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El hombre es por naturaleza un animal social. La Comunidad más elemental es la casa (oikos) que resulta de la uníón natural del hombre y la mujer y la del que manda (amo) y el que obedece (esclavo). La uníón de varias casas constituye la aldea, y de varias aldeas, la ciudad (Polis). La casa y la aldea son comunidades deficientes e incompletas, por eso tienen que evolucionar naturalmente hacia la polis que es la “comunidad perfecta de varias aldeas” y que es “suficiente”. Sólo en la Polis culmina la natural sociabilidad del hombre, pues contiene todo lo necesario para la felicidad: nacíó para las necesidades de la vida, pero existe ahora para vivir bien. El hombre “fuera” de la Polis no es propiamente un hombre, sino una bestia o un Dios. Ese acuerdo básico que hace posible la vida en la Polis se plasma en leyes y constituciones, de ahí el interés de Aristóteles por las leyes concretas sobre las cuales se ha ido construyendo la vida política, y también por sus limitaciones y sus fracasos, pues no todas las formas de organizar la polis contribuyen del mismo modo a su propio fin: la vida buena y feliz. Por eso, después de estudiar las “formas puras” y sus degeneraciones1, decide que el mejor es lo que llama un “régimen mixto” del que pueda participar “la mayoría de los hombres” y “la mayoría de las ciudades”, pues no exige “un nivel de virtud por encima de las personas ordinarias”, “ni una educación que requiera condiciones afortunadas de naturaleza o recursos”. El régimen mixto es una mezcla equilibrada de oligarquía y democracia que se apoya en la “clase media” (ni muy ricos ni muy pobres)
Las potencias o facultades del alma están superpuestas, de modo que las “inferiores” -alimentarse- pueden darse sin las “superiores”, pero no al revés. Las superiores presuponen las inferiores. Para que tenga lugar la sensación -el acto de sentir- se requiere, además de la facultad o capacidad de sentir, la presencia del objeto sensible. La sensación tiene lugar cuando el sujeto es movido y padece una afección (…) Por otra parte, todos los seres padecen y son movidos por un agente que está en acto. Lo sensible puede ser propio (de un sentido, como el color de la vista o el sonido del oído) o común (cuando puede ser percibido por varios sentidos, como el movimiento o el número)Cuando un árbol llega a ser verde, por ejemplo, se produce un cambio que, como todo cambio “físico”, sólo puede tener lugar en un subyacente (materia) Cuando el verde del árbol llega a estar en el alma, también se produce un cambio (el alma pasa de no sentir el verde a sentirlo o, dicho de otro modo, el verde pasa de no estar en el alma a estar en el alma) pero, en ese caso, no hay subyacente, sino que la forma sensible -el color verde- se imprime en el alma como en una tablilla de cera. Deja la marca, pero sin la materia.También en el acto de entender se necesita, por una parte, la facultad de entender y, por otra, la presencia de lo inteligible. Pero hay un problema, pues, a diferencia de las ideas platónicas, lo inteligible aristotélico -la esencia, las formas universales- no están “listas para ser entendidas” en algún “lugar” especial en el que se puedan captar con sólo “dirigir la vista”, sino que lo inteligible está siempre mezclado con lo sensible y con la materia. Por lo tanto, la presencia de lo inteligible, que se necesita para actualizar nuestra capacidad de entender, no está dada
Aristóteles dice que todos estamos de acuerdo en llamar felicidad (eudaimonia) a aquello por lo que, en última instancia, hacemos todo lo que hacemos, se trate de acciones (praxis) o de producciones (poiesis), aunque haya discrepancias en cuanto a su definición. Aristóteles descarta otras posibilidades más “populares”, como la riqueza o el placer, y sostiene que lo que nos hace felices es “ser realmente lo que somos”, es decir, el ejercicio de la función propia, que, en el caso del hombre, es el logos (razón, habla). Pero el logos no es una potencia “natural” como el ver o el andar, sino que requiere aprendizaje: el propio ejercicio (repetición de actos) en un entorno social va generando poco a poco un hábito (disposición adquirida), que luego parece “natural”, cuando ni hablar ni “razonar” lo son. Aristóteles llama virtud al hábito bueno y vicio al hábito malo. Por otra parte, la expresión “ejercicio del logos” puede significar dos cosas: usarlo para conocer, lo que da lugar a las llamadas virtudes dianoéticas (episteme: conocimiento de lo necesario; prudencia: de lo contingente; nous: de los primeros principios; Sophía: sabiduría absoluta, propia de la divinidad, a la que los mortales sólo podemos tender) o usarlo para tomar decisiones, lo que da lugar a las virtudes éticas, que tienen en común el ser un término medio entre dos extremos -uno por exceso y otro por defecto. No obstante, también para Aristóteles la máxima felicidad humana está en la actividad contemplativa (Theoría) es decir, en el ejercicio de aquella virtud dianoética que constituye nuestra mejor posibilidad (visión de los primeros principios gracias al entendimiento) y que nos permite durante un cierto tiempo acercarnos a aquella felicidad que los dioses disfrutan siempre. La Theoría es la actividad más “autárquica”, pues -a diferencia de otras virtudes- nada exterior a ella se necesita para su ejercicio, aunque, obviamente, el hombre que piensa sí necesita ciertos bienes “exteriores” para estar en condiciones de ejercerla. Finalmente, Aristóteles afirma que el hombre es un animal social, lo que quiere decir, como hemos visto, que fuera de la sociedad no puede llegar a ser propiamente humano -o es un animal o es un Dios, dice el estagirita- No puede adquirir el hábito del lenguaje y de la razón, y, además, sólo dentro de la Polis está definido lo conveniente y lo dañino, lo justo y lo injusto. La Polis, por su parte, es una entidad natural, que se desarrolla a partir del oikos (casa o hacienda) que incluye a hombre, mujer, hijos y criados o esclavos1, pasando por la aldea, en las que la “naturaleza” no puede detenerse porque ninguna alcanza la suficiencia o autarquía. Dicho de otro modo, sólo la polis contiene todo aquello que el hombre necesita para ser feliz, que es como decir todo lo necesario para el ejercicio de la virtud, incluida una cantidad suficiente de “bienes exteriores”.
Aristóteles establece que en todo “llegar a ser” intervienen cuatro causas: materia, forma, agente (causa eficiente) y finalidad (causa final). Por ejemplo: el mármol, Apolo, el escultor y el adorno del templo. Pero la teoría también es válida para el llegar a ser de los entes naturales, en que la materia no se da nunca separada de la forma -a diferencia del bloque de mármol, que podemos verlo “sin forma”), el agente es el progenitor, pero en cuanto tiene una forma que puede transmitir, y la causa final no es otra que la propia forma plenamente desarrollada (cada cosa aspira a ser lo que es plenamente y permanecer siéndolo). Además de la materia ligada a una forma determinada, Aristóteles habla de una materia prima que sería pura potencialidad o capacidad de recibir formas.
Aristóteles dice que Dios tiene una vida que ha de consistir en la actividad más elevada. Como lo más elevado es el ejercicio del nous (la actividad contemplativa) y Dios es inmóvil, la vida de Dios tiene que consistir en estar siempre “entendiendo”,: pero el entendimiento divino no puede referirse a algo inteligible que sea “distinto de él mismo”. Por lo tanto, la vida de Dios consiste en el eterno entender que se entiende a sí mismo. Por eso dice Aristóteles que “tiene una existencia como la mejor para nosotros durante cierto tiempo”. Es decir, Dios hace siempre plenamente lo que nosotros sólo logramos por un corto período de tiempo: entender o contemplar la esencia.
Platón llama Idea a aquello hacia donde tenemos que dirigir la “vista” si queremos responder a la pregunta qué es algo, es decir, si queremos conocer el ser de algo. Las Ideas se distinguen de las cosas por su unidad y permanencia (no les afecta el paso del tiempo) y por eso, según Platón, no pueden estar “en este mundo” múltiple y cambiante, sino “fuera” de las cosas, en un mundo accesible solo mediante el nous (entendimiento o inteligencia). Cuando Menón, en el diálogo que lleva su nombre, le plantea a Sócrates la cuestión de cómo puede no saber qué es la virtud y al mismo tiempo rechazar lo que él le dice acerca de ella, Sócrates responde con la teoría de la reminiscencia, que luego desarrolla en el diálogo Fedón. El alma es inmortal y ha conocido las ideas antes de llegar a unirse al cuerpo para formar el viviente humano. Al “nacer” olvida lo que ha visto y vive inmerso en el mundo sensible sin sospechar siquiera que hay un mundo de ideas del que “este mundo” depende en su propio ser: para los habitantes de la caverna las sombras son la única realidad. Conocer sería, entonces, un proceso de recuerdo de algo que el alma “en el fondo” ya sabe, y que comienza cuando nos preguntamos qué es algo y comprendemos que esa pregunta sólo puede responderse “apartando la mirada” del mundo sensible y dirigíéndola hacia la Idea: momento de “liberación” del prisionero de la caverna. Llama Doxa -opinión- al conocimiento del mundo sensible, el más alejado del Bien, de la fuente de luz. Las opiniones son cambiantes y contradictorias como el propio mundo sensible. Dentro del mundo inteligible distingue: 1) la Dianoia, conocimiento que se refiere básicamente a las matemáticas y que se caracteriza por “no poder prescindir de imágenes” y por tomar las hipótesis como principios, utilizándolas para sacar conclusiones, sin volver a examinarlas. Y 2) la Noesis, que prescinde completamente de las imágenes -se refiere única y exclusivamente a Ideas- y, si bien parte de hipótesis, las revisa una y otra vez hasta llegar a un principio no hipotético. La palabra Noesis significa “visión intelectual”, pero hay que tener en cuenta que las Ideas, como acabamos de decir, no pueden “verse” aisladas unas de otras.
Platón cuenta que un prisionero es liberado y es forzado a volver la cabeza y que, tras superar el primer momento de ceguera producido por la luz del fuego, puede mirar directamente las estatuas y que luego es obligado a seguir ascendiendo hasta salir de la cueva y ver las cosas mismas (modelo de las propias estatuas), comprendiendo así todo el mecanismo de la formación de estatuas, sombras y ecos. Ese personaje liberado, que ha llegado a conocer la tramoya oculta del mundo, es el filósofo, que tiene que volver a la caverna para gobernar y hacer que los demás hombres salgan de su ignorancia y participen también de la verdad. En el famoso mito del Fedro, Platón compara el alma del hombre con un carro tirado por dos caballos -uno dócil, que simboliza el coraje o la pasión; y otro indócil, que simboliza los apetitos- y guiado por un auriga -que simboliza la razón- y asigna a cada parte del alma una virtud -valentía, moderación y sabiduría respectivamente- definiendo la justicia como la armónía del conjunto, es decir, como la virtud que consiste en que cada parte hace lo que tiene que hacer, de modo que un hombre sabio, valiente y moderado es un hombre justo. Este mismo esquema tripartito se repite en la noción de Estado Justo. No todas las “partes” del Estado tienen que tener todas las virtudes. Cada ser humano (hombre o mujer indistintamente) tiene una naturaleza que determina su posible lugar en el Estado. La polis en su conjunto participa de la sabiduría si el elemento dirigente posee esa virtud, por eso tienen que gobernar los filósofos. Del mismo modo, los defensores tienen que ser valientes, para que la polis en su conjunto lo sea. Y la producción y el consumo de bienes tienen que estar presididas por la moderación. Una polis es justa cuando es sabia, valiente y moderada en este sentido y la injusticia se produce cuando alguna de las tres partes no tiene la virtud que debe tener o cuando alguien quiere ocupar un lugar que no le corresponde por su naturaleza.