Portada » Historia » Desarticulación del imperio español
España a finales del siglo XIX contaba únicamente como colonias con las islas de Cuba, de Puerto Rico y de las Filipinas. Eran los últimos restos del gran imperio español formado durante el gobierno de los Habsburgo. La mayoría de las colonias españolas en América habían alcanzado su independencia durante el reinado de Fernando VII (1808 – 1833), convirtiéndose en repúblicas independientes gobernadas por las minorías criollas.
Tras el primer intento insurreccional cubano (Guerra de los Diez Años, 1868-78) la firma de la Paz de Zanjón no logró acabar con el sentimiento nacional. Los cubanos esperaban de la administración española una serie de reformas como la obtención de representación en las Cortes españolas, la participación en el gobierno de la isla, la libertad de comercio y la abolición de la esclavitud, que aún se mantenía en Cuba. Ninguna de estas peticiones fue tomada en consideración por España debido a la rotunda oposición de los grandes propietarios, de los negreros y de los comerciantes peninsulares. El sentimiento nacionalista cubano se veía acrecentado por la influencia económica de los Estados Unidos, que integró a la isla en su ámbito comercial. Así pues, a las peticiones políticas se sumaban los deseos de una clara liberalización económica, especialmente tras la aprobación del llamado arancel Cánovas (1891) que aumentaba las tarifas arancelarias para los productos importados no españoles. El arancel perjudicaba notablemente a EEUU, que adquiría grandes cantidades de azúcar y tabaco cubano, mientras sólo podía exportar a Cuba productos con fuertes impuestos de entrada. El presidente norteamericano William McKinley manifestó su protesta y comenzó su acercamiento a los independentistas cubanos.
El Partido Liberal de Sagasta se mostró favorable a introducir mejoras en la isla, pero durante sus sucesivos mandatos sólo llegó a concretar la abolición formal de la esclavitud, en 1888. La falta de reformas estimuló los deseos de emancipación; así en 1893, un intelectual, José Martí, fundó el Partido Revolucionario Cubano, cuyo objetivo era la independencia para lo que logró un importante apoyo exterior, especialmente de EEUU. El independentismo aumentó rápidamente su base social y contó con el apoyo de antiguos revolucionarios (Máximo Gómez, Antonio Maceo, etc.) que se habían negado a aceptar la Paz de Zanjón.
Ante esta situación, la guerra volvió a estallar. El 24 de febrero de 1895 se produjo el llamado Grito de Baire que dio inicio a un levantamiento generalizado. El presidente del gobierno español Cánovas del Castillo envió un ejército al mando del general Martínez Campos, que trató de reprimir militarmente la rebelión pero también de buscar un acercamiento con los sublevados.
Martínez Campos no logró controlar la rebelión, por lo que fue sustituido por Valeriano Weyler partidario de una férrea represión. Weyler se mostró muy duro con los rebeldes, aplicando la pena de muerte a muchos de ellos, y también con la población civil, víctima del hambre y las epidemias.
En 1897 Cánovas del Castillo fue asesinado y Sagasta asume el gobierno, decidiendo introducir algunas reformas buscando la conciliación. Para ello decretó la autonomía de Cuba, la igualdad entre cubanos y peninsulares y la autonomía arancelaria. Sin embargo, las reformas llegaban demasiado tarde: los independentistas se negaron a aceptar el fin de la guerra que España declaró de forma unilateral; también los residentes españoles en Cuba mostraron su malestar ante las concesiones.
Es entonces cuando EEUU decide intervenir directamente en Cuba enviando al acorazado Maine, en teoría para proteger los intereses de los residentes americanos. En abril de 1898 el Maine estalló en el puerto de La Habana, EEUU culpó falsamente a agentes españoles del hecho. El presidente McKinley envió un ultimátum a España exigiendo la retirada de Cuba y el pago de 300 millones de dólares o en caso contrario la declaración de guerra. España era relativamente consciente de su inferioridad militar, pero consideró humillante el ultimátum. Comenzaba así la guerra hispano-norteamericana.
La escuadra española, al mando del almirante Cervera, fue rápidamente derrotada en la batalla de Santiago de Cuba. Tropas estadounidenses comenzaron a ocupar Cuba y Puerto Rico.
Paralelamente al conflicto cubano se produjo una rebelión en las Islas Filipinas. Los intereses económicos españoles eran mucho menores que en Cuba, pero existía una notable producción de tabaco y servía de enlace para el comercio con el continente asiático. En 1892, José Rizal había fundado la Liga Filipina que encabezará posteriormente la rebelión independentista. Los norteamericanos también se presentaron allí como libertadores e igualmente derrotaron a otra escuadra española en la batalla de Cavite (1898). Aunque la ciudad de Manila logró resistir durante algunos meses, ante la evidencia de la derrota, España pidió la firma de un acuerdo de paz.
Finalmente, en diciembre de 1898 se firmó el Tratado de París por el cual España perdía Cuba y, además, cedía a Estados Unidos Puerto Rico, Guam y las islas Filipinas, éstas últimas a cambio de veinte millones de dólares.
La derrota y la consiguiente pérdida de las colonias fueron conocidas en España como el desastre del 98, convirtiéndose en símbolo de la crisis de la Restauración. A pesar de la envergadura de la crisis de 1898 y de su simbología, sus repercusiones fueron menores de lo esperado. En lo económico, la guerra comportó notables pérdidas materiales en la colonia, pero no fue así en la metrópoli. La industria nacional se recuperó pronto de la pérdida del mercado colonial y la repatriación de capitales, unida a la reforma fiscal del ministro Fernández Villaverde, permitió el desarrollo de la banca española. Tampoco aconteció una gran crisis política, la Restauración sobrevivió y la continuidad del turno dinástico se mantuvo; no obstante, sí hubo un crecimiento de los movimientos nacionalistas en el País Vasco y Cataluña.
De este modo, la crisis del 98 fue fundamentalmente una crisis moral e ideológica, que causó un importante impacto psicológico entre la población. La derrota sumió a la sociedad y a la clase política española en un estado de desencanto y frustración porque significó la destrucción del mito del Imperio español -en un momento en que las potencias europeas estaban construyendo enormes imperios coloniales en Asia y África- y la relegación de España a un papel de potencia secundaria.
El desencanto provocado por la crisis del 98 provocó la aparición del fenómeno del regeneracionismo. Esta corriente de pensamiento hablaba con insistencia de la necesidad de una regeneración de España; su mayor exponente fue Joaquín Costa que denunciaba la incapacidad del sistema de la Restauración para hacer frente a los cambios de los nuevos tiempos y a las demandas de la sociedad. La crítica regeneracionista era muy dura con la historia de España, denunciaba los defectos de la psicología colectiva española y defendía la necesidad de acabar con la corrupción electoral, mejorar la situación del campo español y aumentar el nivel educativo y cultural del país.
Asimismo, un grupo de literatos y pensadores, conocidos como la Generación del 98, intentaron analizar el problema de España en un sentido muy crítico y en tono pesimista. Pensaban que tras la pérdida de los últimos restos del Imperio español había llegado el momento de una regeneración moral, social y cultural del país. Entre estos intelectuales destacan Miguel de Unamuno, José Martínez Ruiz (Azorín), Pío Baroja o Antonio Machado.