Portada » Historia » España en el Siglo XIX: Restauración Borbónica, Crisis Colonial y Transformación Socioeconómica
El golpe de Estado del general Pavía en enero de 1874 puso fin a la Primera República e inició una dictadura militar bajo el mando de Serrano, en un intento de estabilizar la crisis política y económica. Antonio Cánovas del Castillo, con apoyo del ejército y la oligarquía, propuso la Restauración borbónica con el príncipe Alfonso, hijo de Isabel II, como rey. El 1 de diciembre de 1874, Alfonso firmó el Manifiesto de Sandhurst, escrito por Cánovas, donde se presentaba como defensor del régimen monárquico que se pretendía restaurar. El Manifiesto de Sandhurst proponía como modelo de Estado: la monarquía liberal y parlamentaria, la unidad de España con un poder fuerte y centralizado y mantener la tradición católica.
El auténtico instigador del manifiesto era Cánovas del Castillo que deseaba una restauración de la monarquía de manera pacífica y sin intervención militar. Sin embargo, el proceso se precipitó con el pronunciamiento del general Martínez Campos el 29 de diciembre de 1874, en la localidad de Sagunto (Valencia), que proclamó al príncipe Alfonso como rey de España (pronunciamiento de Sagunto). El 14 de enero de 1875 Alfonso XII, entraba en Madrid como nuevo rey de España.
Desde el inicio del reinado de Alfonso XII, Cánovas del Castillo se convirtió en la figura clave del gobierno, estableciendo como objetivos políticos la consolidación de una monarquía liberal-conservadora para garantizar la estabilidad, la integración de los liberales moderados a través del Partido Liberal-Fusionista de Sagasta, la reducción de la influencia del ejército en la política y el fortalecimiento del poder civil. Además, buscó poner fin a los conflictos que amenazaban la unidad territorial, como la Tercera Guerra Carlista y la sublevación en Cuba.
Cánovas del Castillo creó el sistema canovista, inspirado en el modelo inglés de liberalismo doctrinario, donde la soberanía se compartía entre el rey y las Cortes. Sus pilares incluían:
Sin embargo, este sistema dependía del fraude electoral y el caciquismo, manipulando los resultados para mantener el equilibrio entre los partidos.
La Constitución de 1876, de carácter conservador y basada en la de 1845, se diseñó para ser flexible y permitir su continuidad bajo gobiernos tanto conservadores como liberales. Establecía la soberanía compartida entre el rey y las Cortes, otorgando al monarca un papel central con poderes ejecutivos, capacidad para disolver las Cortes y nombrar ministros. Las Cortes eran bicamerales, con un Senado elitista de miembros vitalicios designados por el rey y un Congreso electivo, cuyo sistema de sufragio variaba según el partido en el poder. Reconocía derechos individuales, aunque limitados, mantenía la confesionalidad católica del Estado y reforzaba la centralización administrativa, suprimiendo los fueros vascos y controlando los ayuntamientos.
El régimen de la Restauración logró consolidar la monarquía como símbolo de estabilidad política, imponiendo el poder civil sobre el militar y poniendo fin a la Tercera Guerra Carlista y la sublevación cubana. Sin embargo, excluyó a amplios sectores sociales y políticos. El sistema canovista y el turno de partidos fueron criticados por ser una falsa democracia, con elecciones manipuladas mediante pactos entre los partidos. Este sistema caciquil se sostenía gracias al Ministerio de Gobernación, los gobernadores provinciales y los caciques locales que amañaban las votaciones. A pesar de su desprestigio tras la crisis de 1898, el sistema de la Restauración se mantuvo hasta 1923.
Tras la muerte de Alfonso XII en 1885, su esposa María Cristina asumió la Regencia hasta 1902, cuando Alfonso XIII alcanzó la mayoría de edad. El sistema canovista fue desafiado por carlistas y republicanos, lo que llevó a Cánovas y Sagasta a firmar el Pacto de El Pardo en 1885. Durante este periodo, se aprobaron reformas clave como el nuevo Código Civil y el sufragio universal masculino. El asesinato de Cánovas en 1897 permitió el regreso de los liberales al poder.
Durante el régimen de la Restauración, las fuerzas de oposición eran diversas, pero muy divididas y enfrentadas. Entre ellas se destacaban:
A finales del siglo XIX, España solo conservaba algunos territorios de su antiguo imperio, como Cuba, Puerto Rico y varias islas en el Pacífico. Cuba y Puerto Rico tenían economías coloniales basadas en la agricultura de plantaciones, controladas por una minoría oligárquica. Cuba era considerada la joya del imperio, mientras que Filipinas, aunque estratégica, era vulnerable por su lejanía.
La regencia de María Cristina enfrentó los movimientos independentistas en Cuba y Filipinas, lo que llevó a la intervención de Estados Unidos y a la guerra hispano-norteamericana. Esto resultó en la pérdida de los últimos territorios coloniales y el inicio de la crisis del 98, que cuestionó la identidad de España.
Las causas del conflicto en Cuba a finales del siglo XIX fueron diversas:
A mediados del siglo XIX, surgió en Cuba un movimiento que exigía más autogobierno. Tras no obtener respuestas satisfactorias, se produjo la Guerra de los Diez Años (1868-1878). El régimen de la Restauración intentó mantener el imperio con la Paz de Zanjón, que prometía reformas, pero la oposición de políticos y militares a cualquier concesión de autonomía llevó a la radicalización del movimiento cubano. En 1895, José Martí y otros líderes comenzaron una nueva sublevación, el Grito de Baire, que fue apoyada por la burguesía y los obreros. España respondió con un gran contingente militar, pero la insurrección continuó.
El general Weyler adoptó una política de concentración que, lejos de sofocar la rebelión, aumentó el apoyo a los independentistas debido a las pésimas condiciones de los reconcentrados. La clave del conflicto fue la intervención de Estados Unidos, que tenía intereses económicos en Cuba, especialmente en la industria azucarera, y aspiraba a expandir su influencia política y económica. La presión de los grupos financieros y la explosión del acorazado USS Maine en 1898 sirvieron como pretexto para la intervención estadounidense en favor de los independentistas cubanos.
En Filipinas, la insurrección comenzó en 1896, y tras la ejecución del líder José Rizal, el movimiento Katipunan promovió la lucha armada. Al igual que en Cuba, la intervención de EE. UU. fue crucial, ya que el control de Filipinas les otorgaba acceso al comercio con Asia.
La Guerra Hispano-norteamericana de 1898 comenzó con la intervención de EE.UU. en el conflicto cubano. En 1896, EE.UU. ofreció mediar en la crisis cubana, y en 1897, el presidente McKinley amenazó con la guerra si España no dejaba Cuba. En febrero de 1898, la explosión del USS Maine en el puerto de La Habana sirvió como pretexto para declarar la guerra. España, sin una flota moderna ni recursos para sostener una guerra lejana, no pudo resistir la superioridad militar de EE.UU. Las derrotas españolas en Cavite (Filipinas) y Santiago de Cuba, junto con la rápida ocupación de Puerto Rico y Manila, marcaron el fin del imperio colonial español.
La Paz de París, diciembre de 1898. España se vio forzada a firmar su rendición en París en diciembre de 1898. Estados Unidos impuso sus condiciones que suponían la liquidación del imperio colonial español:
El desastre colonial de 1898, tras la derrota frente a EE.UU. y la pérdida de las últimas colonias, tuvo repercusiones en varios ámbitos:
Durante el siglo XIX, la población española creció lentamente, solo un 77%, pasando de 10,5 millones en 1797 a 18,7 millones en 1900. En contraste, países como Alemania duplicaron su población, y Gran Bretaña la cuadruplicó. Esto se debió a que, mientras en gran parte de Europa se experimentaba una transición demográfica gracias a la revolución industrial y mejoras en las condiciones de vida, España no vivió estos cambios con la misma intensidad, lo que resultó en tasas de natalidad altas pero mortalidad igualmente elevada.
En España predominaba el Régimen Demográfico Antiguo, con una alta tasa de natalidad (34 por mil) y una elevada mortalidad (29 por mil), especialmente infantil, lo que limitaba el crecimiento de la población. La esperanza de vida era baja, alrededor de 35 años, debido a duras condiciones de vida, como hambrunas, epidemias (viruela, cólera) y enfermedades endémicas (paludismo, tuberculosis). Estas crisis de subsistencias y la falta de alimentos eran consecuencia de factores coyunturales (sequías) y estructurales (agricultura de bajo rendimiento y deficiencias en la red de transportes).
Cataluña destacó como una excepción demográfica en España, ya que su despegue industrial a principios del siglo XIX impulsó un crecimiento poblacional del 145% y facilitó la transición al régimen demográfico moderno, con una reducción de la mortalidad y un trasvase de población campesina a las ciudades.
A nivel nacional, los movimientos migratorios interiores se intensificaron debido a las ventajas económicas de las zonas costeras y el mejor acceso a comunicaciones, lo que descompensó la distribución de la población. La abolición del régimen señorial y las desamortizaciones impulsaron la migración del campo a las ciudades, especialmente hacia áreas industrializadas como Barcelona, Madrid y Bilbao. Además, la emigración exterior, principalmente hacia Argentina, Cuba y Venezuela, fue significativa, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX.
En 1900, la mayoría de la población española seguía siendo rural, con casi el 90% viviendo en localidades pequeñas. Solo Madrid y Barcelona superaban los 500,000 habitantes, mientras que las grandes capitales europeas ya sobrepasaban el millón. La industrialización tardía de España, salvo en Cataluña, retrasó el éxodo rural a las ciudades hasta finales del siglo XIX.
A pesar de este crecimiento urbano lento, las ciudades experimentaron una transformación con la construcción de estaciones de ferrocarril, derribo de murallas y creación de barrios burgueses como el Ensanche de Barcelona y el barrio de Salamanca en Madrid, caracterizados por amplias avenidas, servicios modernos y jardines. En contraste, los suburbios se llenaron de infraviviendas y barrios obreros.
Las revoluciones liberales del siglo XIX transformaron la sociedad, garantizando la igualdad ante la ley y convirtiendo a los súbditos en ciudadanos, lo que permitió el paso de una sociedad estamental a una de clases. Sin embargo, aunque la igualdad de derechos civiles fue proclamada, el liberalismo censitario limitaba los derechos políticos a aquellos con propiedades, creando una división social basada en la riqueza. La alta nobleza mantuvo su relevancia, mientras que los hidalgos se integraron en la clase media. El clero perdió poder económico tras la desamortización, pero seguía teniendo una gran influencia social por su control sobre la educación.
Así, la sociedad se dividió en dos grandes grupos: la clase dirigente, compuesta por la burguesía, la nobleza, el alto clero y altos cargos; y las clases populares, formadas por artesanos, obreros y jornaleros, que aunque no participaban directamente en la política, lo hacían a través de protestas y huelgas.
La I Revolución Industrial, al extender el liberalismo y el capitalismo, benefició a la burguesía pero agravó las desigualdades sociales, afectando negativamente a las clases populares. En respuesta, surgieron ideologías como el marxismo y el anarquismo, y el movimiento obrero comenzó a organizarse mediante protestas. Inicialmente, se utilizaron prácticas ludistas, como la quema de fábricas, y motines contra la carestía de alimentos. También se formaron Sociedades de Protección Mutua para asegurar los derechos de los trabajadores durante huelgas o enfermedades. Además, se exigieron mejoras como la libertad de asociación, aumento de salarios y reducción de jornada laboral. En 1885, se produjo la primera huelga general en España, que tuvo lugar en Barcelona debido a la introducción de máquinas que dejaban a muchos obreros sin empleo.
En 1864 se convocó en Londres la Primera Asociación Internacional del Trabajo (AIT), con la participación de socialistas y anarquistas, que compartían el objetivo de una sociedad sin clases, pero diferían en sus métodos. Los socialistas abogaban por la revolución social y un estado fuerte, mientras que los anarquistas rechazaban el estado y la acción política. En 1868, tras la Revolución de la Gloriosa, se legalizó la creación de sindicatos. En 1870 se fundó la Federación Regional Española de la AIT, que adoptó una postura apolítica centrada en los asuntos obreros. En 1879 se fundó el PSOE, con una ideología marxista, y en 1888 la U.G.T. fue creada.
La reforma agraria liberal eliminó las restricciones del antiguo régimen sobre la tierra, creando un mercado libre. Aunque la nobleza mantuvo sus tierras, la venta de tierras de la Iglesia no mejoró la productividad, pero permitió una expansión de 6 millones de hectáreas, especialmente en cereales, lo que redujo las importaciones de trigo. Esto favoreció una política proteccionista, beneficiando la exportación de vino, naranja y aceite de oliva, mientras que la ganadería ovina sufrió debido a la desaparición de la Mesta.
La propiedad agraria se estructuró en minifundios en Galicia, parcelas medianas en el norte y arrendamientos cortos en el centro y sureste. En el sur, predominaban los latifundios, y las desamortizaciones causaron agitación en el campo andaluz, con ocupaciones y protestas de jornaleros sin tierra. Tras 1855, la venta de tierras comunales empeoró la situación, provocando insurrecciones y un aumento de la emigración a América. Durante el Sexenio Democrático, la «cuestión agraria» se convirtió en una de las principales reivindicaciones del republicanismo español.
En cuanto a la Revolución Industrial, España intentó transformar su estructura económica, que aún dependía de una agricultura latifundista de bajo rendimiento heredada del Antiguo Régimen. A pesar de esfuerzos por fomentar la industria y el comercio, como la creación de infraestructuras de ferrocarril, la excesiva dependencia del sector agrario, la falta de capital y la escasa iniciativa de la nobleza y la alta burguesía limitaron el éxito. Esto resultó en un retraso industrial y un subdesarrollo económico en comparación con otros países europeos.
Al iniciar el siglo XIX, la única actividad industrial importante en España era la industria textil catalana, impulsada por la burguesía local y protegida por altos aranceles frente a la competencia inglesa. El sector algodonero fue el más dinámico, aunque sus empresas eran de tamaño pequeño y mediano, con poca capacidad para competir en el mercado exterior. El sector lanero, que había sido el más relevante durante el Antiguo Régimen, pasó a un segundo plano, siendo desplazado por el algodón. Los centros tradicionales de producción lanera en Castilla, como Béjar y Segovia, se trasladaron a la periferia de Barcelona.
España poseía abundantes recursos minerales, como hierro, plomo, cobre y mercurio, cerca de zonas portuarias, pero carecía de capital, conocimientos técnicos y demanda para explotarlos. Con la Ley de Minas de 1868, se buscó atraer capital extranjero, y los yacimientos pasaron a manos de compañías extranjeras que exportaban los minerales, sin que se desarrollara una industria transformadora. En siderurgia, aunque España tenía abundancia de hierro, carecía de carbón de calidad. A mediados del siglo XIX, las ferrerías se ubicaban en Málaga, pero la falta de carbón encarecía los productos. En los años 80, la industria se trasladó a Asturias y Vizcaya, donde la presencia de carbón y minas de hierro favoreció la industrialización, especialmente en el País Vasco. Se estableció un eje comercial entre Bilbao y Gran Bretaña.
En cuanto a energía, el carbón español era de baja calidad, y su consumo solo creció en la segunda mitad del siglo debido al impulso del ferrocarril, la navegación a vapor y la industrialización. La industrialización en España fue limitada, con solo dos focos principales: la industria textil en Cataluña y la siderúrgica en el País Vasco. Ambos sectores fueron poco competitivos, pero se sostuvieron gracias a la política proteccionista del gobierno, que imponía altos aranceles para proteger la industria nacional, aunque a costa de cerrar el mercado al progreso.
La industria española dependía en gran medida de capital extranjero, especialmente en aspectos técnicos, financieros y energéticos. Además, la capacidad productiva era baja y el mercado interno era débil, ya que la mayoría de la población tenía una capacidad adquisitiva limitada, lo que reducía la demanda nacional.
La orografía de España dificultaba el transporte de mercancías y personas, con montañas que separaban el interior y la falta de ríos navegables. A partir de 1840, se mejoraron caminos, carreteras y transportes, reemplazando bueyes por caballos y creando servicios de diligencias y postas. El ferrocarril, que revolucionaba Europa, fue la esperanza para mejorar las infraestructuras. A finales de 1840, se comenzó a construir la red ferroviaria, impulsada por la Ley General de Ferrocarriles de 1855, pero las concesiones fueron dominadas por empresas extranjeras, y la red no alcanzó los objetivos debido a problemas de rentabilidad y conexiones limitadas con Europa.
En el transporte marítimo, también hubo mejoras significativas con la incorporación de barcos de vapor y veleros rápidos como los clíppers. Los puertos de Cádiz, Barcelona, Santander, Bilbao, Málaga y La Coruña fueron los principales focos de comercio. El comercio español no tenía un mercado interior unificado debido a restricciones del Antiguo Régimen, y tras perder las colonias, se centró en Europa, con un déficit comercial. Para proteger la industria nacional, se adoptaron políticas proteccionistas, mientras los librecambistas abogaban por la menor intervención estatal. En la banca, se fundó el Banco de España en 1856 y se introdujo la peseta en 1868. Tras 1898, la repatriación de capitales de las colonias impulsó el sector bancario, dando lugar al Banco Hispano Americano.