Portada » Derecho » Revoluciones y Doctrinas de las Libertades: Un Análisis Profundo
La cultura de las libertades que encontramos en las revoluciones es de tipo **individualista** y **contractualista**. Las revoluciones señalan, de distinto modo y con diferente intensidad, el momento en que en el centro del ordenamiento jurídico se pone al individuo como sujeto único de derecho, titular de derechos en cuanto tal, como individuo. Esto sirve tanto en la esfera de las libertades civiles, las «negativas», constituyendo un espacio civil-económico en el que el individuo reivindica derechos de autonomía frente al poder público, como en la esfera de las libertades políticas, las «positivas».
El individualismo puede traducirse en privatismo económico, es decir, en una situación tal que en la base del edificio político común está solo y exclusivamente un contrato de garantía o una relación de aseguración mutua entre individuos propietarios.
Pero aún más evidente es la posible degeneración del individualismo y del contractualismo en sentido voluntarista, en una dirección que acaba haciendo depender todo el edificio público de la variable voluntad de los individuos ciudadanos.
Tendrán óptima fortuna las imágenes de un poder público soberano fuerte, capaz de trascender en el tiempo las voluntades de los que lo han fundado o que de vez en cuando son llamados a ejercitarlo.
En el caso de la revolución francesa se asiste a la formación de una cultura de las libertades que resulta de una combinación entre el modelo individualista y contractualista, de una parte, y el estatalista de otra.
Para convencerse de esto, basta leer con atención la Declaración de derechos de 1789. En ella, en contraposición con el pasado del antiguo régimen, existen sólo dos valores político-constitucionales: el individuo y la ley como expresión de la soberanía de la nación. Al artículo 2, que establece: «El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre», responde el artículo 3, que establece: «El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación. Ninguna corporación o individuo puede ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella».
Los derechos naturales individuales y de la soberanía nacional ambas se toman como hijas del mismo proceso histórico, que al mismo tiempo que libera al individuo de las antiguas ligaduras del señor-juez o del señor-recaudador, libera también al ejercicio del poder público en nombre de la nación de las nefastas influencias en sentido disgregante y particularista de los poderes feudales y señoriales.
La concentración de *imperium* en el legislador intérprete de la voluntad general aparece, en primer lugar, como máxima garantía de que nadie podrá ejercer poder y coacción sobre los individuos sino en nombre de la ley general y abstracta.
En la Declaración de derechos la palabra «ley» contiene inseparablemente junto al significado de límite al ejercicio de las libertades, de sumisión, el de garantía de que los individuos ya no podrán ser ligados por ninguna forma de autoridad que no sea la del legislador intérprete legítimo de la voluntad general. La misma ley, hace posible las libertades de todos como individuos frente a las antiguas discriminaciones de estamento.
El artículo 5: «Todo lo que no está prohibido por la ley no puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena». Atribuye a la ley el formidable poder de prohibir, de impedir, de obligar y de ordenar.
La cultura de la libertad y de los derechos de la revolución francesa todo el proyecto revolucionario se construye a través de la contraposición radical al pasado del antiguo régimen, en la lucha contra la doble dimensión del privilegio y del particularismo y, por lo tanto, a favor de los nuevos valores constitucionales: fundamentalmente, los derechos naturales individuales y la soberanía de la nación.
Tal filosofía de los poderes públicos y su consecuente organización no era en absoluto posible en la situación francesa de 1789, por una serie de motivos sobre los cuales conviene aquí detenerse.
En primer lugar, hubiera sido necesario que los constituyentes franceses pudieran concebir su trabajo como obra de reforma de la monarquía en sentido constitucional, sobre la estela de la *Glorious Revolution* inglesa del siglo anterior. Con la Constitución de 1791 se acordó rápidamente que la monarquía no podía constituir, como en el modelo británico del *King in Parliament*, el primer elemento del parlamento, franqueada por los *Lords* y por los *Commons* y junto a ellos expresión del gobierno equilibrado o moderado.
Los constituyentes franceses rechazaron resueltamente la hipótesis de un veto absoluto del monarca sobre los actos de la asamblea legislativa, ya que el carácter absoluto del veto hacía que la voluntad del monarca se convirtiera en necesaria, al igual que la de la asamblea, para producir la máxima fuente de derecho, la ley, reproduciendo así la lógica británica. En lugar del veto absoluto se eligió, como solución de compromiso, un veto suspensivo que el monarca era llamado a ejercer desde fuera de la asamblea, como jefe de un poder ejecutivo a su vez fuertemente debilitado por la Constitución de 1791, privado casi del todo de poderes normativos autónomos, encaminado a la ejecución, lo más mecánicamente posible, de la ley querida por la asamblea.
En segundo lugar, los constituyentes franceses no tenían la posibilidad de introducir en su modelo constitucional el segundo elemento de la solución británica del gobierno equilibrado y moderado: el elemento aristocrático. La revolución francesa descarta rápidamente la hipótesis del bicameralismo histórico, es decir, de un bicameralismo que tiene su origen en la necesidad de equilibrar en sí el elemento aristocrático y el democrático, diferenciando oportunamente en este sentido las modalidades de acceso a ambas cámaras.
Resumiendo, se puede decir que la aproximación historicista a la problemática de los derechos y libertades era imposible en la revolución francesa también por el hecho de que ésta no podía o no quería construir una organización de poderes que correspondiese al ideal británico, orientado de manera historicista, del gobierno equilibrado o moderado. En vez de esta última solución la revolución impone una dimensión vertical, que se manifiesta en la relación, precisamente vertical, entre la unidad de la nación o del pueblo y la expresión institucional de tal unidad en las asambleas legislativas. La lógica francesa estima que tiene que enfrentarse también con la sociedad de los individuos políticamente activos, es decir, con una sociedad que aparece esta vez de forma unitaria y artificial como pueblo o nación, soberanamente titular del poder constituyente, y piensa entonces que el primer problema del gobierno no es equilibrar, sino más bien expresar y representar la soberanía del pueblo o nación.
La gran novedad llevada a cabo por la revolución francesa fue la de hacer aparecer en su autonomía, una sociedad civil unificada en la perspectiva de la voluntad política constituyente, como pueblo o nación.
En la Declaración de derechos de 1789 está la idea de la preestatalidad de los derechos naturales individuales, claramente contenida en los dos primeros artículos de la Declaración, El artículo diecisiete, que proclama la propiedad como «derecho inviolable y sagrado». O el dieciséis, quizás el más conocido, que individualiza precisamente en la «garantía de los derechos» el núcleo esencial de un régimen.