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Siglo XX. Tema 1. LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA 1. La crisis de las democracias occidentales tras la Primera Guerra Mundial Tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y hasta el inicio de la Segunda, en 1939 (periodo al que propiamente se llama “de entreguerras”), las democracias liberales europeas entraron en un periodo de profunda crisis. Algunos las acusaban de ser las responsables de la guerra, o al menos de no haber sabido evitarla. Los críticos al sistema parlamentario que hemos visto desarrollar en España en los temas precedentes y que, más o menos, se había implantado también en el resto de Europa occidental señalaban su ineficacia y la inoperancia de los partidos políticos, enfrascados siempre en discusiones que se consideraban inútiles y más preocupados por sus intereses particulares que por los de conjunto de la nación. Se decía, por parte de estos críticos, que lo que las naciones europeas necesitaban eran gobiernos fuertes sustentados por un partido único. Ello quería decir, en otras palabras, que había que superar el sistema parlamentario-democrático basado en la existencia de elecciones (que se rechazaban frontalmente) más o menos libres e ir a un sistema dictatorial. De ese modo, el modelo de Estado liberal-burgués creado en el siglo XIX fue atacado por dos frentes, a izquierda y a derecha: a) Por un lado, el socialismo o comunismo, muy fortalecido en toda Europa como consecuencia del triunfo de la Revolución rusa en 1917. Esta doctrina, como sabemos, era partidaria del establecimiento de la “dictadura del proletariado”, en la práctica, sobre la base de la existencia de un solo partido de base obrera, el Partido Comunista. b) Por otro, surgen ahora los fascismos, situados a la derecha de los partidos burgueses, partidarios de un Estado autoritario con derechos y libertades muy restringidas. Si bien sólo triunfó en los años 20 en Italia (fascismo de Mussolini) y, más tarde, en los años 30, en Alemania (nacionalsocialismo de Hitler), el fascismo inspiró una serie de regímenes que se implantaron por toda Europa en el periodo de entreguerras: dictaduras de Dollfuss en Austria, Salazar en Portugal o Primo de Rivera en España. 2. La implantación de la dictadura en España Como sabemos, el periodo 1917-1923 fue especialmente crítico en nuestro país. Varias circunstancias se unieron para propiciar la dictadura: El ya irremediable deterioro del sistema parlamentario desde la crisis de 1917, que los gobiernos de concentración fueron incapaces de resolver. Los intentos de reforma y de regeneración del sistema político de la Restauración fracasaban irremediablemente por los obstáculos que desde el interior del propio sistema se ponían a dichas tentativas. La regeneración de un sistema que funcionaba sobre el principio del fraude electoral y de la corrupción generalizada se reveló como una contradicción irresoluble. En estos seis años se registraron trece cambios de gobierno y en los mismos entraron personas de tendencias distintas a las tradicionales, en especial regionalistas catalanes. Los partidos dinásticos, a falta de un liderazgo claro como el de Sagasta o Cánovas y divididos en facciones enfrentadas entre sí, eran incapaces de proporcionar una mayoría estable a los gobiernos de turno. La solución a esta falta de apoyos se buscó en los gobiernos de concentración, el más célebre de los cuales fue el Gobierno Nacional de Maura (1918), pero estos gobiernos se disolvían en el momento de afrontar los problemas decisivos que agobiaban al país; salían a la luz entonces las diferencias entre los socios de gobierno y éste quedaba inválido para tomar cualquier medida de calado, con lo que se veía abocado a su disolución. Fracasados los gobiernos de concentración se volvió al turno dinástico, pero con similar resultado. Las elecciones amañadas proporcionaban mayorías cómodas al partido de gobierno, pero entre sus propios diputados volvían a surgir las disputas provocadas por el enfrentamiento entre las diversas facciones del mismo partido y el gobierno se veía de nuevo en minoría en el parlamento. Como recurso fácil se acudía a la suspensión de las garantías constitucionales y a la clausura del Parlamento, ejerciendo el gobierno mediante decretos, lo que, al fin y al cabo, resultaba la evidencia más clara del fracaso de un sistema que se llamaba parlamentario, todo ello complicado por la intervención personal del rey Alfonso XIII en la política, lo que se hizo cada vez más frecuente. La agudización de la problemática social tuvo su primer hito en plena Primera Guerra Mundial con el triunfo de la revolución bolchevique (1917), que supuso un enorme estímulo y un gran impulso a la causa obrera, la cual por primera vez alcanzaba el triunfo y precisamente en unos de los estados más poderosos de la Tierra. Muchos obreros se aprestaron a trasladar el ejemplo soviético a sus propios países. La coyuntura económica no iba sino a agravar este estado de cosas: la Primera Guerra Mundial no solo profundizó en España las diferencias entre los ricos y los pobres, sino que, además, el final de la guerra provocó una disminución de las exportaciones y un aumento del paro, con la consiguiente radicalización sindical, especialmente de la CNT. Entre 1918 y 1920 se vivieron de nuevo conflictos sociales de gran intensidad. En Barcelona la CNT evolucionó hacia el sindicato único y preconizó la lucha directa contra el patrono mediante atentados, marginando toda participación política. El inicio en esta espiral de violencia estuvo en la huelga de la Canadiense (empresa suministradora de electricidad) que forzó la paralización de la mayor parte de la industria en el área de Barcelona. La huelga se prolongó durante un mes y medio y obligó a la negociación a los patronos, que cedieron frente a las exigencias de los obreros, pero los elementos radicales de la patronal y de los obreros dinamitaron el acuerdo y el enfrenamiento de reanudó con mayor violencia. Los empresarios, por su parte, crearon una Federación patronal y el pistolerismo de ambos lados se adueño de la ciudad: en 1920 hubo casi 400 muertos en las calles barcelonesas y otros tantos en el resto del país. Las medidas tomadas por los patronos (cierre de fábricas) o por el gobierno (ley de fugas) no hicieron más que agravar la situación. En Andalucía la subida de los precios durante la guerra venía a agravar la situación de miseria extrema y desesperación de buena parte de las masas campesinas, en su mayoría jornaleros. La reacción no se hizo esperar: los anarquistas y, en menor medida, los socialistas ocuparon tierras, quemaron cosechas y se hicieron con el poder de ayuntamientos en las áreas rurales. Ante el fantasma de la revolución en suelo español el gobierno respondía con la declaración del estado de guerra y el empleo masivo del ejército en la represión de las protestas, la ilegalización de las organizaciones obreras y la detención de sus líderes, condenados a duras penas de prisión o ejecutados sumariamente. Es lo que se ha venido en llamar el “Trienio Bolchevique”, que tendría su epílogo en 1921 con el asesinato del jefe de gobierno del partido conservador, Eduardo Dato, a mano de tres anarquistas catalanes. Por otra parte, el nacionalismo catalán no se daba por satisfecho con la creación de la Mancomunidad. La ley que regulaba el régimen de la Mancomunidad fue aprobada finalmente por el gobierno conservador de Maura y perdió buena parte del contenido político que habría cumplido las exigencias de los partidos catalanistas, que pedían el reconocimiento de las peculiaridades regionales dentro del ámbito español y la concesión de la autonomía. El partido hegemónico en Cataluña, la Lliga Regionalista, autonomista y conservador, veía fracasar su proyecto político y dicho fracaso dejaba vía libre a otras propuestas más radicales que, ante la imposibilidad de encajar el autogobierno de Cataluña dentro del estado español, apostaban directamente por una vía soberanista que buscaba la independencia. En esta dirección se movía Estat Catalá, organización independentista y republicana dirigida por Francesc Macià. Para los sectores más conservadores de la política española autonomismo e independentismo no eran más que dos caras de una misma moneda: el separatismo que pretendía romper la unidad de la patria. La Guerra de Marruecos se prolongaba desde 1909 prácticamente sin tregua. El territorio de Marruecos bajo dominio español, el protectorado, presentaba escaso interés económico y su ocupación se enfrentaba a la oposición cada vez más radical de las clases populares, que eran las que aportaban el personal de tropa y que ya había desembocado en la grave crisis de la Semana Trágica (1909). Para el pueblo esta guerra constituía una sangría injustificable que sólo aprovechaba a los oficiales “africanistas” que constituían un selecto grupo en torno al rey. Tras el paréntesis forzado de la Primera Guerra Mundial, durante la cual España se había declarado neutral. Francia intensificó su acción en Marruecos, apuntando la amenaza de instalarse en toda la región sin respetar sus pactos anteriores con España. En respuesta a esto, en 1919, el Gobierno español inició una especie de carrera de toma de posiciones desde las bases de Ceuta y Melilla. También entre los marroquíes repercutió el fin de la Gran Guerra, porque apareció un nacionalismo revolucionario que se iba a enfrentar a la administración española. El general Dámaso Berenguer fue el encargado de ocupar la zona occidental y al general Fernández Silvestre se le confiaron las operaciones de la zona oriental. Entre 1920 y 1921 se ocuparon importantes posiciones —Xauen, Annual, Sidi Idris, Abarrán, etc. Mientras tanto, un caudillo rifeño, Abd el Krim, fue reuniendo tribus y cohesionando la resistencia rifeña, que culminará en una ofensiva contra los españoles, quienes, sin esperanza de refuerzos, se retiraron al fuerte de Annual. Esta retirada, en medio de la desesperación y del caos, se convirtió en una carnicería donde murieron alrededor de 14.000 hombres (junio, 1921). Al general Silvestre lo mataron o se suicidó en Annual. Se puso así en evidencia la debilidad del proceso de ocupación de la zona oriental del protectorado, una ocupación en la que había primado la temeridad y la búsqueda de resultados rápidos que se tradujeran en beneficios y ascensos para los jefes militares, en perjuicio de la seguridad de las tropas y del dominio efectivo del territorio. Estos hechos, conocidos como el Desastre de Annual, constituyen una de las más severas derrotas militares de España en toda su historia. La gravedad de los hechos dio lugar a una investigación oficial que se conocería con el nombre del militar que la dirigió: el informe Picasso. Dicho informe fue acumulando testimonios, pruebas y evidencias que apuntaban a la ineptitud y corrupción de las altas esferas militares y que amenazaban con alcanzar la figura del propio monarca. Cuando el informe se concluyó llego el momento de su presentación ante el parlamento y su sometimiento a debate. No llegó a producirse tal debate; poco antes Primo de Rivera ejecutaba su golpe de estado y disolvía el parlamento. Desde Barcelona el general Miguel Primo de Rivera, Capitán General de Cataluña, intervino protagonizando un pronunciamiento en septiembre de 1923, en la misma línea de los que ya tuvimos ocasión de ver a lo largo del siglo XIX. El futuro dictador justificaba el golpe militar con un discurso de carácter regeneracionista, que criticaba la vieja política y prometía limpiar el país de caciques, acabar con el bandidaje político, con la indisciplina social y con las amenazas a la unidad nacional. Alfonso XIII no abandonó el trono, sino que encargó a Primo de Rivera que formara un gobierno, aceptando la supresión del sistema parlamentario y la suspensión de la vieja Constitución de 1876. El Rey se convertía de ese modo en cómplice y valedor de una auténtica dictadura militar de derechas. Ello significó, además, que lo poco que quedaba del régimen de la Restauración implantado en su día por Cánovas y por Sagasta terminaba por desaparecer. Es necesario decir que la dictadura de Primo de Rivera contó con amplios apoyos: no fue mal recibida por la población que, cansada del caos político y de la guerra de Marruecos, la vio como una posible salida al impasse político en el que se encontraba España. También fue apoyada por la Iglesia y el ejército y, como queda dicho, por el Rey. Incluso algunos sectores de la oposición –burguesía catalana y socialistas—mostraron inicialmente ciertas simpatías por la dictadura, cuando Primo dijo que se trataba de un régimen de transición.3. El Directorio Militar (1923-25) En ausencia de un Gobierno como tal, Primo de Rivera denominó Directorio al suyo, formado durante los dos primeros años exclusivamente por militares, anunciando que habría de ser un régimen de transición hacia uno nuevo no definido. Sus primeras medidas, muestras del carácter dictatorial del régimen, estuvieron encaminadas a disolver las Cortes y los partidos políticos y a garantizar el orden público, lo que se consiguió con gran rapidez con el empleo del ejército. Respecto del problema obrero, mantuvo un fluido contacto con la UGT, y especialmente con su líder, Francisco Largo Caballero, al que llegó a nombrar Consejero de Estado. De estas fluidas relaciones derivaron beneficios concretos para los obreros, como viviendas baratas, derecho a asistencia médica y comités paritarios entre obreros y patronos para resolver sus problemas. La misión de estos comités era la reglamentación de los salarios y de las condiciones de trabajo, así como el arbitraje y la mediación en caso de conflicto entre obreros y empresarios. Por el contrario el obrerismo más radical, comunistas y anarquistas, era reprimido con dureza. En cuanto al autonomismo catalán, la Mancomunidad fue mantenida inicialmente, aunque con el proyecto de no avanzar más allá de las competencias puramente administrativas, que resultaban insuficientes para los nacionalistas. En 1925, sin embargo, la Mancomunidad fue disuelta y suprimida. Lo que sin duda, junto con el restablecimiento del orden, produjo la inicial popularidad de la dictadura fue la finalización de la Guerra de Marruecos. Aunque partiendo de ideas abandonistas, Primo de Rivera decidió intervenir con todas sus energías en el conflicto que se venía desarrollando desde 1909. El desembarco de Alhucemas, en el que participó personalmente Primo de Rivera, propició la derrota de Abd el Krim y el final de la guerra. Desde el punto de vista institucional, disueltos oficialmente los partidos, la dictadura fracasó en su intento de crear un partido único, la Unión Patriótica, un partido apolítico, en expresión de la época, a través del que se pretendía vehicular las aspiraciones de participación política de los españoles. Pero la Unión Patriótica no era más que un partido gubernamental, sin programa político definido y que, en realidad, sólo servía para proporcionar apoyo social a la dictadura y cumplir sus directrices. Sus afiliados procedían de las filas católicas, funcionarios de obligada afiliación y de los caciques rurales. Junto a ello se reunió una Asamblea Nacional con miembros de este partido con el objetivo, nunca cubierto, de elaborar una nueva Constitución. Sí tuvo éxito la implantación del nuevo Estatuto Municipal, esto es, la ley básica reguladora de la Administración local (los ayuntamientos), obra de José Calvo Sotelo en 1924, y que concedía a los municipios cierta autonomía financiera para resolver sus problemas más inmediatos. En lo tocante a la regeneración política, en cambio, todo quedó en una gran farsa, por cuanto se suspendieron los mecanismos electorales y la renovación política consistió en sustituir unos caciques por otros con el visto bueno del gobierno.