Portada » Filosofía » El Amor, la Existencia y la Ciudad de Dios: Un Recorrido por la Filosofía de Santo Tomás y San Agustín
Santo Tomás defiende que se da una unión sustancial entre el cuerpo y el alma. Sólo la unión de cuerpo (materia) y alma (forma sustancial) da lugar al ser que llamamos hombre. Al igual que en Aristóteles, el alma única del hombre es lo que le proporciona todas sus operaciones vitales: vegetativas, sensitivas e intelectivas. El alma es el principio de vida, la forma sustancial, de todo ser vivo. Donde hay vida hay un alma que se corresponde con el tipo de vida del que se trate.
Sin embargo, hay un punto en el que Santo Tomás se aparta de Aristóteles: la inmortalidad del alma humana. Santo Tomás demuestra la inmortalidad del alma humana (racional) basándose en que el hombre ejercita actividades psíquicas que no dependen intrínsecamente de un órgano corporal (conocimiento inteligible). El alma racional es la única inmaterial, espiritual, incorruptible y subsistente. Por tanto, el alma humana racional es inmortal por naturaleza; sólo la acción aniquiladora de Dios podría poner fin a su existencia. El alma subsistente, separada del cuerpo tras la muerte, no está en su condición natural y no es persona humana, estrictamente hablando, ya que la palabra ‘persona’ se refiere a toda la sustancia completa, unidad de alma (forma) y cuerpo (materia). De este modo, Santo Tomás se esfuerza en hacer compatibles la antropología aristotélica, la inmortalidad del alma y el dogma cristiano de la resurrección de la carne.
Entender la filosofía de San Agustín exige comprender el papel central que desempeña el amor en su pensamiento. El amor a Dios es lo que nos hace capaces de conocer la verdad, el amor a Dios es el que nos da la felicidad, el amor es el que da sentido, dirige y orienta nuestras vidas…, y es también el concepto clave para entender su teoría política y su consideración de la historia. El amor une a los hombres entre sí. Una sociedad (un pueblo) es un conjunto de hombres unidos porque coinciden en su amor a los mismos objetos. Y serán los objetos amados los que determinarán el tipo de sociedad de que se trate.
A lo largo de la historia se han sucedido distintas sociedades, a cuyos miembros les unía el amor a unos mismos objetos que buscaban conseguir: los bienes temporales necesarios para la vida. Ahora bien, sean las que sean las sociedades en las que hayan vivido, vivan o vayan a vivir, todos los cristianos están unidos por un mismo amor, su amor a Cristo. Y, por tanto, en un sentido muy profundo, todos los auténticamente cristianos forman un solo pueblo: la llamada Ciudad de Dios. En el mundo se pueden distinguir un gran número de sociedades, variadas en sus usos, ritos y costumbres. Esa variedad se puede clasificar en dos tipos de sociedad humana: la de los que aman a Dios (Cristo) por encima de cualquier otra cosa, y que recibe el nombre de Ciudad de Dios, y la de quienes anteponen el amor propio y sus consecuencias, al amor a Dios, cuyo nombre sería el de Ciudad terrenal.
La Ciudad de Dios busca la gloria de Dios y en ella la caridad es lo que mantiene unidos a sus miembros, no la autoridad. Por su parte, la Ciudad terrenal asienta su unidad en la autoridad que logre dominar los intereses particulares de sus ciudadanos. La Ciudad de Dios es el modelo de toda sociedad, ya que sólo en ella puede reinar la justicia, el orden y la paz verdaderas. Sólo el amor a Dios puede proporcionar paz y felicidad. Las sociedades que no reconocen el amor a Dios como su amor, siguen siendo sociedades (es el caso de romanos, atenienses, etc.), pero son incapaces de alcanzar la verdadera justicia, el orden y la paz.
Con todo lo visto podemos entender cómo logra San Agustín explicar qué sentido tiene la historia. Como testigo de la desintegración del imperio romano, de una cultura y de una forma de vida que parecían eternas, el verdadero sentido de la historia, una historia en la que Roma se derrumba, es una cuestión que exige respuesta. Lo que da sentido a la Historia es la construcción progresiva de la Ciudad de Dios. Todos los acontecimientos culminantes de la historia universal son momentos en la realización del plan querido y previsto por Dios: la victoria final de la Ciudad de Dios; un plan divino, una providencia, que no puede llevarse a cabo sin el hombre y sus decisiones libres (es el hombre el que ha de querer amar a Dios). La historia es el camino de la humanidad hasta llegar a Dios.
Estos argumentos, conocidos como las Cinco Vías, comparten una misma estructura:
Pero veamos en detalle cómo argumenta Santo Tomás:
En el mundo hay cosas que se mueven. Todo lo que se mueve es movido por otro; y, por tanto, si lo que mueve a otro es movido a su vez, es necesario que a éste lo mueva un tercero, y así indefinidamente. Pero esta cadena no se puede dar indefinidamente, pues, así, no habría un primer motor y, por consiguiente, puesto que los motores intermedios (que a su vez son movidos) mueven tan sólo gracias al movimiento que reciben del primer motor, no habría motor alguno. Por tanto, hay que concluir necesariamente la existencia de un primer motor que no sea movido por nada; y éste es el que todos entienden por Dios.
En el mundo podemos observar series de efectos y de causas que, a su vez, son producidas por otras, pues nada puede ser causa de sí mismo. Y, como tales series no pueden prolongarse de manera infinita, ya que, suprimida una causa, se suprime el efecto, y si no existiese una que fuese la primera, no podrían existir ni las intermedias ni la causa última, tenemos que concluir necesariamente que existe una primera causa eficiente; a la que todos llaman Dios.
Encontramos en el mundo seres que pueden existir o no existir (seres contingentes). Pero es imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre, ya que todo lo que tiene la posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Y si todo tiene la posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que nada existía; y si fuese así, tampoco ahora existiría cosa alguna, porque lo que no existe no empieza a existir más que en virtud de lo que ya existe. Y, como consecuencia, si hubo un momento en que nada existía, es imposible que empezase a existir cosa alguna y, ahora, no habría nada, lo que es a todas luces falso. Por tanto, se deduce que ha de existir un ser necesario por sí mismo, y a este ser todos lo llaman Dios.
La verdad, la bondad, la nobleza… no se hallan repartidas por igual en los distintos seres del mundo, sino que admiten diversidad de grados. Pero la gradación en las perfecciones implica relación a la perfección absoluta. De aquí se deduce que ha de existir el ser absolutamente perfecto, algo que es para todas las cosas causa de su ser, de su bondad y de todas sus perfecciones, y a este ser llamamos Dios.
Es un hecho que todo el que actúa lo hace con un fin. Sabemos que los agentes dotados de conocimiento pueden perseguir sus fines conscientemente y vemos que las cosas que carecen de conocimiento, aún así, obran por un fin; y si estas obran por un fin no obran por azar sino intencionadamente. Ahora bien, es claro que lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca. Por tanto, ante el admirable orden que reina en el universo no podemos más que afirmar la existencia de un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin. A este ser lo llamamos Dios.