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El más antiguo núcleo político que se constituyó en los territorios de la península Ibérica que no habían caído en poder de los invasores musulmanes fue el reino astur.
Surgido en una fecha incierta, aunque indudablemente en el transcurso de la primera mitad del siglo VIII, algún tiempo después, a finales de la novena centuria o a comienzos de la décima, comenzó a ser denominado reino astur-leónés o simplemente leónés. Dicho cambio se produjo después de que fuera incorporada a los dominios de los reyes astures la ciudad de León, la que fuera antigua sede de la «Legio VII Gemina» de los romanos. A partir de esos momentos el centro del poder del mencionado reino, hasta entonces situado al norte de la cordillera Cantábrica, se trasladó al ámbito de la Meseta norte, un territorio más adecuado para organizar desde él la pugna con Al-Ándalus.
La derrota del monarca visigodo Rodrigo en la batalla de Guadalete, el año
711, y la consiguiente caída de la monarquía goda, hicieron posible la rápida conquista, en apenas tres años, de la antigua Hispania romana por los invasores musulmanes. La auténtica Guerra Civil mantenida entre las grandes familias visigodas tuvo mucho que ver en aquel desastre. Con frecuencia, la aristocracia visigoda pactó ante los invasores. No obstante fuera del ámbito de Al-Ándalus quedaron diversos territorios, ante todo las zonas montañosas del norte peninsular. En la zona occidental vivían pueblos de remoto origen, como los galaicos, los astures, los cántabros y los vascones. Algunos de ellos habían recibido un fuerte impulso romanizador, otros en cambio, como era el caso de los vascones, apenas fueron afectados por la influencia cultural de los romanos.
Hacia el año 722 el emir cordobés decidíó enviar una expedición de reconocimiento a las montañas cántabro-astures, dirigida por Alqama. Los musulmanes tuvieron un encuentro con los habitantes de aquellas zonas montañosas. Aquel acontecimiento es conocido como la batalla de Covadonga, lugar situado en las proximidades de Cangas de Onís. Las gentes del norte, es decir los cántabro-astures, luchaban por mantener su independencia, como habían hecho en el pasado al enfrentarse tanto con romanos como con visigodos. Para los islamitas lo sucedido en aquel lugar no tuvo la menor importancia. Un cronista musulmán tardío, al-Maqqari, afirma que las huestes de Alqama decidieron retirarse de las montañas astures porque al fin y al cabo allí sólo había «treinta asnos salvajes», por lo que se preguntaron «¿qué daño pueden hacernos?». Los cristianos, por el contrario, magnificaron aquel acontecimiento, llegando a considerarlo algunos eclesiásticos próximos a la corte, años más tarde, nada menos que el punto de partida de «la salvación de Hispania». Esa interpretación, sin embargo, tiene un claro sesgo ideológico. No hay que olvidar, por ejemplo, que en el bando de los invasores islamitas se hallaba el obispo don Oppas, adicto al bando vitizano, que había sido rival del monarca visigodo Rodrigo. Es preciso señalar, de todos modos, que en la batalla de Covadonga tuvo una participación destacada Pelayo, un antiguo espatario de los reyes visigodos, el cual, al parecer, se había refugiado en las montañas cantábricas. ¿Cómo se produjo la conexión entre los nobles visigodos refugiados en la cordillera Cantábrica y los pueblos que habitaban aquellas tierras? La respuesta sigue en el aire. Pese a todo, en dicho personaje, es decir, Pelayo, se ha visto el origen del reino astur, aunque él no adoptara en ningún momento el título regio.
A Pelayo le sucedíó, en el año 737, su hijo Fáfila, el cual murió dos años después. De todos modos el primer monarca astur importante fue Alfonso I (739-757), hijo del duque visigodo de Cantabria Pedro a la vez que esposo de Ermesinda, una hija de Pelayo. A Alfonso se atribuyen diversas correrías por las tierras de la cuenca del Duero, en las cuales, según afirman crónicas posteriores, «yermó los campos que llaman góticos». También realizó expediciones por Galicia, el norte de Portugal y el alto Ebro. La Crónica de Alfonso III indica que Alfonso I saqueó y tomó, entre otras ciudades, Lugo, Tuy, Oporto, Braga, Ledesma, Salamanca, Zamora, Ávila, Segovia, Astorga, León, Saldaña, Mave, Amaya, Simancas, Oca, Osma, Sepúlveda, Miranda, Cenicero y Alesanco. Al mismo tiempo se dice que Alfonso I llevó consigo, hacia las tierras astures, a muchos cristianos que vivían en el valle del Duero, con lo que habría contribuido a convertir aquel territorio, sin duda ya escasamente poblado, poco menos que en un auténtico desierto. Durante el reinado de su sucesor, Fruela I (757-768), hay noticias de rebeliones tanto de gallegos como de vascones, lo que pone de relieve que los dominios del reino astur se habían extendido lo mismo hacia el oeste que hacia el este. El último tercio del siglo VIII, en el que se sucedieron los monarcas Aurelio (768-774), Silo (774-783) y Mauregato (783-791) fue una etapa relativamente oscura, en la que predominaron los conflictos internos. Sabemos, por ejemplo, que hubo fuertes tensiones sociales, protagonizadas por esclavos y libertos, en tiempos del monarca Aurelio, así como conflictos en tierras de Galicia en la época del rey Silo. Durante el reinado de Mauregato, por otra parte, irrumpíó en Asturias la querella del adopcionismo. Se trataba de una herejía gestada en la mente del monje Félix, que fue convertido en obispo de Urgel en el año 782. Dicha herejía, por sorprendente que parezca, fue rápidamente aceptada por la iglesia hispana de las tierras de Al-Ándalus, que la asumíó en un concilio reunido en Sevilla en el año 784 bajo la dirección de Elipando, obispo de Toledo.
No obstante el reino astur se consolidó en tiempos de Alfonso II el Casto (791-842), monarca que fue coetáneo del emperador Franco Carlomagno, con el que, al parecer, mantuvo relaciones diplomáticas fluidas. Por de pronto el centro del poder se trasladó desde Cangas de Onís hasta la ciudad de Oviedo, en donde se creó una sede episcopal, al tiempo que se erigían templos tan significativos como el del Salvador. Asimismo fue durante el reinado de Alfonso II cuando tuvo lugar el descubrimiento de los supuestos restos del apóstol Santiago, en tierras de Galicia, en concreto cerca de Iría Flavia. Aquel lugar, como es sabido, pronto se iba a convertir en un importante centro de peregrinación para los cristianos, tanto de las tierras hispanas como de más allá de los Pirineos. Pero a la vez la figura del apóstol Santiago iba a funcionar como estandarte de los combatientes cristianos en sus luchas contra los infieles, lo que explica que se le denominase, a nivel popular, Santiago matamoros. Pero sin duda lo esencial de la labor llevada a cabo por Alfonso II fue su conexión con la tradición visigótica, o lo que es lo mismo la restauración del «ordo Gothicus». Ello se tradujo en dos aspectos básicos, por una parte la reorganización del «Palatium», órgano de gobierno que asesoraba al monarca, y por otra la decisión de dar validez legal al Líber Iudicum, el texto jurídico promulgado en su día por del rey visigodo Recesvinto. Alfonso II no sólo resistíó las aceifas lanzadas en esos años por los emires cordobeses, sino que en diversas ocasiones vencíó a los ejércitos islamitas, como sucedíó en la batalla de Lutos (793), que constituyó un triunfo espectacular de los cristianos. Incluso fue capaz de efectuar incursiones hasta puntos muy alejados de sus fronteras, caso de Lisboa, en el año 797, o, años más tarde, Medinaceli. A comienzos del siglo IX, por otra parte, se inició la actividad colonizadora en las tierras llanas situadas al sur de la cordillera Cantábrica, es decir de la cuenca del Duero.
El breve reinado de Ramiro I (842-850) fue coetáneo de la presencia en las costas gallegas de los normandos, lo que sucedíó en el año 844. Ramiro I dio un gran impulso a las artes plásticas, lo que se hizo patente en iglesias como San Miguel de Lillo o Santa María del Naranco. La leyenda convirtió a Ramiro I en vencedor de los musulmanes en la batalla de Clavijo, en la que se habría aparecido el apóstol Santiago montado en un caballo blanco. Su sucesor, Ordoño I (850-866) aprovechó hábilmente las disputas internas que sacudían a Al-Ándalus en aquellos años para impulsar el avance colonizador por tierras de la Meseta norte y de Galicia. Hitos importantes fueron, en ese sentido, la llegada de los cristianos, en el año 854, a Tuy y a Astorga, y en el 856 a la ciudad de León. Unos años después, el 860, los condes castellanos ocuparon la fortaleza de Amaya. Hubo asimismo, durante aquel reinado, algún enfrentamiento militar con los ejércitos islamitas, que no dejaban de efectuar, de cuando en cuando, diversas razzias por la cuenca del Duero. En concreto, en el añal 865 los cristianos fueron derrotados en la batalla de la Morcuera, pero en el 860 salieron vencedores de la batalla de Clavijo.
De todos modos el gran avance del reino astur hacia el sur se produjo en tiempos del monarca Alfonso III el Magno (866-910). Los primeros pasos se dieron por el oeste, alcanzando las tropas del rey astur la ciudad de Oporto, el año 868, y Coimbra, el 878. Como consecuencia de aquellos éxitos el territorio situado entre los ríos Miño y Mondego quedó incorporado al reino astur. En esa última fecha, 878, Alfonso III frenó un avance islamita por la cuenca del Duero, al salir victorioso de la batalla de Polvoraria. Unos años después los condes castellanos, vasallos del monarca astur, llegaban a la localidad de Castrogeriz (883) y ponían los cimientos de la futura ciudad de Burgos (884). Antes de que concluyera el Siglo X los astures dieron un paso decisivo, al lograr situarse en la línea del río Duero, establecíéndose en Zamora (893), Simancas (899) y Toro (900). Alfonso III, por otra parte, mantuvo buenas relaciones con los reyes de Pamplona, casándose con la princesa Navarra Jimena, pero también con los Banu Qasi, una familia musulmana del valle del Ebro. En otro orden de cosas el monarca astur fue un gran constructor de templos, sobresaliendo el de San Salvador de Valdediós. También destacó por el impulso dado a las actividades culturales, lo que quedó plasmado en la denominada Crónica de Alfonso III. No obstante al final de su reinado fue víctima de una conspiración en la que intervinieron sus propios hijos, que le obligaron a abdicar. En cualquier caso el prestigio logrado por Alfonso III explica que en sus últimos años de reinado fuera designado con el pomposo título de «emperador». Dicho término ¿significaba simplemente el ejercicio del mando sobre un determinado territorio o, por el contrario, cabe interpretado como la expresión de la supremacía sobre los otros dirigentes políticos de la Hispania cristiana?
Al morir Alfonso III la sucesión del trono recayó en su hijo García. No obstante sus hermanos Ordoño y Fruela actuaban con gran autonomía, en Asturias y Galicia respectivamente. García I (910-914) trasladó el centro del poder del reino astur a la ciudad de León, lo que supónía el definitivo desplazamiento a las tierras meseteñas. En aquel reinado, concretamente en el año 912, los condes castellanos llegaban a la línea del Duero, establecíéndose, entre otros lugares, en Roa, Osma y San Esteban de Gormaz. Ahora bien, el reino astur-leónés, expresión con la que se conocía en la época al núcleo político occidental de la Hispania cristiana, fue testigo, en el transcurso del Siglo X, de graves tensiones internas. Paralelamente Al-Ándalus se fortalecía, en especial desde que accedíó al emirato Abderramán III. Ordoño II (914-924), sucesor de García I, hubo de hacer frente a los ataques musulmanes, dirigidos por el citado Abderramán III. En el año 920 fue estrepitosamente derrotado, junto con el monarca navarro, en Valdejunquera. Por si fuera poco a la muerte de Ordoño II se abríó en el reino astur-leónés una delicada crisis sucesoria. En esos años ostentaron el trono Fruela II (924-925) y Alfonso IV el Monje (925-931), al tiempo que Sancho Ordóñez actuó como rey de Galicia (925-929).
La crisis se resolvíó con el acceso al trono de Ramiro II (931-951), hermano de Alfonso IV. El nuevo monarca vencíó de forma espectacular al califa cordobés Abderramán III en la batalla de Simancas-La Alhándega (939). Aquel éxito militar fue el punto de partida de la colonización de las tierras situadas al sur del río Duero, caso de Salamanca, repoblada en el año 941, o de Ledesma. Esa actividad colonizadora, sin embargo, fue puramente provisional, debido a la reacción militar musulmana de las últimas décadas del Siglo X. En verdad la línea dominante, en el transcurso de la décima centuria, fue el retroceso cristiano, debido a las pugnas internas de la monarquía astur-leonesa pero también como consecuencia de la fuerza militar exhibida por los musulmanes, primero en tiempos del califa Abderramán III y, en los años finales del siglo, a través de las terribles razzias lanzadas por el hachib cordobés Almanzor. Bastante éxito fue para los astur-leoneses lograr mantener la línea del Duero como frontera efectiva entre los dominios de los cristianos y los de Al-Ándalus. Los monarcas que sucedieron a Ramiro II fueron Ordoño III (951-956), Sancho I el Craso (956-958), Ordoño IV el Malo (958-960), nuevamente Sancho I (960-966), Ramiro III (966-984) y, finalmente, Bermudo II el Gotoso (984-999), coetáneo de las imparables acometidas de Almanzor.
El entramado institucional de la monarquía astur era, según todos los indicios, bastante elemental. Los reyes consiguieron transmitir su cargo hereditariamente, aunque es posible que por vía matrilineal, lo que revelaría el fuerte influjo de las estructuras sociales vigentes en los pueblos prerromanos de la zona cantábrica. El poder regio, éste es uno de sus rasgos más carácterísticos en aquella época, se hallaba a mitad de camino entre la esfera de lo público y la de lo privado. Sin duda eran los monarcas astures a la vez los jueces supremos, los jefes del ejército y la cabeza visible de la administración, pero necesitaban inexcusablemente del concurso directo tanto de los miembros de la aristocracia laica como de los altos dignatarios de la Iglesia. Los oficiales más importantes del «Palatium» eran el mayordomo, persona que estaba encargada de la hacienda, el notario, que autentificaba los documentos reales, y el «armiger», que actuaba como delegado del monarca en la conducción de los ejércitos. De todos modos es preciso señalar que los ingresos del erario público, en la monarquía astur o astur-leonesa, eran bastante escasos, limitándose a la explotación de los dominios reales, la percepción de impuestos como la infurción, y la recaudación procedente de confiscaciones y caloñas. El monarca, asimismo, disfrutaba de diversas regalías, en particular sobre los «bona vacantia» o las tierras sin dueño. Por lo que respecta a la organización territorial había, como en tiempos visigodos, condados, a cuyo frente estaba situado un «comes». Pero eran más significativas, sin duda, las pequeñas demarcaciones, ya se tratara de los «comisos» y «mandaciones», carácterísticos de las tierras leonesas, o de los distritos organizados en torno a fortificaciones, propios del área castellana.
El reino astur-leónés tenía, en la décima centuria, una gran extensión territorial, pues abarcaba desde el mar Cantábrico hasta el río Duero y desde la costa atlántica de Galicia hasta el alto Ebro. Ese panorama, dadas las condiciones de la época, constituía un serio hándicap, habida cuenta de la dificultad de las comunicaciones. De ahí la tendencia centrífuga que inevitablemente se manifestó en algunas regiones del mencionado reino. Eso sucedíó, por ejemplo, en Galicia, que, como antes señálamos, entre los años 925 y 929 llegó a tener un rey propio, en la persona de Sancho Ordóñez. La tendencia centrífuga, no obstante, tuvo su mayor desarrollo en las comarcas orientales, las cuales fueron escenario del nacimiento de Castilla. La más antigua referencia de ese nombre se encuentra en un documento del año 800, que alude a la actividad colonizadora llevada a cabo al sur de la cordillera Cantábrica por un grupo de monjes, y por supuesto de campesinos, a cuyo frente se encontraba el abad Vítulo. En ese texto se utiliza el nombre de Castilla para referirse a una pequeña comarca del valle de Mena, situada en el norte de la actual provincia de Burgos. Concretamente se lee en dicha fuente lo siguiente: «hemos levantado una iglesia en honor de San Martín en Área Patriniano, en el territorio de Castilla». La Crónica de Alfonso III, que data de finales del siglo IX, hace referencia, por su parte, a «las Vardulias, que ahora son llamadas Castilla». Así pues Castilla era, en sus orígenes, un «pequeño rincón», como dirá más tarde, aunque sea en un indudable tono literario, el conocido Poema de Fernán González.
Aquel territorio, situado en la vertiente nororiental del reino astur, era una de las vías por donde penetraban habitualmente los musulmanes en sus razzias contra el reino astur-leónés. De ahí la abundancia de fortificaciones que erigieron los cristianos, expresivas, por otra parte, del nombre que se dio a aquella comarca. Los castillos se levantaban, como dijo de forma un tanto poética fray Justo Pérez de Urbel, «en cada cerro, en cada cima, en cada roca». Castilla era, en definitiva, un típico territorio de frontera. Es posible, por otra parte, que los principales protagonistas de la colonización de aquel ámbito espacial fueran gentes originarias del territorio vascón, las cuales, como sabemos, estaban escasamente romanizadas. En definitiva, la singularidad de dicho territorio se traduciría en hechos como el predominio de la costumbre sobre el Líber Iudicum en el ámbito de las actuaciones judiciales, lo que explica que se haya presentado a Castilla como un «país sin leyes», o lo que es lo mismo «tierra de fazañas y del derecho libre». La tradición afirmaba que en Castilla se habían quemado las copias del Líber Iudicum o Fuero juzgo. ¿Cómo olvidar, por otra parte, las referencias a los jueces de elección popular, casos de los poco menos que míticos Nuño Rasura o Laín Calvo? Asimismo puede considerarse un rasgo peculiar de la Castilla primigenia la menor estratificación social, debido a la escasa impronta ejercida allí por los grandes magnates nobiliarios pero también al alejamiento de la corte.
Ahora bien, las originalidades de Castilla también se plasmaban en el campo de la cultura, de clara raigambre popular y que tenía como principales protagonistas a los juglares, y en el nacimiento de una lengua romance en la que el euskera, es decir, el idioma que hablaban los vascones y por lo tanto prerromano, había ejercido una notable influencia. Partiendo de estos rasgos singulares que ofrecía el condado de Fernán González Sánchez Albornoz llegó a afirmar, en un tono de exaltación y de triunfalismo, que la Castilla del Siglo X «miraba hacia el mañana», en tanto que los territorios de León o de Galicia «miraban al ayer».
En los inicios de la décima centuria el territorio oriental del reino astur estaba dividido en un mosaico de condados, entre ellos los de Álava, Lantarón, Burgos y Castilla propiamente dicha. Pero unos años después, bajo la batuta de Fernán González (927-970), aquellos territorios desembocaron en la formación de un único condado, el de Castilla. Los diplomas de la época aluden al citado personaje como «comes totius Castellae». De ahí que se haya presentado al citado conde, sin duda con tintes ampulosos, nada menos que como el padre de la patria castellana. Es evidente que Fernán González, persona de gran habilidad política a la vez que brillante guerrero, sacó partido de la debilidad de los reyes leoneses coetáneos suyos, en particular en la etapa posterior a Ramiro II. De todos modos no puede afirmarse, como con tanta frecuencia se ha sostenido, que con el conde citado Castilla se independizara de León, como en ocasiones se ha afirmado. Simplemente alcanzó un notable grado de autonomía, al igual que sucedíó más allá de los Pirineos con los grandes principados feudales del antiguo Imperio carolingio.
Pero el vínculo formal que ligaba a los condesde Castilla con los reyes de León, que seguían siendo sus señores, no desaparecíó en modo alguno. El profesor Moxó definíó en su momento a la Castilla de Fernán González, sin duda acertadamente, como un «principado feudal». Fernán González, por otra parte, tuvo una participación muy activa en la pugna con los musulmanes. No sólo prestó una ayuda decisiva al monarca leónés Ramiro II, en el año 939, en la batalla de Simancas-La Alhándega sino que, años más tarde, en el 956, vencíó al ejército califal en las proximidades de San Esteban de Gormaz. El condado de Castilla, de todos modos, se fue transmitiendo a los descendientes de Fernán González, primero el conde García Fernández (970-995), posteriormente el conde Sancho García (995-1017). El condado de Castilla, por lo tanto, había adquirido el carácter de hereditario.
La historiografía tradicional ha puesto especial énfasis en señalar a la tribu de los vascones –grupos humanos instalados en las estribaciones del Pirineo occidental hispano– como el principal componente del alumbramiento, forja y génesis del reino independiente de Pamplona. Pese a las brumas existentes sobre el particular, la ocupación humana de estos espacios de las cuencas prepirenaicas contaba con una tupida red de poblamiento, próxima a una saturación demográfica. Semejantes excedentes habían servido tiempo atrás para nutrir al ejército romano y después a las milicias de los reyes francos. Esa numerosa población rural estaba gobernada por un grupo reducido de clanes aristocráticos, ocupados en tareas de defensa y gobierno de sus respectivas zonas de ocupación. Se trataba de una minoría o aristocracia terrateniente, nobleza hereditaria con una propiedad concentrada próxima a unas estructuras señoriales. Asimismo, aparecían dotados de una gran movilidad y su postura antivisigoda, antimusulmana después, e incluso antifranca apunta a la existencia en tierras pamplonesas de una organización política efectiva y dotada de cierta vitalidad.
A comienzos del siglo VIII, los grupos dirigentes de estas poblaciones debieron tomar partido en la crisis dinástica desencadenada a raíz, en 710, de la controvertida elección de Rodrigo. El nuevo monarca recibe la noticia de la impetuosa llegada de los musulmanes al sur peninsular en tierras vasconas del distrito de Pamplona, donde se encontraba luchando contra grupos rebeldes, contrarios a su designación y mayoritariamente afines al bando rival de los vitizanos. La rápida ocupación de la Península Ibérica por los islamitas incluye también estos alejados confines pirenaicos. En la primavera del año 714 ocuparon el valle del Ebro y antes de tres años la guarnición visigoda de Pamplona se rindió a los invasores. Pamplona y sus tierras, quedaba así incluidas en los dominios del Islam hispano o Al-Ándalus, a cuya autoridad permanecieron sujetas durante casi un siglo. Una sujeción tenue e intermitente, pues los levantamientos de los beréberes y las luchas internas de los nuevos dominadores debilitaron la ofensiva contra los vascones de Pamplona. En estas circunstancias, la cabecera del antiguo distrito visigodo y ahora teóricamente musulmán pasó a depender de la autoridad indígena –linaje familiar– que controla este territorio. Los anales francos anotan que en el siglo VIII Pamplona era la fortaleza donde habitan los navarros, temprana y clara alusión a los vascones de la vertiente sur de los repliegues pirenaico occidentales. De igual modo, las tierras llanas de las riberas del Ebro medio permanecieron en manos de la aristocracia local. El conde Casio, también vitizano, optó por convertirse al Islam y desde su nueva obediencia controlaba una amplia comarca que se extendía entre Ejea, Tarazona y Nájera. Estos muladíes de la cuenca del Ebro, llamados en adelante los Banu Qasi, se hicieron clientes de los califas Omeyas y con ello propiciaron la progresiva islamización de las tierras por ellos gobernadas.
Al poco de iniciarse la segunda mitad del siglo, tanto en la Francia carolingia como en Al-Ándalus, tuvo lugar un amplio movimiento de agrupación del poder político. Entre los francos, la familia de los carolingios transforma la naturaleza del poder real y crea una nueva dinastía, que inaugura, en 751, Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel. En la España musulmana, el superviviente de los Omeyas, Abd al-Rahman I funda (756) el emirato cordobés. Aunque de naturalezas diversas, ambos creadores encontraron serias resistencias en la aplicación de semejantes innovaciones en el ejercicio del poder. Las tierras del valle del Ebro, en los bordes de ambos Estados, serán escenario de conflictos entre la Cristiandad y el Islam. La pugna entre sendas obediencias afectaría sustancialmente a los dirigentes vascones de Pamplona, hasta el extremo de dividir a las familias de la minoría dirigente, y una de ellas se alzaría con el control de los grupos humanos asentados en Pamplona. En consecuencia, ello acabaría por desembocar en la gestación de un reino cristiano.
Sobre la famosa batalla de Roncesvalles y sus secuelas políticas se ha escrito mucho y, en gran medida, con pasión y tino. Como es sabido, Carlomagno no pudo ocupar Zaragoza, cuya entrega se le había prometido. Sus afanes de ampliar y defender a los cristianos frente al peligroso emir cordobés fueron decepcionantes. Con su entrada en Hispania por el extremo occidental de la cordillera pirenaica sometíó a Pamplona y, en su precipitado regreso, destruyó sus muros e impidió así cualquier conato de rebelión. Sin embargo, cuando el grueso de su ejército había superado los puertos del Pirineo y «caminaba en columna alargada –como nos dice Eginardo–, fueron atacados por los vascos, emboscadas en las cumbres de las montañas». La leyenda y el mito han alimentado la memoria colectiva de gran parte de la Cristiandad occidental. Se ha discutido entre destacados especialistas quienes son esos vascones de los que nos habla el biógrafo de Carlomagno. Todo parece avalar la tesis de que los vascones del norte, los de Gascuña, sujetos a la soberanía franca, fueron los verdaderos atacantes. Ello explicaría las medidas adoptadas contra los condes gascones, destituidos de sus cargos por su traición y deslealtad. Los Omeya, por su parte, aprovecharon la recuperación de Zaragoza para realizar expediciones de castigo contra la frontera de los cristianos. Las aristocracias locales que dominaban las regiones occidentales del Pirineo, presionadas por tan poderosos vecinos, se veían obligadas a tomar partido por una u otra soberanía: entrar al servicio del reino Franco o aceptar la sumisión impuesta por el emir.
En el primer caso estaban los Velasco, rivales por tanto de los segundos, los Banu Enneco o Arista/Iñigo, que eran apoyados además por sus parientes los Banu Qasi. A finales del siglo VIII (799) se produjo un duro enfrentamiento entre ambos grupos rivales, los partidarios de la tutela carolingia dieron muerte al gobernador musulmán de Pamplona, pariente de los Banu Qasi, e instalaron en su lugar un gobierno profranco y afecto a sus aliados asturianos. Esta ofensiva de las fuerzas cristianas apenas duraría tres años, pues los Arista/Iñigo, en 803, con la colaboración familiar de los Banu Qasi, fueron instalados de nuevo al frente del distrito de Pamplona. Los intereses de ambas familias fueron cristalizando en una sólida alianza hasta reforzar sus ya estrechos vínculos familiares. Juntos se enfrentarán al gobernador de la frontera del valle del Ebro, pero esta escaramuza apenas pudo resistir los ataques y correrías del representante del emir, que llegó hasta las mismas puertas de Pamplona. Esta circunstancia favorecíó el acercamiento de «navarros y pamploneses», según expresión de los Anales carolingios, a la protección del rey de los francos y, para entonces, emperador de Occidente.
Al parecer hacia el año 812 se alcanzó una paz o tregua entre Carlomagno y el emir, la cual comportaba un reparto de las zonas de influencia. Sea como fuere, los valles altos de Pirineo, las tierras de Pamplona y los repliegues montañosos del valle del Ebro –todos ellos habitados por cristianos– pasaron a gozar de la protección carolingia. La paz, ahora alcanzada, provocó la ocupación de Pamplona a manos de Luis el Piadoso e instaló una administración propia, la cual fue encomendada a un magnate de la tierra, Velasco (Balask al-Galaski, de los cronistas árabes), impulsor de una política de estrecha colaboración con la monarquía asturiana. Según las noticias contenidas en los anales francos, desde el año 806 las tierras de Pamplona aparecían sujetas a la fidelidad y obediencia del emperador. En su nombre, su hijo –el rey de Aquitania– atravesó los Pirineos con el propósito de reafirmar su soberanía en estos territorios, sujetos a una constante mutación política. Sería entonces cuando se confirma al citado Velasco como primer conde carolingio de Pamplona, cuyo régimen de gobierno sería similar al ya existente en otros distritos del extremo oriental de la cordillera como era el caso de Urgel, Gerona o Barcelona. Pese a las medidas adoptadas para sujetar a «navarros» y pamploneses a la monarquía franca, avaladas por la presencia efectiva del soberano, esta formación condal fue efímera: apenas una década de vigencia efectiva. A ello pudo contribuir la ausencia de Luis el Piadoso de los dominios aquitanos y de las «marcas» de Hispania, al asumir las funciones imperiales a la muerte de su padre (814); pero sin olvidar las endémicas y, a veces, encarnizadas rivalidades existentes entre los distintos linajes de las familias de la aristocracia local, entre cuyas banderías cabe situar al poderoso clan muladí de los Banu Qasi, intermediarios y garantes de la obediencia al emir cordobés. Éste, preocupado por los avances cristianos, lanzó una ofensiva con objeto de disolver las crecientes alianzas de los príncipes norteños y desmantelar las todavía embrionarias formaciones políticas sometidas al control carolingio. A tal fin, al-Hakam I (796-822) envió una expedición de castigo que tuvo como desenlace la batalla de wadi Arun, cerca de Miranda de Ebro, y en la que sufrieron una seria derrota (816) los ejércitos del conde Velasco y sus aliados de Asturias y Gascuña. Fue seguramente en ese mismo año cuando los Banu Enneco, en la persona de Iñigo Arista (816-851), tomaron las riendas del poder en Pamplona.
Estos hechos tuvieron su repercusión en el conjunto de valles intrapirenicos que se ordenan en torno al curso alto del río Aragón. En este minúsculo rincón de los Pirineos centrales, abierto a la vertiente septentrional por el valle de Echo y al sur por el cauce del río que daría nombre a este señorío protoaragonés, se observa un poblamiento débil y disperso. Quizá ello explicaría la pasividad de los dirigentes de esta sociedad –de organización gentilicia– ante las interferencias de sus sucesivos dominadores (visigodos, musulmanes y francos). Sobre un primigenio núcleo vascón hubo significativos aportes de inmigrados, y como señala E. Sarasa, la configuración del Aragón condal, antes del siglo IX, no tuvo lugar sobre un terreno yermo, sino que hubo una continuidad visigoda, a la que se superpone una recuperación del monacato y, como consecuencia de ello, una pervivencia de presupuestos ideológicos y mentales hispanos, alentados por una ilustre mozarabía cordobesa de emigrados. Durante casi todo el siglo VIII, esta especie de reserva pirenaica permanecíó al margen de las luchas e intrigas que se libran entre los emires omeyas y los poderes locales en manos de árabes y muladíes, verdaderos cabecillas rebeldes de la Marca Superior a la soberanía cordobesa. Sobre este tejido van a incidir las influencias ajenas a partir de los años finales del siglo VIII y comienzos del IX. Hacia el año 800, por las mismas fechas que en Pamplona, encontramos en Aragón a un magnate de la tierra, Aznar Galindo, con funciones condales, subordinadas a la dominación carolingia. La precariedad de semejante formación también se hizo notar aquí. La suplantación del conde pamplonés Velasco a manos de los Banu Enneco o Arista, con la ayuda inestimable de los Banu Qasi, tuvo su réplica en Aragón. El cabecilla de la rebelión fue García, llamado el «Malo», yerno de Aznar Galindo, que pasó a titular del condado, mientras que su suegro huyó a Francia, donde sería nombrado conde de Urgel-Cerdaña. En pago a la colaboración recibida de los nuevos rectores de la aristocracia pamplonesa, repudió a su mujer Matrona y tomó como nueva esposa a una de las hijas de Iñigo Arista, que había renovado el pacto de sumisión al emir al-Hakam I. Una vuelta de tuerca más en esta política matrimonial fue la uníón de otra hija del magnate de Pamplona con Muza ben Muza, amín de Tudela y jefe de los Banu-Qasi. La intrincada trama de los lazos de parentesco permite observar las sucesivas y cambiantes alternancias en la posesión del poder político.
En los primeros decenios del siglo IX, este sector de la Marca Superior –Pamplona, Aragón y Rioja– estaba sujeto a la obediencia y alianza del emir y ello es atribuible a la responsabilidad de los Banu Enneco o Arista/Iñigo y los Banu Qasi. El éxito de las campañas militares de los sarracenos había facilitado la renovación de la sumisión política al Islam de los núcleos cristianos de los Pirineos centrales y occidentales. Las fuentes árabes, tan proclives a ensalzar los hechos de armas victoriosos, parecen confirmar, con su silencio, la paz y estabilidad de sus fronteras. En esta coyuntura es cuando el emperador, buen conocedor de la compleja situación política de las vecindades de su antiguo reino, realiza una última tentativa para restaurar la soberanía carolingia sobre los vascos de Pamplona y su tierra. El fracaso de esta tentativapuso fin a las pretensiones de los francos de someter a los vascos hispanos de la comarca de Pamplona. Su ancestral y bien acreditada resistencia, favorecida por el proceso de descomposición interna del Imperio carolingio, llevaron a la renuncia de un proyecto largamente acariciado por los responsables de la Cristiandad occidental; y a cuyo desenlace tampoco fueron del todo ajenos los Banu Qasi, considerados los verdaderos artífices de la opción de Iñigo Arista por la soberanía islámica. Ello serviría de verdadero escudo protector ante cualquier ataque musulmán, pues durante algo más de tres lustros, hasta el año 841, la ausencia de las tan temidas aceifas llevaron la tranquilidad a la zona. Todas las expediciones musulmanas de castigo fueron desviadas hacia Álava y otras tierras del reino de Asturias, en la que participaron activamente los Banu Qasi, como prueba de la fidelidad clientelar hacia los emires cordobeses.
Esa tradicional obediencia se quebró cuando los Omeya nombraron a dos walies, uno para Zaragoza y otro para Tudela, miembros de familias enfrentadas a Muza ben Muza, jefe de los Banu Qasi. Durante algún tiempo y antes de mediar el siglo IX, la iniciativa corresponde al gobernador zaragozano, que obligó a su enemigo a buscar refugio en Arnedo y a la entrega de la propia Tudela. Ante semejante ofensiva, Muza buscó la ayuda de su cuñado García Iñiguez y entre ambos lograron derrotar al gobernador y hacerlo prisionero. Entre los años 842 y 850 se suceden una serie de operaciones de castigo contra los sublevados. El propio Abd al-Rahman II se puso al frente de la campaña contra Pamplona, a la que saqueó, destruyó los campos de su cuenca e hizo numerosos cautivos. Estas brillantes victorias obligaron a los integrantes de la coalición rebelde a concertar la paz o aman: Muza consigue su reposición como walí de Arnedo y a Iñigo Arista se le reconoce el dominio sobre sus tierras a cambio del pago de 700 dinares de oro en concepto de tributo de capitación.
La desaparición de Muza en el año 862 consumó la ruptura de la secular alianza entre los Iñigo y el clan muladí de los Banu Qasi; se creó, por tanto, un frente de hostilidades y una línea de frontera entre los ámbitos de influencia de ambas estirpes. Los primeros, muerto Iñigo en el año 851, a lo largo de varios lustros supieron organizar y dirigir la hueste militar en defensa de sus territorios y garantizar la paz y el orden de su pueblo. Asimismo, se cumplieron todos los extremos de los pactos con los Omeya: fidelidad al emir y atención a sus exigencias tributarias. Si las primeras actuaciones apuntaban a la asunción de funciones casi regias, la dependencia respecto al monarca cordobés reducía o, mejor aún, empañaba esa visión, todavía limitada al ejercicio «señorial» sobre los vascones de la regíón pamplonesa. En su calidad de caudillos cristianos, buscaron la solidaridad fraternal con otros príncipes, mediante la extensión y refuerzo de vínculos familiares, como fue el caso del conde Aragónés Aznar Galindo II, que contrajo nupcias con Onneca, hija de García Iñiguez (851-870), sucesor de Iñigo Arista en el dominio de Pamplona. Este matrimonio sería el pórtico de la futura incorporación dinástica del pequeño condado pirenaico al «principado» pamplonés. El caudillaje de García Iñiguez aparecía sólidamente asentado y dotado de una indiscutible aureola de prestigio.
Sin embargo, hacia el 870, los enfrentamientos e intereses de los diversos poderes políticos concurrentes entre la zona pamplonesa y el Ebro, es decir, los Arista/Iñigo, los Banu Qasi y los emires de Córdoba, acabaron por reactivar la inestabilidad y los conflictos militares. En este turbulento escenario, los resultados de las pugnas oscilaron con frecuencia según las cambiantes alianzas. A principios del Siglo X Pamplona aparecía seriamente amenazada por continuos ataques de los Banu Qasi contra los dominios de sus parientes los Arista/Iñigo, a los que, ante su impotencia, acabarían por sumir en el desprestigio. A la familia Arista/Iñigo le sucedería la familia Jimena, dotada de la fuerza suficiente para reajustar las estructuras de poder en los Pirineos centrales y occidentales, al tiempo que supo alumbrar un reino que hasta ahora había permanecido en estado latente.
Unos treinta años después de que los musulmanes pasaran el Pirineo y ocuparan los últimos reductos del reino visigodo de Toledo, es decir, la Septimania o Galia gótica (una porción del actual Languedoc), con capital en Narbona, los francos, dirigidos por el primer monarca carolingio, Pipino el Breve, les expulsaron de esta tierra, que hoy es parte del departamento francés de los Pirineos Orientales. Esto sucedía hacia el 750. Los francos eran un pueblo germánico, tempranamente cristianizado y romanizado, que había rivalizado con los visigodos por el dominio de la Galia al sur del Loira y la fijación de la frontera entre ambos. En este conflicto, los visigodos habían llevado la peor parte, pero, después de que perdieran su reino a manos de los musulmanes (711-720), los francos, que compartían la misma fe que los visigodos, se convirtieron de enemigos en sus protectores y libertadores. Al menos eso es lo que decía la propaganda oficial. En efecto, cuando hacia el 750 los francos ocuparon la Septimania, expulsando de ella a las guarniciones musulmanas, tuvieron que pactar con los godos de la regíón. Y lo mismo hicieron años más tarde cuando establecieron tropas en el Pirineo e intentaron extender su dominio por la vieja Hispania.
El momento era especialmente propicio porque, como sabemos, el Islam estaba profundamente dividido. Tal como se ha explicado temas precedentes, una revolución acompañada de un Golpe de Estado había eliminado del poder a los califas omeyas e introducido a los abasíes, que establecieron su corte en Bagdad, pero, al mismo tiempo, perdieron el control de Occidente donde aparecíó un emirato omeya independiente en Al-Ándalus. Esta circunstancia, unida a las divisiones tribales y clánicas en suelo andalusí, no sólo debilitó la resistencia frente a los francos, sino que incluso facilitó sus avances. En efecto, los walies o gobernadores musulmanes de la Frontera Superior, sobre todo los de Huesca, Zaragoza y Barcelona, encabezaron movimientos sediciosos contra el emir cordobés y buscaron para sus fines la ayuda de los carolingios. A la corte franca acudieron entonces, durante la segunda mitad del siglo VIII, estos walies o sus embajadores, lo que los carolingios interpretaron como un signo de debilidad y una invitación a la conquista.
Así se explica la expedición de Carlomagno a Zaragoza, el 778, que se saldó con la conocida derrota de Roncesvalles. El monarca carolingio ya no volvería a Hispania, pero la orientación peninsular de la política franca cobraría nuevo vigor. En efecto, cabecillas visigodos de la Tarraconense, conocidos en las fuentes francas como hispani, que habían colaborado con los expedicionarios, emprendieron el camino del exilio acogíéndose a la protección de Carlomagno que les establecíó en la Septimania. Aquí serían una fuerza para la defensa de la frontera y un grupo de presión que empujaría a los carolingios hacia el sur. Por aquel entonces, el heredero del Imperio, Luis el Piadoso, fue nombrado rey de Aquitania y pronto enviado a Toulouse, bajo el cuidado del conde Guillermo, primo de Carlomagno, que, entre los francos, sería el artífice o inspirador de la política hispánica. El primer fruto de esta coyuntura fue la ocupación de la ciudad de Gerona (785) que, al parecer, se entregó voluntariamente, lo que tuvo que ir acompañado o precedido del establecimiento del dominio carolingio en los valles pirenaicos y prepirenaicos y, en general, en las tierras al norte de Gerona. Las fuentes de la época sugieren que la frontera, si existía como tal (lo cual es más que dudoso), era muy permeable, con grupos de hombres armados, unas veces, y auténticos ejércitos, otras, que la cruzaban para saquear la tierra del enemigo. Andalusíes a un lado, francos a otro y, entre ambos, los visigodos de Septimania y el nordeste de Hispania, que debían tener sus dudas a la hora de acogerse al dominio «protector» de los francos.
Las fuentes propagandísticas de los reyes carolingios presentan su acción en Hispania como liberadora de la Cristiandad oprimida por el yugo del infiel, y como necesaria para proteger a su gente de los ataques y saqueos del enemigo. Se olvidan de decir (pero se lee entre líneas) que los francos y los godos refugiados se libraban a la misma actividad. La campaña de Barcelona se sitúa en estas coordenadas. En efecto, tenemos noticia de que, después de la ocupación de Gerona, hubo acciones militares francas en territorio barcelonés, maniobras de la diplomacia carolingia cerca de los walíes de la frontera para alejarlos aún más de Córdoba y ocupación de enclaves estratégicos en la Cataluña central (tierras de Vic y Cardona). Algo más de un año debieron de durar las acciones preliminares de la campaña, hasta que en una magna asamblea celebrada en Toulouse se acordó emprender la expedición. Tropas reclutadas en muchos lugares, pero sobre todo en las tierras meridionales del reino (gascones, aquitanos, godos, provenzales, borgoñones), dirigidas por los condes de estas regiones se pusieron en movimiento la primavera del 800 y llegaron ante los muros de Barcelona el verano de este año. Sin duda, saquearon las tierras del entorno de la ciudad para proveerse de alimentos y, como era costumbre, levantaron tiendas y chozas para alojarse durante el asedio. Confiando la defensa de la ciudad a sus sólidas murallas, los defensores musulmanes se encerraron en su interior y esperaron la llegada de refuerzos que, efectivamente se aproximaron por el camino de Zaragoza-Lérida-Barcelona, pero fueron rechazados por tropas francas enviadas al efecto hacia tierras de poniente. El asedio de Barcelona fue extraordinariamente largo, desde Julio-Agosto del 800 hasta la primavera del 801, cuando, agotados los defensores por el hambre y la sed, habiendo perdido a su jefe, el walí Zadún, que infructuosamente había intentado cruzar las líneas enemigas para pedir refuerzos, y producíéndose desacuerdos entre la guarnición musulmana y los habitantes hispanogodos de la ciudad, se llegó a la capitulación final. Según puede deducirse de dos fuentes, distintas, aparentemente no relacionadas entre sí y coincidentes, la rendición se pactó el Sábado Santo, 3 de Abril del 801, y al día siguiente, Domingo de Pascua, Luis el Piadoso, que días antes había llegado del Rosellón con tropas de refuerzo, entró en la ciudad. En el futuro, los francos intentarían ocupar Tarragona, Tortosa, Lérida y Huesca, pero no lo conseguirían. Por tanto, del proyecto carolingio de liberación de Hispania quedó únicamente la flamante Marca Hispánica carolingia, que no era otra cosa que la Cataluña Vieja (tierras de Gerona y Barcelona).
El territorio hispánico incorporado al Imperio carolingio fue dividido en numerosos condados (los de Ribagorza, Pallars, Urgel, Cerdaña, Conflent, Rosellón, Ampurias, Gerona, Ausona y Barcelona), al frente de cada uno de los cuales había un conde, que con frecuencia lo era de varios condados a la vez. Estos condes, directamente nombrados por los monarcas, fueron mayoritariamente francos hasta que durante la segunda mitad del siglo IX, a causa de las actitudes sediciosas que adoptaron muchos grandes del Imperio, los monarcas confiaron el gobierno de los condados a miembros de la nobleza hispanogoda local, quizá porque su fuerza política era menor y, por tanto, menor su ambición. Las sediciones de los condes francos formaban parte de un movimiento general de feudalización desde arriba, que se explica por los resortes de poder que los condes acumulaban.
En efecto, el conde era el representante del monarca y, como tal, usufructuaba sus prerrogativas (las de la potestad pública) en el condado. Bajo su responsabilidad estaba el orden público, la justicia y el fisco. Por antigua tradición, la paz pública y la guerra eran competencia del monarca y sus legítimos representantes. Cuando los condados eran atacados (lo fueron por los musulmanes con frecuencia durante los siglos IX y X) tenían que ser los condes los que organizaran de inmediato la defensa y pidieran refuerzos si fuera necesario. También eran ellos los que podían organizar acciones de represalia y, con el preceptivo permiso de la corte, expediciones más o menos importantes más allá de la frontera, en el interior del territorio enemigo. En principio, los condes eran convocados cada año en primavera a comparecer ante el emperador en una magna asamblea donde se tomaban las grandes decisiones políticas, y a la que a veces seguía una expedición militar importante, a la cual el conde acudía con las tropas reclutadas al efecto. Para el mantenimiento del orden público, la defensa del condado y el reclutamiento de tropas el conde dispónía de personal especializado, en particular el vicario, nombrado por el conde y que estaba al frente de distritos menores con sus castillos correspondientes.
En la teoría política de los pensadores del Renacimiento carolingio, junto a la seguridad y la paz, la garantía de una justicia recta y eficaz era el segundo elemento legitimador de la potestad pública. El monarca era el garante de la justicia, que en todo el Imperio se aplicaba en su nombre o en el de sus representantes los condes, los cuales muchas veces presidían personalmente los tribunales. En teoría esta justicia ofrecía a los súbditos del emperador la garantía de que sus derechos individuales y colectivos serían respetados, y no hay duda de que en aquella sociedad, dividida en maiores y minores, nobiles e ignobiles, los menores depositaban su esperanza en ella, y ello a pesar de que no siempre (o quizá pocas veces), al decir de los moralistas de la época, obténían la justicia que esperaban. Fruto de los pactos de la época de la conquista franca, en los condados regía la ley goda (excepto en cuestiones de derecho público en las que hubiera disposiciones específicas dictadas por los carolingios), y era de acuerdo con ella, invocándola y aplicándola que se administraba justicia. En los tribunales de la época había jueces expertos, conocedores del Líber Iudicum, que dirigían los juicios. Ante ellos comparecían las partes en disputa o eran llevados a su presencia los acusados, a menudo representados unos y otros por mandatarios, también conocedores de las leyes. Cuando era el poder público el que tomaba la iniciativa de proceder contra alguien era un mandatario del conde quien actuaba de acusador ante el tribunal. Los jueces interrogaban a las partes, pedían la comparecencia de testigos y escuchaban sus declaraciones, y leían con atención las pruebas escritas cuya autenticidad verificaban. Finalmente, dictaban sentencia o, en las disputas, conminaban a la parte perdedora a renunciar públicamente a sus pretensiones. El orden en los juicios era garantizado por personal especializado, el sayón, que, cuando era menester, arrastraba al acusado ante el tribunal y se ocupaba también de ejecutar las sentencias.
El conde, que normalmente tenía un lugarteniente, el vizconde, que le reemplazaba en sus ausencias, hacía frente a sus gastos y a los de su administración con los bienes y derechos del fisco. La palabra fiscum aparece con mucha frecuencia en los documentos de la época. Con ella se designaba el conjunto de riquezas que formaban la base material del poder público, y procedían directamente del fisco romano-godo, preservado (en propio provecho) por las autoridades musulmanas, y quizá engrosado por bienes vacantes y bienes de conquista adquiridos durante las luchas de los siglos VIII y IX. Desde el punto de vista del poder, las tierras que no eran privadas eran públicas, fueran estas yermas o cultivadas. Aunque por públicas pueda entenderse del fisco, no siempre lo eran en sentido estricto porque gran parte de las tierras yermas eran tierras de uso comunal, un uso que por ancestral costumbre la potestad respetaba. Por tierras del fisco podemos entender aquellas de las cuales la potestad pública podía disponer libremente. Aquí, sin duda, había un punto de fricción entre las comunidades y sus gobernantes. Estas tierras del fisco eran asignadas por el monarca carolingio a sus hombres (condes, fieles vasallos) e instituciones de confianza (monasterios, catedrales) en los condados, y los condes, principales agraciados, tomaban estas tierras y, reteniendo algunas, asignaban el resto a sus colaboradores. Unos y otros, naturalmente, organizaban la explotación de las tierras en su provecho. Muchas (la mayoría quizá) de las tierras asignadas lo eran con los hombres que en ellas vivían y trabajaban, hombres que debían de ser de muy distinta condición, entre ellos no pocos esclavos. En las fuentes escritas de la época aparece también un rico vocabulario fiscal que indica, sin lugar a dudas, que en los condados se percibían además cargas públicas, en el sentido de impuestos o tributos directos e indirectos, e incluso servicios públicos. Carecemos, no obstante, de información precisa sobre las formas de tasación y recaudación, en el sentido de si eran gravadas las personas (impuesto personal) o sus tierras (impuesto territorial) o si había una sola prestación, que de algún modo unificaba las anteriores. Y tampoco tenemos información precisa sobre los impuestos mercantiles, más allá de los nombres con los que eran conocidos. No cabe duda que, como en el caso de las tierras del fisco, el monarca asignaba estos recursos a sus hombres e instituciones de confianza en los condados y que éstos, sobre todo el conde, los utilizaban para pagar los servicios de sus colaboradores.
Hasta aquí hemos descrito la estructura del poder civil. Conviene centrarnos ahora en la Iglesia, el otro poder sin el cual no se comprendería el funcionamiento del Imperio carolingio, en general, y de los condados de la Marca Hispánica, en particular. Después de la invasión musulmana y la práctica destrucción de Tarragona, desaparecíó la autoridad metropolitana y, con ella, la provincia eclesiástica Tarraconense dejó de existir como tal. El culto católico, no obstante, hubo de mantenerse en los territorios de la Cataluña actual bajo dominio musulmán y, por tanto, debíó de haber monjes y clero secular, con una jerarquía encabezada por obispos. No obstante, durante los ochenta años de duración aproximada del dominio islámico en la Cataluña Vieja, la Iglesia perdíó poder e influencia, y la práctica religiosa retrocedíó. Por ello la conquista carolingia se pudo presentar como una empresa a la vez liberadora de una Cristiandad supuestamente oprimida y restauradora de la fe. Incluso de la pureza de la fe.
En efecto, al mismo tiempo que los francos ocupaban Gerona y restablecían (o creaban) el patrimonio de la sede gerundense, Carlomagno y sus consejeros eclesiásticos (en particular Alcuino de York) procedían contra el obispo Félix de Urgel, que predicaba el adopcionismo en su diócesis. La actitud de Félix se comprende: se había formado en la tradición de la Iglesia visigoda y seguramente había llegado a la dirección de la diócesis de Urgel en época del dominio islámico o de transición del islámico al Franco. A falta del superior jerárquico tradicional, es decir, el arzobispo de Tarragona, Félix manténía contactos con el arzobispo de Toledo, que en época visigoda ostentaba la primacía de la Iglesia hispánica. Elipando y Félix, puestos a competir con la fe islámica y obligados a defender el dogma cristiano de la Trinidad, que les valía la acusación de politeístas, intentaron reforzar la unidad de la Trinidad, rebajando la naturaleza humana de Cristo, que calificaron de «adoptada» y no de «propia» o «consubstancial». Pero esto, que podía ser una simple polémica erudita, se convirtió en una lucha política cuando la corte carolingia comprendíó que para defender su dominio en la frontera hispánica convénía marcar distancias entre los dirigentes eclesiásticos de uno y otro lado, separando los de su obediencia del resto. Por ello, es decir, por voluntad de Carlomagno y sus consejeros, en sucesivos concilios celebrados en la Galia e Italia, el adopcionismo fue condenado y Félix apartado de su diócesis y desterrado a Lyon.
Era el primer paso hacia la desvinculación de la Iglesia hispanogoda de los condados de sus raíces hispánicas y hacia la vinculación con la Iglesia carolingia, que era tanto como decir romana. El segundo y más importante fue la obligada dependencia del arzobispo de Narbona, que normalmente era un Franco directamente nombrado por la corte. Después vino la liturgia romana, impulsada por el propio Luis el Piadoso, que se impuso en todo el Imperio. La regla benedictina, adaptada por Benito de Aniana, monje de origen godo de la Narbonense que trabajó para este monarca, se convirtió también entonces en obligatoria para todos los monjes del mundo carolingio, desterrándose otras observancias, como las reglas visigóticas de San Isidoro y San Fructuoso. Algo parecido sucedíó con las normas de vida de los capítulos catedralicios, cuyos canónigos hubieron de aceptar la Regula vitae comunis del obispo Crodegango de Metz. Frente a la tradición visigoda de las iglesias propias (de fundación particular y propiedad particular), los carolingios impulsaron así mismo el proceso de creación de parroquias con sus iglesias fundadas por el propio clero, y por tanto, de propiedad eclesiástica. Precisamente, para financiar el culto y mantener a los numerosos efectivos de la Iglesia, los carolingios crearon e introdujeron el diezmo, un tributo o impuesto que gravaba la producción con una detracción que, desde el primer momento o, como mucho, desde el Siglo XI, equivalía al 10 % de la riqueza producida. En otro campo, los carolingios y sus obispos dieron un formidable impulso a la moral cristiana del matrimonio, cuyas normas se habían elaborado en concilios romanos durante la Alta Edad Media.
Estructuralmente, la Iglesia de los condados, dependiente del metropolitano de Narbona, quedó dividida en cinco diócesis, las de Urgel, Elna, Gerona, Vic y Barcelona, todas de origen romano-godo. Las diócesis, a su vez, se subdividían en parroquias, unas de antigua tradición y otras creadas precisamente en esta época. El clero que se ocupaba de la liturgia y de la cura de almas en las iglesias parroquiales era generalmente el clero secular dependiente del obispo. Su sustento procedía de la explotación de las tierras de la iglesia correspondiente, si las había, y de los tributos eclesiásticos, esencialmente los diezmos (también las primicias y las oblaciones), que se repartían con el obispo. El obispo, por su parte, además de administrar los asuntos espirituales de la diócesis y de vivir de una parte de los tributos recogidos en sus iglesias, administraba el temporal de la sede, es decir, las tierras privadas donadas a la sede por la generosidad de los fieles y los bienes y derechos fiscales (tierras del fisco e impuestos o tributos públicos) que los monarcas carolingios también habían donado a la sede. Los obispos, además, recibían privilegios de inmunidad que civilmente los eximían de toda supeditación al conde y los vinculaban directamente al emperador. Eran estos mismos preceptos de inmunidad los que convertían a los obispos en gobernantes directos de sus hombres, es decir, de los habitantes de las villas cuyos recursos fiscales el monarca había asignado a la sede. Esto quiere decir que el obispo, además de percibir las cargas públicas de estos lugares, juzgaba a sus habitantes y, si era menester, los reclutaba para la hueste. Los monasterios, que se multiplicaron por toda la geografía del Imperio y, por tanto, también en los condados, recibieron un trato similar (tierras del fisco, cargas públicas e inmunidad) aunque, por la propia naturaleza del monacato, que busca la soledad para el recogimiento interior, muchas de las tierras donadas se encontraban en lugares apartados y eran yermas. Precisaban, por tanto, de un esfuerzo colonizador que los monjes a veces no estaban en condiciones de ofrecer. Los monjes de estos monasterios más los canónigos de las sedes formaban comunidades de clérigos regulares, en el sentido de regidos por unas reglas, que, como sabemos, eran la benedictina en el caso de los monjes y la del obispo Crodegango de Metz en el caso de los canónigos.
El reino astur había nacido en el corazón de la cordillera Cantábrica. Ahora bien, en los dos siglos siguientes experimentó una espectacular expansión, incorporando a su dominio las tierras de Galicia, el alto Ebro y la cuenca del Duero. En conjunto aquellos territorios supónían cerca de los setenta mil kilómetros cuadrados. No obstante el desarrollo de aquel proceso, que apenas exigíó esfuerzos militares, toda vez que los musulmanes prácticamente no traspasaron la línea del Sistema Central, salvo para la realización de esporádicas aceifas, ha sido objeto de fuertes disputas historiográficas. La tradición partía del supuesto de que aquellas tierras, y sobre todo las del valle del Duero, se hallaban prácticamente desiertas a mediados de la octava centuria. Ese punto de vista, mantenido tiempo atrás por el historiador portugués Herculano, lo defendíó con gran firmeza el profesor Sánchez Albornoz, ante todo en su conocida obra Despoblación y repoblación del valle del Duero. Los argumentos en que se apoyaba el insigne medievalista eran tanto documentales (las referencias al «desierto», que aparecen en fuentes musulmanas y cristianas) como topónímicos (gran parte de los nombres de los núcleos de población de la cuenca del Duero proceden de la época de la repoblación) e incluso sociales (allí surgíó una sociedad nueva, sin relaciones con las del pasado). En verdad las fuentes, tanto las musulmanas como las cristianas, aluden con frecuencia al «desierto». Desde el punto de vista de la toponimia es evidente que gran parte de los nombres de los núcleos de población de la cuenca del Duero proceden de la época de la repoblación. La sociedad que se configuró en la cuenca del Duero parecía creada «ex nihilo», lo que significaba que apenas tenía relaciones con el pasado hispanogodo. También actuaban a favor de la tesis de Sánchez Albornoz datos como la supuesta marcha de los beréberes que, tras asentarse en la Meseta norte, la abandonaron a mediados del siglo VIII para acudir en socorro de sus hermanos sublevados en el Magreb, o las campañas del rey astur Alfonso I, el cual se llevó a muchos habitantes de la cuenca del Duero o, como dice la Crónica de Alfonso III, «condujo consigo a los cristianos a la patria».
Esas opiniones, no obstante, fueron discutidas en su día por Ramón Menéndez Pidal, el cual afirmaba que el término «populare» de los documentos altomedievales no había que traducirlo necesariamente por «poblar», sino más bien por «ocupar» y «organizar». Posteriormente las ideas de Sánchez Albornoz han sido rebatidas por numerosos arqueólogos, los cuales han encontrado en diversas excavaciones muestras inequívocas de continuidad poblacional entre los siglos VIII y X. Incluso se han sacado a relucir algunos testimonios documentales que ponen de relieve la presencia de habitantes en los lugares que se iban repoblando. Tal es el caso, por ejemplo, de la localidad de Alkamín, cercana a Tordesillas, de la que se conserva un documento, fechado en el año 909, en el que se alude a la presencia en aquel lugar de «gente barbárica» (¿acaso alude a beréberes?). En cualquier caso, y al margen de las disputas historiográficas, es indudable que la cuenca del Duero no era precisamente una regíón muy poblada en el siglo VIII. Posteriormente es posible incluso que sus efectivos demográficos, aunque no desaparecieran del todo, disminuyeran. Es más, el valle del Duero era una auténtica «tierra de nadie» en las últimas décadas de la octava centuria, lo que quería decir que no estaba incorporado a Al-Ándalus, pero tampoco al incipiente reino astur.
Al margen de la mayor o menor despoblación de la Meseta norte hubo, de todas formas, un evidente proceso de colonización, proyectado desde el reino astur sobre las tierras situadas al sur de la cordillera Cantábrica. Las primeras noticias datan de comienzos del siglo IX, y aluden a la presencia de colonos que actuaban de manera espontánea, unas veces por su cuenta, otras guiados por nobles o por clérigos. A esa fase se la conoce como la de la «repoblación espontánea» o «privada». Los campesinos ocupaban el suelo y lo ponían en explotación. A ese conjunto de actuaciones se las conoce con el nombre de «presura», término equivalente a la «aprisio» del espacio catalán. Pero desde mediados del siglo IX la actividad repobladora fue conducida personalmente por el monarca astur. De ahí que se pasara a la llamada «repoblación oficial». En algunas ocasiones la colonización estaba guiada por un vasallo del rey, como sucedíó en el caso de Astorga, que fue repoblada por el conde Gatón y sus gentes de la comarca del Bierzo. También fue un vasallo del monarca astur, en este caso el conde del territorio castellano Diego Rodríguez Porcelos, el que puso los cimientos del núcleo urbano de Burgos. Ni que decir tiene que a medida que progresaban hacia el sur los reyes astures se incorporaban al proceso repoblador colonos, procedentes del otro lado de la cordillera Cantábrica. No obstante poco a poco también encontramos la presencia de cristianos originarios de Al-Ándalus, es decir, los mozárabes. Según todos los indicios la repoblación mozárabe fue de gran importancia en las tierras leonesas, aunque esta opinión ha sido matizada últimamente.
La colonización de tan amplios espacios tuvo decisivas consecuencias lo mismo en el orden económico que en el social. A las actividades económicas de la regíón cantábrica, que eran preferentemente de índole ganadera y forestal, se sumó el espectacular progreso de la agricultura, debido a los muchos espacios ganados para el cultivo. En la cuenca del Duero dominaban los cereales y la vid, pero sin olvidar el papel de las hortalizas, de los árboles frutales e incluso de algunos cultivos industriales, como el lino, que se localizaba preferentemente en el valle del Órbigo. Asimismo hay que señalar, en el campo de la ganadería, el progreso experimentado por el ganado ovino, que efectuaba recorridos entre las llanuras de la cuenca del Duero y la cordillera Cantábrica, punto de partida del futuro desarrollo de la trashumancia. Un ejemplo significativo de esa trashumancia lo efectuaban los ganados del monasterio de Sahagún, como lo ha puesto de relieve el profesor Mínguez. También adquiríó una importancia creciente el caballo, animal que resultaba de todo punto imprescindible para la guerra.
La vida urbana, en cambio, tenía muy escasa importancia. Habitualmente se elaboraban en los propios núcleos rurales aquellos objetos que resultaban de uso imprescindible para las gentes de la zona. De ahí que en las fuentes se mencionen, a propósito de los habitantes de las aldeas, a herreros, tejedores, carpinteros, etc. No obstante puede detectarse, particularmente en el Siglo X, un incremento de las actividades artesanales y comerciales, las cuales, obviamente, tendían a concentrarse en las ciudades y villas. Los ejemplos más significativos de núcleos de carácter urbano son León, sede, en el Siglo X, de una industria textil de relativa importancia, que se hallaba en manos, ante todo, de mozárabes emigrados; Burgos, en donde hay noticias de tiendas en la décima centuria, y Zamora, que también poseía en ese siglo tiendas. Paralelamente nos consta la existencia de monedas en circulación, fundamentalmente tremises de época visigoda. De todos modos en los siglos VIII al X predominaba el trueque en el intercambio mercantil, como se pone de manifiesto en las fuentes conservadas de aquella época.
La sociedad que se configuró en el territorio de la cuenca del Duero, tras su colonización por los cristianos, ha sido objeto de fuertes e interminables polémicas. Según Sánchez Albornoz allí se desarrolló una sociedad que tenía como rasgo básico la abundancia de los pequeños propietarios libres, al tiempo que apenas existían las relaciones de dependencia. Dicho historiador afirmaba que la inserción de los pueblos protagonistas del proceso repoblador se había efectuado «en proyección horizontal, en forma igualitaria». Esos caracteres tenían su mayor consistencia sobre todo en el territorio de Castilla, definido por Sánchez Albornoz como un «islote de hombres libres en un mar feudal». El mencionado historiador elaboró dicha hipótesis basándose en la documentación de los siglos IX y X, en la que aparecen numerosos modestos labriegos negociando con bienes inmuebles. El legado protofeudal de la época visigoda, por lo tanto, prácticamente había desaparecido. Ahora bien, no es menos cierto que desde los orígenes intervinieron en el proceso repoblador tanto magnates nobiliarios como instituciones eclesiásticas, los cuales utilizaban a labriegos, que se hallaban en clara situación de dependencia. A dichos labriegos se les designa con diversos nombres: los «júniores», dentro de los cuales se diferencia a los de heredad y los de cabeza, los «collazos», o los «casatos», estos últimos considerados casi como siervos. Los restantes campesinos formaban parte de comunidades de aldea, muy abundantes sobre todo en la zona oriental del reino astur-leónés. Esos labriegos dispónían, sin duda alguna, de tierras para el cultivo, que tenían la condición de «hereditates», por lo que podían ser transferidas a sus herederos, al tiempo que participaban en el uso de los bienes de la colectividad, como pastos, agua, bosques, etc. El profesor Mínguez ha hablado del predominio en la cuenca del Duero, al menos tras las primeras fases del proceso repoblador, de «las pequeñas explotaciones campesinas articuladas en comunidades aldeanas». Asimismo afirma dicho profesor que el protagonista de la colonización inicial de la Meseta norte fue «un nuevo campesinado independiente y propietario de sus medios de producción».
No obstante las comunidades de aldea evolucionaron en el sentido de que los más fuertes del grupo terminaron por imponerse a los más débiles. Un texto de los años finales de la décima centuria, que tiene que ver con las localidades riojanas de Berbeja, Barrio y San Zadornil, pone de manifiesto esa dicotomía al afirmar lo siguiente: «Nosotros todos, que somos del concejo de Berbeja, Barrio y San Zadornil, varones y mujeres, jóvenes y viejos, máximos y mínimos, todos conjuntamente, que somos habitantes villanos e infanzones…». Por una parte se destaca la equivalencia del concejo con la comunidad aldeana, pero al mismo tiempo se diferencia claramente a los villanos de los infanzones. Ese proceso, ¿era consecuencia del estado de descomposición en el que se hallaban las comunidades de aldea en los siglos VIII y IX, según señalaron en su día los profesor Abilio Barbero y Marcelo Vigil? El profesor José María Mínguez piensa, por el contrario, que antes del siglo VIII las sociedades gentilicias del norte de la península Ibérica habían sufrido grandes transformaciones, habiéndose desintegrado el parentesco amplio al tiempo que había desaparecido la propiedad comunitaria de la tierra.
Simultáneamente iban creciendo las propiedades territoriales, tanto las de la Iglesia como las de la nobleza. Los estudios llevados a cabo sobre dominios monásticos, entre los que es imprescindible recordar el que realizó José Ángel García de Cortázar a propósito del importante cenobio riojano de San Millán de la Cogolla, revelan la imparable expansión de las grandes propiedades eclesiásticas. Numerosos labriegos, que eran en un principio poseedores de modestos predios, terminaban donando sus tierras a la Iglesia, por lo general para buscar beneficios espirituales. De esa manera se convertían en colonos suyos. Por lo demás la reciente investigación, al margen de sus interminables polémicas historiográficas, apunta claramente en el sentido de que la sociedad del reino astur-leónés se encaminaba inexorablemente hacia su feudalización. En definitiva, la sociedad de la cuenca del Duero de finales del Siglo X se caracterizaba por el agudo contraste entre el sector nobiliario, dentro del cual cabe diferenciar a los «magnates», es decir la alta nobleza, y a los «infanzones», o sea la pequeña nobleza, y el mundo de los campesinos, asimismo muy diversificado, pues incluía desde pequeños propietarios libres hasta los labriegos de peor condición, los «casatos», pasando por el amplio y creciente grupo de los colonos dependientes. Dentro del sector de los eclesiásticos había también diferencias notables entre el grupo dirigente, es decir los obispos y los abades de los monasterios, los cuales estaban muy cerca de los magnates nobiliarios, en parte porque ellos mismos procedían de esas familias, y el clero de base, que sin duda se hallaba mucho más próximo al mundo de los «laboratores». De todos modos es preciso poner de manifiesto cómo en el transcurso de los siglos IX y X fue naciendo, particularmente en el condado de Castilla, un grupo social sumamente singular. Nos referimos a los denominados «caballeros villanos». Se trataba de personas de condición modesta, las cuales, a tenor de una serie de circunstancias favorables, habían logrado adquirir un caballo para acudir a la guerra. Poco a poco los «caballeros villanos» fueron acercándose al sector de la pequeña nobleza. El hecho, por lo demás, tenía que ver ante todo con el indudable carácter fronterizo, antes señalado, del condado de Castilla.
La producción era esencialmente cerealista y vinícola, y la coyuntura, de crecimiento. En efecto, durante el siglo IX, si no antes, se produjo un cambio económico y Europa entró en una larga fase de crecimiento que se mantuvo hasta finales del Siglo XIII o comienzos del XIV. El despegue tuvo una dimensión casi exclusivamente agraria, y un protagonismo campesino. Mientras unas familias campesinas, actuando por su cuenta, roturaban yermos y ganaban propiedades, otras lo hacían por cuenta de poderosos laicos y eclesiásticos. No obstante, antes del año mil fue sobre todo un crecimiento introvertido, propio de una sociedad formada por comunidades rurales que vivían encerradas sobre sí mismas y se movían por reflejos de autosubsistencia, y en el que la producción local no llegaba de manera significativa a circuitos de intercambio y al mercado urbano. Los campesinos, claro está, practicaban el trueque, que debía ser un intercambio directo que no requería de la moneda. El rendimiento de la simiente debía ser muy bajo (del orden, quizá, del 3 x 1) y sobre todo irregular, con lo que era muy difícil que hubiera sobrantes y los años malos se pudieran compensar con los buenos. Las carestías y hambres tenían que ser, pues, harto frecuentes, lo que indica que aquel crecimiento era una lucha desesperada contra la muerte: quien haya leído las fuentes de la época, con los relatos sobre canibalismo e ingestión de alimentos inmundos, lo comprenderá.
¿De dónde surge, por tanto, este crecimiento? Surge de la necesidad de alejar el hambre de la vida cotidiana de la gente, y de la posibilidad que se abre cuando la larga contracción de la Antigüedad 21
Tardía y la más Alta Edad Media toca fondo arrastrando hacia abajo las dos formas más antiguas de sustracción: la fiscalidad y el esclavismo. En efecto, todo induce a pensar que el nivel de la tasa de sustracción fiscal, que era muy alto en el Bajo Imperio, no dejó de declinar durante la Alta Edad Media, y ello a pesar de que la creación del diezmo pudo ser, en el último momento, una forma de reflotarlo. Esta mengua acumulativa de la tasa de sustracción fiscal debíó actuar sobre los campesinos, en general, como una especie de prima a la productividad. En cuanto al esclavismo, tampoco debe haber dudas sobre su pérdida de importancia como motor económico del sistema social. Otra cosa muy distinta es que se le dé por desaparecido cuando todavía hay pruebas de su existencia. El esclavo que dejaba de serlo (manumitido) debía incorporarse a la producción con más ahínco que antes porque trabajaba para sí mismo. Y el esclavo de «rebaño» (de explotación directa), cuando era convertido en «casado» (establecido en una unidad de producción), cosa que durante la Alta Edad Media debíó suceder cada vez con más frecuencia, también debíó sentirse incitado a producir más.
La población estaba muy desigualmente distribuida: unas comarcas tenían grandes densidades y otras (las de la costa sobre todo) estaban semidespobladas. Las villae, con sus subunidades de población, los villares, acogían a algunas docenas de familias, quizá un promedio de cincuenta personas por villa, mientras que las ciudades podían albergar a unos centenares de personas que, en el caso de Barcelona, podían ser treinta veces más: unas 1.500. Las ciudades eran pocas y pequeñas, y entre ellas y las villae, que eran núcleos muy pequeños dispersos, no había eslabones intermedios. Las ciudades se aprovisionaban de las rentas e impuestos que captaban del campo y también de la producción del agro circundante que llegaba a su mercado. Un mercado aprovisionado también con producción manufacturera que en parte debía proceder de la propia ciudad y, en parte, de un comercio internacional de artículos de lujo que también existía. Debía ser para este mercado urbano que los carolingios legislaron sobre precios y medidas e impulsaron su reforma monetaria, consistente en abandonar el oro e acuñar monedas de plata exclusivamente: el dinero de plata, como moneda circulante, y el sueldo (= 12 dineros) y la libra (= 20 sueldos), como monedas de cuenta.