Portada » Filosofía » Evolución del Concepto del Ser Humano: De la Filosofía Clásica a la Modernidad
El racionalismo y el empirismo (siglo XVII) son las dos corrientes de pensamiento herederas del Renacimiento y del nacimiento de la ciencia moderna. Para el racionalismo, la clave de todo conocimiento (incluido el ser humano) se encontraba en el correcto uso de la razón. Para los empiristas, en cambio, lo fundamental era no traspasar los límites de la experiencia sensible. Para Descartes, padre del racionalismo moderno, el ser humano no es una sustancia única, sino un compuesto de dos sustancias radicalmente distintas. El cuerpo es una máquina sometida a leyes mecánicas que determinan todas sus acciones. El alma es pensamiento que se despliega de forma autónoma e independiente.
Esta distinción permitió a Descartes explicar la existencia de la libertad humana al tiempo que mantenía el carácter determinista del mundo material exigido por la nueva ciencia. La realidad, pues, queda dividida en dos ámbitos diferenciados: el material y el espiritual. Pero… ¿Cómo se comunican? ¿Cuál es la conexión del cuerpo con el alma? Descartes no encontró una respuesta a estas preguntas.
Para los empiristas (Hobbes, Locke y Hume) la pregunta teórica por el ser humano fue sustituida por intentar resolver el problema práctico de determinar los límites y posibilidades de nuestro conocimiento de la realidad y de nuestra acción moral y política.
Thomas Hobbes planteó que el ser humano, en su estado de naturaleza previo a la organización social, es un ser egoísta y violento, y existe una lucha de todos contra todos (“el hombre es un lobo para el hombre”). De este modo, el ser humano busca en la sociedad la paz y seguridad para poder desarrollarse.
Hasta el Renacimiento, nos habíamos visto a nosotros mismos como seres superiores hechos a la imagen de Dios. De ahí en adelante, el ser humano ha tenido que soportar tres humillaciones que han tambaleado aquella seguridad y confianza:
El desconcierto provocado por esta triple humillación hizo surgir con más fuerza que nunca la necesidad de responder a las preguntas: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es su verdadera esencia? La respuesta es la tarea de la antropología filosófica.
La antropología filosófica parte del cuestionamiento de su objeto de estudio: el ser humano.
Sin embargo, el mundo de lo humano no puede ser explicado tan «fácilmente» porque el hombre es libre e inteligente.
La antropología filosófica no aspira a explicar, sino a comprender todo aquello que es específicamente humano. La comprensión requiere interpretar el sentido y esto se hace siempre desde el horizonte particular de quien la realiza y que no puede dejar de influir en aquello que comprende. En la antropología filosófica no es posible la objetividad, sino la conexión entre distintas subjetividades.
En la mitología griega, antes de la aparición de la filosofía, ya se observa el interés por comprender al ser humano. Pero el mito no trata de hacer una reflexión sobre la condición humana para comprenderla, sino de ofrecer un modelo que sirva de referente.
Homero, en la Ilíada y la Odisea, nos presenta a un ser humano concebido como un héroe, capaz de afrontar todo tipo de riesgos y liderar a los suyos (por ejemplo Ulises, Hércules, Perseo o Aquiles). El objetivo al que aspira este hombre mitológico es el éxito en aquello que emprende, y el mérito y el reconocimiento son los valores supremos de este modelo de ser humano.
Para Sócrates, a diferencia de los filósofos de la naturaleza, el único universo que merece atención es el humano. En lugar de proponer modelos humanos, este pensador nos anima a seguir la inscripción del templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo”. Al conocernos a nosotros mismos, descubrimos lo humano que hay en nuestro interior y así podemos conocer al ser humano en general.
El método para esta investigación acerca de lo humano es el diálogo filosófico o mayéutica (en griego, ‘dar a luz’), y consiste en ayudar por medio de preguntas a alumbrar un saber auténtico. La verdad está en nuestro interior y la manera de buscarla es el diálogo, con uno mismo y con los demás. Sócrates no llega a ninguna conclusión acerca del ser humano, pero nos señala el camino.
Para Platón, los seres humanos somos un conjunto de alma y cuerpo. El alma tiene una naturaleza racional y es inmortal; el cuerpo, en cambio, es material y mortal. El alma humana vive atrapada en el cuerpo y su función principal es controlar las pasiones y tratar de purificarse. Tras la muerte del cuerpo, el alma podrá ascender a una realidad superior donde se encuentran los modelos perfectos (ideas o formas) de todos los seres naturales que captamos por los sentidos. Para este discípulo de Sócrates, el alma está dividida en tres partes:
Todos los seres humanos poseemos las tres partes del alma, pero predomina una de ellas, y este es el fundamento de una buena organización social; aquellos individuos en los que predomine la parte racional deben prepararse para asumir las tareas de gobierno (reyes-filósofos). Aquellos en que impere la parte irascible deberán asumir las tareas de defensa (guardianes), y los que tengan más desarrollada la parte sensible deberán encargarse de producir los bienes materiales (artesanos, comerciantes, campesinos).
Para Aristóteles, las características principales de la esencia humana son la racionalidad y la sociabilidad. Por la primera, el ser humano tiende al conocimiento de la realidad y a la búsqueda de la verdad. Por la segunda, el hombre necesita convivir con otros de su misma especie en una comunidad estructurada y organizada. No es posible ser plenamente humano si no se vive en sociedad.
Aristóteles aceptó en principio la distinción entre una parte material (el cuerpo) y otra inmaterial (el alma) en el ser humano, pero rechazó la idea de que existan por separado. El alma es lo que da forma a la materia de la que está hecho el cuerpo, que es informe e inerte. Esta concepción del alma implica su mortalidad; si el alma es lo que da vida al cuerpo, la muerte del ser humano implica la muerte de su alma.
Tras la conquista de Grecia por Alejandro Magno, comienza el periodo conocido como El helenismo. En este periodo los griegos pierden su capacidad para participar en la sociedad, en la vida pública, y esto los dejó totalmente desorientados. Surgieron entonces escuelas de pensamiento de corte individualista como el epicureísmo y el estoicismo. Ambas escuelas rechazaron la distinción platónica y aristotélica entre la parte material e inmaterial del ser humano. El alma es tan material como el cuerpo. También coincidieron en entender la labor del filósofo como aquel que ofrece una guía para alcanzar la felicidad.
Para los epicúreos, la felicidad se identificaba con el placer. El hombre se basta a sí mismo para alcanzarla, y por ello debe apartarse de la vida pública. En cambio, los estoicos consideraron que la felicidad se logra viviendo acorde con la naturaleza. Al ser la naturaleza humana esencialmente racional, la felicidad debe consistir en vivir conforme a la razón.
La concepción del ser humano vigente desde la Ilustración descansaba en dos pilares: su esencia racional y la idea de progreso. Nietzsche y Freud se encargaron de socavar el primero de esos pilares al asegurar que lo irracional era más importante que lo racional. El segundo pilar se derrumbó de forma dramática a principios del siglo XX, cuando una serie de hechos históricos puso de manifiesto que el ser humano es incapaz de asegurar el progreso del mundo que él mismo ha creado.
El desarrollo tecnológico se convirtió en una trampa, ya que las máquinas que se inventaron para servir al hombre acabaron poniendo al hombre a su servicio.