Portada » Historia » Baja Edad Media en Castilla: Crisis, Recuperación y Transformaciones (Siglos XIV-XV)
Los siglos XIV y XV han sido, habitualmente, objeto de estudio conjunto. En ellos se produjeron cambios sustanciales con respecto a las etapas anteriores tanto en el terreno económico y social como en el político, el religioso y el cultural. Por de pronto el siglo XIV fue testigo de una profunda crisis, que afectó a todo el ámbito de la Cristiandad europea. En la siguiente centuria, no obstante, la mayoría de los países europeos fueron saliendo de la depresión. De ahí que se utilice la expresión «crisis y recuperación» para referirse a los dos siglos citados.
La crisis de la decimocuarta centuria se manifestó en una serie de catástrofes, ante todo la peste, el hambre y la guerra, presentadas como los jinetes del Apocalipsis. Es indudable que los seres humanos conocían sobradamente esos tres males, pero lo novedoso de la época fue la tremenda dureza con la que actuaron. Por lo que respecta al campo de las epidemias el momento culminante fue la difusión, a partir del año 1348, de la terrorífica peste negra, traída al occidente de Europa por un navío genovés que procedía de Crimea. «Esta fue la primera et grande pestilencia que es llamada mortandad grande», afirma la «Crónica de Alfonso XI». La peste, que era transmitida por la pulga de las ratas, se manifestaba de diversas formas, siendo la más frecuente la denominada «bubónica», por los bultos que salían a los enfermos en la ingle o en las axilas. Según un texto de tierras gallegas «murieron en nuestra diócesis casi las dos terceras partes tanto de los clérigos como de los feligreses», a consecuencia de la citada epidemia. Un documento de enero de 1349, procedente del monasterio de Santa Clara, situado en la localidad zamorana de Villalobos, ponía de manifiesto las dificultades para encontrar gentes que trabajasen las tierras, «por razón de las mortandades e trebulaciones que este año que agora pasó fue sobre los omes». En el año 1349 nos consta que la peste estaba en su apogeo en las ciudades de Córdoba y de Sevilla.
Al año siguiente moría, víctima de la citada peste, el rey de Castilla Alfonso XI, cuando se encontraba en el cerco de la plaza de Gibraltar. Por su parte en las Cortes celebradas en Valladolid en el año 1351 se utiliza en diversas ocasiones la expresión, muy significativa, «después de las grandes mortandades».
De todas formas es imposible efectuar un cálculo de las pérdidas demográficas causadas por la peste negra. Lo que sí sabemos es que muchos lugares se despoblaron en la segunda mitad del siglo XIV, en parte por las mortandades, en parte por la emigración de los labriegos a los núcleos urbanos más próximos. Los libros de cuentas del cabildo de la catedral de Burgos, correspondientes al año 1352, registran diversas heredades vacías, casi con toda seguridad a consecuencia de la peste negra. En esa misma fecha el barrio de San Martín de Frómista, en tierras palentinas, contaba con siete solares yermos, «que dezmaban el diezmo del pan e del vino que cogían quando estavan poblados», según un documento de la época. Nicolás Cabrillana, comparando datos de origen eclesiástico del año 1345 con los que aparecen en el «Becerro de las behetrías», que data de 1352, llegó a afirmar que, a raíz de la difusión de la peste negra, desaparecieron cerca del 20 % de todos los núcleos de población de la diócesis de Palencia. Ese dato ha sido posteriormente rectificado, pero es indudable que la «muerte negra», como se llamaba también a aquella terrible epidemia, desempeñó un papel decisivo en el incremento de los despoblados. Un ejemplo característico nos lo ofrece la aldea de Estepar, situada en tierras burgalesas. Allí, según se afirma en el «Becerro de las behetrías», «desde la mortandad acá non pagan martiniega que se hyermó el dicho lugar».
En los años siguientes hubo nuevos brotes epidémicos, aunque su incidencia fue, sin duda alguna, mucho menor. En el año 1363 apareció la «segunda mortandad», según lo puso de relieve el médico converso radicado en Sevilla Juan de Aviñón, el cual afirma que «fue gran mortandad de landres en las ingles y en los sobacos» en aquella ciudad. Datos del año 1364, originarios de la localidad de Sahagún, manifiestan la imposibilidad de enviar treinta ballesteros, tal y como lo había solicitado el rey de Castilla Pedro I, porque la villa «estaba muy pobre e menguada, non aviendo y gentes segund que de antes de las mortandades avia, por que los mas dellos eran muertos». Por su parte la continuación de la «Crónica» de Jiménez de Rada pone de relieve, a propósito del año 1374, que «entonces andava la tercera mortandad». De nuevo hizo acto de presencia la peste en el año 1383. En la década de los noventa del siglo XIV sabemos que hubo peste, entre otras localidades, en Madrid en el año 1393, en Roa en 1394 y en Murcia en 1395. En definitiva, tras la difusión de la peste negra prácticamente cada década se difundió por tierras de la corona de Castilla una nueva epidemia de mortandad.
En el siglo XIV fueron frecuentes, asimismo, los «malos años», término que alude a las catastróficas cosechas, por lo general consecuencia de condiciones meteorológicas adversas. Una gran mortandad, cuyo punto de partida tenía que ver con una terrible hambruna, probablemente consecuencia de las pésimas cosechas recogidas en el campo, tuvo lugar en el año 1301, según leemos en la «Crónica de Fernando IV» de Castilla. En un determinado momento la mencionada Crónica afirma que «fue tan grande la mortandad en la gente, que bien cuidaran que muriera el cuarto de toda la gente de la tierra». Sigamos, no obstante, nuestro recorrido, al hilo de la cronología. “Fueron tantas las aguas que duró bien tres meses que nunca cesó de llover”, leemos en un documento del año 1310. Hay referencias a «malos años» en la década de los veinte del siglo XIV, pero también en la de los treinta y en la de los cuarenta. Un documento originario del monasterio de San Zoilo, en la localidad palentina de Carrión, afirmaba, a propósito del año 1325, que «en este anno que agora paso non cogiemos pan nin vino nin cosa de que nos podiésemos proveer por raçón de la tempestad del elada e de la piedra e nublo e langosta que acaeció en este anno en la tierra». En los años 1331-1333 se perdieron numerosas cosechas «por muchos peligros de piedra e de hielo». Un testimonio del año 1333, referente al monasterio de Benevivere, en tierras palentinas, pone de relieve las dificultades en que se encontraba aquel cenobio para aprovisionarse de trigo.
Las dificultades, por su parte, se traducían en un brusco aumento de los precios de los alimentos. «Encarescieron las viandas e llegaron a grand precio», afirma la «Crónica de Alfonso XI» en referencia al año 1343. En las Cortes de Burgos del año 1345 se dijo, en esta ocasión aludiendo al conjunto de los territorios de la corona de Castilla, que «fue muy grant mortandat en los ganados, e otrosi la simiença muy tardía por el muy fuerte temporal que ha fecho de muy grandes nieves e de grandes yelos». Solo dos años después, en 1347, un documento ponía en boca del monarca Alfonso XI que la extrema pobreza de su pueblo obedecía a «los fuertes temporales que an pasado ffasta aquí», causa, a su vez, de «la gran mengua del pan e del vino e de los otros frutos». Al año siguiente, en 1348, se puso de manifiesto en las Cortes de Alcalá de Henares que «por los temporales muy fuertes que ovo… se perdieron los frutos del pan e del vino e de las otras cosas donde avían a pagar las rentas». Este catastrófico panorama, no obstante, aludía a tiempos anteriores a la difusión de la terrorífica epidemia de mortandad. Pero referencias similares a las anteriores continúan apareciendo en las fuentes posteriores. «La carestía de las viandas y de las otras cosas» obligó a Enrique II a fijar los precios y los salarios, en las Cortes de Toro de 1371. Hay asimismo noticias de una grave crisis alimenticia, que derivó en un hambre espantosa, en tierras andaluzas, en los años 1376 y 1377.
El tercer aspecto que mencionamos tiene que ver con las guerras, o más en concreto con la actitud belicosa mostrada con gran frecuencia por los poderosos, lo que explica que algunos autores, como Salustiano Moreta, los denominen los «malhechores feudales». Esa situación se puso ya de manifiesto en las primeras décadas del siglo XIV, coincidiendo con las minorías de Fernando IV y de Alfonso XI. Los ricos hombres y los caballeros, se dijo en las Cortes de Valladolid del año 1307, «quando… an assonadas que toman viandas e lo que fallan por o van et do se ayuntan… et que por esta razón se astraga la tierra». En esa misma sesión de Cortes se manifestó que los poderosos «astragavan las villas e las aldeas quemando la madera de las casas, e cortavan las huertas e las vinnas e los panes, e tomando el pan e el vino e la carne e la paia e la lenna e las otras cosas que fallavan por fuerça, en manera que perdían los ganados, e ffincavan los logares yermos e astragados». En un capítulo de la reunión celebrada en Mérida, en el año 1310, por la Orden de Santiago, se afirmaba que «por las guerras e por las huestes e por muchos otros excesos que acaecen e acaescieron tiempo ha… los vasallos son mas astragados de quanto solían».
La violencia de los poderosos continuó en los años siguientes. Así por ejemplo las gentes de Astudillo, localidad situada en tierras palentinas, eran víctimas de «muchos robos e males e dannos… de ricos omnes e infançones e cavalleros e otros omnes poderosos», según se dice en un documento del año 1322. En el año 1340 el obispo de Palencia Juan de Saavedra manifestaba que las gentes de su diócesis estaban muy empobrecidas, básicamente «por los pechos que avían pechado para las muchas guerras». Por si fuera poco la corona de Castilla fue escenario de guerras cruentas, como la que enfrentó, entre los años 1366 y 1369, al monarca Pedro I con su hermanastro Enrique de Trastámara. El desarrollo de los combates suponía, ante todo, destrozos sin cuento en el mundo rural, pero también un incremento de la presión fiscal sobre los contribuyentes, debido a la necesidad de obtener fondos para financiar las guerras. Por otra parte la actuación de las bandas de mercenarios, tanto los soldados franceses que apoyaban al bastardo Enrique de Trastámara como los combatientes ingleses que se alinearon con el monarca Pedro I, fue tremendamente calamitosa para los labriegos de la corona de Castilla. Enrique II reconocía, en el mes de mayo del año 1366, que «estas nuestras compañas… robaron et quemaron et estruyeron algunos de los lugares del dicho arzobispado», en referencia a Toledo.
Ese panorama, de todos modos, continuaba después del establecimiento en Castilla de la dinastía Trastámara. Un dato concreto nos informa que el lugar de Corneja, en el arzobispado de Toledo, se encontraba abandonado en el año 1378 «por rrazón de las guerras et de los tiempos muy fuertes que fasta aquí han pasado», según se lee en un documento de la época. En la década de los ochenta del siglo XIV los territorios noroccidentales de la corona de Castilla fueron escenario de la invasión del duque de Lancaster, que reclamaba el trono de Castilla. De los desastres que originó aquella invasión militar da fe, entre otros muchos, un documento de la villa de Benavente, del año 1400, en el cual se recuerda que, a consecuencia de la presencia de las tropas inglesas, «non quedaron una casa en fiesta e todos los moradores desta villa e de su tierra quedaron muy pobres e muy danificados de todos los ganados e bienes que avían». Todavía a comienzos del siglo XV un documento originario del monasterio de Santa Maria de Nájera afirmaba que ciertas tierras del cenobio «las non labraron en algunos tiempos pasados por las grandes guerras e trebulaciones que en el rregno avía avido».
El sector más perjudicado por los efectos de la crisis fue, sin duda alguna, el rural. Muchas zonas antes cultivadas regresaron a la vegetación natural, en parte por la falta de brazos para ponerlas en cultivo. Es muy significante, a este respecto, lo que se dijo en las Cortes de Valladolid de 1351, aunque con un cierto tono de exageración, de que «no se labraban las heredades del pan y del vino». Al mismo tiempo las rentas que obtenían los grandes propietarios territoriales comenzaron a declinar. El análisis de las cuentas de los monasterios de la provincia benedictina de Toledo, del año 1338, pone de relieve la crítica situación en la que se hallaban la mayoría de ellos, en los cuales los gastos superaban a los ingresos. Asimismo nos consta que las rentas del monasterio benedictino de Sahagún retrocedieron algo más del 50 % entre los años 1338 y 1358. En las «Constituciones» del obispo de Oviedo don Gutierre, que datan del año 1383, se dice muy expresivamente que «de las mortandades acá han menguado las rentas de nuestra Eglesia cerca la mitad dellas, ca en la primera mortandad fueron abaxadas las rentas de tercia parte, e después acá lo otro por despoblamiento de la tierra». Un ejemplo concreto de este descenso de las rentas señoriales nos lo proporciona lo acaecido en la hacienda de Villanueva Nogache, situada en el Aljarafe sevillano. Dicha hacienda había sido donada, tras la conquista de la Andalucía Bética por las armas cristianas, al monasterio cisterciense de Valbuena de Duero. En la década de los sesenta del siglo XIV los monjes de Valbuena de Duero arrendaron la mencionada hacienda por 2.500 maravedíes al año. En cambio dos décadas después solo obtuvieron, por el mismo concepto, 1.500 maravedíes.
En otro orden de cosas la crisis provocó un aumento de los salarios de los jornaleros. En las Cortes de Valladolid de 1351 se aprobó un «Ordenamiento de precios y de salarios», que tenía la finalidad de poner orden en ese terreno. En cambio los precios de los productos agrarios, aunque ascendían bruscamente en los «malos años», luego volvían a caer. La tónica general es que los precios de los alimentos quedaron estancados en el siglo XIV, en tanto que subían los de los objetos manufacturados en los núcleos urbanos. Esa situación empujo a los poderosos a poner de nuevo en funcionamiento costumbres ya desaparecidas, en particular los denominados «malos usos», lo que perjudicaba grandemente a los labriegos dependientes. Pero también se tradujo en la búsqueda, por parte de los magnates nobiliarios, de nuevas mercedes de la corona. De todas formas hubo un indiscutible beneficiario de la crisis en el mundo rural. Nos referimos al ganado ovino, que sacó amplio provecho del abandono de numerosas tierras de cultivo. De ahí la afirmación, un tanto tópica, de que la ganadería ovina es hija de la peste. Lo cierto es que el número de ovejas existentes en la corona de Castilla experimento un crecimiento espectacular en los siglos XIV y XV. Los cálculos sobre ese número, siempre aproximados, hablan de 1,5 millones de ovejas hacia el año 1300, de cerca de 3 millones un siglo más tarde y de unos 5 millones en el reinado de los Reyes Católicos.
El panorama cambió en el transcurso del siglo XV. Sin duda hubo también en esa centuria algunas epidemias de mortandad, como aconteció en los años 1437 o 1465. Pero el rasgo dominante del siglo XV fue el incremento demográfico, patente en el hecho de que apenas haya noticias de despoblados, pero también en el aumento de población de muchas ciudades y villas. Un caso sintomático nos lo ofrece la ciudad de Sevilla, que contaba con unos tres mil vecinos a finales del siglo XIV y, un siglo después, había superado los siete mil vecinos, según las investigaciones de Antonio Collantes. Paralelamente creció la población de numerosos lugares del reino de Sevilla, como Alcalá de Guadaira, Lebrija, Cazalla de la Sierra o Utrera. Un panorama similar conoció el territorio gaditano, con incrementos poblacionales, entre otras localidades, en Jerez, Sanlúcar, Puerto de Santa María y Rota. A mediados del siglo XV la tendencia dominante en todos los territorios de la corona de Castilla era, sin duda, el crecimiento demográfico.
También es un dato a favor del alza poblacional el hecho de que en el siglo XV haya numerosas noticias relativas a la roturación de terrenos para el cultivo, lo mismo en tierras de Toledo, de Salamanca, de Burgos o de la Andalucía Bética como en Galicia o en el señorío de Vizcaya. Investigaciones recientes sobre los obispados de Burgos y de Palencia, llevados a cabo por Hilario Casado, demuestran el incuestionable crecimiento de la producción agraria en el transcurso del siglo XV. En Andalucía Bética, por su parte, la producción agraria paso de un índice 68 en el año 1408 a otro 100 en 1425, a 137 en 1432 y a 165 en 1465. En definitiva, como ha señalado Miguel Ángel Ladero, «el crecimiento poblacional del siglo XV provocó nuevas roturaciones de tierra y la puesta en explotación de baldíos y antiguas heredades abandonadas durante la crisis demográfica del siglo XIV». Ahora bien, ese panorama de expansión no fue óbice para que, en determinados momentos, hubiera de nuevo «malos años». Así por ejemplo las cosechas fueron muy pobres en los años 1435-36. No obstante el año más negativo de la decimoquinta centuria fue, al parecer, el de 1467. Simultáneamente se observa un notable avance en lo que se refiere a la especialización de los cultivos, claramente visible, por ejemplo, en la vid. Un ejemplo significativo de lo que decimos nos lo ofrece la villa de Valladolid, la cual, con la finalidad de tener asegurado el aprovisionamiento de vino, vio como crecían, en el siglo XV, los viñedos de zonas próximas, como Fuensaldaña, Cigales o Mucientes. Por lo demás crecía la fama de determinados caldos, entre ellos los de Arévalo, Medina del Campo, Madrigal de las Altas Torres o Toro. También comenzaban a tener prestigio los vinos de La Rioja y de la llanura manchega. En líneas generales puede decirse que el mundo agrario trataba de adaptarse tanto a las necesidades de los núcleos urbanos como a las pautas del comercio internacional.
El conjunto de los territorios de la corona de Castilla, al margen de las oscilaciones producidas en los siglos finales de la Edad Media, contaba en las últimas décadas del siglo XV con una población estimada en unos cuatro millones y medio de habitantes. Una de las regiones más pobladas era la Meseta norte, aunque es preciso señalar que, a fines del Medievo, estaba creciendo muy deprisa la población tanto de la cornisa cantábrica como de la Andalucía Bética. Ya hemos aludido a los problemas por los que atravesó el mundo rural de la corona de Castilla, debido a la crisis del siglo XIV. De todos modos había regiones, como el valle del Guadalquivir, que exportaban productos de su campo, como el vino y el aceite. La gran beneficiaria de la depresión, pero también de la coyuntura internacional, fue la ganadería ovina. En efecto, el estallido de la guerra de los Cien Años supuso el fin de la exportación de lana inglesa a los telares de Flandes. Castilla vino a ocupar ese vacío. Así las cosas, la ganadería lanar trashumante conoció una gran expansión. Por su parte la corona percibía un impuesto muy sustancioso, el de servicio y montazgo. Pero los principales beneficios de aquella actividad recaían, obviamente, en los grandes propietarios de rebaños, es decir, recordémoslo, las órdenes militares, las iglesias catedrales, los grandes monasterios, los magnates de la alta nobleza y las elites concejiles. Eso no impidió, sin embargo, que hubiera frecuentes pleitos entre agricultores y ganaderos, por lo general resueltos casi siempre a favor de estos últimos.
En los siglos XIV y XV conoció un gran impulso la actividad pesquera. Junto a los productos que se obtenían en las zonas próximas a las costas de la corona de Castilla, entre los que cabe destacar el besugo de Laredo, las sardinas de Galicia o el atún de Andalucía, hay que mencionar la importancia que iba cobrando la pesca de altura, básicamente la captura de ballenas. Otros productos importantes obtenidos de la naturaleza eran la sal, que incorporó a finales del siglo XIII las salinas marítimas de Andalucía, y el hierro, obtenido ante todo en las minas vizcaínas de Somorrostro. Según los datos conocidos la extracción de hierro en tierras del señorío de Vizcaya pasó de unos 18.500 quintales a comienzos del siglo XV a cerca de 40.000 en los últimos años de ese siglo.
La producción artesanal de la corona de Castilla era, en los siglos XIV y XV, discreta. Lo principal era la elaboración de manufacturas destinadas al consumo local. Había ciertamente, algunos sectores de más empaque, como el trabajo de los cueros, la cerámica, las armas o la fabricación del jabón. Incluso había, en ciertas localidades, tal era el caso de la villa de Valladolid, una industria de lujo, destinada a los miembros de la corte regia, en la que destacaban los plateros, los peleteros y los iluminadores. Pero la industria más importante era la textil. Ahora bien, teniendo en cuenta la abundancia de materia prima, sobre todo de lana, que había en la corona de Castilla, la producción de tejidos fue escasa. Ramón Carande hablaba, con evidente razón, de la «menguada industria», en referencia a la producción de tejidos. En la Meseta norte se localizaban diversos centros productores de paños, entre ellos los de Zamora, Palencia, Ávila, Osma o Segovia. De todos modos más importantes eran, a fines del Medievo, los núcleos pañeros de la Meseta sur (Toledo, Cuenca), de Andalucía (Córdoba, Úbeda, Baeza) y de Murcia.
Veamos el ejemplo de la producción textil de la ciudad de Cuenca, estudiada magistralmente por el profesor Iradiel. Por de pronto dicha ciudad se aprovisionaba de lana de las ovejas que pastaban en la Serranía próxima. También se beneficiaba de la existencia, en el entorno rural, de materias tintóreas, como el «pastel» o la «rubia». En la decimoquinta centuria, época de la que se conservan más fuentes, la actividad textil se concentraba ante todo en el núcleo urbano. El proceso de fabricación de los paños recuerda diversas operaciones, desde el apartado y el lavado hasta la hilatura, la textura, la batanadura o la tintura. La producción textil ocupaba a un considerable número de trabajadores, quizá en torno al 10 % de la población total de Cuenca. Por lo demás se calcula que, al menos en la segunda mitad del siglo XV, salían anualmente de los telares conquenses entre 3.000 y 4.000 paños. Los productos elaborados eran muy variados, desde los paños tradicionales (velartes, bruneta común, palmilla, prieto de monte, etc.) hasta los de la denominada «nueva pañería», que se basaba en el telar estrecho. Sabemos, por otra parte, que la actividad textil estaba controlada por los llamados «señores de los paños», los cuales obtenían unos beneficios de un 15 a 20 % del capital invertido. Asimismo nos consta que los paños de Cuenca llegaban a exportarse, lo que explica que se encontraran en las ferias de Medina del Campo, pero también en países extranjeros, como las tierras de Berbería.
Pero en conjunto la producción textil de la corona de Castilla no era muy importante. Eso explica la propuesta hecha en las Cortes de Madrigal del año 1438 por los procuradores de las ciudades y villas, los cuales pidieron al rey que prohibiera la importación de paños y la exportación de lanas. Los representantes del tercer estado manifestaron que en Castilla se fabrican «asaz rrazonables paños e de cada día se farán más e mejores». Ni que decir tiene que esa propuesta, de todo punto revolucionaria, no fue aceptada, entre otras razones porque hubiera puesto en peligro el fabuloso negocio de exportación de lanas. En esta misma línea, años más tarde, Enrique IV ordenó, en las Cortes de Toledo de 1462, que se reservara un tercio de la lana que se obtenía en la corona de Castilla para la producción textil de sus reinos, lo que molestó a los propietarios de rebaños y a los grandes mercaderes, que exportaban la lana a Flandes. Ciertamente había también actividades textiles ligadas a otras materias primas, como la seda, el algodón, el lino, el cáñamo o el esparto. La industria de la seda era importante en ciudades que habían formado parte de al-Andalus, como Toledo, Murcia o Sevilla. El lino era la base de la producción de los lienzos. En cuanto al cáñamo o el esparto servían ante todo para la cordelería y los instrumentos de la arriería.
El comercio era sin duda el renglón más importante de la economía de la corona de Castilla en los siglos finales de la Edad Media. Por de pronto aumentó considerablemente el comercio interior, como se demuestra, entre otros factores, por el espectacular incremento de las alcabalas, tributo que gravaba el tráfico de mercancías. Asimismo tenían cada día más relieve las actividades bancarias y las de los cambistas. Un paso decisivo en ese sentido lo dio el monarca Juan II en el año 1445, al decretar, a petición de los procuradores de las ciudades y villas en las Cortes, la libre práctica del cambio en sus reinos. Aquella medida, de indudable tinte liberalizador, motivó el incremento del número de cambistas, pero también la aparición de bancos en las ciudades de mayor dinamismo económico, como Burgos, Sevilla, Toledo o Valladolid. Por su parte surgieron nuevas ferias, por lo general nacidas en territorios de los grandes magnates nobiliarios.
De todas las ferias que nacieron en aquellos siglos sin duda las principales fueron las que creó, a comienzos del siglo XV, Fernando de Antequera en la villa de Medina del Campo. Dichas ferias se celebraban en dos períodos del año, durando alrededor de los cien días en total. Apenas unos años después de su inicio las ferias de Medina del Campo habían adquirido un gran relieve internacional, acudiendo a las mismas mercaderes, entre otros países, de Portugal, Francia e Italia. Según nos cuenta la «Crónica de don Álvaro de Luna», a las ferias de Medina del Campo acudían, a mediados de la decimoquinta centuria, «grandes tropeles de gentes de diversas naciones así de Castilla como de otros regnos», sugiriendo que los reyes de Castilla debían de acudir a ellas «a ver el tracto e las grandes compañas e gentío e otras universas cosas que ende había». Por su parte el cuaderno de «finca» del año 1447 consigna para Medina del Campo, obviamente con sus ferias, un total de 2.650.000 maravedíes, lo que significaba el 10 % de la cantidad total registrada para el conjunto de la corona de Castilla. En dichas ferias se realizaban abundantes transacciones, en particular de lanas, pero también de vinos, aceite, miel, telas de lujo, joyas, etc. No obstante el rasgo que las caracterizaba, al menos desde finales del siglo XV, era la creciente negociación de letras de cambio.
El comercio exterior de la corona de Castilla se orientaba en muchas direcciones. Castilla comerciaba con los reinos vecinos, es decir Aragón, Navarra, Portugal, Valencia e incluso la Granada nazarí. Todo parece indicar que en el siglo XV los principales intercambios los efectuaba Castilla con el reino de Valencia. Castilla vendía alimentos, ante todo trigo, lanas, cueros, animales vivos, etc., recibiendo a cambio frutos secos, muebles, objetos de cerámica y manufacturas varias. Ahora bien, el comercio internacional de la corona de Castilla se orientaba preferentemente hacia las costas atlánticas de Europa. El gran centro mercantil, en el que se concentraban las lanas que luego se exportaban, era la ciudad de Burgos. Un texto del año 1441, escrito como respuesta de Burgos a una solicitud fiscal del monarca castellano, afirmaba que «todos los mercaderes de la ciudad tenían empleadas todas sus haciendas en lanas y otras mercadurías y que, así para sacar las tales lanas de las serranías como para enviarlas a los puertos de la mar, todos estaban empeñados». Las citadas lanas se dirigían desde Burgos hacia los puertos del Cantábrico oriental, y en primer lugar hacia Bilbao. Había, por lo tanto, una firme y estrecha alianza entre los comerciantes (en Burgos nació, a mediados del siglo XV, una «universidad de mercaderes») y los transportistas, que se localizaban en las costas del actual País Vasco. El comercio se dirigía hacia Flandes y el oeste de Francia, pero también, en algunos años, dependiendo de la situación política del momento, hacia las costas de Inglaterra. Incluso había comunicación mercantil con el mundo alemán de la Hansa.
Poco a poco fueron surgiendo colonias de mercaderes de Castilla en ciudades de la costa atlántica, como Ruán, Nantes, Dieppe y, sobre todo, Brujas. En esta última ciudad los comerciantes de la corona de Castilla estaban integrados en una «nación», dirigida por un prior y dos cónsules. El primer privilegio importante lo recibió la colonia castellana de Brujas en el año 1336, del conde Luis de Nevers, el cual reconocía que sus súbditos obtenían beneficios de «el comercio, trato e mercaduría de los onrrados mercaderes, almirantes, maestres de naos y marineros suxetos al Reyno y señorío de Castilla». La colonia castellana de Brujas tuvo, desde el año 1414, incluso una capilla propia, la de Santa Cruz, que se hallaba en un convento de la ciudad. Ahora bien, las disputas entre el grupo propiamente castellano y el vizcaíno desembocaron en la constitución de dos «naciones», la de Castilla y la de Vizcaya. Desde los puertos de la corona de Castilla se exportaba básicamente lanas, pero también hierro vizcaíno e incluso productos vegetales, ante todo aceite y vino, así como alumbre, pieles, cueros y, desde el siglo XV, azúcar procedente de las islas Canarias. Un pleito del año 1454, puesto en marcha tras el naufragio de una nave que se dirigía desde Castilla hacia Flandes, nos informa de los productos que figuraban en la misma: aceite, vino, lana, hierro, cera, pieles de conejo y toneles con aceitunas. Por su parte un dato del año 1458 revela que el puerto francés de Ruán recibió un total de 26.000 balas de lana, procedentes de Burgos y valoradas en más de 30.000 escudos de oro. A cambio se importaban telas y paños de calidad, manufacturas varias (entre ellas espejos y agujas), alimentos (pescado salado o arenques del mundo nórdico; incluso trigo en años de malas cosechas) y, en menor medida, tapices y retablos, productos que adquirían las capas altas de la sociedad.
También adquirió gran importancia en el transcurso de los siglos XIV y XV el foco mercantil de la costa atlántica de Andalucía, cuyo pivote interior básico era la ciudad de Sevilla. Este comercio tuvo como principales agentes dinamizadores a los hombres de negocios genoveses establecidos en tierras andaluzas, los cuales actuaron de mercaderes pero también de banqueros. Sin duda la más importante colonia genovesa en Andalucía era la de Sevilla, pero también las había en Cádiz, Jerez, Sanlúcar de Barrameda y Puerto de Santa María. Esta zona tenía gran importancia estratégica, debido a que era lugar de encuentro de los mercaderes que viajaban desde el Mediterráneo hacia el Atlántico, pero también por la proximidad del continente africano, de donde se traían, en primer lugar, oro y esclavos. El oro procedía de las minas de Bombuk, situadas en el Sudán y los esclavos de Guinea y Senegambia. Desde Andalucía se exportaba aceite, cochinilla, cueros, cera, mercurio de Almadén e incluso, en determinados años, trigo. Los principales productos que se importaban eran paños de Florencia, damasquinados, especias (pimienta, j
engibre, canela, etc.), herramientas varias y papel.
Aunque en una posición mucho más modesta, también el Mediterráneo interesó a los comerciantes de la corona de Castilla. El puerto fundamental era el de Cartagena. Nos consta, por otra parte, que muchos marinos vascos estuvieron involucrados en la actividad mercantil del «Mare Nostrum», actuando con frecuencia de intermediarios en el tráfico mercantil que se realizaba entre los territorios peninsulares de la corona de Aragón y el mundo italiano. Asimismo se sabe que hubo mercaderes originarios de Castilla que participaron activamente en el comercio que se desarrollaba entre la isla de Mallorca, el norte de África e Italia.
2. Un nuevo orden político: pugnas nobiliarias y la dinastía Trastámara.
2.1. Inestabilidad y centralización monárquica: Fernando IV y Alfonso XI.
La transición del siglo XIII al XIV la protagonizó el monarca Fernando IV (1295-1312). Su joven edad al acceder al trono exigió una etapa de regencia, dirigida por su madre, María de Molina. El reinado de Fernando IV estuvo marcado por la reclamación al trono de los infantes de la Cerda, que continuaba, así como por la actitud intransigente de un importante sector de la nobleza, a cuya cabeza se situó el infante don Juan, un hermano del anterior monarca Sancho IV. También contribuyeron a crear turbulencia en aquellos años los magnates Juan Núñez de Lara y Diego López de Haro, así como el infante don Enrique, un hermano de Alfonso X el Sabio. Jaime II de Aragón, por su parte, intervino en los asuntos castellanos, pues aspiraba a la incorporación a sus dominios del reino de Murcia. Pero la conjura fracasó, ante todo por la decidida actitud de María de Molina, que contó con el inequívoco apoyo de los concejos. Fernando IV, una vez alcanzada la mayoría de edad, llegó a un acuerdo con los aragoneses (Concordia de Ágreda, 1304). El reino de Murcia se quedaba en Castilla, excepto la zona alicantina, que pasaba a la corona de Aragón. Por otra parte el monarca castellano intento reanudar el ataque contra el reino nazarí de Granada, para lo cual estableció una alianza con el rey de Aragón (Campillo, 1308). Jaime II de Aragón atacaría la zona de Almería en tanto que Fernando IV se dirigiría contra Algeciras. Pero la falta de coordinación impidió obtener resultados positivos de aquellas campanas. El único éxito fue la toma de Gibraltar.
El nuevo monarca castellano-leonés, Alfonso XI (1312-1350), era asimismo un niño cuando murió su padre. Nuevamente hubo una etapa de minoridad, caracterizada por la división entre los poderosos, de los que cabe destacar a don Juan Manuel, conocido ante todo por su obra literaria. María de Molina, la reina abuela, fue, hasta su muerte en 1321, una defensora a ultranza de la institución monárquica. Las ciudades y villas, ante el panorama existente, aprovecharon la reunión de las Cortes en Burgos, en el año 1315, para constituir una Hermandad general, cuyo principal objetivo era defender los bienes realengos y garantizar la justicia. He aquí los motivos por los que se constituyó la citada Hermandad: «para guardar sennorío e serviçio del Rey e todos sus derechos que á e debe aver, e para guarda… de todos nuestros fueros e ffranquezas e libertades… et para que se cunpla e faga la justiçia en la tierra». Alfonso XI, una vez proclamado mayor de edad, suprimió la citada Hermandad, pero al mismo tiempo se mostró enérgico contra los nobles levantiscos. No obstante su gran proyecto era relanzar la «guerra divinal» contra los musulmanes de Granada. Su objetivo era ocupar la zona del estrecho de Gibraltar. A tales efectos pacto con Aragón (acuerdos de Ágreda y Tarazona, de 1328). Alfonso XI buscaba, asimismo, la colaboración de la flora catalana. En 1330 se iniciaron las operaciones militares. De todos modos en 1333 los castellanos perdieron la plaza de Gibraltar. Mas a raíz de aquel fracaso, Alfonso XI decidió entregarse en cuerpo y alma a la pugna contra los nazaríes y sus aliados los benimerines. El primer gran éxito fue la victoria del Salado (1340). Unos años después lograba otro éxito, junto al río Palmones (1343). La culminación de estas campañas fue la conquista de la importante plaza de Algeciras (1344). El objetivo del monarca castellano-leonés era controlar definitivamente el área del estrecho de Gibraltar, cuestión vital para permitir la comunicación marítima, sin ningún obstáculo, entre el Mediterráneo y el Atlántico. De todos modos no pudo ocupar la plaza de Gibraltar, pues le sobrevino la muerte, a consecuencia de la peste negra, cuando se encontraba en el cerco de aquella localidad (1350).
En otro orden de cosas Alfonso XI, monarca partidario del fortalecimiento de la autoridad regia, aprobó, en las Cortes de Alcalá de Henares del año 1348, el famoso «Ordenamiento» que lleva el nombre de aquella villa y que suponía la puesta en vigor de los principios romanistas contenidos en Las Partidas de Alfonso X el Sabio. En el preámbulo del «Ordenamiento» citado se aludía a la necesidad de garantizar el cumplimiento de la justicia, la cual es «muy alta virtud e la más complidera para el governamiento de los pueblos, porque por ella se mantienen todas las cosas en el estado que deven, la qual sennaladamente son tenudos los rreyes de guardar e de mantener». Con su aprobación se daban importantes pasos tanto en la unificación jurídica de los reinos como en el proceso de centralización del poder monárquico. En el ámbito internacional se mostró muy cauto. Tanto Francia como Inglaterra, enfrentadas en la guerra de los Cien Años, buscaron la alianza de Castilla. Alfonso XI, de todos modos, intentó una aproximación a los ingleses, sin duda para evitar que pusieran obstáculos a la exportación de lana castellana a Flandes.
2.2. Pedro I: conflictos exteriores y guerra civil.
A Alfonso XI le sucedió en el trono de Castilla y León su hijo Pedro I (1350-1369). Se trata de un monarca sumamente contradictorio, al que se le denomina habitualmente «el cruel», aunque sus defensores lo denominan «el justiciero». En sus primeros años de reinado, dada su juventud, la dirección de los asuntos políticos la llevó el poderoso magnate nobiliario Juan Alfonso de Alburquerque. En 1351 se reunieron las Cortes en Valladolid, ordenándose elaborar el denominado «Becerro de las behetrías», con la finalidad de conocer como se encontraba en aquellas fechas la mencionada institución. Pedro I, no obstante, dio muestras de gran autoritarismo, apoyándose ante todo en legistas y judíos y no volviendo a convocar las Cortes. Al mismo tiempo entró en pugna con el rey de Aragón Pedro IV. Aquella fue la llamada «guerra de los dos Pedros», iniciada en el año 1356. En dicha guerra el castellano llego a cercar, por tierra y por mar, en el año 1359, la ciudad de Barcelona, aunque sin éxito. Pese a todo en 1361 el castellano impuso al monarca aragonés Pedro IV el Ceremonioso la paz de Terrer. Unos años después, 1362-1363, Pedro I tuvo varios éxitos, logrando conquistar, entre otras plazas, Calatayud, Borja y Cariñena. La paz de Murviedro, firmada en 1363, consagraba el triunfo del monarca castellano. El gran sueño de Pedro I era, no obstante, la ciudad de Valencia. En 1365 volvió a la carga, consiguiendo ocupar la localidad de Murviedro. Pero la sublevación de su hermanastro Enrique de Trastámara le obligó a abandonar sus proyectos en tierras levantinas.
En efecto, el problema principal que hubo de afrontar Pedro I durante su reinado fue la rebelión de sus hermanastros, los hijos habidos de las relaciones amorosas mantenidas por el rey Alfonso XI con la hermosa dama Leonor de Guzmán. Al frente de los sublevados se colocó Enrique de Trastámara, el cual hizo un primer intento en el año 1360, pero fue detenido en tierras riojanas, cerca de Nájera. Ello no evito que Enrique de Trastámara prosiguiera sus preparativos para atacar, con garantías de éxito, a Pedro I. Sus iniciativas culminaron felizmente, logrando el concurso de Aragón y de Francia. En el año 1363 firmó con Pedro IV de Aragón el tratado de Binéfar, por el que recibiría ayuda del Ceremonioso a cambio de la entrega del reino de Murcia. De todos modos la gran baza de Enrique de Trastámara fue el apoyo franco. La corona francesa estaba muy molesta por la increíble actitud que había adoptado Pedro I de Castilla ante su esposa Blanca de Borbón, con la que se había casado en 1353, pero a la que abandono en la noche de bodas para marchar con su amante María Padilla. Así las cosas, Francia decidió enviar, en socorro del pretendiente al trono castellano, a las Compañías Blancas, soldados mercenarios a cuyo frente se encontraba el caudillo bretón Bertrand du Guesclin.
En la primavera del año 1366 Enrique de Trastámara, que había huido años atrás a Francia, invadió Castilla por Calahorra. Un documento emitido por su cancillería el día uno de abril afirmaba que su propósito era acabar con «aquel malo tirano enemigo de Dios e de la su santa Madre Eglesia». Asimismo acusaba a Pedro I de proteger descaradamente a los moros y los judíos. Unos días después, el cinco de abril, el bastardo entró en la ciudad de Burgos, proclamándose rey en el monasterio de las Huelgas. Pedro I huyó hacia Toledo, y de allí a Sevilla, terminando por escapar al sur de Francia. En septiembre de 1366 el rey de Castilla firmo en Libourne una alianza con el Príncipe Negro, el heredero de la corona inglesa, al que, a cambio de ayuda militar, le prometió la entrega del señorío de Vizcaya. A finales de enero de 1367 las tropas anglo-petristas entraron en suelo hispano. En los últimos días de marzo los dos ejércitos se encontraban, a escasa distancia, en el alto Ebro. El Príncipe de Gales y Enrique de Trastámara se intercambiaron duros mensajes. El heredero de la corona inglesa afirmaba que su objetivo era simplemente restablecer en el trono a un monarca legítimo. El príncipe bastardo, en su respuesta, después de aludir a los horrendos crímenes cometidos por Pedro I afirmaba que «Dios les avía enviado su misericordia para los librar del su señorío tan duro e tan peligroso como tenían… por tanto entendemos por estas cosas sobredichas que esto fue obra de Dios». Por fin, el día tres de abril, comenzó la pelea. El Príncipe Negro y sus gentes derrotaron sin paliativos a los trastamaristas en la batalla de Nájera. El príncipe bastardo logró escapar a duras penas, regresando a tierras francesas. Pero la posterior disolución de la alianza entre Pedro I y los ingleses favoreció a Enrique de Trastámara, el cual regreso a Castilla a finales de 1367. Progresivamente iba creciendo por toda la corona de Castilla el bando favorable al príncipe bastardo, en tanto que el petrista se desdibujaba. En el año 1368 el bastardo de Alfonso XI firmó en las afueras de Toledo, ciudad que estaba cercada por las tropas trastamaristas, un tratado de alianza con Francia. Por fin, en marzo de 1369, la guerra civil se resolvió a favor de Enrique de Trastámara, tras el alevoso asesinato en Montiel de Pedro I.
2.3. La revolución Trastámara: Enrique II.
Con Enrique II (1369-1379) se iniciaba en la corona de Castilla el gobierno de la dinastía Trastámara. Sus primeros pasos consistieron en apagar los focos que aún continuaban resistiendo a favor del fallecido monarca Pedro I, como los de Carmona y Zamora. A Enrique II, por otra parte, se le conoce como «el de las mercedes», debido a las numerosas concesiones, particularmente de señoríos, que hubo de efectuar a los nobles que le habían apoyado en la reciente guerra fratricida. No obstante ello no fue óbice para que el nuevo monarca intentara fortalecer el poder regio, lo que se plasmo, entre otros aspectos en la definitiva regulación de la institución de la Audiencia, tribunal supremo de justicia de sus reinos. Enrique II intento establecer la hegemonía de Castilla en el concierto de los reinos hispánicos. En un principio el panorama no era nada halagador. Las relaciones eran difíciles tanto con Portugal, que había acogido a grupos de petristas, como con Aragón, a quien Enrique II no había devuelto el reino de Murcia, e incluso con Navarra. Pero el Trastámara fue salvando los obstáculos. En el año 1373 impuso a los lusitanos la paz de Santarem. Dos años más tarde, en 1375, sellaba con Pedro IV el Ceremonioso el tratado de Almazán, en el que se acordó el matrimonio del heredero de Castilla, Juan, con una hija de Pedro IV el Ceremonioso, Leonor. Ni que decir tiene que el reino de Murcia continuaba formando parte de la corona de Castilla. Más complejas fueron las relaciones con Navarra. En el terreno de la política internacional Enrique II fue un fiel aliado de Francia, con quien había firmado, en 1368, el tratado de Toledo. Ello se tradujo, básicamente, en la intervención marítima castellana en la guerra de los Cien Años, contribuyendo a éxitos tan importantes como el logrado contra los ingleses en la batalla naval de La Rochela (1372). Un año después, en 1373, el almirante castellano Fernán Sánchez de Tovar saqueaba la isla inglesa de Wight. Nuevamente intervinieron los marinos castellanos, junto a los franceses, en saqueos a la costa sur de Inglaterra, en el año 1377.
2.4. Juan I y las pretensiones al trono portugués.
A Enrique II le sucedió su hijo Juan I (1379-1390). Con él se produjo la incorporación del señorío de Vizcaya, que había ostentado durante su etapa de infante heredero, a los dominios reales. Poco antes de la muerte de Enrique II se había producido una división en la Cristiandad, entre el pontífice de Roma y el de Avignon. Aquel acontecimiento se conoce como el Cisma de Occidente. La corona de Castilla, tras la reunión de eclesiásticos celebrada en Medina del Campo en el año 1380, decidió apoyar al papa aviñonense, el cual contaba asimismo con el amparo de los franceses. Pero el problema más serio del reinado de Juan I tuvo que ver con el vecino reino de Portugal. Ciertamente las relaciones entre Castilla y Portugal se habían deteriorado en los primeros años del reinado de Juan I. El monarca portugués, temeroso de los castellanos, estrechó su alianza con el duque de Lancaster, que se había casado con una hija de Pedro I de Castilla, Constanza. Juan I tomo la iniciativa, venciendo a los lusitanos en la batalla naval de Saltes (1381). Los portugueses tuvieron que firmar la paz de Elvas (1382), en donde se concertó la boda del monarca castellano, viudo de su primera esposa, Leonor de Aragón, con la infanta portuguesa Beatriz, hija del rey lusitano.
Al quedar vacante, en el año 1383, el trono portugués, Juan I de Castilla intentó hacer valer los derechos de su esposa a la corona lusitana. Mas aquella intervención motivó la formación en Portugal de un bando anticastellanista, dirigido por el maestre de Avis, Joao, y apoyado por los ingleses. El apoyo prestado al rey de Castilla por la alta nobleza lusitana no pudo contrarrestar la pujanza de aquel bloque. Los castellanos lanzaron una ofensiva, llegando a poner cerco a la ciudad de Lisboa (1384). Pero pronto cambió el rumbo de la guerra. El maestre de Avis fue designado rey de Portugal en abril del año 1385. Un mes más tarde las tropas castellanas fueron derrotadas en Troncoso. No obstante la definitiva catástrofe para Juan I de Castilla fue la batalla de Aljubarrota, que tuvo lugar en agosto de 1385. Aquel hecho de armas echó por tierras las aspiraciones castellanas al trono portugués. Es más, al año siguiente el duque de Lancaster invadió Galicia. Su pretensión era conquistar el reino de Castilla, cuyo trono reivindicaba. No obstante aquella intentona militar terminó fracasando, en particular después de la heroica resistencia popular que tuvo lugar en la localidad leonesa de Valderas. Al final se logró un acuerdo entre Juan I de Castilla y el duque de Lancaster (Bayona, 1388). En él se establecía el matrimonio del heredero de Castilla, el infante Enrique, con una hija del noble inglés, Catalina. En otro orden de cosas el reinado de Juan I está indisociablemente ligado a reformas tan importantes como la relativa al Consejo Real. Su reinado, asimismo, fue testigo de la fuerza alcanzada por la institución de las Cortes.
2.5. Las facciones aristocráticas durante el reinado de Enrique III.
El acceso al trono de Enrique III (1390-1406) suscitó, una vez, la constitución de una regencia, tras el acuerdo tomado en las Cortes de Madrid de 1391. Pero en aquella ocasión hubo grandes disputas en la corte, pese a la enérgica actuación del arzobispo de Toledo, Pedro Tenorio. Aquel clima de vacío de poder fue aprovechado por los sectores antijudíos para lanzar una violenta ofensiva en Sevilla, en junio del año 1391. Seguía, por otra parte, la pugna entre los denominados «epígonos Trastámaras», alusión a miembros de la familia real que pretendían ostentar destacados puestos de mando, y la llamada «nobleza de servicio», integrada por los linajes nobiliarios que habían dado su apoyo inequívoco a la dinastía Trastámara. Los «epígonos Trastámaras» fueron borrados del mapa, sobre todo después de la derrota de Alfonso Enríquez, conde de Noreña. Los hombres claves de la «nobleza de servicio» que apoyaron a Enrique III fueron Juan Hurtado de Mendoza, su mayordomo, Diego López de Estúñiga, justicia mayor y Ruy López Dávalos, condestable.
Desde la perspectiva internacional el reinado de Enrique III coincidió con una época de paz en la guerra de los Cien Años. Castilla seguía siendo aliada de Francia, pero el matrimonio del monarca caste-llano con Catalina de Lancaster supuso un acercamiento a Inglaterra. Hubo, no obstante, algunos conflictos fronterizos entre Castilla y Portugal. Por otra parte crecía la piratería en el Atlántico, destacando entre los corsarios el inglés Harry Pay. Asimismo por aquellos años comenzó su actividad como marino el castellano Pero Niño, personaje que llegaría a alcanzar gran fama. Un acontecimiento singular del reinado de Enrique III fue el envío de una embajada a Tamerlán, rey de los tártaros, con la finalidad de conseguir su alianza contra los turcos, que proseguían su avance por el Mediterráneo. De aquella embajada no salió ningún proyecto político, pero queda un hermoso texto literario, escrito por Ruy González de Clavijo, uno de sus protagonistas. No es posible dejar en el olvido el apoyo que dio Enrique III a las campañas llevadas a cabo en las islas Canarias por el aventurero francos Jean de Bethancourt. Aquel fue el punto de partida de la presencia castellana en las islas afortunadas.
2.6. Juan II, Álvaro de Luna y los infantes de Aragón.
Un nuevo niño accedió a la corona de Castilla en 1406. Nos referimos, en esta ocasión, a Juan II (1406-1454). De su regencia se encargaron su madre, Catalina de Lancaster, y su tío, Fernando. Este úl-timo, al que terminará llamándosele el de Antequera, por la brillante campaña militar desarrollada en esa ciudad andaluza en el año 1410, se convirtió en rey de Aragón en 1412, tras el compromiso de Caspe. Fernando de Antequera, no obstante, dejaba en Castilla a varios de sus hijos, sólidamente instalados, Juan, duque de Peñafiel, Enrique, maestre de la Orden Militar de Santiago y Sancho, maestre de la Orden Militar de Alcántara. Paralelamente fue ascendiendo la figura de Álvaro de Luna, un personaje de origen aragonés, que terminó por convertirse en favorito del monarca castellano Juan II. Según se dice en la «Crónica del Halconero de Juan II, Pedro Carrillo de Huete» «este condestable don Álvaro de Luna alcançó tanto en Castilla, que no se falla por crónicas que hombre tanto alcanzase, ny tan gran poderío toviese, ni tanto amado fuese de su Rey como él hera». De todas formas Álvaro de Luna se mostró, desde el primer momento, como un encendido partidario del fortalecimiento del poder regio. Así las cosas la corona de Castilla fue escenario de una pugna entre el bando monárquico, capitaneado por Álvaro de Luna, y los denominados «infantes de Aragón», es decir los hijos de Fernando de Antequera. La nobleza castellana osciló, situándose unos en el bando realista, otros en el de los «infantes de Aragón».
El conflicto tuvo diversas alternativas. En un principio los realistas salieron vencedores, presentando aquella pugna como un enfrentamiento entre reinos, Castilla por una parte, Aragón por otra. Esa línea de actuación quedo plasmada en las treguas de Majano, del año 1430, impuestas al rey de Aragón Alfonso V, hermano de los «infantes». El favorito de Juan II había logrado eliminar de la escena castellana a los infantes de Aragón. Poco después Álvaro de Luna, al que se le había concedido el maestrazgo de la Orden Militar de Santiago, obtenía sobre los nazaríes la victoria de La Higueruela (1431), con la que trataba de emular el éxito del que fuera regente en Castilla, Fernando, en la plaza de Antequera. Pero un importante sector de la nobleza se mostraba cansado de lo que juzgaban tiranía de Álvaro de Luna, a quien consiguieron desterrar en el año 1439. Paralelamente los infantes de Aragón regresaron a tierras castellanas, poniéndose al frente de los nobles hostiles a Álvaro de Luna. No obstante el bando realista, en el que se hallaba nuevamente Álvaro de Luna, que había retornado del destierro, y al que apoyaban las milicias reales, así como algunos nobles adictos, entre ellos los Mendoza, venció en toda regla a sus rivales en la batalla de Olmedo (1445). Era el triunfo del poder real, y con él del favorito del monarca castellano, Álvaro de Luna. Inmediatamente se procedió al reparto de los despojos de los infantes. Álvaro de Luna recibió el condado de Alburquerque y Juan Pacheco, el hombre de confianza del príncipe heredero Enrique, el marquesado de Villena, en tanto que Iñigo López de Mendoza, un defensor de la causa real, fue nombrado marqués de Santillana. La sorpresa fue, sin embargo, que a raíz de aquel éxito comenzó a declinar Álvaro de Luna, el cual termino siendo ejecutado, por orden del rey, en la villa de Valladolid (1453). Álvaro de Luna había sido el precursor de la figura del «valido», que tanto predicamento alcanzaría en la España de los Austrias. Un año más tarde moría el que había sido su gran protector, Juan II de Castilla.
2.7. La crisis de la monarquía y el problema sucesorio: Enrique IV.
A Juan II le sucedió su hijo Enrique IV (1454-1474). Se trata de un personaje controvertido, rodeado de muy mala fama, al que se le conoce como «el impotente». Gregorio Marañón, que hizo un estudio clínico del citado monarca, lo definió como «displásico eunucoide, con tendencias homosexuales, exhibicionista y con impotencia relativa.» Enrique IV, no obstante, comenzó su reinado con buenos augurios. Por de pronto puso en marcha una guerra de desgaste contra los granadinos, la cual no gustaba nada a la nobleza, deseosa de librar grandes batallas campales. Asimismo ordenó, en las Cortes de Toledo de 1462, que se reservara un tercio de la lana que se obtenía en la corona de Castilla para la producción textil de sus reinos, lo que molestó a los grandes propietarios de rebaños, que exportaban la lana a Flandes. En cualquier caso la buena imagen de Enrique IV motivó que los catalanes, rebeldes contra su rey Juan II (el antiguo «infante de Aragón» Juan), le ofrecieran, en el año 1462, el Principado. Enrique IV acepto, en principio, aquella propuesta, pero la actitud hostil mostrada por un sector de la alta nobleza y la habilidosa intervención del monarca francés Luís XI condujeron al monarca castellano a renunciar a la aventura catalana, lo que se plasmo en la sentencia arbitral de Bayona, que data del año 1463.
Mientras tanto crecía la oposición de importantes sectores de la nobleza, los cuales terminaron por deponer a Enrique IV en una ceremonia burlesca, conocida como la «farsa de Ávila», que tuvo lugar en el mes de junio del año 1465. El acto tuvo lugar en las afueras de la ciudad de Ávila, en donde los nobles rebeldes habían colocado en una silla un muñeco, que decían representar a Enrique IV. El muñeco, vestido de luto, tenía una corona, un estoque y un bastón. Los protagonistas de aquella «farsa», entre quienes se hallaban el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, y el que fuera favorito, años atrás, de Enrique IV, Juan Pacheco, así como los condes de Plasencia y Benavente y Diego López de Estúñiga, fueron despojando al muñeco de sus atributos, hasta que, finalmente, lo derribaron de la silla. En su lugar los nobles levantiscos proclamaron rey de Castilla a su joven hermano Alfonso, el cual no pasaba de ser un juguete en sus manos. No obstante Enrique IV, que contaba con el apoyo de las ciudades, constituidas en una Hermandad General, venció a los rebeldes, en una nueva batalla que tuvo lugar en la villa de Olmedo (1467). Pero Enrique IV, indeciso como siempre, no fue capaz de sacar partido de aquel triunfo. Sin embargo al año siguiente, 1468, cambió el panorama, debido a la muerte, víctima de la peste, del príncipe Alfonso.
¿Quién sería el sucesor de Enrique IV en la corona de Castilla? El monarca había tenido, de su segunda esposa, Juana de Portugal, una hija, también llamada Juana. Pero las malas lenguas atribuían la paternidad de aquella niña al nuevo favorito de Enrique IV, Beltrán de la Cueva, que había sustituido a Juan Pacheco. De ese personaje viene el despectivo término de Juana la Beltraneja, con que habitualmente se conoce a esa infanta. En el Pacto de los Toros de Guisando, firmado en 1468, Enrique IV admitía la sucesión de su hermana Isabel, lo que suponía dejar a un lado los posibles derechos de su hija Juana. Pero el matrimonio de Isabel con el príncipe aragonés Fernando, llevado a cabo en octubre de 1469 en Valladolid sin la previa autorización real, motivó la reacción de Enrique IV, el cual, en 1470, declaro nulo el Pacto de los Toros de Guisando y proclamó heredera a su hija Juana. Los últimos años de la vida de Enrique IV ofrecen un panorama un tanto caótico. La nobleza estaba dividida. Por su parte el matrimonio de Isabel con el aragonés Fernando parecía un retorno a la época de los «infantes» de Aragón. En cualquier caso la imagen de Isabel y Fernando lucía cada día con mayor fuerza, a lo que contribuyó la concesión pontificia, en 1471, de la bula de dispensa para matrimonio, documento que había faltado cuando se casaron en 1469 en Valladolid. Pero Enrique IV, una vez más indeciso, no aceptó las cláusulas de Guisando. Así las cosas, cuando murió Enrique IV en el año 1474, la situación en la corona de Castilla, en particular por lo que respecta al problema de la sucesión al trono, era de gran confusión. Ciertamente su hermana Isabel se proclamó reina de Castilla, pero ello no evitó que estallara una guerra de sucesión.
3. La evolución social y los movimientos populares.
3.1. La expansión nobiliaria: concesiones regias, mayorazgo y renovación de los linajes.
La nota más destacada de la sociedad de la corona de Castilla de fines del Medievo es, sin duda, la formidable expansión señorial. Claudio Sánchez Albornoz habló de la «ventosa señorial» para referirse a las cuantiosas mercedes otorgadas por Enrique II y sus sucesores a los grandes linajes nobiliarios de sus reinos. Ahora bien, no solo crecieron de forma espectacular los señoríos de la nobleza laica, sino que, gracias a la institución del mayorazgo, definitivamente establecido a finales del siglo XIV, los dominios territoriales se transmitan a los herederos indivisos.
A la cabeza de la nobleza se encontraban los ricos hombres, en los cuales se aunaban el abolengo, es decir la posesión de unas raíces caballerescas lejanas, la privanza, o sea el ejercicio de cargos en la corte y el patrimonio, o lo que es lo mismo la posesión de importantes riquezas. Ciertamente algunos grandes linajes del pasado se habían esfumado, como los Lara o los Castro. Pero en cambio ascendieron a la ricahombría otros linajes nobiliarios, sobre todo gracias al apoyo prestado a los Trastámaras. Paralelamente numerosas villas de larga tradición realenga, famosas algunas por los fueros que habían recibido en su momento, fueron donadas a magnates de la nobleza. Tal fue el caso, entre otras, de Benavente, Medina de Rioseco, Cuéllar o Paredes de Nava. He aquí algunos de los grandes linajes nobiliarios de la Castilla de fines del Medievo: los Velasco, los Enríquez o los Manrique, en tierras de Castilla la Vieja; los Pimentel o los Quiñones en el reino de León; los Estúñiga en el ámbito de la actual Extremadura; los Mendoza en la Meseta sur; los Guzmán, los Ponce de León o los Fernández de Córdoba en Andalucía; los Fajardo en Murcia; los Osorio o los Andrade en Galicia. Un ejemplo paradigmático de esta nueva nobleza nos lo ofrecen los Mendoza. Su origen se hallaba en tierras alavesas. En un principio constituían una familia nobiliaria de segunda fila. Pero fue después del triunfo de Enrique II cuando este linaje, con la figura de Pedro González de Mendoza a la cabeza, ascendió hasta las más altas escalas sociales. Los Mendoza se instalaron sólidamente en las tierras del Sistema Central (Buitrago, Somosierra, Colmenares, Real de Manzanares), aunque también tenían posesiones en Cantabria. Posteriormente se proyectaron hacia la zona de Guadalajara. La culminación de esta brillante carrera se alcanzó a mediados del siglo XV, cuando Iñigo López de Mendoza recibió los títulos de marqués de Santillana y conde del Real de Manzanares.
3.2. La alta nobleza y la formación de los estados señoriales.
La alta nobleza poseía grandes dominios territoriales, en los que ejercía atribuciones de muy diversa naturaleza, los señoríos. Como lo definiera en su día Alfonso Guilarte el señorío equivalía a un «traspaso de competencias que la Corona opera a favor del señor de vasallos». Los señoríos, no obstante, evolucionaron en el transcurso de la Edad Media. El rasgo que los caracteriza en los siglos XIV y XV es la confluencia de los dos elementos que lo integraban, el solariego y el jurisdiccional, o lo que es lo mismo el «señorío pleno», según la expresión acuñada por el profesor Moxó. Por su parte Carlos Estepa sostiene que el «señorío jurisdiccional», cuyo desenvolvimiento preferente tuvo lugar en los últimos siglos de la Edad Media, es «una expresión concreta y más desarrollada del dominio señorial». El señorío en definitiva, era una plataforma de riqueza y de poder. Los señores, aparte de percibir rentas muy variadas, ejercían atribuciones de muy diversa índole, desde las judiciales hasta las económicas, pasando por las militares o las administrativas. Para poner en marcha esas funciones se requería un cierto aparato de estado, el cual reproducía, aunque lógicamente a una escala mucho menor, el de la corte regia. De ahí que los señores contaran con un amplio elenco de servidores, entre los cuales había jueces, merinos, alcaldes y escribanos.
Veamos un ejemplo concreto de estado señorial, el que constituyó, a mediados del siglo XV, Gutierre de Sotomayor, maestre de Alcántara, a partir de la donación regia de las villas de Gahete e Hinojosa. Este señorío fue estudiado a fondo por el profesor Cabrera. Al conjunto se le conoce como el condado de Belalcázar, nombre que sustituyó al inicial de Gahete. El citado Gutierre de Sotomayor recibió, un año más tarde, la villa de Puebla de Alcocer. De ahí que el estado señorial que comentamos estuviera formado por dos núcleos, el de Gahete e Hinojosa, en tierras cordobesas, y el de Puebla, en el área toledana. El señorío mencionado, obviamente, fue convertido en mayorazgo, lo que permitió la transmisión íntegra a los descendientes. El conjunto abarcaba unos 3.200 km. cuadrados, de los cuales más de 2.000 correspondían a la zona meridional. Para la defensa del señorío se erigieron diversas fortalezas, de las cuales la principal era la de Gahete o Belalcázar. Asimismo contaba el conde, entre otros oficiales, con un alcalde mayor y un juez corregidor. Desde el punto de vista económico los ingresos del señorío que comentamos eran muy variados, pero el núcleo esencial de los mismos provenía del arriendo de las dehesas, consecuencia de la riqueza de pastos que había en el. Simplemente el arriendo de las dehesas para los pastos de invernadero supuso, en el año 1454, más de 3.500.000 maravedíes para la hacienda condal.
3.3. Aristócratas de segunda fila, hidalgos y caballeros villanos.
Por debajo de los ricos hombres había, asimismo, diversos sectores nobiliarios. Se trataba, por lo general, de caballeros, que ostentaban posesiones territoriales de rango medio y que ejercían la jurisdicción sobre un reducido número de vasallos. Veamos el patrimonio de un noble de segunda fila, Alonso Martínez de Olivera, personaje de la primera mitad del siglo XIV. Los datos proceden del testamento de dicho personaje, investigado por el hispanista francés Jean Gautier Dalché. Alonso Martínez tenía propiedades repartidas entre las localidades de Palencia, Villamuriel, Grijota y Esguevillas, así como los lugares de Baños y Revilla de Campos. Con ese conjunto de bienes instituyó un mayorazgo. Asimismo percibía rentas y censos diversos, más un libramiento de la hacienda regia de 50.000 maravedíes anuales y la ratificación estipulada por el ejercicio del cargo de comendador mayor de la Orden de Santiago en la tierra de León. Un ejemplo significativo de linajes de ámbito local nos lo ofrecen las familias de los Tejada y los Enríquez, ambas instaladas en Salamanca a la vez que enfrentadas, pues pertenecían a bandos opuestos. El escalón inferior de la nobleza lo ocupaban los hidalgos, muy cerca de los cuales se situaban los caballeros villanos. Estas gentes solían ser, por lo general, las que controlaban los gobiernos municipales de menor rango.
3.4. Las elites concejiles: hombres de negocios y nobleza ciudadana.
Al margen del estamento caballeresco había ido ascendiendo un sector, integrado por gentes asentadas en los núcleos urbanos, que suele presentarse como la burguesía, pese a lo equivoco del concepto. Se trataba de individuos que habían amasado importantes fortunas, ya fuera a través de la práctica del comercio o de las finanzas. En ese grupo se incluían, por ejemplo, los denominados «señores de los paños», auténticos mercaderes empresarios, pero también la mayoría de los cambistas. Gentes como los Encinas, que eran grandes mercaderes, o los Verdesoto, cambistas, unos y otros vecinos de la villa de Valladolid en la decimoquinta centuria, ofrecen un ejemplo óptimo de esa burguesía en auge. No obstante la ciudad que mejor simbolizaba el ascenso de ese sector social era Burgos. Ahora bien los grandes hombres de negocios de la ciudad del Arlanzón habían entroncado con la caballería local, constituyendo un grupo que responde a las mil maravillas al concepto, antes mencionado, de los «caballeros patricios». A ese sector pertenecían, entre otras, familias como los Guiralte, los Santo Domingo, los Frías, los Prestines, los Maté o los Camargo, todas las cuales pertenecían, en los inicios del siglo XV, a la cofradía de Nuestra Señora de Gamonal. De todos modos un ejemplo paradigmático de la conjunción entre el poder económico y el prestigio caballeresco nos lo ofrece la familia burgalesa de los Alonso de Burgos-Maluenda, estudiada minuciosamente por el profesor Casado. Al fin y al cabo el ideal de los burgueses de la Castilla del siglo XV no era otro sino imitar el estilo de vida de la nobleza, lo que explica que invirtieran buena parte de sus riquezas en la compra de tierras al tiempo que buscaban ansiosamente la posesión de un titulo. No tiene por ello nada de extrajo la afirmación hecha por el profesor Basas de que los grandes comerciantes burgaleses de finales de la Edad Media y comienzos de la Moderna eran de origen hidalgo, de solar conocido y de notoria limpieza de sangre. Ahí se pone de relieve, con toda claridad, la perfecta amalgama que existía entre la nobleza ciudadana y la burguesía en ascenso.
3.5. El común: perfiles campesinos y clases populares urbanas.
En el extremo contrario de la sociedad se hallaban aquéllos a los que las fuentes de la época denominan el «común» o, sencillamente «la gente menuda». Eran los pecheros, por cuanto pagaban pechos o tributos, pero al mismo tiempo los peones, pues si intervenían en combates militares lo hacían a pie. Dentro de este sector, sin duda el más amplio cuantitativamente, hay que diferenciar a los campesinos de los habitantes de las ciudades. El mundo de los labriegos era variopinto pues abarcaba desde los llamados campesinos «hacendados» hasta los puros y simples jornaleros, pasando por el sector, sin duda mayoritario, de los que trabajaban predios ajenos, es decir los denominados solariegos. Las diferencias entre los campesinos llegaban, incluso, a la posesión o no de animales de labor. Muy significativo es, a este respecto, lo que se dice en el «Becerro de las behetrías», a propósito del lugar de Castellanos, en la merindad de Carrión: «E1 que tiene ganado que faze una serna a su señor e el que non tiene que le sirve con su cuerpo». Hay que señalar, por otra parte, que, en los últimos siglos de la Edad Media, los campesinos que vivían en los lugares de behetría prácticamente habían terminado identificados con los solariegos. En verdad se conocen mal las condiciones reales de existencia de los campesinos de la Castilla bajo medieval, pues las fuentes de la época son muy parcas sobre esos aspectos. Si sabemos, en cambio, que la opinión de los poderosos hacia los labriegos era, en cierto modo, un tanto despectiva. El magnate nobiliario y escritor don Juan Manuel, que vivió en la primera mitad del siglo XIV, llego a afirmar que las posibilidades de condenación eterna de los «laboratores» eran muy grandes, pues «muchos destos son menguados de entendimiento… (por lo cual)… son sus estados muy peligrosos para salvamento de las almas». Eso significaba que al labriego no le quedaba ni siquiera el consuelo de la salvación eterna.
Por lo que se refiere al sector popular de los núcleos urbanos había, también, diferencias, tanto profesionales (artesanos, pequeños mercaderes, hortelanos, pescadores en las ciudades del litoral, etc.) como económicas. Todo parece indicar, sin embargo, que la depresión del siglo XIV resulto beneficiosa para este sector, pues al descender la mano de obra, por causa de las mortandades, aumentaron los salarios. Pero el rasgo común de todos ellos era su progresivo alejamiento de los órganos de gobierno local, dominados por las respectivas oligarquías. Por otra parte factores como la enfermedad, la vejez o una coyuntura particularmente desfavorable podían conducir a los menestrales y jornaleros al mundo de los mendigos. En el terreno de la vida cotidiana se suele identificar a estos sectores populares con la taberna y el juego. Si centramos nuestra atención en el mundo de las creencias parece razonable admitir que la gente menuda de las ciudades estaba muy próxima a la superstición.
De lo señalado cabe sacar la conclusión de que la dicotomía social, en la Castilla de finales de la Edad Media, era sumamente nítida, lo mismo en el campo, en donde funcionaba el dúo señores-campesinos, que en la ciudad, que tenía por protagonistas en un extremo a los llamados con frecuencia «principales» y en el otro al pueblo.
3.6. Pobreza, marginación y minorías religiosas.
En la Castilla bajomedieval había, por otra parte, un sector importante de menesterosos, que se calcula entre el 10 y el 15 % del total de la población. En él figuraban desde los ancianos sin recursos y las viudas desamparadas hasta los que una enfermedad había colocado bajo el umbral de la pobreza o los simples vagabundos. Es cierto, no obstante, que en los siglos XIV y XV se erigieron numerosos hospitales, cuya finalidad esencial era atender a los desamparados. De naturaleza diferente, aunque sin duda incluidos en el ámbito de la marginalidad, se encontraban los esclavos. Podía tratarse de prisioneros de guerra, pero también hay que tener en cuenta la llegada progresiva de esclavos de tierras africanas o de las islas Canarias. La principal dedicación de los esclavos de la Castilla bajomedieval era, sin duda, el trabajo doméstico.
Por último hay que recordar la presencia, en los reinos de Castilla y León, de las minorías no cristianas, es decir los judíos y los mudéjares. La hostilidad de los cristianos contra los hebreos fue en aumento, desembocando en los trágicos sucesos de 1391. Muchos judíos se convirtieron al cristianismo, lo que dio paso a la aparición de un nuevo problema, el de los converses o cristianos nuevos. De todos modos tanto los judíos como los conversos siguieron desempeñando ante todo funciones relacionadas con la artesanía y el comercio, aparte de profesiones más especializadas, como la medicina. Los mudéjares constituían una minoría de menor peso social y económico, aunque también les afectó la creciente animadversión de los cristianos.
3.7. La conflictividad social: sublevaciones antiseñoriales e Irmandiños.
La formidable expansión señorial de la corona de Castilla en los siglos XIV y XV motivó, como era lógico, una reacción antiseñorial. Con frecuencia se trataba de casos aislados, como la reacción de los vecinos de Paredes de Nava, en el año 1371, contra su señor, Felipe de Castro, al que dieron muerte después de haberse negado a satisfacer un impuesto que aquel les exigía, o la de los vecinos de Agreda, en 1395, que ofrecieron resistencia armada a la entrada en la villa del noble Diego Hurtado de Mendoza, que había recibido aquel lugar como merced por parte del monarca Enrique III. Muy significativa fue, asimismo, la protesta presentada en el año 1400, a Enrique III de Castilla, por parte del concejo de Benavente, que se quejaba de los numerosos abusos que cometía el señor de la villa, Juan Alfonso Pimentel, y los miembros de su corte. En esta ocasión no hubo violencia, pues la protesta consistió en la presentación al monarca de un memorial de agravios, en el que pasaban revista a las tropelías de su señor, que iban desde exigir tributos excesivos hasta ignorar los fueros y costumbres de la villa o imponer monopolios inadmisibles. Un párrafo del citado memorial decía, con gran expresividad, refiriéndose a los vasallos de Juan Alfonso Pimentel, que «pocas más fuerzas les podrían facer en tierra de moros». De todos modos el concejo de Benavente aceptaba a su señor, puesto que la donación la había recibido del rey de Castilla, pero pedía que el señor de Benavente «usase de sus derechos e non más».
Unos años más tarde, en 1408, los vecinos de la localidad asturiana de Llanera se sublevaron contra su señor, el obispo de Oviedo. El motivo de la revuelta fue la práctica, por parte del señor, de un auténtico «mal uso», toda vez que requería un tributo de un hidalgo, que estaba exento del mismo. Los vecinos del lugar, tanto hidalgos como pecheros, hicieron causa común con la víctima. El obispo acudió a la utilización, como arma disuasoria contra los vasallos que se habían rebelado, de la excomunión. El asunto se resolvió cuatro años después, tras producirse el cambio del prelado de la diócesis. Casi por los mismos años se registraron conflictos sociales en el valle de Buelna, territorio que dependía de la colegiata de Covarrubias. En el año 1413 algunos vecinos del mencionado valle, que hasta entonces habían sido solariegos del abad y cabildo de Covarrubias, decidieron cambiar de señor, convirtiéndose en vasallos de doña Leonor de la Vega, madre de Iñigo López de Mendoza.
Pero hubo también reacciones antiseñoriales de más amplio alcance. Tales fueron, por ejemplo, las sublevaciones populares que estallaron en Galicia en el transcurso del siglo XV. La primera, que data del año 1431, tuvo lugar en las tierras del noble gallego Nuño Freire de Andrade, que era señor de las villas de Ferrol, Villalba y Puentedeume. Los vecinos de esas villas formaron una Hermandad, a la que se sumaron gentes del «común» de los obispados de Lugo y Mondoñedo y a cuyo frente se hallaba un hidalgo, Ruy Sordo. Los rebeldes, no obstante, terminaron por ser derrotados, gracias al concurso del poder real, y en concreto del corregidor García de Hoyos. La segunda, mas importante, estallo en el año 1467, después de constituirse una Hermandad General, que integraba a los sectores populares del campo y de la ciudad, pero de la que también formaban parte algunos nobles, como Alonso de Lanzós, Pedro de Osorio y Diego de Lemos. Según la opinión transmitida por el noble vizcaíno Lope García de Salazar, en su obra Bienandanzas e Fortunas, la Hermandad citada estaba formada «así de Labradores como de Fijosdalgo, contra todos los Cavalleros e Señores de Galisia». Se trata de la denominada «segunda guerra irmandiña». Los rebeldes, cuyo número llegó a ascender a cerca de las 80.000 personas, demostraron tener un alto grado de organización, a base de cuadrillas. Los «irmandiños», por lo demás, destruyeron gran número de fortalezas (se ha hablado nada menos que de 130) de la nobleza laica. Pero a la postre la sublevación fue sofocada en el año 1469, en parte debido a la ayuda que recibieron los grandes señores de Galicia de los magnates de otros territorios, pero también por las grietas que se produjeron en el seno de la propia Hermandad entre los hidalgos y los villanos. El antes citado Lope García de Salazar señala, muy expresivamente, que los hidalgos gallegos que se habían sumado al movimiento irmandiño «acatando la antigua enemistad que fue e sería entre fijosdalgos e villanos, juntándose con los dichos señores, dieron con los dichos villanos en el suelo, faziéndoles pagar todos los daños, e faziéndoles faser todas las dichas fortalezas mejores que de primero».
3.8. Frente a judíos y conversos.
La hostilidad contra los judíos tenía, lógicamente, fundamentos religiosos, por cuanto a los hebreos se les denominaba «deicidas», o lo que es lo mismo se les acusaba de haber dado muerte a Jesucristo. Pero también entraron en esa hostilidad connotaciones sociales, debido a que el pueblo común recelaba de aquella minoría, a una parte de la cual veía encumbrada, al tiempo que eran por lo general los judíos los que participaban en la percepción de los tributos o en el préstamo de dinero. La actitud antijudía mostrada por Enrique de Trastámara, durante la guerra que le enfrento con su hermano, el monarca Pedro I de Castilla, contribuyó a alentar el odio popular a la comunidad hebrea. Esa animadversión del común hacia los miembros de la comunidad hebrea la reflejo de forma espléndida Pedro López de Ayala en algunos pasajes de su Rimado de Palacio.
Si a eso sumamos las prédicas incendiarias lanzadas durante varios años, en tierras sevillanas, por el eclesiástico Ferrán Martínez, arcediano de Écija, entenderemos lo que sucedió en 1391. El citado clérigo había sido duramente criticado tanto por el arzobispo de Sevilla Pedro Gómez Barroso, como por los monarcas castellanos. Muy significativo es, a este respecto, lo que dijo Juan I a Ferrán Martínez en el año 1383. Después de exigirle que no continuara con esas predicaciones, que podían conducir a sucesos graves, le indicaba «que sy buen cristiano queredes ser que lo seades en vuestra casa». Ahora bien, aprovechando el vacío de poder existente en la corona de Castilla, debido a la minoridad de Enrique III y a las disputas para organizar su regencia, pero a la vez valiéndose de la vacante producida en el arzobispado de Sevilla, los seguidores del mencionado Ferrán Martínez se lanzaron, en la ciudad de la Giralda, en junio del año 1391, contra los judíos. Los atacantes planteaban el dilema de la conversión al cristianismo o la muerte. La violencia se propagó rápidamente por el valle del Guadalquivir, prosiguiendo luego por tierras de la Meseta. Incluso se proyectó la violencia antijudaica a la Corona de Aragón. Es verdad que las autoridades procuraron poner remedio a aquellos ataques, pero el mal estaba hecho. Aquellos acontecimientos provocaron una riada de conversiones.
Ahora bien, poco a poco se fue creando, entre los cristianos viejos, un clima de hostilidad hacia los recién convertidos, en los que veían a simples judíos disfrazados. Es más, los conversos, cristianos nuevos o «marranos», no sólo seguían practicando los mismos oficios que en su época de judíos sino que ahora tenían nuevas puertas abiertas, como el acceso a los cargos de gobierno en los concejos o la conexión con los sectores caballerescos. Ese clima anticonverso estalló, con gran violencia, en la ciudad de Toledo en el año 1449. Todo comenzó por la protesta popular al pago de un tributo, cuyo recaudador era Alonso de Cota, un converso. Las principales familias de los cristianos viejos, dirigidas por Pero Sarmiento, aprovecharon la ocasión para intentar apartar a los cristianos nuevos de cualquier puesto de gobierno. Esos propósitos fueron recogidos en la denominada «Sentencia Estatuto» de Pero Sarmiento, que rezumaba un odio tremendo contra los cristianos nuevos. Los conversos, se decía en ese texto, «han feito, oprimido, robado e astragado todas las mas de las casas antiguas e faciendas de los christianos viejos de esta cibdad (Toledo) e su tierra e jurisdicción, e todos los reinos de Castilla».
Casi al mismo tiempo surgieron escritos panfletarios contra los conversos, como el del bachiller Marcos García de Mora, en el que se detecta un inequívoco espíritu racista, por ejemplo cuando dice que los cristianos nuevos «eran e son de ruin linaxe». La revuelta de Toledo pudo ser finalmente sofocada. Pero la hostilidad anticonversa no cesaba. En el año 1459 vio la luz una obra del franciscano Alonso de Espina, titulada Fortalitium fidei, auténtico panfleto contra los conversos, a los que no diferenciaba de los judíos. Unos años más tarde, en 1473, resurgió la violencia contra los cristianos nuevos, esta vez en el valle del Guadalquivir. Córdoba fue una de las ciudades más castigadas por aquellos sucesos. Recordemos lo que afirmaba el cronista Mosén Diego de Valera: «Por todas las calles de la ciudad se comenzó gran pelea entre los christianos viejos e nuevos… e casi todas las casas de los conversos… fueron quemadas e puestas a robo».
4. El fortalecimiento de los instrumentos del poder: hacia el estado moderno.
4.1. Los fundamentos ideológicos del autoritarismo regio.
Un rasgo indiscutible de la organización política de la corona de Castilla en los siglos XIV y XV fue el fortalecimiento de la autoridad regia. La mayor parte de los tratadistas de la época se muestran partidarios del autoritarismo regio. El rey, según la opinión de Rodrigo Sánchez de Arévalo, era nada menos que «una ymagen de Dios en la tierra». Por otra parte abundan los textos del siglo XV, tanto del reinado de Juan II como del de Enrique IV, que aluden al «poderío real absoluto», como ha puesto de manifiesto el profesor Jose Manuel Nieto Soria. Recordemos un texto de tiempos de Enrique IV en el que se dice expresamente, puesto en boca del rey de Castilla, lo siguiente: «e yo de mi propio motu é ciencia cierta é poderío real absoluto de que en esta parte quiero usar é uso como Rey e soberano Señor, no reconociente superior en lo temporal…». En la reunión de Cortes que tuvo lugar en las afueras de la villa de Olmedo en el año 1445, poco antes de la batalla con los infantes de Aragón, se puso de manifiesto que el poder del rey, por supuesto de origen divino, era tan excelso que nadie debía resistirse a su mandato, «por que los que al rrey rresisten son vistos querer rresistir a la ordenança de Dios». Ahora bien, el monarca no podía actuar de forma arbitraria. El ejercicio de la función regia exigía, como mínimo, garantizar el cumplimiento estricto de la justicia, respetar las leyes del reino y no cometer abusos de ningún tipo contra los súbditos. Cuando eran jóvenes infantes se preparaba a los reyes para las tareas que iban a desempeñar en el futuro. La obra fundamental escrita con esa finalidad fue la conocida como De Regimine Principum, de la que era autor el tratadista Egidio Romano. La versión castellana de dicha obra, llevada a cabo por Juan de Castrogeriz con el titulo Glosa castellana al Regimiento de Príncipes, sirvió, por ejemplo, para la educación del monarca Pedro I.
4.2. La consolidación de los órganos centrales de la administración.
Mas no sólo se trataba de argumentos de tipo teórico. En la práctica el poder real se había robustecido notablemente. Por de pronto se insistía en que la facultad legislativa era competencia exclusiva de los monarcas. En el Ordenamiento de Alcalá de 1348 se afirmaba expresamente que «al rey pertenesçe e a poder de fazer fueros, e leys, e de las interpretar e declarar, e emendar do viere que cumple». Las atribuciones regias se proyectaban sobre un ámbito territorial que, con el tiempo, iba adquiriendo unos perfiles más claros, a medida que las fronteras actuaban de barrera respecto a los reinos vecinos. Las fronteras, no lo olvidemos, tenían importancia militar, pero también fiscal, lo que explica que en ellas terminaran por instalarse aduanas. Paralelamente iba tomando cuerpo una cierta conciencia de comunidad, que se expresaba en primera instancia en una hostilidad creciente contra los naturales de otros reinos. Asimismo cabe señalar, como rasgo singular de los últimos siglos del medievo, la tendencia a buscar un centro estable del poder, algo así como una capital del reino. Ciertamente la corte de los monarcas castellanos seguía siendo itinerante, pero en el transcurso del siglo XV la villa de Valladolid actuó, en cierto modo, no «de jure» pero si «de facto», como el lugar preferente de residencia de la misma. Allí se reunieron las Cortes nada menos que en siete ocasiones durante la primera mitad del siglo XV. Más aún, en la villa del Esgueva se estableció en el año 1442 la Chancillería, tribunal superior de justicia de los reinos. Valladolid fue también sede de brillantes fiestas y torneos, algunos de ellos descritos de forma magistral por el poeta Jorge Manrique. El profesor Maravall habló en su día, apoyándose en el significado alcanzado por elementos como las fronteras o la capitalidad, de la génesis, en el siglo XV, de algo parecido a una conciencia protonacional.
En la segunda mitad del siglo XIV, por otra parte, se consolidaron instituciones como la Audiencia (más tarde denominada Chancillería), en 1371, o el Consejo Real, en 1385. La Audiencia comenzó estando integrada por siete oidores, número que, posteriormente, se elevó a diez. El Consejo Real, que en teoría servía para asesorar al monarca, pasó a ser un órgano decisivo de la administración central, pues en él se tomaban los principales acuerdos que afectaban a la vida de los reinos. En el Consejo Real, por otra parte, desempeñaban un papel fundamental los legistas, que se incorporaron al mismo a raíz de las Cortes de Briviesca de 1387. Los legistas eran personas formadas en las universidades y por lo tanto expertos en cuestiones jurídicas. De esa manera el poder se iba objetivando a medida que buena parte de su gestión era ocupada por gentes de sólida preparación técnica, situación inexistente en los siglos anteriores. El reinado de Enrique IV, según lo ha demostrado el profesor W. D. Phillips, conoció un espectacular incremento en lo que se refiere a la participación de los letrados en las áreas de gobierno.
Hubo igualmente reformas de gran trascendencia en al ámbito militar. En las Cortes de Guadalajara del año 1390 se habló de la conveniencia de constituir «una fuerza permanente de 4.500 lanzas y 1.500 jinetes». En 1401 se dio un nuevo paso, al aprobarse los ordenamientos de lanceros y ballesteros establecidos por Enrique III. Importante fue también la decisión tomada por los primeros monarcas de la dinastía Trastámara, que buscaban convertir a la Hermandad Vieja de colmeneros de Toledo, Talavera y Villa Real en algo parecido a un cuerpo de policía. De todas formas la institución que logro un mayor desarrollo a fines del Medievo fue la hacienda, que estaba dividida en una Contaduría Mayor de Hacienda y otra de Cuentas, al tiempo que los reinos estaban compuestos por diversos «partidos», o distritos fiscales, en cada uno de los cuales había un recaudador. Contaba también la hacienda con tesoreros. La hacienda real, por otra parte, experimento un espectacular crecimiento en el transcurso del siglo XV, como lo ha demostrado el profesor Ladero. Las principales fuentes de ingresos eran las alcabalas, impuesto sobre el tráfico mercantil, y las tercias reales, es decir dos novenas partes de los diezmos que se entregaban a la Iglesia. Es más, los progresos de la hacienda explican que al mismo tiempo se efectuara algo parecido a un esbozo de presupuestos.
4.3. Las divisiones territoriales: merinos y adelantados.
Si pasamos a la organización territorial de la corona de Castilla, ésta estaba dividida en cinco grandes circunscripciones: Castilla propiamente dicha, León, Galicia, Andalucía y Murcia. Al frente de cada una de ellas se situaba un Adelantado Mayor, casos de Andalucía y Murcia, o un Merino Mayor, en las restantes circunscripciones. Ambos cargos eran en el fondo similares. Así lo señalaba don Juan Manuel en el Libro de los Estados: «todo esto que vos yo digo en razón de los Adelantados debedes entender eso mismo de los Merinos, ca eso mismo es lo uno que lo al, et non ha otro departimiento, sinon que en algunas tierras llaman Adelantados et en otras Merinos». No obstante a partir del gobierno de Enrique II se colocaron Adelantados Mayores en los territorios de Castilla, León y Galicia. Dichos cargos eran ocupados por personajes pertenecientes a los grandes linajes nobiliarios, como los Fernández de Velasco, los Manrique o los Quiñones. Había, por otra parte, territorios dirigidos por Merinos Mayores que gozaban de gran personalidad histórica, como Asturias, Guipúzcoa, Álava o Castilla la Vieja. Así pues el territorio de la corona de Castilla estaba dividido en nueve grandes distritos.
4.4. El derecho y la centralización monárquica: el Ordenamiento de Alcalá.
En otro orden de cosas Alfonso XI, monarca partidario del fortalecimiento de la autoridad regia, aprobó, en las Cortes de Alcalá de Henares del año 1348, el célebre «Ordenamiento» que lleva el nombre de aquella villa y que suponía la puesta en vigor de los principios romanistas contenidos en Las Partidas de Alfonso X el Sabio. En el preámbulo del «Ordenamiento» citado se aludía a la necesidad de garantizar el cumplimiento de la justicia, la cual es «muy alta virtud e la más complidera para el governamiento de los pueblos, porque por ella se mantienen todas las cosas en el estado que deven, la qual sennaladamente son tenudos los rreyes de guardar e de mantener». Con su aprobación se daban importantes pasos tanto en la unificación jurídica de los reinos como en el proceso de centralización del poder monárquico.
Un instrumento de gran valía para fomentar la uniformización jurídica de los diversos territorios integrados en la corona de Castilla fue el derecho romano. Su gran paso adelante, antes lo señalamos, se dio al aprobarse el famoso «Ordenamiento de Alcalá» del año 1348. Dicho texto, o lo que es lo mismo el derecho de la corona, tendría en el futuro clara prevalencia sobre cualquier otra fuente jurídica, y en particular sobre el derecho de carácter municipal. El único territorio en el que las tradiciones forales localistas mantuvieron su fuerza fue el actual País Vasco.
4.5. La representación política de las ciudades: auge y decadencia de las Cortes.
En otro orden de cosas la institución de las Cortes tuvo un papel muy destacado en los siglos XIV y XV. Al fin y al cabo, y aunque no tuvieran competencias legislativas, las reuniones de Cortes no dejaban de ser un ámbito de debate entre el rey y el reino, al tiempo que eran una autentica cámara de resonancia. Todo apunta en el sentido de que la época más brillante de la historia de las Cortes de Castilla y León fue el siglo XIV. Hubo, por de pronto, abundantes reuniones a lo largo de toda la centuria, con la única salvedad del reinado de Pedro I que sólo conoció una convocatoria de la institución. A ellas acudieron, aparte de la nobleza y del alto clero, representantes de un gran número de ciudades y villas, en ocasiones por encima del centenar, como sucedió en Burgos en el año 1315. En las Cortes del siglo XIV por otra parte, se discutieron problemas esenciales de la vida de los reinos. La reunión de Burgos de 1315, coincidente con la turbulenta minoridad de Alfonso XI, sirvió para que las ciudades y villas constituyeran una Hermandad General. Ya hemos mencionado la importancia de las Cortes de Alcalá de Henares de 1348, así como de las Cortes de Valladolid de 1351, en las que se tomaron medidas para hacer frente a la crisis que afectaba a los reinos, por la reciente difusión de la peste negra. Las Cortes de Toro de 1369, o las posteriores de 1371, en la misma ciudad, fueron la plataforma utilizada por Enrique II para afianzar su reino. La reunión de la institución en Segovia, en 1386, sirvió para que Juan I pronunciara un célebre discurso en defensa de sus legítimos derechos al trono de Castilla, frente a los del pretendiente inglés duque de Lancaster. El reinado de Juan I fue, de todos modos, el periodo de mayor auge de la institución, o, por utilizar las palabras de Luís Suárez, la época de «la pleamar de las Cortes». En la reunión de Briviesca del año 1387 las Cortes apuntaron hacia el logro de facultades legislativas. Paralelamente los procuradores del tercer estado pedían la creación de organismos que efectuaran un seguimiento de los gastos realizados con los servicios económicos votados en las Cortes. De todos modos la institución toco techo. La convocatoria de Madrid del año 1391, coincidiendo con la difícil minoridad de Enrique III, puso de manifiesto la dificultad de que la institución impusiera sus criterios sobre los grandes del reino.
Tradicionalmente se ha afirmado que las Cortes iniciaron en el siglo XV una fase de retroceso. Un dato en ese sentido puede ser el hecho de que la presencia de representantes de las ciudades y villas se redujera a solo 17 núcleos. Pero quizás más llamativo era la frecuente ausencia de las reuniones de Cortes de la nobleza y del alto clero, los cuales mostraron mayor interés por participar en las reuniones del Consejo Real. Ese panorama convertía poco a poco a la institución en un escenario para el diálogo entre el rey y las ciudades y villas que enviaban procuradores a las Cortes. Añadamos el hecho de que, desde finales del siglo XIV, las alcabalas, que hasta entonces habían necesitado para ser cobradas la previa aprobación de las Cortes, se convirtieron en un tributo percibido directamente por la corona, o lo que es lo mismo pasaron de ser un impuesto extraordinario a ordinario. Otro dato muy significativo lo encontramos en la decisión de la corona de asumir, por parte de la hacienda regia, el pago de los gastos de los procuradores, lo que, según todos los indicios, restaba a las ciudades y villas que los enviaban autonomía. ¿Y qué decir de las «minutas de poder» que la corona solía enviar a las ciudades y villas con voto en Cortes? ¿No constituían asimismo un intento de frenar la libre actuación de los citados núcleos urbanos? Pese a todo seguía vigente el derecho de los procuradores de las ciudades y villas a presentar quejas en las Cortes, aunque estas no fueran debidamente atendidas.
Ahora bien, en el siglo XV hubo reuniones de Cortes en las que se trataron cuestiones de suma importancia. Recordemos algunos ejemplos significativos. Uno de ellos fue la solicitud hecha por el tercer estado en las Cortes de Madrigal de 1438 a propósito de la exportación de lanas. Como olvidar, por otra parte, la importancia de las Cortes de Olmedo de 1445, celebradas poco antes de la batalla que enfrentó a Juan II con los infantes de Aragón, en las que se llevó a cabo una exaltación hasta límites inimaginables del poder real. Unos años después, en las Cortes de Toledo de 1462, Enrique IV decidió reservar un tercio de la lana de Castilla para la producción textil de sus reinos. El último ejemplo se refiere a las Cortes de Ocaña de 1469, en las que los representantes de las ciudades y villas pidieron al rey que les autorizara, ni más ni menos, a organizar por su cuenta la resistencia militar a la creciente violencia que ejercían sobre ellas los grandes señores del reino.
4.6. Control real y oligarquización de los concejos: regimientos y corregidores.
Nuestro último asunto a tratar, en el campo de las instituciones de gobierno, tiene que ver con los órganos de poder locales, es decir con los concejos. La gran novedad del siglo XIV fue la creación, por parte del monarca Alfonso XI, de la institución del regimiento. Uno de los primeros ejemplos conocidos, por lo que se refiere a la creación de la mencionada institución, es el de la ciudad de Burgos. En el año 1345 Alfonso XI, en una carta dirigida a la ciudad del Arlanzón, señalaba la necesidad de que «aya omes buenos que ayan poder de ver e ordenar los fechos de la dicha çibdad». Esos hombres buenos serían, obviamente, los regidores. A tales efectos establecía lo siguiente: «tenemos por bien de fiar todos los fechos del conçejo sobredicho de éstos que aquí dirán… e que estos sobredichos seze omes buenos, con los alcaldes ordinarios que nós pusiéramos en la dicha çibdad, agora e daquí adelante que se ayunten… dos días en cadal semana… e que vean los fechos del conçejo… e que ayan poder conplidamente para administrar todas las rentas de los comunes de la dicha çibdad… e… ayan poder de fazer e mandar fazer las lavores de la çerca de los muros, e de las calçadas e de los puentes… e… ayan poder para nombrar de conçejo mandaderos, e enbiarlos a nós… e… ayan otrosí poder de dar e partir en cada anno los ofiçios de la villa». Como se ve, el texto especifica, con todo detalle, las funciones que competían a los mencionados regidores.
Disposiciones semejantes se fueron otorgando a las restantes ciudades y villas de la corona de Castilla. Así las cosas, los concejos estarían integrados por un número fijo de regidores, aunque variables de una ciudad a otra (24 en Sevilla, 16 en Burgos, 14 en Valladolid. etc.), los cuales eran nombrados por el rey con carácter vitalicio. Como se deduce de lo expuesto había cargos del concejo que eran de nombramiento real, en concreto los regidores, los alcaldes, el merino y los escribanos públicos. Otros, en cambio, eran elegidos por el propio concejo, entre ellos los corredores, los fieles, el mayordomo, los pregoneros, los físicos, el maestro de gramática, etc. Estudios diversos llevados a cabo en los últimos 19
años, sobre localidades tan diversas como Burgos, Carmona, Valladolid, Cuenca, etc., han puesto de relieve cómo las regidurías eran controladas por miembros de las grandes familias locales, en las que solían aunarse el poder económico y la condición caballeresca, por lo que formaban auténticas oligarquías.
De todos modos no podemos olvidar la aparición, en los últimos siglos del Medievo, de delegados del poder regio que acudían a diversas ciudades y villas, cuando era preciso, a intentar poner paz. Nos estamos refiriendo a los corregidores, denominados en un principio de otra forma, con expresiones como veedores o jueces de salario. Dicha institución tuvo inicialmente un carácter puramente transitorio, pero con el tiempo se fue generalizando, en particular durante el reinado de Enrique III, como ha comprobado el profesor Mitre. Los corregidores actuaban como delegados del poder central en los concejos y por lo tanto como agentes al servicio de la centralización monárquica. No tiene por ello nada de extraño que las ciudades replicaran, pues entendían que el envío de ese oficial por parte del rey recortaba su autonomía. Así por ejemplo en las Cortes de Madrid de 1419 los procuradores del tercer estado pidieron a Juan II de Castilla que no enviara corregidor «salvo a petición de la tal çibdad o villa» y que cuando se concediese dicho oficio «fuese dado a persona que sirviese el ofiçio por si mismo».