Portada » Filosofía » Evolución del Pensamiento Político Cristiano: De la Teocracia a la Autonomía del Estado
San Agustín de Hipona, uno de los Padres de la Iglesia, desarrolló una teoría política en la que la Iglesia tiene preeminencia sobre el Estado. Para Agustín, la Iglesia no solo representa el poder divino en la Tierra, sino que también actúa como una entidad política con territorios y autoridad, similar a una monarquía medieval absoluta. Esta estructura le permite al papado hacer la guerra, conquistar territorios y sufrir agresiones como cualquier otro Estado.
Agustín sostenía que la ley divina debe inspirar la ley humana. Desde su perspectiva neoplatónica, combinaba la tradición del derecho romano con la fe cristiana. Creía que un buen gobernante es aquel que guía a sus ciudadanos hacia la virtud cristiana, establecida por la Iglesia. Esta concepción sustituye la virtud y la razón humana de la que hablaba Aristóteles por la virtud cristiana. Para Agustín, toda ley humana debe responder al criterio de legitimidad de la Iglesia; de lo contrario, sería contraria al cristianismo. Así, los gobernantes que se alejan de la virtud cristiana no solo son malos gobernantes, sino también herejes, y el Papa tiene la potestad de excomulgarlos.
En su obra «La Ciudad de Dios», Agustín presenta un dualismo ontológico, distinguiendo entre la Civitas Dei (Ciudad de Dios) y la Civitas Terrena (Ciudad Terrenal). La Civitas Dei representa el plano celestial y eterno, donde los buenos cristianos encuentran la salvación, mientras que la Civitas Terrena es el ámbito donde los seres humanos viven sus vidas temporales. Agustín también menciona el Infierno como el destino para los pecadores, reforzando la necesidad de obediencia a la autoridad eclesiástica y la búsqueda de la virtud cristiana para evitar el castigo eterno.
Agustín también desarrolló la teoría de la guerra justa, argumentando que la guerra puede ser moralmente justificada en ciertas circunstancias, como la defensa de la fe cristiana. Según Agustín, la autoridad para declarar una guerra justa reside en el Papa, quien sanciona el principio de la guerra justa. Esta justificación de la guerra bajo criterios divinos consolidó aún más el poder de la Iglesia sobre asuntos políticos y militares.
Para Agustín, gobernar implica facilitar una vida buena y virtuosa, coincidiendo en parte con Platón y Aristóteles, pero reinterpretando la virtud a través del prisma cristiano. Así, el buen gobernante es aquel que conduce a su pueblo hacia la virtud cristiana, establecida y legitimada por la Iglesia como intérprete de la voluntad divina. De esta manera, la Iglesia y el Papa detentan una posición superior al Estado en la jerarquía del poder, creando un conflicto latente entre ambos que perduró a lo largo de los siglos.
Santo Tomás de Aquino, uno de los principales pensadores escolásticos, reintrodujo el pensamiento aristotélico en el cristianismo, fusionando la razón y la fe. Para Aquino, la política debe ser entendida desde la razón, no desde lo metafísico, diferenciándose así de la visión de San Agustín. Aquino defendió que la ley humana es una construcción de la razón, inspirada por la ley natural dada por Dios. La ley natural proporciona los principios morales y éticos universales, y las leyes humanas deben guiarse por estos principios para lograr una sociedad ordenada y justa.
En su obra «Suma Teológica», Aquino reconoce la autoridad del Estado, distinguiendo entre las leyes de la Iglesia y las leyes del Estado. Mientras que la ley divina rige todo el universo y es una expresión del Todopoderoso, la ley natural es la manifestación de esta ley en el mundo humano, conocida a través de la razón. Las leyes humanas deben derivarse de la ley natural y estar en armonía con ella. Aquino consideraba que la política y las leyes humanas son esenciales para el buen funcionamiento de la sociedad y deben ser creadas mediante la razón y la observación empírica.
Aquino también se aleja de la idea de la dualidad de la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrenal de Agustín, enfocándose en la realidad del mundo. Para Aquino, la misión de la política es desarrollar la moral cristiana tomando la ley natural como base. Las leyes humanas, ya sean religiosas o seculares, deben basarse en los principios de la ley natural para ser justas. En términos de gobierno, Aquino prefería la monarquía, creyendo que la mayoría de las personas no son capaces de gobernar, y defendía la idea de un gobierno de uno o unos pocos, siempre que sus leyes estuvieran en consonancia con la ley natural.
Aquino también refinó el concepto de la guerra justa de Agustín, planteando que la guerra es a veces inevitable, pero debe tener límites morales. Para él, una guerra legítima es aquella que defiende el cristianismo y la paz cristiana, presentando una autoridad legítima y una causa justa. Este enfoque laico y racional sobre la guerra justa ha influido en el pensamiento político y ético hasta el día de hoy.
Guillermo de Ockham, un pensador nominalista y crítico del absolutismo teocrático, defendió la autonomía del Estado frente al poder papal. Ockham sostenía que la política no debía ser un simple reflejo de la voluntad divina, sino que debía basarse en la razón y la experiencia empírica. Criticó el gobierno del papado, al que consideraba corrupto y alejado del verdadero cristianismo, promoviendo una visión más empírica y racional de la política. Ockham argumentó que el poder político teocrático había llevado a malos gobiernos y conflictos, y que la Iglesia había corrompido su propia esencia cristiana al convertirse en una fuente de opresión y lujo. Defendió la idea de que el bien común debía prevalecer sobre el bien particular, y criticó al papado por alejarse de la imagen del cristianismo primitivo.
San Agustín y Santo Tomás de Aquino comparten la idea de que la política debe guiarse por principios divinos, pero divergen en cómo integrar la ley divina y la ley humana. Agustín propone una teocracia donde la ley del Estado se subordina completamente a la ley divina interpretada por la Iglesia, mientras que Aquino, aunque reconoce la ley divina, insiste en la autonomía del Estado para crear leyes humanas basadas en la ley natural. Guillermo de Ockham lleva esta autonomía un paso más allá, criticando el absolutismo teocrático y abogando por una separación más clara entre Iglesia y Estado. Mientras Agustín ve a la Iglesia como la autoridad suprema que guía e incluso controla al Estado, Aquino busca un equilibrio donde ambos poderes coexisten en armonía basada en la razón, y Ockham rechaza la supremacía papal, defendiendo una política empírica y racional. Estas diferencias reflejan la evolución del pensamiento político cristiano desde una visión teocrática hacia una mayor autonomía del Estado y el reconocimiento de la razón humana en la creación de leyes.