Portada » Filosofía » Ciudadanía intercultural: El debate entre la unidad y la diferencia
Las posturas opuestas del universalismo ilustrado y el romanticismo introducen un debate entre la unidad y la diferencia, la universalidad y la particularidad. Este debate se prolonga hasta la actualidad y atraviesa todas las problemáticas del presente.
En este sentido, no nos sirve ni el universalismo homogeneizador, que elimina las diferencias y empobrece a la sociedad y la humanidad en general, ni el entusiasmo por lo diferente solo por serlo. Por ello, debemos buscar lo mejor de cada postura.
Lo mismo sucede con los dos modelos extremos adoptados tradicionalmente en las sociedades occidentales para organizar las diferentes culturas: el multiculturalismo, donde las culturas se mantienen separadas, incluso territorialmente (gueto, apartheid), y el asimilacionismo, que obliga a los inmigrantes a abandonar su cultura y adoptar la del país de llegada.
En las últimas décadas, se ha intensificado el debate sobre las relaciones interculturales a nivel nacional e internacional. Para Charles Taylor, este debate es una cuestión de justicia con la identidad de las personas, ya que se identifican con su cultura.
La pertenencia cultural es fundamental para el bienestar individual, condiciona las opciones de vida y la autoidentificación. El liberalismo, el socialismo o el republicanismo clásicos defienden derechos individuales universales, pero las personas construyen su identidad a partir de la socialización en grupos o culturas diversas.
Según Adela Cortina, no basta con proteger los derechos individuales, sino que es necesario reconocer derechos colectivos o derechos especiales para la defensa de determinados grupos sociales. Para Taylor, si las culturas minoritarias son despreciadas, su reconocimiento público es indispensable para la autoestima e identidad (su “autenticidad”) de sus miembros, condición para su bienestar e integridad. Además, una sociedad justa debe proteger a los grupos culturales de agresiones externas y la libertad de sus ciudadanos para decidir su pertenencia grupal.
En esta línea, el liberal Will Kymlicka cree que el liberalismo debe defender los derechos de las minorías desfavorecidas, pero con límites. Como expresa Boaventura de Sousa Santos: “las personas tienen el derecho a ser iguales cuando la diferencia las haga inferiores, pero también tienen el derecho a ser diferentes cuando la igualdad ponga en peligro la identidad”.
Autores como John Rawls y Ronald Dworkin defienden la neutralidad del Estado como la forma moral del liberalismo político. El Estado debe ser neutral ante las diferentes concepciones del hombre y la vida buena, limitándose a proteger la libertad, el bienestar y la seguridad de sus miembros.
Frente a esta postura, Cortina afirma que la forma ética del Estado debería ser un «liberalismo radical», que defienda la autonomía de los ciudadanos para una convivencia pluralista, permitiéndoles forjar su propia identidad.
En la modernidad, la identidad personal se vincula a la dignidad personal, que iguala a todos los seres humanos. Para Jürgen Habermas, los derechos culturales de las minorías deben ser individuales, no colectivos, para garantizar equitativamente el acceso a los diversos ámbitos culturales. Desde una perspectiva democrática, la identidad colectiva nunca debe estar por encima de la libre determinación individual.
Las culturas y tradiciones nacen, se transforman y perecen en contacto unas con otras, adoptando elementos de otras culturas. No son puras, sino internamente plurales y pluriculturales.
Las culturas son formas de vida con horizontes de sentido, por lo que son valiosas. Sin embargo, todas tienen rasgos admirables y otros indeseables. La cuestión es hasta dónde defender las culturas y los “derechos colectivos”.
Cortina propone la ética de máximos y mínimos para abordar esta cuestión. Distingue entre las cuestiones de vida buena (filosóficas, morales o religiosas), que dependen de opciones personales y grupales, y las cuestiones de justicia, exigibles a todos como mínimos de humanidad. Las opciones de vida buena (ética de máximos) motivan la aceptación de los mínimos de justicia (ética de mínimos), pero cada forma de vida debe reflexionar sobre su posible error y la posibilidad de una propuesta más justa y humanizadora.
Una pregunta crucial en filosofía moral y política es: ¿De dónde surgen los mínimos y cómo se articulan con los máximos en una sociedad pluralista? La respuesta está en el diálogo intercultural.
Entablar un diálogo implica aceptar las condiciones que le dan sentido. Los “mínimos de justicia” son necesarios para un diálogo igualitario. Estos mínimos no deben imponerse desde una cultura política, sino surgir del diálogo entre culturas, aclarando lo irrenunciable para una convivencia más justa y feliz.