Portada » Filosofía » El Legado de Agustín de Hipona: Fe, Razón y el Camino hacia la Verdad
Agustín nació en el año 354 en Tagaste, una ciudad norteafricana del Imperio Romano, y falleció en Hipona en el 430. Durante su vida, el Imperio Romano atravesaba una profunda crisis. Los intentos de reforma para fortalecer el ejército y restaurar la grandeza de Roma fracasaron, culminando en la división del Imperio en Occidente (con capital en Roma) y Oriente (con capital en Constantinopla). Occidente sucumbió ante las invasiones bárbaras, exacerbadas por la crisis y las marcadas diferencias sociales. En este contexto, el cristianismo ganó prominencia, especialmente tras el Edicto de Tesalónica en 380, que lo estableció como la religión oficial del Imperio. La vida intelectual declinó, el idioma griego perdió influencia y la ciencia retrocedió.
La filosofía de Agustín representa una síntesis entre el cristianismo, la filosofía platónica y el neoplatonismo. La integración de la filosofía con el cristianismo fue un proceso complejo debido a sus diferentes enfoques: la filosofía basada en la razón y el cristianismo en la revelación divina. Agustín buscó apoyar las doctrinas cristianas con argumentos filosóficos. Su desarrollo doctrinal atravesó tres etapas:
La obra de Agustín se centra en justificar las verdades de la fe cristiana. Es considerado el primer filósofo cristiano y sentó las bases de la filosofía medieval. Su trayectoria intelectual es compleja, pasando por el maniqueísmo y el escepticismo hasta llegar al cristianismo.
Agustín aborda la relación entre la razón (filosofía) y la fe (religión). Buscó esclarecer el valor de las verdades reveladas por Dios frente al conocimiento adquirido por las facultades humanas. No separó la fe de la razón, sino que las vio como complementarias en la búsqueda de la verdad cristiana. Su objetivo era alcanzar la verdad y la felicidad mediante:
La razón está subordinada a la fe, que la orienta. Agustín afirmaba: «cree para entender y entiende para creer«.
Agustín se preguntó si es posible alcanzar un conocimiento verdadero. Refutó el escepticismo argumentando que la duda misma implica una certeza: la existencia del que duda. Esta certeza de la propia existencia es un conocimiento interior del alma. ¿Cómo puede el ser humano alcanzar la verdad?
El conocimiento parte de la iniciativa de Dios y requiere una introspección del alma, donde se encuentra a Dios.
Agustín aborda la existencia y naturaleza de Dios. Sobre la existencia de Dios, no formuló pruebas sistemáticas, pero señaló la aceptación generalizada de su existencia. En cuanto a la naturaleza de Dios, la consideró incomprensible para la mente humana. Afirmó que Dios creó el mundo de la nada (ex nihilo), con un principio y un fin, por su libre voluntad y amor, para compartir su perfección con las criaturas.
El hombre está compuesto de alma (inmortal) y cuerpo (mortal). El alma posee una razón inferior y una superior, es inmortal y creada por Dios. Es una sustancia espiritual, simple e indivisible, superior al cuerpo, siguiendo la tradición platónica. Sin embargo, rechazó la transmigración de las almas. El cuerpo se convirtió en prisión del alma debido al pecado original.
El fin de la conducta humana es la felicidad. Para alcanzarla, se necesita libertad para obrar bien y la gracia divina. Agustín distingue entre libertad y libre albedrío. La verdadera libertad se alcanza al liberarse del pecado. El mal puede ser físico, derivado del pecado original, o moral, cometido voluntariamente contra la ley de Dios. Agustín rechaza el intelectualismo moral platónico, afirmando que el mal no se debe a la ignorancia, sino al libre albedrío.
Agustín concibe la historia desde una perspectiva cristiana, dividida en pasado (antes de Cristo), presente (en Cristo) y futuro (después de Cristo). La historia progresa linealmente desde la creación hasta el reino de Dios. Existen dos ciudades: la ciudad de Dios, de quienes aman a Dios, y la ciudad terrenal, de quienes se aman a sí mismos. Solo en un Estado cristiano puede haber verdadera justicia. La Iglesia debe influir en el Estado, interpretándose la Iglesia como la ciudad de Dios y el Estado como la ciudad terrenal en la Edad Media.