Portada » Historia » El Carlismo y la Construcción del Estado Liberal en España (1833-1868)
Desde 1833, el carlismo aglutinó a diversos grupos opuestos al liberalismo, como campesinos del País Vasco, Navarra, Cataluña y Aragón, principalmente por la defensa del derecho foral. También se unieron artesanos que temían que las reformas liberales perjudicaran sus talleres frente a la gran industria. El carlismo representaba una oposición radical a las reformas liberales, defendiendo el inmovilismo, el Antiguo Régimen, el tradicionalismo católico y el foralismo vasco-navarro. Fue un intento de resistencia de los grupos perjudicados por el cambio político y socioeconómico del liberalismo, que se manifestó en la contrarrevolución y la guerra civil.
La Primera Guerra Carlista se caracterizó por el surgimiento de partidas, la indefinición ideológica, los apoyos internacionales y el sostenimiento campesino. Zumalacárregui organizó las partidas carlistas en Navarra y se convirtió en el general de los ejércitos del Norte. Tras el sitio de Bilbao, la hegemonía carlista se extendió hasta las cercanías de Madrid. Sin embargo, las tropas de Cabrera se retiraron inexplicablemente, renunciando al asedio de la capital.
El fin de la guerra estuvo marcado por las disensiones en el mando carlista. En el verano de 1839, el general Maroto firmó el Convenio de Vergara con el general Espartero, rindiendo parte del ejército carlista. Carlos V se exilió en Francia y las partidas carlistas se desmoralizaron. Se evidenciaron dos facciones del realismo exaltado: una que preconizaba la guerra a ultranza y otra que prefería un régimen de reformas dentro del absolutismo y abogaba por una solución transaccionista.
La cuestión campesina y foral quedó en suspenso. Espartero solo se comprometió a recomendar al gobierno la concesión o modificación de los fueros, sin obligarse a nada. El clero tampoco quedó satisfecho, ni el pretendiente Carlos. En 1841, Navarra perdió sus aduanas e instituciones políticas propias, pero conservó ciertos privilegios fiscales y militares. Las provincias vascas vieron reconocidos algunos de sus derechos forales y perdieron otros, como el «pase foral». El carlismo permanecería como un elemento de oposición latente.
Durante la Regencia de María Cristina se inició el proceso de institucionalización liberal. En el «Manifiesto de la gobernadora al país», ofreció a los realistas exaltados la defensa de la religión y las instituciones principales, y a los moderados, reformas administrativas. Los carlistas rechazaron la oferta y los liberales la consideraron insuficiente, exigiendo Constitución y Cortes. María Cristina, necesitada del apoyo del ejército liberal, cedió a las demandas de estos últimos. Cea Bermúdez fue sustituido por Martínez de la Rosa.
El Estatuto Real fue una ley fundamental que combinaba tradición y novedades, concedida por la reina regente sin participación de representantes elegidos. Su contenido se limitaba a un reglamento de reforma de las Cortes, que se convertían en una asamblea asesora de la Corona. Se estableció un novedoso sistema bicameral, con una Cámara alta de Próceres y una Cámara baja de Procuradores, buscando representar a las viejas élites y a los nuevos grupos burgueses. La Corona conservaba la atribución de convocar y suspender las Cortes y su consentimiento era necesario para la aprobación de leyes. El Estatuto Real no satisfizo a los liberales más exaltados, que exigieron reformas más profundas.
El liberalismo se diversificó en dos corrientes:
En 1849, surgió el Partido Demócrata como una escisión del progresismo, defendiendo el sufragio universal, la ampliación de derechos, la enseñanza pública gratuita, la reforma fiscal, la supresión del servicio militar obligatorio, etc.
Se aprobaron las Sociedades Bancarias y Crediticias de 1856. El gobierno de Espartero restauró la Constitución de 1837 y convocó Cortes Constituyentes. Se promulgó la Constitución de 1856, conocida como «non nata», que proclamaba la soberanía nacional, la reunión automática de las Cortes, el jurado para delitos de imprenta, la abolición de la pena de muerte por delitos políticos y la libertad de conciencia. Establecía ayuntamientos de elección popular, limitaba los poderes de la Corona y del gobierno, restauraba la Milicia Nacional y retornaba a un Senado elegido por sufragio.
La Desamortización de Madoz buscaba obtener dinero para el ferrocarril, afectando también a bienes eclesiásticos y municipales. La venta de tierras municipales arruinó a muchos ayuntamientos, no solucionó el problema de la deuda pública y perjudicó a los vecinos más pobres.
Hubo oposición de carlistas, moderados, un sector del progresismo y obreros, con motines urbanos y rurales. El propio gobierno se escindió. O’Donnell asumió la presidencia del Consejo de Ministros y comenzó a desmontar la obra del progresismo. El fracaso del progresismo en 1837, 1843 y 1856 se debió a la hermetización de la Corona en favor de la solución moderada y a la incapacidad del progresismo para convertirse en alternativa viable. La crisis de 1856 fue provocada por desacuerdos internos y un clima de conflictividad social, debido a la epidemia de cólera, el alza de precios del trigo, las malas cosechas, las tensiones entre obreros y patronos, y el incumplimiento de promesas por parte del gobierno.
El Gabinete O’Donnell restauró en 1856 la legislación moderada, la Constitución de 1845 y disolvió la Milicia Nacional. Intentó aplicar la Ley de Desamortización de Madoz, pero Isabel II se opuso. O’Donnell dimitió y Narváez restauró el régimen de 1845. La reina volvió a llamar a O’Donnell.
El general Leopoldo O’Donnell presidió el Consejo de Ministros al frente de la Unión Liberal, un nuevo grupo político que pretendía ocupar el centro ideológico, recogiendo lo mejor de moderados y progresistas. Su programa político se basaba en el disfrute del poder, el orden y la eficacia administrativa. Se buscaba conciliar libertad y orden, y se completó la uniformidad jurídica con leyes como la del Notariado de 1862 y la Hipotecaria de 1863. Hubo una gran estabilidad política. La Unión Liberal se dividió en 1863.
El gobierno unionista potenció la expansión del ferrocarril, el desarrollo industrial, la entrada de capital extranjero y sofocó un nuevo intento de levantamiento carlista. O’Donnell emprendió intervenciones militares en África, América y Asia para ampliar la expansión territorial colonial.
Los últimos años del reinado de Isabel II estuvieron marcados por la ruptura del consenso, la actuación subversiva de progresistas y demócratas, y varias crisis que evidenciaron la impotencia de los ministerios. Hubo problemas políticos y económicos.
Se produjeron revueltas campesinas, desórdenes militares y protestas estudiantiles, como la noche de San Daniel, el 10 de abril de 1865, un levantamiento armado por la expulsión de Emilio Castelar de su cátedra. En 1864, el gobierno prohibió la difusión de ideas contrarias a la religión católica, la monarquía y la Constitución. La prensa progresista publicó artículos de catedráticos como Castelar y Salmerón, críticos con el gobierno. El gobierno expedientó a Castelar y lo retiró de su cátedra. El rector dimitió en solidaridad. Los estudiantes organizaron una serenata de apoyo, pero se produjo un enfrentamiento con las fuerzas del orden que causó nueve muertos y un centenar de heridos. Las protestas se generalizaron. La reina cesó a Narváez y volvió a llamar a O’Donnell.
A comienzos de 1866 se inició la descomposición del régimen isabelino. El intento fallido de Prim lo convirtió en el principal referente de la oposición. La sublevación de San Gil, el 22 de junio, fue una rebelión de los sargentos de artillería que ofreció a la oposición demócrata la oportunidad de acceder al poder. La represión incrementó el descrédito de O’Donnell, que fue sustituido por Narváez.
En agosto de 1866, demócratas y progresistas firmaron el Pacto de Ostende.