Portada » Español » Historia de la Literatura Española: De 1888 a 1974
A finales del siglo XIX, surge un descontento ante la crisis política y económica. Se busca una renovación literaria que supere el Realismo. Los escritores de fin de siglo, luego divididos en modernistas y noventayochistas, compartían este deseo. El Modernismo, llegando desde Hispanoamérica con Rubén Darío (Azul, Prosas profanas, Cantos de vida y esperanza), se inspira en el Parnasianismo y Simbolismo franceses. Busca la belleza formal, evadiéndose al pasado, a lugares exóticos o cosmopolitas (Modernismo exterior), o explorando la intimidad del poeta (Modernismo intimista).
Renovó el lenguaje poético con recursos fónicos, léxico sugerente, adjetivación ornamental, sinestesias, imágenes y símbolos. Enriqueció la métrica con versos alejandrinos, dodecasílabos, eneasílabos y pies métricos griegos. Antonio Machado (Soledades), Juan Ramón Jiménez (Arias tristes, Jardines lejanos), Francisco Villaespesa, Salvador Rueda y Manuel Machado (Alma, Cante hondo) son ejemplos de modernistas intimistas.
Preocupados por la situación española, los escritores del 98 abordan el “tema de España”, la historia como “intrahistoria”, el anhelo de europeización, la tierra castellana y temas existenciales. Su estilo, influenciado por la literatura medieval y clásica, y Larra, rechaza el prosaísmo del Realismo y la retórica, buscando la sobriedad expresiva. El subjetivismo y las palabras tradicionales son características comunes.
En novela, la historia pasa a segundo plano, compartiendo protagonismo con elementos ensayísticos o líricos. Unamuno (Niebla, San Manuel Bueno, mártir, La agonía del cristianismo), Azorín (La voluntad), Baroja (El árbol de la ciencia, La busca) y Valle-Inclán (Los cruzados de la causa, Tirano Banderas, La corte de los milagros) son figuras clave.
A principios del siglo XX, los novecentistas (o Generación del 14) se distancian del Modernismo y la Generación del 98. Buscan una expresión más sobria, rechazando la subjetividad y propugnando un arte más intelectual. Cultivan el ensayo (Ortega y Gasset, La deshumanización del arte, La España invertebrada), la poesía (Juan Ramón Jiménez, Diario de un poeta recién casado, Eternidades) y la novela (Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala). Ramón Gómez de la Serna, con sus greguerías, es una figura inclasificable.
Las vanguardias, corrientes artísticas y literarias diversas y efímeras, buscan la originalidad y la rebeldía. Se caracterizan por la deshumanización del arte, el antirrealismo, el irracionalismo y la experimentación estética. El Futurismo, el Cubismo, el Dadaísmo y el Surrealismo son ejemplos. En España, Ramón Gómez de la Serna difundió estas vanguardias. El Creacionismo (Vicente Huidobro, Gerardo Diego) y el Ultraísmo (Guillermo de Torre) son movimientos vanguardistas españoles.
La Generación del 27 (Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Dámaso Alonso, Miguel Hernández) fue influida por las Vanguardias, pero no rompió con el arte precedente. Admiraban a Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Rubén Darío y Bécquer, y el arte clásico de los Siglos de Oro, especialmente Góngora. Combinaron el cultismo y el popularismo, el intelectualismo y la expresión del sentimiento.
Renovó el lenguaje poético a través de la imagen, utilizando tanto la métrica tradicional como el verso libre. Pedro Salinas (La voz a ti debida), Jorge Guillén (Cántico, Clamor), Gerardo Diego (Manual de espumas, Soria), Federico García Lorca (Romancero gitano, Poeta en Nueva York, Sonetos del amor oscuro), Rafael Alberti (Marinero en tierra, Cal y canto, Sobre los ángeles, Entre el clavel y la espada), Miguel Hernández (El rayo que no cesa), Vicente Aleixandre (La destrucción o el amor, Sombra del paraíso, Historia del corazón) y Luis Cernuda (La realidad y el deseo) desarrollaron estilos únicos.
El teatro anterior a 1939 se divide en teatro con éxito y teatro innovador. La comedia burguesa o benaventina (Jacinto Benavente, Los intereses creados, La malquerida), el teatro poético o histórico-modernista en verso (Eduardo Marquina, Francisco Villaespesa) y el teatro cómico (Carlos Arniches, El santo de la Isidra, La señorita de Trevélez; Álvarez Quintero, Mariquilla Terremoto; Pedro Muñoz Seca, La venganza de don Mendo) tuvieron gran aceptación.
Valle-Inclán, con su esperpento (Divinas palabras, Luces de bohemia, trilogía “Martes de carnaval”), y Federico García Lorca, con sus comedias imposibles (El público, Así que pasen cinco años) y tragedias rurales (Bodas de sangre, Yerma, La casa de Bernarda Alba), fueron los renovadores del teatro de la época.
Autores como Agustín de Foxá (Madrid, de corte a checa), Rafael García Serrano (La fiel infantería), José María Gironella (Un millón de muertos) y Gonzalo Torrente Ballester (Javier Mariño) abordaron la Guerra Civil. El realismo existencial, con amargura, reflejó la tristeza de la vida cotidiana (Carmen Laforet, Nada; Miguel Delibes, La sombra del ciprés es alargada, El camino). El tremendismo (Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte) seleccionó los aspectos más duros de la realidad.
La nueva situación política y económica de los años 50, junto con influencias extranjeras (neorrealismo italiano, existencialismo francés), permitió el desarrollo de premios literarios y nuevas editoriales. El realismo social continuó la tradición realista, sustituyendo el protagonista individual por el colectivo. El conductismo o realismo objetivo reflejó la conducta externa de los personajes (Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama; Camilo José Cela, La colmena). Miguel Delibes (La hoja roja), Ignacio Aldecoa, Juan Goytisolo, Juan García Hortelano, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Alfonso Grosso, Jesús López Pacheco y Álvaro Cunqueiro (Merlín y familia) son otros autores representativos.
El agotamiento de la fórmula realista y la influencia de grandes narradores llevaron a la experimentación. La publicación de Tiempo de silencio (Luis Martín Santos) marcó un punto de inflexión. Miguel Delibes (Cinco horas con Mario) y Camilo José Cela (San Camilo 1936, Oficio de tinieblas 5) continuaron innovando. Gonzalo Torrente Ballester (La saga/fuga de J.B.) también exploró nuevas técnicas narrativas.
En los años 40, se desarrolló un teatro sin pretensiones de renovación, continuando la alta comedia al estilo benaventino (José María Pemán, Joaquín Calvo Sotelo, Juan Ignacio Luca de Tena, Edgar Neville, Alfonso Paso). También hubo una corriente de teatro cómico vinculada al teatro del absurdo (Eugène Ionesco, La cantante calva), con autores como Enrique Jardiel Poncela (Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Eloísa está debajo de un almendro) y Miguel Mihura (Tres sombreros de copa). En el exilio destacaron Alejandro Casona (La dama del alba) y Max Aub (San Juan).
En los años 50, apareció un teatro que se cuestionaba el sentido de la vida, con intención crítica. Antonio Buero Vallejo (Historia de una escalera) y Alfonso Sastre (Escuadra hacia la muerte) marcaron el nuevo rumbo, junto con José Martín Recuerda (Las salvajes en Puente San Gil) y Lauro Olmo (La camisa).
En los años 60 y 70, un grupo de autores exploró el teatro experimental, incluyendo el teatro del absurdo y el teatro de la crueldad (Eugène Ionesco). El teatro independiente (Els Joglars, Els Comediants) surgió con autores como Fernando Arrabal (El cementerio de automóviles) y Francisco Nieva (Pelo de tormenta). Con la democracia, se enfatizó el teatro de director y surgieron grupos independientes y un teatro alternativo.
Autores como José Sanchís Sinisterra (¡Ay, Carmela!), José Luis Alonso de Santos (Bajarse al moro), Fernando Fernán Gómez (Las bicicletas son para el verano) y Antonio Gala (Petra Regalada) trataron temas contemporáneos con una estética realista y renovación formal.
En los años 40, la poesía se rehumanizó, alejándose de los juegos vanguardistas. La poesía arraigada (José García Nieto, Dionisio Ridruejo, Leopoldo Panero, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco) usaba la métrica clásica para tratar sentimientos. La poesía desarraigada (Dámaso Alonso, Hijos de la ira; Victoriano Crémer, Eugenio de Nora, Blas de Otero, Ángel fieramente humano, Redoble de conciencia) abordaba temas existenciales y religiosos.
También surgieron el Postismo y el grupo Cántico de Córdoba (Ricardo Molina, Pablo García Baena, Juan Bernier).
La poesía social, paralela a la novela y el teatro, buscaba comunicar y transformar el mundo. Gabriel Celaya (Cantos íberos), Blas de Otero (Pido la paz y la palabra) y José Hierro (Quinta del 42) son ejemplos.
La poesía del conocimiento y de la experiencia fue más intimista, enraizada con los problemas personales. Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Carlos Sahagún, Claudio Rodríguez (Don de la ebriedad), Francisco Brines, Rafael Morales (Canción sobre el asfalto), Ángel González (Grado elemental), José Ángel Valente (La memoria y los signos) son algunos de sus representantes.
Los Novísimos (Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, José María Álvarez, Félix de Azúa, El velo en el rostro de Agamenón, Pere Gimferrer, La muerte en Beverly Hills, Luis Antonio de Villena, Antonio Colinas, Truenos y flautas en un templo, Luis Alberto de Cuenca) buscaban la innovación a través del esteticismo y el culturalismo.
En los últimos años del siglo XX, surgieron diversas tendencias: poesía de la experiencia (Luis García Montero, Habitaciones separadas, Mañana será lo que Dios quiera; Jon Juaristi), neosurrealismo (Blanca Andreu, De una niña de provincias que se vino a vivir a un Chagal), neorromanticismo (Antonio Colinas, Noche más allá de la noche), poesía minimalista o conceptualista (Jaime Siles, Música de agua) y poesía sensual o del nuevo erotismo (Ana Rossetti, Indicios vehementes).
En la primera mitad del siglo XX, la narrativa hispanoamericana era realista (José Eustasio Rivera, La vorágine; Rómulo Gallegos, Doña Bárbara; Ciro Alegría, El mundo es ancho y ajeno; Mariano Azuela, Los de abajo). A partir de los años 40, se adoptan técnicas de la narrativa europea y norteamericana, renovando los temas y buscando la identidad nacional. Aparecen figuras individuales en crisis existencial, la realidad y la fantasía se entremezclan, y se utilizan múltiples perspectivas narrativas y dislocaciones temporales.
Autores como Miguel Ángel Asturias (El Señor Presidente), Alejo Carpentier (El reino de este mundo), Jorge Luis Borges (Ficciones, El Aleph) y Juan Rulfo (Pedro Páramo) fueron renovadores. El “boom” de la narrativa hispanoamericana (años 60) popularizó autores como Mario Vargas Llosa (La ciudad y los perros), Julio Cortázar (Historias de cronopios y de famas, Rayuela), y Gabriel García Márquez (Cien años de soledad), y Carlos Fuentes (La muerte de Artemio Cruz). A partir de los años 70, la complejidad técnica se reduce, pero aparecen nuevos autores como Isabel Allende (La casa de los espíritus), Antonio Skármeta (Ardiente paciencia) y Laura Esquivel (Como agua para chocolate).