Portada » Historia » Política Exterior y Economía en la España del Siglo XVIII: Alianzas, Reformas y Comercio Colonial
La transformación de España en una potencia de segundo orden hizo que su política exterior cambiase respecto a la de los dos siglos anteriores. Durante el siglo XVIII, sus principios básicos fueron la alianza con Francia y la defensa de los intereses españoles en América.
La nueva dinastía reinante dio un viraje radical a la política internacional española. Ya no había que defender los territorios de la Corona en Europa y la defensa del catolicismo quedó en otras manos en momentos en que se atemperaron las disputas religiosas. Las nuevas orientaciones internacionales estuvieron presididas por la amistad con Francia, con la que ahora existía parentesco de las familias reinantes en ambas monarquías. La segunda característica fue la enemistad con Gran Bretaña. España se dejó arrastrar por las numerosas disputas entre estas dos potencias.
La política exterior de Felipe V se orientó a la recuperación de los territorios perdidos por el Tratado de Utrecht. Los ministros Alberoni y Ripperdá dirigieron este proyecto con el propósito de que los territorios italianos retornasen de manos austriacas a las españolas.
A partir de 1728 y hasta la muerte del Rey en 1746, el ministro Patiño propició la aproximación a Francia, que se plasmó en la firma de los dos primeros Pactos de Familia con los Borbones franceses en 1733 y en 1743. Un fruto de estos acuerdos fue el acceso de dos hijos de Felipe V a tronos italianos: el futuro Carlos III fue nombrado rey de Nápoles-Sicilia en 1734 y su hermano Felipe accedió al ducado de Parma-Plasencia en 1748. Esta orientación italiana de la política exterior española tenía su origen en el interés de la segunda esposa de Felipe V por situar a sus hijos en posesiones italianas.
Los dos primeros Pactos de Familia, cuyo principal objetivo fue contrarrestar el peligro de la flota británica en las colonias americanas, no dieron resultados significativos y durante el reinado de Fernando VI se adoptó una política exterior más neutral y pacífica.
A partir del acceso al trono de Carlos III, España volviera a involucrarse en la política europea. En 1761 se firmó el tercer Pacto de Familia que llevó a España a participar en varias guerras junto a Francia contra Gran Bretaña. Estos enfrentamientos supusieron un coste enorme para las arcas de la monarquía. España participó junto a Francia a favor de las colonias sublevadas contra Gran Bretaña en la Guerra de la Independencia americana; la derrota británica permitió a España recuperar, por la Paz de Versalles de 1783, parte de las pérdidas que había tenido antes frente a Gran Bretaña: Menorca y Florida.
Cuando parecía que las relaciones con Francia permitían a España mejorar su situación internacional, el estallido de la Revolución Francesa en 1789, puso a la corona española en una difícil situación: o apoyaba a Gran Bretaña contra la revolución, o continuaba su alianza con una Francia revolucionaria.
Durante el reinado de Carlos IV (1788-1808) la política exterior española pasó del enfrentamiento con la Francia revolucionaria hasta 1795 a la alianza con esta nación a partir de 1797. Esto supuso nuevos enfrentamientos con Gran Bretaña y acabó teniendo resultados desastrosos que terminaron con la invasión de España por el ejército de Napoleón, lo que provocó la Guerra de la Independencia en 1808.
La regeneración de España tras los efectos negativos de la Guerra de Sucesión pasaba por revitalizar la economía. La Corona y sus gobiernos impusieron sus deseos reformadores para conseguir superar el estado catastrófico en que se encontraba la economía española después de los últimos Austrias. Se intentó aprovechar el periodo de bonanza económica por el que atravesó Europa durante esa centuria. Pero ese espíritu reformador fue siempre limitado.
La tierra continuó formando la base de la economía española y España continuó siendo un país rural. El siglo XVIII fue un periodo de crecimiento de la producción agraria. Este aumento no se debió a una producción intensiva gracias al uso de técnicas más modernas, sino que se basó en la extensión de las tierras cultivadas. Hubo algunos ejemplos de ampliación de regadíos, como la construcción del Canal de Castilla y el Canal de Aragón. Los métodos de trabajo en el campo siguieron siendo los tradicionales y fueron poco eficientes. El barbecho aún estaba presente en la geografía agraria española y los cultivos apenas variaron respecto a épocas anteriores, salvo la expansión del maíz y la patata en Galicia y en Asturias, o de la vid en Cataluña y en Valencia.
La propiedad de la tierra se concentraba en manos de la Iglesia, la nobleza, los municipios, la Corona y, en menor medida, de pequeños y medianos propietarios. En Cataluña o en Galicia los campesinos tenían contratos de duración muy larga, que les permitían disponer en gran medida de la tierra según su interés. En Castilla o en Andalucía predominaban los arrendamientos a corto plazo o la explotación por medio de jornaleros, lo que favorecía el control efectivo de sus tierras por parte de la nobleza y de los propietarios eclesiásticos.
La estructura de la propiedad impedía el crecimiento de la producción, ya que la mayor parte de la tierra estaba en manos de la Iglesia como propiedad amortizada o vinculada a casas nobiliarias y a concejos, eran propiedades fuera del mercado imposibilitadas de ser capitalizadas o mejoradas.
Diferentes intelectuales y ministros ilustrados propusieron reformar las estructuras agrarias. Durante el reinado de Carlos III, Olavide y Jovellanos elaboraron sendos informes para un proyecto de Ley Agraria iniciado en 1766 bajo la dirección de Campomanes, en los que se proponían reformas tendentes a limitar la amortización, liberalizar la propiedad y el cercamiento de tierras, etc.
En Extremadura, Andalucía y La Mancha se aplicó un innovador programa de reforma agraria, que repartió tierras comunales entre los campesinos. Cientos de jornaleros y pequeños propietarios consiguieron tierras y ayudas económicas del Estado para comprar aperos de labranza, simientes y viviendas. Bajo la dirección de Olavide se llevaron a cabo repoblaciones de territorios despoblados en Sierra Morena. Este proyecto fue el más importante de la política agraria.
Más de veinticinco mil familias vivían de la pesca. La importancia económica de esta actividad era destacada. Cubría las necesidades proteínicas en los largos periodos de abstinencia de carne. Se pueden delimitar grandes áreas pesqueras:
La industria siguió siendo artesanal. Se mantenía el estricto orden gremial, con sus talleres con sus severas reglamentaciones; su tecnología elemental y una producción para el mercado local o regional.
Comenzaron a surgir algunos tímidos ejemplos de formas diferentes de producción industrial. La industria doméstica ya estaba presente en las ferrerías vascas, en la fabricación de la seda valenciana o en el textil catalán. También apareció en el siglo XVIII la concentración de capital y mano de obra abundante en un edificio. Algunos ejemplos de este tipo de industria fueron de iniciativa estatal, como las manufacturas reales, destinadas a la producción de determinados artículos y a fomentar la competitividad con el extranjero o a estimular la iniciativa de los particulares para la creación de nuevas manufacturas como los arsenales de Cartagena y Ferrol o las fábricas de objetos de lujo para abastecer a las clases privilegiadas. Hubo algunos casos en los que la iniciativa privada impulsó la construcción de fábricas de considerable tamaño. Estas industrias representaban una novedad, ya que actuaban al margen de los gremios e implicaban la concentración de capital y trabajo dirigido por un empresario.
El comercio fue la principal preocupación económica de los ilustrados reformistas, pues lo consideraban el motor de la modernización de España. Fue el sector que más creció durante este siglo. Se crearon juntas de comercio y consulados, y compañías comerciales que disfrutaban de privilegios en el comercio colonial, como la Compañía de Caracas o de Barcelona. Un factor que estimuló la actividad comercial fue el progresivo esplendor económico de las colonias ultramarinas y el final del monopolio que tenía la Casa de Contratación. Los decretos de Libertad de Comercio de 1765 y 1778 autorizaron a todos los puertos españoles a comerciar con las colonias.
Esta visión dinámica del comercio español no debe hacer olvidar que los cambios solo fueron parciales, ya que en el comercio interior se mantenían numerosas trabas, como la pervivencia de las aduanas interiores o las dificultades en el transporte.