antonio Maura y José Canalejas intentaron reformas desde dentro del sistema para democratizar el país y evitar una revolución popular, aunque con resultados limitados. La crisis de 1898, por tanto, marcó el fin del mito del Imperio Español y relegó a España a un papel secundario en el contexto internacional, evidenciando la necesidad de una profunda transformación.
Estamos ante una fuente secundaria, un mapa histórico de carácter económico que refleja la distribución de industrias y minerías en España durante el siglo XIX, un periodo caracterizado por conflictos como la Guerra de la Independencia, las guerras carlistas y la pérdida de las colonias americanas, en el contexto de la construcción del Estado liberal y una acusada inestabilidad política.
La industrialización en España fue desigual y concentrada en regiones específicas. En el norte (Asturias, País Vasco, León y Palencia) predominó la minería del carbón, la siderurgia y los puertos como el de Bilbao. Andalucía desarrolló industrias textil y siderúrgica, además de la extracción de minerales como cobre, hierro y mercurio. Cataluña destacó por su industria textil, que se modernizó con el uso del algodón, maquinaria avanzada y energía hidráulica y de vapor. En Canarias, los puertos fueron clave para el comercio entre Europa, América y África, además de la exportación de productos como la cochinilla, plátano y tomate.
El desarrollo industrial enfrentó grandes desafíos. Cataluña sufrió la escasez de carbón, lo que incentivó el uso de energía hidráulica, mientras que las malas comunicaciones y los elevados costes de transporte limitaron la creación de un mercado nacional. Además, el mercado interno era débil debido a la baja capacidad adquisitiva de la población campesina, lo que derivó en políticas proteccionistas para proteger las industrias nacionales.
La siderurgia fue importante, pero dependía de un carbón nacional de baja calidad. La Ley de Minas de 1868 permitió la entrada de capital extranjero, principalmente inglés y francés, para explotar los recursos naturales, lo que benefició más a los inversores extranjeros que a la economía española. Sobresalieron yacimientos como el mercurio en Almadén, el cobre en Riotinto y el hierro en el norte.
El lento avance industrial se debió a la elevada deuda pública, la falta de una política industrial clara y la corrupción institucional, consolidando una economía dependiente y agraria. No obstante, medidas como la Ley de Puertos Francos de 1852 en Canarias integraron las islas en el comercio internacional, y la Ley General de Ferrocarriles de 1855 mejoró las comunicaciones, aunque con capital y tecnología mayoritariamente extranjeros.
En conclusión, la industrialización española del siglo XIX fue un proceso lento, desigual y marcado por grandes limitaciones estructurales, que perpetuaron la dependencia exterior y el predominio del sector agrario en su economía.