Portada » Filosofía » Empirismo y Crítica de la Razón: La Filosofía de David Hume
David Hume nació en Edimburgo en 1711 y falleció en 1776. Su vida se desarrolló en una etapa en la que el Reino Unido (el Acta de Unión, por la que se produce la unión formal de Inglaterra y Gales con Escocia, es de 1707) culminaba el desarrollo económico iniciado en el siglo anterior. Inglaterra tenía la hegemonía, junto con Holanda, del comercio marino, y vivía una etapa de desarrollo económico, favorecido por la liberación del comercio internacional alcanzada con el Tratado de Utrecht (1713). Estos factores prepararon, en la segunda mitad de siglo, el comienzo de la revolución industrial. De hecho, Hume muere el mismo año en el que Adam Smith publica El origen de la riqueza de las naciones, carta magna de la nueva ciencia económica, gestada durante el siglo XVIII.
El Reino Unido había alcanzado la forma de una monarquía parlamentaria, fruto de las revoluciones de Cromwell y de la segunda revolución inglesa (la Revolución Gloriosa de 1689, que corona a Guillermo de Orange como rey de Inglaterra). De hecho, la reflexión política está muy presente en la filosofía inglesa de estos siglos. Así, Hobbes publica, durante la dictadura de Cromwell, Leviatán, obra en la que defiende el poder absoluto del gobernante; Locke, por su parte, escribirá sus tratados de filosofía política, en los que defiende la legitimidad de la nueva monarquía parlamentaría.
La filosofía moderna produce en sus orígenes dos grandes corrientes de pensamiento: el racionalismo y el empirismo. Así como el racionalismo es, sobre todo, continental, el empirismo se desarrolla en las Islas Británicas. La línea de pensamiento que parte de Francis Bacon y llega a Hume a través de Hobbes, Berkeley y Locke, se opone en cierta manera a la línea que parte de Descartes y llega a Leibniz a través de Spinoza y Malebranche. El racionalismo es de tendencia apriorística y matemática (esta ciencia deductiva es el modelo de conocimiento), mientras que el empirismo es sensualista, defiende las impresiones y la experiencia sensible como criterio de certeza, lo que le lleva a rechazar las ideas y conocimientos a priori del racionalismo.
Hume es el filósofo que lleva el empirismo hasta sus últimas consecuencias. Además, por su formación, fue un buen conocedor de la filosofía racionalista (parte del Tratado sobre la naturaleza humana lo escribe en Francia, en La Flèche, que se había convertido en un prestigioso centro de estudios cartesianos). No logró ingresar en el ambiente académico, pese a intentar obtener una cátedra en varias ocasiones, debido a sus ideas escépticas y próximas al ateísmo. Pero esto le facilitó tener relaciones cordiales con los ilustrados y filósofos franceses, como Rousseau, gracias a las diversas misiones políticas y diplomáticas en las que participó (por ejemplo, fue secretario del embajador inglés en París).
Estos factores permiten que Hume no sólo sea el filósofo que lleva hasta las últimas consecuencias el empirismo, sino que además su pensamiento es una dura crítica al pensamiento racionalista. No sólo al racionalismo, sino que en el momento en el que la revolución científica ha producido sus mejores resultados con Newton (1642-1727), el empirismo de Hume socava los fundamentos racionales del ideal científico. Aunque Hume confiesa en el Tratado acerca de la naturaleza humana que pretende contribuir al avance del conocimiento, fundamentando sobre la seguridad (ideal común de la filosofía de la Edad Moderna), su filosofía aboca al escepticismo. Dejará así abiertos los problemas derivados de la contraposición entre racionalismo y empirismo, especialmente, el problema de la fundamentación de la ciencia. De esta tarea se ocupará Kant (1724-1804), quien confiesa que la lectura de Hume le despertó del “sueño dogmático” del racionalismo. Llevar la ciencia del hombre a un terreno nuevo: como dice el subtítulo del tratado, “un intento de introducir el método experimental de razonamientos en los argumentos morales”, es un intento de realizar la tarea de Newton en la naturaleza humana. 1739: dos primeros volúmenes del Tratado de la Naturaleza Humana. Y en 1740, el 3º. Inadvertido al principio. Más éxito por ensayos políticos y morales y por la monumental Historia de Inglaterra. La Investigación sobre el entendimiento humano es una refundición del Tratado. Las Investigaciones sobre los principios de la moral son una nueva redacción del tercer libro del tratado.
Hume, al igual que otros pensadores (Locke, Berkeley), prestó especial atención al estudio del conocimiento humano, fundamentándolo en el principio empirista por el que se afirma que todos los contenidos de nuestra mente dependen exclusivamente de la experiencia. Aplicando este principio, sostiene Hume que todos los contenidos de la mente humana son percepciones, que se dividen en dos grandes clases: impresiones e ideas, lo que marca la distinción entre sentir y pensar. Las impresiones son las percepciones que se presentan con más fuerza (abarca las sensaciones, pasiones y emociones cuando realizan su primera aparición ante nuestra alma). Las ideas son las copias debilitadas de las impresiones. Se distinguen, por tanto, no sólo por su intensidad, sino por su origen, ya que la idea depende de la impresión. Así, para transmitirle a un niño la idea del color rojo, le presento objetos; en otras palabras, le produzco impresiones. No cometo el absurdo de tratar de producir impresiones en él excitando ideas. Con esto se elimina la cuestión de las ideas innatas: no tenemos ideas sino después de tener impresiones, puesto que “todas las ideas simples provienen, mediata o inmediatamente, de las correspondientes impresiones”.
Tanto las ideas como las impresiones pueden ser simples (por ejemplo, “rojo”) o complejas (una manzana), según se puedan separar o no. Las ideas simples proceden siempre de impresiones simples; las ideas complejas, en cambio, pueden ser copia de las impresiones complejas, pero pueden también ser fruto de combinaciones múltiples en nuestra imaginación. Las ideas tienden a unirse, no solo según el libre juego de la fantasía, sino que en las ideas se da una fuerza por la que tienden a asociarse entre sí según tres propiedades: semejanza, contigüidad en el tiempo y en el espacio, y causa y efecto.
Por el principio de que las ideas son copias de las impresiones, para probar la validez de las ideas que se discutan es preciso indicar cuál es la impresión correspondiente a cada una de ellas. El problema no surge en las ideas simples (sólo pueden surgir de la impresión correspondiente), sino en las complejas, que pueden ser fruto de una impresión compleja o construcción de la imaginación. Serán, por tanto, válidas o verdaderas aquéllas que provengan de una impresión. El límite del conocimiento humano es la impresión.
Una vez establecidos cuáles son los elementos del conocimiento (impresiones e ideas), Hume establece que los objetos de la razón (los modos de conocer y, por tanto, los tipos de proposiciones racionales) pueden ser de dos tipos: relaciones de ideas y cuestiones de hecho.
Las relaciones de ideas son aquellas proposiciones que se pueden descubrir por mera operación del pensamiento y, aunque todas las ideas tienen su fundamento en las impresiones, las relaciones de ideas se pueden conocer con independencia de lo que pueda existir en cualquier parte del universo. De esta clase son los conocimientos matemáticos, pues “aunque en la naturaleza no hubiese círculos ni triángulos, las verdades demostradas por Euclides conservarían toda su certeza y su evidencia”. Su negación implica una contradicción.
En cambio, el conocimiento por cuestiones de hecho no se obtiene de la misma forma: lo contrario a cualquier dato de hecho siempre es posible, porque jamás puede implicar una contradicción. “Mañana no saldrá el sol” es una proposición no menos inteligible y que no implica mayor contradicción que afirmar que saldrá el sol. Para su conocimiento tenemos que recurrir a la experiencia, es decir, a los sentidos, a las impresiones. Las ciencias físicas o de la naturaleza se apoyan en este tipo de juicios.
Las relaciones de hecho son siempre evidentes. Pero, ¿qué validez tienen las cuestiones de hecho cuando afirman algo que no está presente a nuestros sentidos? Por ejemplo, por usar el mismo ejemplo de Hume, cuando un hombre encuentra un reloj en una isla desierta y afirma que en alguna ocasión hubo un hombre en aquella isla, o afirma que un amigo suyo está en Francia, porque ha recibido una carta suya.
Este tipo de afirmaciones se basan en la causalidad, es decir, en la relación de causa y efecto. ¿Qué validez tiene entonces el principio de causalidad? ¿Es algo racional? Si lo es, habrá de ser o bien una relación de ideas o bien una cuestión de hecho. Pues bien, no puede tratarse de una relación de ideas, porque las relaciones de causa y efecto “en ningún caso se alcanzan por razonamientos a priori, sino que surge enteramente de la experiencia”. El propio Adán, al ver el agua por primera vez, no habría podido inferir a priori que podía ahogar a una persona. En absoluto podríamos saber a priori –al ver una bola de billar– que ésta, al golpear a otra, producirá como efecto el movimiento de esta otra. Puedo concebir como posibles otros muchos movimientos o comportamientos de esos cuerpos. No implica contradicción alguna que el curso de la naturaleza llegara a cambiar y que un objeto fuera acompañado de efectos distantes: es inteligible que lo que cae de las nubes y parece nieve tenga, sin embargo, el sabor de la sal o la sensación de fuego. “La mente nunca puede encontrar el efecto en la supuesta causa por el examen más riguroso, pues el efecto es totalmente distinto a la causa y, en consecuencia, no puede ser descubierto en él”.
Sólo queda, entonces, que el razonamiento causal sea una cuestión de hecho, sacado de la experiencia. Se puede afirmar así la relación entre un objeto y su efecto en el pasado. ¿Pero qué fundamento tengo para afirmar algo en el futuro, que un efecto derivado de un objeto en el pasado volverá a suceder del mismo modo en el futuro? No tengo ninguna impresión de la conexión necesaria que existe entre las cualidades superficiales de los objetos y los principios últimos de que provienen (tal es la reducción de la ciencia moderna: renunciar al conocimiento de las esencias últimas de las cosas). La vinculación de un objeto con sus efectos sólo se obtiene de la experiencia y, por eso, ¿qué me asegura que el futuro será igual al pasado? Del futuro no tenemos tampoco experiencia, impresiones que justifiquen esta inferencia. “Acéptese que la naturaleza hasta ahora ha sido muy regular; (…) esto no demuestra que en el futuro lo seguirá siendo”. “No es el razonamiento el que nos hace suponer que lo pasado es semejante al futuro y esperar efectos semejantes de causas que al parecer son semejantes”. Esto es consecuencia de un hábito, la costumbre derivada de la experiencia de ver siempre unidos determinados objetos, que nos predispone a esperar lo mismo para el futuro. Y este hábito, cuanto más fuerte es, más se nos oculta que no es sino una mera costumbre.
Así, al llevar el principio empirista a sus últimas consecuencias, estableciendo las impresiones como criterio de verdad, Hume niega el fundamento racional, universal y necesario de los razonamientos científicos, que se fundamentan en la causalidad. Esta postura casi escéptica es mitigada por un cierto utilitarismo. “Si he de ser un idiota, como sin duda lo son todos los que afirman o creen algo, por lo menos que mis tonterías sean algo útil y agradable”. Y por eso aceptamos los juicios de causalidad “como si fueran verdaderos”. Pero la racionalidad de la ciencia queda así en entredicho.
Del rechazo de la causalidad se sigue también el rechazo de la sustancia, con la consiguiente imposibilidad de la metafísica, que se centra en el estudio del yo, de Dios y del mundo.
La idea de sustancia material no viene de una impresión, sino que suponemos que el color, el sonido, la figura y las demás propiedades de los cuerpos no pueden existir por separado, sino que exigen un sujeto en que apoyarse. La costumbre de ver esas cualidades unidas nos lleva a inferir una conexión de causa y efecto con la idea de sustancia.
De manera análoga, tampoco podemos hablar de la existencia del “yo”, entendido como una realidad de subsistencia continuada. “El yo o la persona no es una impresión: es aquello a que se refieren nuestras diferentes impresiones e ideas”. Es algo así como un haz de impresiones, y la existencia del “yo” como substancia no es un conocimiento racional, sino una creencia. Lógicamente, con estos principios no es demostrable tampoco la idea de Dios, ya que no poseemos ninguna impresión que dé lugar a esa idea. Se niega así la posibilidad de tener un conocimiento racional de las tres realidades o sustancias que constituían la metafísica cartesiana: la res cogitans (el yo), la res infinita (Dios) y la res extensa (la sustancia material).
Pero el verdadero objetivo de Hume era la moral. ¿Cuál es el fundamento de la moral? No es por la razón por lo que afirmamos que algo es bueno o malo. No es algo racional porque no es una relación de ideas ni una cuestión de hecho, pues del bien y del mal no tenemos impresión. Por eso, cuando abominamos de un criminal, no lo hacemos porque no pueda percibir ciertos objetos o relaciones de cualquier tipo (eso sería un mero error de hecho), sino porque es incapaz de ciertos sentimientos. Por eso, la virtud es cualquier acción que da al espectador un sentimiento placentero de aprobación, y vicio lo contrario.
Y esto es así porque la razón hace referencia a la utilidad, a los medios necesarios para alcanzar un fin. Pero si el fin nos fuera indiferente, sentiríamos la misma indiferencia por los medios. Se distingue así entre la razón y el gusto. La razón se ocupa de la verdad y falsedad, de los objetos como son en la realidad, sin añadir nada; no da motivos para la acción, sino que dirige los medios para alcanzar esos fines. Por el contrario, la facultad del gusto origina un sentimiento, que es una creación con la que tiñe los objetos naturales; se convierte en motivo de la acción en cuanto que da placer y dolor. No busca el gusto, como la razón, descubrir lo oculto y desconocido, sino que, una vez que todas las circunstancias son conocidas, nos hace experimentar un sentimiento de censura o aprobación. Aunque depende el bien y el mal de un sentimiento, y por tanto, es algo subjetivo, sostiene Hume que existe una “simpatía” –etimológicamente, una “comunidad de sentimientos”–, por la cual en una determinada sociedad podemos considerar bueno y malo lo mismo. La razón tiene que ver con lo verdadero o falso, como se ve por el subtítulo del Tratado: “un intento de introducir el método experimental de razonamientos en los argumentos morales”, por el que quiere realizar la tarea de Newton en la naturaleza humana.