Portada » Historia » Transformación Política y Social en España: Del Sexenio Revolucionario a la Restauración
En septiembre de 1868, ante la situación de crisis política por el desprestigio del régimen isabelino y crisis económica (de carácter financiero, industrial y de subsistencias), el almirante Topete se sublevó en Cádiz, apoyado por los generales Prim (progresista) y Serrano (unionista). Su llamamiento a la población civil con el manifiesto “¡Viva España con honra!” convirtió el pronunciamiento militar en una revolución popular. La revolución de septiembre de 1868 -la “Gloriosa” o “Septembrina”- triunfó casi de inmediato. Las tropas leales a Isabel II fueron derrotadas en Alcolea y la reina se exilió.
Logrado el objetivo, según lo acordado en el Pacto de Ostende (1866), se constituyó un Gobierno provisional, aunque formado únicamente por unionistas y progresistas (apoyado por demócratas moderados). Estaba presidido por Serrano. El gobierno provisional democratizó el régimen estableciendo el sufragio universal masculino y ampliando libertades básicas. También abordó la liberalización de la economía: con mayor librecambismo (rebaja de tarifas aduaneras), aprobación de la Ley de Bases sobre Minas (que desamortizaba el subsuelo) y reorganización del sistema monetario con una nueva moneda, la peseta. Se atendieron peticiones populares como la eliminación del impuesto de consumos, pero no se suprimieron las quintas por el estallido de la insurrección independentista en Cuba (Guerra Grande o Guerra de los Diez Años).
Para la organización de un nuevo régimen político se convocaron Cortes Constituyentes en las que la coalición gubernamental obtuvo la mayoría. La nueva Constitución fue promulgada en 1869. Era muy avanzada en aspectos políticos y sociales. Se proclamaba la soberanía nacional y se mantenía la monarquía. La división de poderes era clara, con un poder legislativo exclusivo en las Cortes (formadas por Congreso de los Diputados y Senado); el poder ejecutivo en el rey, pero ejercido por un gobierno controlado por las Cortes, y el poder judicial correspondía a los tribunales, instituyéndose el jurado. Contenía una extensa declaración de derechos individuales y colectivos.
A la espera de designar un nuevo rey, Serrano se convirtió en regente; Prim en jefe de gobierno. El gobierno provisional se encontró con la oposición de moderados y carlistas. También se produjeron levantamientos republicanos. Encontrar un nuevo rey fue un gran problema. Prim apostó por Amadeo de Saboya, hijo de Víctor Manuel II unificador de Italia, y consiguió que las Cortes lo eligiesen en noviembre de 1870. Amadeo I juró la Constitución en enero de 1871. Unos días antes, Prim había sido asesinado tras un atentado.
El reinado estuvo marcado por la inestabilidad social y política. La nueva monarquía fracasó por la falta de apoyos. La coalición gubernamental se rompió y los progresistas se dividieron en constitucionalistas de Sagasta y radicales de Ruiz Zorrilla. La oposición republicana fue en aumento. Los carlistas se sublevaron en 1872 desencadenando la tercera guerra carlista. Cánovas del Castillo, líder conservador, trabajaba por el retorno de los Borbones. La aristocracia terrateniente y la burguesía de los negocios asociaba a Amadeo con la democracia y el desorden social. La Iglesia le rechazaba porque su padre había arrebatado al papa los Estados Pontificios. El movimiento obrero y campesino crecía animado por la Internacional (AIT), especialmente en su facción bakuninista (anarquistas) y aspiraba a la revolución social. Amadeo I finalmente abdicó y las Cortes proclamaron la República el 11 de febrero de 1873.
Pero los republicanos estaban muy divididos. Unos defendían una república unitaria, y eran más conservadores en aspectos sociales; otros aspiraban a una república federal y pretendían reformas en favor de las clases populares. El primer presidente de la república fue Figueras tomando medidas como la amnistía, eliminación de las impopulares quintas y abolición de la esclavitud en Puerto Rico. Se abordó la elaboración de una nueva Constitución y se celebraron elecciones a Cortes Constituyentes en las que los republicanos federales obtuvieron la mayoría. Pi i Margall fue presidente desde junio.
De inmediato surgieron discrepancias entre los republicanos federales sobre cómo debía construirse el Estado federal: para la mayoría, debía prevalecer el orden y hacerse desde arriba, desde el poder; los “intransigentes” defendían que la federación debía comenzar desde abajo, dando el poder de decisión a los cantones o comunas acabando con el centralismo. El rechazo de la opción intransigente en las Cortes y la represión de una insurrección obrera de carácter libertario en Alcoy fueron el desencadenante de la insurrección cantonal que comenzó en Cartagena a comienzos de julio y se extendió por el sur y el levante. Las poblaciones se proclamaban cantón independiente con la idea de federarse libremente. Había también aspiraciones de carácter político-social ya que se pretendía una nueva distribución de la riqueza y un mayor igualitarismo por lo que se sumaron a ella muchos seguidores de la AIT, especialmente anarquistas. El movimiento cantonalista causó gran desorden al tiempo que se intensificaron los otros conflictos: guerra carlista e insurrección cubana.
Mientras tanto, en las Cortes se trabajaba en una Constitución federal. El proyecto seguía los modelos de Estados Unidos y Suiza contemplando 17 Estados, incluidos Cuba y Puerto Rico. No llegó a promulgarse. Frente a los rebeldes cantonalistas, Pi i Margall combinó la fuerza con intentos de persuasión, pero dimitió en julio desbordado por los acontecimientos. Le sucedió Salmerón, lo que suponía un giro conservador. Durante su mandato se dedicó a restablecer militarmente el orden. Dimitió al no querer firmar unas penas de muerte en septiembre. Castelar fue elegido presidente y, con poderes excepcionales concedidos por las Cortes, abordó con decisión la eliminación de todos los frentes abiertos. Se abandonó el proyecto federal. Su política autoritaria le granjeó la oposición de la izquierda republicana y cuando iba a ser desalojado del poder, el 3 de enero de 1874, el general Pavía dio un golpe de Estado asaltando el Congreso. Las Cortes fueron disueltas y se estableció un nuevo gobierno con Serrano al frente, que, aunque mantuvo las formas republicanas, en realidad era una dictadura. Dejando en suspenso la Constitución de 1869, el gobierno controló la situación acabando con el último de los cantones -Cartagena-, contuvo a los carlistas, ilegalizó las asociaciones de la AIT y anuló a los republicanos. Finalmente, a finales de ese mismo año, Martínez Campos se pronunció en Sagunto y se proclamó como rey a Alfonso XII.
Tras la agitación del Sexenio Revolucionario, el gran objetivo de Cánovas era establecer un régimen político liberal que fuera estable y que superase los problemas que había padecido el liberalismo del periodo isabelino. Para ello, el modelo inglés era el ejemplo a seguir, con su doctrina de balanza de poderes entre la Corona y el Parlamento y su alternancia en el gobierno de dos grandes partidos. De esta manera, Cánovas diseñó su sistema político sobre unos pilares fundamentales: dos instituciones básicas, la Monarquía y las Cortes, ambas legitimadas por la Historia española; la alternancia en el poder de dos grandes partidos, que debían aceptar pasar a la oposición y esperar a las elecciones para volver a gobernar, sin recurrir al ejército o la insurrección popular para lograrlo; y una Constitución con la que pudieran sentirse identificadas las distintas tendencias políticas liberales y no tuviese que ser cambiada por cada partido cuando accediese al gobierno.
Los dos partidos del sistema canovista fueron el Partido Conservador y el Partido Liberal. El Partido Conservador, fundado y liderado por el propio Cánovas, representaba el liberalismo moderado y sus bases sociales eran la oligarquía terrateniente y la alta burguesía. El Partido Liberal, fundado y dirigido por Práxedes Mateo Sagasta, representaba el progresismo liberal y con él se identificaban la pequeña burguesía y las clases medias. Ambos partidos -denominados partidos dinásticos- compartían la defensa de la monarquía constitucional, el orden social burgués, el sistema capitalista y la concepción unitaria y centralista del Estado; se diferenciaban tan solo en el mayor reformismo de los liberales en defensa derechos y libertades frente a un acusado inmovilismo de los conservadores.
La Constitución de 1876, de inspiración doctrinaria, era conservadora. Establecía una soberanía compartida entre el rey y las Cortes (bicamerales, con Congreso elegido por los ciudadanos y Senado con una parte electiva y otra designada por el rey o compuesta por miembros relevantes de la Iglesia, el Ejército o la aristocracia). Se conferían amplias atribuciones al monarca ya que además del poder ejecutivo (nombraba al presidente del gobierno), compartía con las Cortes el poder legislativo (tenía iniciativa legislativa, promulgaba y sancionaba las leyes y tenía derecho de veto) y disponía de mecanismos para controlarlas (las convocaba, suspendía y disolvía). Sin embargo, la Constitución era un texto flexible que permitía gobernar a los dos partidos tan solo desarrollando leyes ordinarias acordes con sus principios, como por ejemplo ocurrió con la ley electoral: los conservadores optaron por el sufragio censitario, pero desde 1890, con los liberales, se estableció ya el sufragio universal masculino. Algo similar ocurría con la amplia declaración de derechos que contenía: enunciados con carácter general, su concreción legal posterior hacía que pudieran ser limitados o anulados en la práctica. Se declaraba el catolicismo como religión oficial, obligándose la nación a mantener el culto y sus ministros, aunque se permitía el ejercicio privado de otras religiones.
El funcionamiento real del sistema se basaba en una alternancia en el poder pactada de antemano en lo que se conoce como el turno de partidos. Cuando las circunstancias lo requerían, el rey –gran árbitro de la vida política- designaba como nuevo presidente del gobierno al líder de la oposición y disolvía las Cortes, se convocaban elecciones y, gracias al fraude y la manipulación de los resultados, el presidente lograba en ellas una cómoda mayoría para gobernar. El Ministerio de la Gobernación era el encargado de elaborar el encasillado (acuerdo de reparto de escaños entre el partido del gobierno y el de la oposición) y de controlar todo el proceso electoral a través de los gobernadores civiles y las alcaldías.
Los caciques eran las personas que a nivel local garantizaban el control y realizaban las prácticas fraudulentas. Por su poder político y económico, ejercían un poder paralelo al del Estado pudiendo proporcionar cargos, empleos o favores; compraban o presionaban a los electores, falseaban las listas electorales o manipulaban los resultados con el conocido como pucherazo. El caciquismo fue muy eficaz en las áreas rurales (en las ciudades los votos eran más difíciles de controlar) y provocó que un sector importante de las clases populares no votase en las elecciones al considerarlas una farsa inútil.
El carlismo, vencido militarmente en 1876, se debilitó y se dividió. Buena parte de los católicos y la jerarquía eclesiástica se alinearon con la monarquía alfonsina y se integraron en el sistema del lado del Partido Conservador. Vázquez de Mella encabezó un intento de renovación doctrinal del carlismo en el que, manteniendo el tradicionalismo, el carácter católico y la defensa de los fueros, se aceptaba el liberalismo. Por el contrario, en 1888 se escindió un grupo liderado por Nocedal formando el Partido Católico Nacional (Partido Integrista) de carácter antiliberal y férreo defensor de las esencias carlistas. Para hacer frente a la división de la Comunión Tradicionalista (los carlistas rechazaban la denominación de “partido”), Carlos VII trató de reorganizar a sus seguidores desde el exilio y preservar su doctrina ante los avances del catolicismo liberal. En 1890 dispuso que el marqués de Cerralbo, reorganizase el partido y la participación en las elecciones. Sólo tuvieron cierta fuerza en las provincias vascas, Navarra y algo en Cataluña. Algunos carlistas siguieron apostando por el levantamiento armado, pero siempre fracasaron.
El republicanismo quedó desacreditado tras la experiencia republicana de 1873 y estuvo muy dividido internamente. Había varios partidos: los posibilistas de Castelar (que colaboraron con Sagasta dentro del sistema) y los progresistas de Ruíz Zorrilla (que apostaban por la opción insurreccional para la implantación de una república y alentaban pronunciamientos militares); también mantenían diferencias ideológicas en lo relativo a la organización del Estado: algunos aspiraban a una república unitaria y centralista (Salmerón) y otra opción, mayoritaria, a una federal (Pi y Margall). En general, el republicanismo arraigó entre las clases medias urbanas y los trabajadores, aunque no suponía una amenaza seria para el régimen. Los partidos republicanos no contaban ya con el respaldo mayoritario del movimiento obrero, cada vez más organizado de manera autónoma, al tiempo que perdían el apoyo de la burguesía de las regiones de la periferia que se decantaba por los partidos nacionalistas o regionalistas.
Desde mediados de siglo, en algunos territorios periféricos se desarrollaron movimientos culturales vinculados al romanticismo que, frente a la castellanización de la cultura oficial, rescataban la riqueza de las lenguas y las costumbres propias, al tiempo criticaban el modelo de Estado centralista y uniformizador que se había establecido y defendían un Estado plural y diverso. Por otra parte, las transformaciones ligadas a la industrialización alteraron la realidad social y económica de algunas de estas regiones. Durante la etapa de la Restauración surgieron diferentes movimientos regionalistas y nacionalistas. El regionalismo reivindicaba el reconocimiento de la identidad diferencial de una región y la creación de instituciones propias con autonomía administrativa mientras que el nacionalismo, bajo el principio de que cada nación debe constituir un Estado, pretendía conseguir mayores cotas de autogobierno o alcanzar incluso la independencia.
Con una primera implantación mayoritariamente rural en el entorno vizcaíno, a la muerte de Arana, el nacionalismo moderó sus aspectos más radicales y fue ganando influencia sobre el conjunto de la población vasca.
También aparecieron movimientos regionalistas en otros territorios como Valencia o Andalucía, aunque con menor grado de desarrollo y de organización política. El regionalismo valenciano se gestó en torno a la figura de Blasco Ibáñez; el andaluz arranca de la insurrección cantonal de 1873. En 1883 la Asamblea Federal de Antequera llegó a redactar un proyecto de constitución federal sobre la base de una Andalucía soberana y autónoma, pero no se consolidó un partido andalucista ya que no atrajo ni a la burguesía ni al movimiento obrero andaluz.