Portada » Historia » La Desamortización en España: Transformación y Consecuencias
La desamortización fue un largo proceso de transformación de las formas de propiedad del Antiguo Régimen iniciado en España a finales del siglo XVIII. Consistió en expropiar por parte del Estado las tierras y bienes en poder de las llamadas «manos muertas», casi siempre la Iglesia Católica y los municipios, para ponerlas en el mercado, mediante una subasta pública. Su finalidad fue acrecentar la riqueza nacional y crear una clase de propietarios que apoyaran el liberalismo.
La desamortización se convirtió en la principal arma política con la que los liberales modificaron el régimen de la propiedad del Antiguo Régimen para implantar el nuevo Estado burgués. No afectó a los bienes de la nobleza, que conservó sus bienes o los acrecentó a través de medidas como la supresión de los mayorazgos de 1836 y la abolición del régimen señorial de 1837, con los que consiguieron la propiedad privada de tierras sobre las que no siempre tuvieron pleno derecho.
Ya en el reinado de Carlos III apareció la crítica a la amortización de bienes por parte de los ilustrados, con Godoy y la deuda pública obligaron al ministro a iniciar la desamortización. Se declararon en venta los bienes eclesiásticos. Durante la Guerra de Independencia las Cortes de Cádiz realizaron una legislación para la supresión de conventos y órdenes religiosas y de puesta en venta de sus propiedades. La restauración del absolutismo en 1814 significó la anulación de estas medidas y la devolución de los bienes vendidos. En el Trienio Liberal volvieron a entrar en vigor las decisiones de las Cortes de Cádiz, pero en 1823 retornó el régimen absolutista, y Fernando VII obligó a restituir los bienes vendidos.
A partir de 1833 el proceso de desamortización se precipitó por varias causas: la guerra carlista obligaba al Estado a obtener recursos para financiarla; se difundió en el país un clima anticlerical, a causa del apoyo del clero al bando carlista; y la presión para que se le devolviera sus bienes.
En esta situación y con un Gobierno Progresista se publicó la primera ley desamortizadora, la de Mendizábal, en febrero de 1837 se declaraban en venta todos los bienes pertenecientes al clero regular. Sus objetivos eran: sanear la Hacienda, financiar la guerra carlista y convertir a los nuevos propietarios en defensores del trono de Isabel II y el liberalismo. Los pequeños labradores no pudieron entrar en las pujas y las tierras fueron compradas por nobles y burgueses adinerados, que tenían liquidez, sabían pujar y podían controlar fácilmente las subastas, de forma que no pudo crearse una clase media en España que sacase al país de su atraso.
Bajo la regencia de Espartero, se desamortizaron también los bienes del clero secular. Con la vuelta de los moderados, en 1844, se suspendieron las subastas. Entre 1836 y 1844 se habían vendido el 62% de las propiedades de la Iglesia.
Es cierto que podría haberse llevado adelante la desamortización con más rendimiento para el Estado, haberse aprovechado para repartir la tierra entre los campesinos, no se buscaba ni un reparto de las tierras ni una reforma agraria, sino beneficiar a la élite financiera y comercial. El Estado recaudó unos 4500 millones de reales, sólo 500 fueron en dinero y la deuda ascendía ya por entonces a unos 14000 millones.
El Bienio progresista establecía la venta en subasta pública de toda clase de propiedades rústicas y urbanas pertenecientes al Estado, a la Iglesia, los propios y baldíos de los Municipios. La Ley Madoz se desarrolló a gran velocidad. Entre 1855 y 1856 se subastaron fincas rústicas y urbanas por un valor cercano a los 8000 millones de reales. El dinero se destinó a amortizar la deuda y a cubrir las necesidades de la Hacienda así como a financiar la construcción de la red de ferrocarriles.
El desmantelamiento casi completo de la propiedad de la Iglesia y de sus fuentes de riqueza. La Iglesia había dejado de ser el estamento privilegiado, aunque conservaba su enorme influencia en las mentalidades y en la educación, que casi monopolizaba.
No resolvió el problema de la deuda, pero sí contribuyó a atenuarlo y se pusieron a tributar una enorme cantidad de propiedades que hasta entonces habían permanecido exentas, aumentando así los ingresos de la Hacienda.
No produjo un aumento de la producción agraria. Los nuevos propietarios, en general, no emprendieron mejoras, sino que se limitaron a seguir cobrando las rentas y las incrementaron, al sustituir el pago de los derechos señoriales y diezmos por nuevos contratos de arrendamiento.
La desamortización provocó un reforzamiento de la estructura de la propiedad de la tierra: acentuó el latifundismo en Andalucía y Extremadura y el minifundismo en el Norte.
En las ciudades, como la mayoría de los inmuebles estaban en el centro urbano, la desamortización contribuyó a un urbanismo discriminador. La alta burguesía acaparó los mejores edificios del centro, excluyendo a las clases medias, confinadas en las viejas viviendas, y dejando para los obreros los arrabales de la periferia.
La eliminación de la propiedad comunal y de lo que quedaba de la eclesiástica, un agravamiento considerable de la situación económica del campesinado y una ruptura de las relaciones con la Iglesia.
Muchos campesinos se vieron privados de unos recursos que contribuían a su subsistencia.
Los municipios perdieron parte importante de sus ingresos que destinaban a la beneficencia o la enseñanza.
En conjunto, se calcula que de todo lo desamortizado, el 30% pertenecía a la Iglesia, el 20% a beneficencia y un 50% a los municipios. Se cambió el régimen de propiedad, pero no se propició la revolución agrícola que mejorase rendimientos y liberase mano de obra para hacer posible la revolución industrial.