Portada » Economía » Cuáles son los criterios clásicos de distribución de la renta
La función de distribución contemplada desde la perspectiva económica tiene sentido si mejora la eficiencia de la economía, esto es, si permite incrementar la generación de renta para unos recursos dados.
A este respecto, los economistas clásicos lo tenían muy claro: no era necesaria ninguna función de distribución, ninguna intervención pública para el reparto de la renta, pues el mecanismo de mercado hacía este trabajo de la manera óptima.
Por tanto, el mecanismo de mercado guiándose por este principio de mayor renta cuanta mayor productividad, logra que los recursos se dirijan a los destinos óptimos para la sociedad. En ese contexto, cualquier intervención externa que, por ejemplo, garantizará una renta mínima a los herradores (por razones de justicia o paz social) alejaría a la economía en cuestión de su óptimo. Se estaría produciendo de más de un bien menos demandado y menos de otro más demandado (que proporciona mayor utilidad).
Partiendo de este principio general (las diferencias en el nivel de renta se explican sólo en función de las diferencias en la productividad), resulta extraño que los economistas clásicos justificaran una institución social que negaba por completo dicho principio:
Y es que, efectivamente, a pesar de que se trata de un reparto de la riqueza que no se determina en función de la productividad, sino de meras razones de parentesco, los economistas clásicos no ponían en tela de juicio esta institución. Defendiendo como defendían un Estado mínimo dedicado a la defensa de la propiedad y el cumplimiento de los contratos, defender la transmisión por herencia era la consecuencia necesaria de la indiscutida defensa del derecho de propiedad.
Pero es que además, según ellos, la herencia no conspiraba contra la eficiencia general del sistema. La riqueza que se transmitía era inicialmente el resultado de la superior productividad del fallecido, de su mayor talento, conocimientos, arrojo. El patrimonio se heredaba, y junto a él la superior educación y los talentos naturales, de tal modo que cabía esperar que los hijos fueran también individuos de productividad mayor y por tanto los más indicados para asignar destino a los factores productivos acumulados por el padre.
Con el paso del tiempo, esta perspectiva teórica que debemos a los economistas clásicos se ha revelado como “miope” en un triple sentido:
La remuneración en función de la productividad, sólo tiene en consideración la capacidad real para generar bienes demandados por el mercado, pero no la capacidad potencial. La sociedad desperdicia así individuos con talentos naturales superiores, pero con peor situación de partida.
Por consiguiente el objetivo económico de maximización de la riqueza que se genere en una sociedad, recomienda una función de distribución que garantice el mayor nivel de igualdad de oportunidades, para que no se desaprovechen esos “yacimientos” de productividad, que son los pobres con talentos naturales innatos.
La acumulación de riqueza, que inicialmente responde al principio de eficiencia económica, tiene efectos perniciosos en la vida real. La riqueza acumulada tiende a generar mecanismos de perpetuación independientes ya del mercado y sus exigencias de productividad relativamente superior.
De esta forma, si la remuneración de los factores deja de depender de su productividad y pasa a serlo de su posición relativa de poder, comienza a deteriorarse la eficiencia económica del mercado, y es obligada la intervención externa de la economía. Para ejemplificar esto basta con remitirse a las propias revoluciones liberales del XIX y más concretamente a las desamortizaciones, que se ocuparon de recuperar para la economía productiva las propiedades en manos de lo que vino en denominarse como “manos muertas”.
El resultado es que la función de distribución, al reducir sistemáticamente la riqueza que conduce al privilegio, se pone al servicio de la eficiencia económica.
Las desigualdades económicas extremas, sobre todo en sociedades cada vez más abiertas como las de los países desarrollados, son fuente de conflictividad social. Dicha conflictividad tiene un coste en forma de gastos de seguridad, justicia y, sobre todo, alejan las inversiones y las iniciativas empresariales. Unos niveles mínimos de cohesión social son garantía de estabilidad constituyen una condición necesaria para atraer al capital y colocar a un país en la senda del crecimiento.
Además una red de garantías sociales proporciona al ciudadano medio una tranquilidad ante los riesgos que le pueda deparar el futuro que, en su justa medida, le permite ser más productivo.