09
DIC
2023
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La bondad de Karl Ivanovich
La bondad de Karl Ivanovich
by estudiapuntes
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infancia
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Karl Ivanovich
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recuerdos
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El 12 de agosto de 18…
precisamente tres días después de mi cumpleaños —había cumplido
diez y me habían hecho regalos maravillosos—, a las siete de la mañana, Karl Ivanovich me despertó
al golpear una mosca por encima de mi cabeza con un matamoscas de papel.
Lo hizo de un modo tan torpe, que enganchó la imagen del ángel que colgaba en la cabecera de
la cama de roble, y la mosca me cayó en la cabeza.
Despertar inesperado
Asomé las narices por el embozo, detuve con la mano la imagen que
seguía balanceándose, eché
la mosca muerta al suelo y lancé una mirada a Karl Ivanovich con ojos adormilados, aunque llenos de
enojo.
El profesor, que llevaba una bata multicolor acolchada ceñida con un cinturón de la misma tela,
un gorrito rojo de punto con una borla, y calzaba botas de cabritilla, seguía paseando junto a las
paredes, apuntaba a las moscas y las mataba.
La bondad de Karl Ivanovich
«Admitamos que soy pequeño —pensé—, pero ¿por qué me molesta? ¿Por qué no matará las
moscas junto al lecho de Volodia? ¡Con las que hay!
Pero no, Volodia es mayor que yo; soy el más pequeño de todos, por eso me tortura.
No hace más que pensar en la manera de darme un disgusto —susurré—.
Ve perfectamente que me ha despertado y asustado, pero hace como si no se hubiese dado
cuenta…
¡Qué hombre tan repugnante!
¡Hasta su bata, su gorrito y su borla son repugnantes!»
Un gesto de bondad
Mientras mentalmente expresaba mi irritación contra Karl Ivanovich, este se acercó, miró el reloj
que pendía sobre mi lecho en un zapatito bordado de abalorios, colgó el matamoscas en un clavo y se
dirigió a nosotros en el mejor estado de ánimo, según parecía.
—»Auf, Kinder, auf… s’ist Zeit. Die Mutter ist schon im saal»— exclamó, con su bondadosa voz
de alemán.
La comprensión de Karl Ivanovich
Luego, acercándose a mí, se sentó a los pies de la cama y sacó la petaca de bolsillo.
Finjí dormir.
Karl Ivanovich aspiró rapé, se sonó y, tras chasquear los dedos, se ocupó de mí.
Riéndose, empezó a hacerme cosquillas en los talones.
—»Nu, nun, Faulenzerl!»— añadió.
Aunque temía mucho las cosquillas, no salté de la cama ni le contesté.
Limitándome a ocultar más la cabeza bajo las almohadas, di puntapiés con todas mis fuerzas y
traté por todos los medios de contener la risa.
El cariño de Karl Ivanovich
«¡Qué bueno es y cuánto nos quiere!
¡Y he sido capaz de pensar tan mal de él!»
Me sentí enojado contra mí mismo y contra Karl Ivanovich; Tuve deseos de reir y de llorar: mis
nervios estaban alterados.
—»Ach, lassen Sie, Karl Ivanovich» — exclamé con lágrimas en los ojos, asomando la cabeza
por debajo de las almohadas.
Karl Ivanovich se sorprendió y, dejando en paz las plantas de mis pies, me preguntó qué me
pasaba, si había tenido pesadillas…
La compasión de Karl Ivanovich
Su bondadoso rostro alemán y el interés que ponía en averiguar el motivo de mis lágrimas las
obligaron a deslizarse más abundantemente.
Me sentía avergonzado.
No comprendía cómo había podido no querer a Karl Ivanovich un momento antes, considerando
repugnantes su bata su gorro y su borlita.
Ahora, por el contrario, todo aquello me resultaba muy agradable; hasta la borlita parecía una
demostración evidente de su bondad.
Le dije que lloraba porque había tenido un mal sueño: había muerto «maman» y la llevaban a
enterrar.
Me lo había inventado, ya que no recordaba en absoluto lo que había soñado aquella noche.
Pero cuando Karl Ivanovich, emocionado por mi relato, trató de consolarme y apaciguarme, me
pareció que había tenido en realidad aquel terrible sueño, y las lágrimas fluyeron por otro motivo.
Una vez que Karl Ivanovich me dejó y me incorporé en la cama para ponerme las medias en mis
pequeños pies, el llanto disminuyó algo, pero no me abandonaron los pensamientos sombríos acerca
del sueño inventado.
Entró el criado Nikolai; era un hombrecillo pequeño, muy limpio y ordenado, siempre serio y
digno, gran amigo de Karl Ivanovich.
Nos traía los trajes y el calzado.
Volodia llevaba botas y yo, en cambio, unos insoportables zapatos con lacitos.
Me hubiera dado vergüenza llorar en presencia de Nikolai.
Además, el sol mañanero iluminaba alegremente las ventanas, y Volodia, remedando a María
Ivanovna, (la institutriz de nuestra hermana) reía a carcajadas tan de buena gana inclinado sobre el
lavabo, que hasta el serio Nikolai, con una toalla al hombro, el jabón en una mano y el jarro en la
otra, le dijo sonriendo:
—Basta, Vladimir Petrovich. Haga el favor de lavarse.
Con esto me puse contento.
—»Sindsiebald fertig» —resonó la voz de Karl Ivanovich desde la sala de estudios.
Su voz era severa, ya no tenía aquella entonación de bondad que me había emocionado hasta
hacer que se me saltaran las lágrimas.
En la sala de estudios, Karl Ivanovich era un hombre completamente distinto: era el preceptor.
Me vestí rápidamente, me lavé y con el cepillo en la mano, alisándome los cabellos mojados,
acudí a su llamada.
Karl Ivanovich, con los lentes puestos y un libro entre las manos, se hallaba sentado en su sitio
habitual, entre la puerta y una pequeña ventana.
A la izquierda de la puerta había dos estantitos: uno era nuestro, el de los niños, y el otro de Karl
Ivanovich, de su «propiedad».
En nuestro estante había libros de todas clases, unos de estudio y otros no; algunos colocados
verticalmente y otros caídos.
Sólo dos grandes tomos de «Histoire des voyages», encuadernados en rojo, se apoyaban
majestuosamente en la pared; los seguían libros gruesos, grandes y pequeños, cubiertas sin libros, y
libros desencuadernados.
Allí metíamos todo lo que se nos antojaba cuando Karl Ivanovich nos mandaba, antes del recreo,
que ordenáramos la biblioteca, como solía llamar de modo altisonante ese estantito.
La colección de libros del estante de su «propiedad» no era tan grande como la del nuestro, pero
sí más variada.
Recuerdo tres de ellos: un folleto alemán sobre el abono de los huertos de coles, sin encuadernar;
un tomo de
Historia
, de la Guerra de los Siete Años, encuadernado en pergamino, con una esquina
quemada, y un método completo de Hidrostática.
Karl Ivanovich se pasaba la mayor parte del tiempo leyendo; hasta se había estropeado los ojos,
pero no leía más que estos libros y «La Abeja del Norte
Entre los objetos que había en su estante, uno me lo recuerda más vivamente que ningún otro.
Era un disco de cartón, puesto sobre un pie de madera que giraba por medio de una clavija.
En aquel disco había una caricatura que representaba un peluquero y una señora.
Karl Ivanovich era muy habilidoso, había hecho esa pantalla con objeto de preservar sus débiles
ojos de una luz demasiado viva.
Me parece ver aún ante mí su alta figura con la bata de algodón y el gorrito rojo del que
asomaban sus cabellos ralos, grises.
Lo veo sentado ante la mesita en que está la pantalla, con la estampa que proyecta sombra en su
rostro; con una mano sujeta el libro; la otra descansa en el brazo del sillón; junto a él hay un cazador
pintado en la esfera, un pañuelo a cuadros, una petaca negra, redonda, el estuche verde de sus lentes y
unas pinzas en una bandejita de mimbre.
Las cosas están colocadas en su sitio con tanto orden y esmero, que sólo por eso puede deducirse
que Karl Ivanovich tiene el alma y la conciencia tranquilas.
A veces, cuando estaba harto de correr por la sala de abajo, subía de puntillas, furtivamente, al
cuarto de estudios.
Veía a Karl Ivanovich sentado en la butaca leyendo con expresión tranquila y majestuosa alguno
de sus libros preferidos.
A veces, lo sorprendía en un momento en que no leía: tenía los lentes en la punta de la gran nariz
aguileña y sus ojos azules entornados reflejaban una expresión especial, mientras sus labios sonreían
tristemente.
Reinaba el silencio en la habitación, sólo se oía su respiración uniforme y el tictac del reloj con
el cazador.
Si Karl Ivanovich advertía mi presencia, me quedaba en la puerta pensando:
«¡Pobre viejo! Nosotros somos muchos, jugamos y estamos alegres; en cambio, él está solo, y
nadie le demuestra cariño.
Es verdad lo que dice, es un huérfano.
¡Y qué terrible es la historia de su vida!
Recuerdo como se la contaba a Nikolai.
¡Es terrible verse en su situación!»
Y era tal la compasión que sentía por él, que me acercaba, le tomaba la mano y le decía:
«»Lieber, Karl Ivanovich»».
Le gustaba oírlo, y cada vez me acariciaba emocionado.
En otra pared colgaban los mapas; casi todos estaban rotos, pero aparecían pegados con arte por
la mano de Karl Ivanovich.
En el centro de la tercera pared se hallaba la puerta que daba a la escalera, y a un lado de ésta
pendían dos reglas:
una llena de cortes, que era nuestra, y la otra, completamente nueva, de su «propiedad», que Karl
Ivanovich empleaba más bien como estímulo que para trazar líneas;
al otro lado había un encerado en el que se señalaban nuestras grandes proezas, por medio de
círculos, y las pequeñas por medio de crucecitas.
A la izquierda del encerado estaba el rincón en el que nos ponía de rodillas.
¡Qué añoranzas tiene para mí este rincón!
Recuerdo la rejilla de la estufa, el tiro y el ruido que producía cuando se ole daban vueltas.
A veces solía estar tanto rato en el rincón que empezaban a dolerme las rodillas y la espalda, y
pensaba:
«Karl Ivanovich se ha olvidado de mí; él debe de estar tan a gusto sentado en su mullida butaca,
leyendo la Hidrostática.¿Y, en cambio, yo?»
Entonces, para que se acordara de mí, empezaba a abrir y cerrar la rejilla de la estufa o a rascar
en el estuco de la pared; pero si por casualidad caía ruidosamente un pedazo demasiado grande, el
miedo que pasaba era peor que el castigo.
Volvía la cabeza para mirar a Karl Ivanovich, pero éste continuaba con el libro en las manos,
como si no viera nada.
En el centro del cuarto había una mesa cubierta con un hule negro roto que dejaba ver en muchos
sitios los bordes llenos de cortes de navaja.
Alrededor de la mesa había varios taburetes sin pintar, cubiertos de pátina por el uso prolongado.
La cuarta pared tenía tres ventanas.
He aquí la vista que ofrecían:
ante ellas se extendía el camino del que me eran conocidos y queridos, desde hacía mucho
tiempo, cada bache, cada guijarro y cada carril;
más allá, una alameda de tilos podados que dejaban entrever aquí y acullá una empalizada de
ramas trenzadas;
al otro lado de la alameda se veía un prado; junto a éste una era, y enfrente, un bosque; a lo lejos
se divisaba la pequeña «isba» del guarda.
Desde la ventana de la derecha se podía ver parte de la terraza en la que solían estar los mayores
hasta la hora de comer.
A veces, mientras Karl Ivanovich me corregía el dictado, miraba a la terraza y veía la cabeza de
cabellos negros de mi madrecita, alguna espalda, y oía confusamente conversaciones y risas.
Me sentía tan enojado de no poder estar allí, que pensaba:
«Cuando sea mayor, no estudiaré ni repetiré los diálogos, sino que estaré con las personas que
quiero»
Después mi enojo se transformaba en pena o tristeza y solo Dios sabe en qué reflexiones me
sumía, abstrayéndome hasta el punto de no oír a Karl Ivanovich que se mostraba enfadado por mis
faltas.
Karl Ivanovich se quitó la bata, se puso un frac de color azul con los hombros fruncidos, se
arregló la corbata ante el espejo y nos llevó abajo para saludar a mamá.
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