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Gustavo Ortiz Millán*
En este artículo argumento que la distinción entre los términos «ética» y «moral» es estipulativa y que nada nos impone un cierto significado de los términos: ni su etimología ni la tradición filosófica.
Argumento específicamente en contra de una estipulación según la cual «ética» se refiere a la afirmación de la conciencia individual autónoma o auténtica, mientras que «moral», a la esfera de la observancia de reglas impuestas por la sociedad. Si el propósito de la estipulación es mostrar la mayor importancia relativa de la primera sobre la segunda, por sí sola, esta distinción no nos da ninguna justificación de por qué la conducta ética es superior a la moral. Nada realmente significativo, fuera del ámbito de la teoría que hace la distinción, depende de la estipulación terminológica entre «ética» y «moral».
Palabras clave
ética, moral, etimología, autonomía, autenticidad
Suele haber cierta controversia acerca de las definiciones y la distinción de los términos «ética» y «moral». Algunos filósofos ven la distinción como una cuestión de crucial importancia para la filosofía moral, porque piensan que cada uno de estos términos tiene una extensión definida y precisa y no se deben mezclar sus usos; sostienen que hay usos correctos e incorrectos de los términos. En esta distinción, nos dicen, hay en juego distintas concepciones de lo que es bueno y lo que es correcto. La distinción suele hacer referencia a dos esferas de la conducta humana bien delimitadas. Al distinguir estos dos términos se abre la posibilidad de que las dos esferas a las que se refieren se opongan o entren en conflicto, de modo que pueda haber acciones que sean éticas, pero no morales, o viceversa, morales, pero no éticas; a muchos les parece que es importante la distinción, porque en casos de conflicto entre la moral y la ética tendríamos que saber cuál debería prevalecer sobre la otra, o en última instancia si sería mejor deshacernos de una en nombre de la otra.
En la vida diaria muy frecuentemente también escuchamos que la gente habla de que hay «aspectos éticos y morales» en torno a algún asunto, con lo cual implican que hay una diferencia entre los dos. Por ejemplo, se suele decir que alguien no puede ocupar un cargo público «por razones éticas y morales», o que alguien se opone a hacer tal o cual cosa porque se contrapone «a sus principios éticos y morales». Sin embargo, es muy probable que la gente que hace esta distinción no pueda decirnos en qué consiste la diferencia.
Aquí quiero argumentar que no hay nada en la etimología de las palabras «ética» y «moral», ni en el empleo que diversos filósofos han hecho de estos términos a lo largo de la historia, que nos imponga un determinado significado para el uso de cada una de ellas. Se trata de una distinción estipulativa, es decir, depende de cómo se estipule que se van a usar los términos; por ello, no puede haber un único significa-do válido universalmente.
En segundo lugar, las estipulaciones deben tener un propósito para que tengan sentido;
Las estipulaciones comunes sobre el uso de estos dos términos suelen tener el propósito de mostrar las diferencias de dos esferas bien definidas de la conducta humana, pero además suelen tener la intención de mostrar la mayor importancia relativa de una esfera sobre la otra. Por ejemplo, entre otros modos de estipular el significado de los términos, con frecuencia se afirma que el comportamiento ético, concebido como la afirmación de la conciencia autónoma y la autenticidad individual, debe tener un mayor peso que el ámbito de lo moral, entendido como la esfera de la observancia de reglas que nos son impuestas por la sociedad. Sin embargo, esta distinción sólo cobra sentido en contextos donde hay una clara diferenciación entre lo social y lo individual. Pero, más importante aún: concebida del modo que he mencionado, esta distinción, por sí sola, no nos da ninguna justificación de por qué, digamos, la conducta ética va a ser superior que la moral, simplemente por ser producto de la autonomía o de la autenticidad de la conciencia individual. Estos rasgos no hacen, por sí solos, que una determinada acción sea superior a una acción guiada por los principios socialmente impuestos. Aquí me voy a centrar precisamente en las distinciones entre ética y moral que hacen un paralelismo, para ponerlo en términos amplios, con la distinción entre individuo y sociedad.
Creo, a fin de cuentas, que la distinción ética/moral es una distinción que deberíamos cuestionar y sobre la que no deberíamos poner tanto peso como algunos quisieran: nada realmente significativo en la práctica (es decir, fuera de un ámbito intrateórico) depende de la estipulación terminológica entre «ética» y «moral» –en todo caso, nada para lo que no tengamos ya términos menos ambiguos–.
Quiero advertir que en este ensayo no intento proponer una nueva distinción entre «ética» y «moral» ni tampoco proponer una definición de lo que es la moralidad o la ética –lo que es notablemente difícil–. No creo que tenga sentido emprender esta tarea, ni son claros los beneficios de tener una definición que sería dependiente de las distintas teorías éticas y que, por lo mismo, estaría sujeta a constantes objeciones por parte de otras teorías y que, probablemente, no capturaría el sentido que le damos a los términos «ética» y «moral» en la vida diaria. Creo que cotidianamente estos términos suelen ser más o menos intercambiables y que no tendríamos por qué regular su uso, más que para propósitos específicos de teorías éticas particulares. Por otro lado, los filósofos morales han tratado de dar una definición del término «moralidad» sin que hayan llegado nunca a ponerse de acuerdo. Habría que tener conciencia de este desacuerdo y simplemente tratar de especificar cómo se usan los términos.
La palabra «ética» proviene del griego, y puede tener dos distintas etimologías, que son complementarias. Una primera etimología nos dice que proviene de ἔθ&ómicron;σ que significa «hábito», «costumbre», «estar acostumbrado», como cuando Aristóteles afirma en la Ética nicomaquea: «Algunos creen que los hombres llegan a ser buenos por naturaleza, otros por el hábito» en donde «hábito» se opone a «naturaleza». En el libro II de esa misma Ética afirma: «la ética […] procede de la costumbre, como lo indica el nombre que varía ligeramente del de ‘costumbre’»; véase también 1154a33). Según esta etimología, el término «ética» compartiría sus raíces con el término «etología», del griego ἔθ&ómicron;σ, costumbre, y λóγ&ómicron;ς, razonamiento, estudio o ciencia. La etología estudia el comportamiento de los animales, sus hábitos y sus costumbres, en el medio ambiente o en el lugar que se encuentren. Curiosamente, la palabra griega ἦθ&ómicron;ς, que es la otra posible raíz del término, también significaba «lugar acostumbrado», «morada», «refugio», «guarida», como, por ejemplo, en Homero: en que se refiere al hábitat de los caballos, o en Heródoto, quien se refiere a la morada de los leones (Hdt.7.125). Éste es el significado arcaico del término ἦθ&ómicron;ς, que luego también se usaría para referirse a la mora-da o a la habitación de los seres humanos, como en Heródoto, que lo usa como «lejos de su lugar acostumbrado»
Una segunda etimología del término «ética» lo haría provenir de (êthos) que significa «carácter», y que Aristóteles, como dije, vincula con hábito o costumbre. La vinculación de estos dos términos es clara dentro de la ética aristotélica: el carácter se forma a través del hábito o la costumbre. Por ejemplo, es a través de la repetición de acciones virtuosas que éstas se vuelven un hábito y se forma el carácter virtuoso. Platón, en Las leyes, también afirma que «Toda disposición de carácter procede de la costumbre» Esto muestra la vinculación que tenían los dos términos. Entonces, significaría «mostrar carácter» y se usaba para describir las disposiciones, valores, creencias o ideales peculiares a una persona o a un grupo de personas. Sin embargo, también se usa en el sentido de «costumbre», como cuando Heródoto habla de que los egipcios les enseñaron a los etíopes sus costumbres. Se refiere, entonces, a los usos, maneras y costumbres.
Ahora, muy probablemente la palabra «ética» hubiera pasado con similares significados al latín de no ser por Cicerón. Tal vez el problema de distinguir entre estos dos términos se lo debamos a él, porque se propuso «enriquecer» el idioma latino añadiendo la palabra «moral». Cicerón comienza su tratado Del destino afirmando «ya que atañe a las costumbres, lo que los griegos llaman ἦθ&ómicron;ς, mientras que nosotros solemos llamar a esa parte de la filosofía ‘el estudio de las costumbres’, pero conviene llamarla ‘moral’ para que se enriquezca la lengua latina». Cicerón, entonces, propone un neologismo, el término «moral», para llamar así a la disciplina filosófica que estudia las costumbres y que los griegos llamaban «ética». No se trataba de un mero capricho: la filosofía romana derivaba casi exclusivamente de la griega, y los filósofos romanos no tenían a su disposición un vocabulario filosófico comparable con el que había evolucionado en Grecia a lo largo de muchos siglos. Había que traducir los términos griegos o acuñar nuevos. Cicerón optó por esta segunda opción y fue seguido por Séneca, quien afirma en sus epístolas: «Muy numerosos y grandes autores han dicho que hay tres partes de la filosofía, la moral, la natural, y la racional» Quintiliano también lo sigue cuando afirma: «Esa parte de la filosofía moral es la estricta. Aunque, a partir de lo que afirma Quintiliano uno inferiría que la ética es sólo una parte de la filosofía moral y que éstas no tendrían la misma extensión.
En todo caso, Cicerón, Séneca y Quintiliano, entre otros, optan por llamar «moral» aquello que los griegos llamaban «ética», pero en el sentido de la disciplina filosófica que estudia las costumbres, que es un sentido que ya se había establecido entre los griegos, como lo prueba el que Aristóteles hablara de una «teoría ética», y en otros pasajes se refiere a sus escritos como «los tratados éticos», que son los que se refieren al estudio filosófico de las costumbres y del carácter (los títulos de las Éticas, por cierto, no se los dio Aristóteles, sino Andrónico de Rodas en el siglo I d.C.). En un primer sentido, entonces, «ética» y «moral» vendrían a ser sinónimos, dado que ambas se refieren al estudio de las costumbres.
Muy probablemente «moral», en el sentido de «ciencia de las costumbres», determinó lo que posteriormente se llamarían «ciencias morales» –en oposición a las «ciencias naturales»–, que no estudiaban exclusivamente lo que hoy entendemos por «moralidad», sino las costumbres y la sociedad en un sentido más amplio (incluirían mucho de lo que hoy entendemos por «ciencias sociales» y que incluyen la polí-tica, la psicología, la historia y la economía, pero también mucho de lo que hoy día llamamos «humanidades»). Este fue el uso que prevalecíó durante muchos siglos y que llega incluso a Adam Smith, para quien el estudio de la economía formaba parte de las «ciencias morales».
Sin embargo, prevalecíó el nombre de «ética» para el estudio de lo que hoy entendemos por «moralidad», a pesar de que se suele tomar como sinónimo de «filosofía moral», que es un uso que, como vimos, ya encontramos en Cicerón y en Séneca.
Ahora, la palabra «moral» proviene del latín mos, mōris, que es de etimología dudosa, pero quizá provenga de la raíz ma-, medida, y que sería propiamente una regla de vida que mide o guía; de ahí proviene «manera», en el sentido de «costumbre», «modo», «uso» o «práctica». De esa raíz proviene el término mōrālis, que se refiere a los modales. Pero también de ahí proviene el adverbio mōrālĭter, que quiere decir «carácterísticamente» o «de modo carácterístico». Cicerón usa el término en el sentido de «uso», como cuando afirma que algo va «contra los usos civiles» también lo usa como «costumbre»: «es la costumbre de muchas de las mismas cosas que ellos no quieren sobresalir». Sin embargo, hay un uso en el mismo Cicerón que podría interpretarse como «carácter»: «es de tan temperadas y moderadas costumbres que la suma severidad se conjuga con la suma humanidad». Encontramos un uso similar en Juvenal, quien afirma «es como su padre en carácter». De modo que se podría entender que, al igual que sucedía con el griego, las disposiciones de carácter estaban determina-das por la costumbre.
En resumen, etimológicamente, «ética» querría decir, conjuntan-do sus dos posibles etimologías, «carácter», «morada» o «costumbre». Por otro lado, «moral» significaría «costumbre», pero habría también un sentido en el que significaría «carácter». En otras palabras, etimológicamente los dos términos no difieren mucho uno del otro, tienen significados muy semejantes. No parece haber habido un sentido diferenciado de los términos «ética» y «moral» en el mundo clásico (de hecho, los griegos poseían sólo el término «ética»), ni es claro que cuando Cicerón introduce el término «moral» «para que se enriquezca la lengua latina», haya pensado en usarlo con un significado radicalmente diferente que el que tenía «ética», entendida como el estudio de las costumbres.
Finalmente, y más importante tal vez, el origen etimológico de una palabra no tiene por qué fijar su significado: muchas palabras tienen actualmente significados diferentes o incluso opuestos a los que tenían las palabras de las que provienen etimológicamente, y eso no quiere decir que tendríamos que modificar el significado actual para hacerlo coincidir con su origen.
Hay algo relevante en el uso que da Cicerón a los términos «ética» y «moral»: él propone el segundo para aplicarlo a «esa parte de la filosofía [que se refiere a] ‘el estudio de las costumbres’», a la que los griegos se referían como «ética». Es decir, entiende «moral» como sinónimo de «ética», o sea, de la disciplina filosófica encargada del estudio de las costumbres (en un sentido amplio). Sin embargo, contra la intención de Cicerón, prevalecíó el término griego «ética» para referir-se a la disciplina filosófica, mientras que el término «moral» tiene que añadirse a la palabra «filosofía», es decir, «filosofía moral», para que tenga el mismo sentido que hoy en día entendemos como sinónimo de «ética», la disciplina filosófica. Tal vez de esta prevalencia derivó una distinción entre nuestros dos términos: mientras que «ética» suele referirse a la disciplina filosófica que estudia las costumbres, «moral» pasó a referirse al objeto de estudio de la ética, más que al estudio mismo, es decir, pasó a usarse más con respecto a las costumbres y a las reglas y valores que las rigen.5 Sin embargo, cuando los filósofos u otros, de manera cotidiana, trazan la distinción entre ética y moral, no siempre están pensando en la primera como en una disciplina filosófica. Cuan-
do se dice, por ejemplo, que A actuó de X manera «por razones éticas y morales», o que si la ética y la moral entran en conflicto, la primera debe prevalecer sobre la segunda, no tiene mucho sentido afirmar que A tenía, independientemente de sus razones morales, razones filosóficas adicionales, y mucho menos decir que una disciplina filosófica, o consideraciones basadas en ella, deben tener prioridad sobre nuestras prácticas morales, a menos que se esté pensando en que nuestras acciones basadas en la reflexión filosófica de algún modo nos llevarán a comportarnos del mejor modo posible y éstas siempre serán superiores a nuestras prácticas morales pletóricas. Pero esto es cuestionable por varias razones.
En primer lugar, porque, si le hacemos caso a Bernard Williams, las teorías filosóficas tienen un mal entendimiento de nuestras vidas éticas. Por eso, afirma, «estaríamos mejor sin ellas»:
Muchos errores filosóficos se tejen en la moral. Entiende mal las obligaciones, al no ver que forman sólo un tipo de consideración ética. En-tiende mal la necesidad práctica, al pensar que es peculiar de la ética. Entiende mal la necesidad práctica ética, al pensar que es peculiar de las obligaciones. Más allá de todo esto, la moral hace que la gente piense que, sin su muy especial obligación, sólo hay inclinación; sin su absoluta voluntariedad, sólo existe la fuerza; sin su justicia en última instancia pura, no hay justicia. Sus errores filosóficos son sólo las expresiones más abstractas de una mala concepción de la vida profundamente arraigada y todavía poderosa (Williams, 1985, p. 196).
Las teorías filosóficas de la moralidad, para Williams, sobredimensionan el lugar que tienen las obligaciones dentro de nuestras vidas morales: están centradas en ese concepto y piensan que otros conceptos morales son secundarios o simplemente no los consideran; piensan que no hay más necesidad práctica que la que deriva de las obligaciones; piensan además que las obligaciones morales no pueden entrar en conflicto unas con otras, de modo que estas teorías terminan negando que existan genuinos dilemas morales, es decir, que haya conflictos de valores reales. Teorías que llegan a este tipo de conclusiones no pueden realmente dar cuenta de nuestras vidas morales, diría Williams, por eso es por lo que no podríamos decir que la conducta que se basa en estas teorías va a tener mayor valor que, o debería imponerse a, nuestra conducta pletórica que no se basa en teorías filosóficas. De hecho, afirma, deberíamos rechazar esas teorías.
Curiosamente, Williams llama a la imagen que nos proponen las teorías filosóficas «el sistema de la moralidad» o en ocasiones, simplemente la «moralidad», y nos invita a rechazarla en nombre de la «ética». Sin embargo, para Williams, «moralidad» es equivalente a teoría ética (entiéndase teoría ética normativa, centrada en los conceptos de obligación, deber, lo correcto, lo bueno, etc.). Su rechazo de la moralidad debe entenderse, entonces, como un rechazo de las teorías filosóficas y una afirmación de una postura antiteórica. Dicho rechazo se basa en los errores que conllevan las teorías filosóficas. La ética, en cambio, no es la creación de los filósofos, sino producto de la decisión del individuo de adoptar ciertos principios o modos de vida.
Tal vez como parte de la misma razón, supuestamente las teorías filosóficas tratan de garantizar formas de comportamiento superiores a las de nuestra moral pretórica (también podríamos llamarla nuestra moral de sentido común o cotidiana); pero en ocasiones chocan con nuestra moral de sentido común de un modo que resulta inaceptable para ésta última, y no es claro que las teorías filosóficas deban prevalecer siempre sobre la moralidad cotidiana e incluso puede haber razones para cuestionarlas o rechazarlas en esos aspectos (las teorías filosóficas, por ejemplo, con frecuencia adoptan un principio de imparcialidad que suele ignorar el peso de las relaciones personales, como la amistad o el parentesco, cosa que nos resulta chocante desde el punto de vista de la moral cotidiana, en la que no estamos dispuestos a darle el mismo
peso moral a un hijo que a un completo desconocido con tal de ser imparciales).
En segundo lugar, es cierto que la filosofía moral puede darnos herramientas que nos ayuden a guiar nuestras acciones, pero esto tampoco garantiza que el filósofo, en tanto filósofo, siempre nos ofrezca soluciones mejores y definitivas a los problemas morales prácticos. Como nos advierte Mark Platts, para que tal idea sea mínimamente verosímil, habría que suponer: «(i) que la moralidad es una manifestación sólo de la racionalidad, es decir, que la racionalidad es una condición necesaria y suficiente para la moralidad correcta; y (ii) que, para cualquiera que desee aumentar su racionalidad, la mejor forma de hacerlo es mediante el estudio filosófico» (Platts, 1999, p. 147). Habría muchas razones para cuestionar ambas ideas, porque, por un lado, la moralidad es una manifestación de muchas otras cosas además de la racionalidad (emociones, costumbres, prejuicios, etc.), que también nos llevan a tomar decisiones morales y, en ocasiones, a tomar mejores decisiones que las que tomaríamos si decidíéramos de un modo completamente racional. En otras palabras, la moralidad no se reduce a la racionalidad.
Por otro lado, cualquiera que estudie filosofía debería saber que ésta no es garantía de aumento de racionalidad. A fin de cuentas, como bien dice Platts, la idea de que el filósofo, en tanto filósofo, nos va a dar soluciones definitivas a nuestros problemas morales prácticos es una idea que debemos descartar. En todo caso, si el filósofo nos puede ayudar en la resolución de problemas morales prácticos es más probable que lo haga a través de la utilización del entrenamiento que tiene en el desarrollo de capacidades de análisis (por ejemplo, de análisis conceptual y argumental) y de crítica. Es decir, la filosofía nos puede ayudar, pero no es garantía de moralidad correcta. En esto, según creo, coincidiría Aristóteles, porque si bien para él hay un estudio sobre los asuntos humanos, piensa que ese estudio es distinto de la capacidad de deliberar sobre los asuntos prácticos, que es en lo que consiste la phrónesis.
En tercer lugar, hay razones empíricas para cuestionar que la filosofía moral garantizaría de algún modo un comportamiento superior a nuestra conducta moral pletórica. En una serie de artículos recientes, Eric Schwitzgebel ha argumentado que los filósofos morales profesionales no son gente moralmente mejor que los no filósofos, cometen ac-tos moralmente reprobables tanto o más que el resto de la gente.
Así, aunque la gente haga la distinción entre razones éticas y mora-les, no es claro que esté pensando en que las primeras sean las razones que nos da una disciplina filosófica, mientras que las segundas provengan, digamos, de las costumbres establecidas pletóricas. Creo que se refieren a otra cosa –como espero que quede claro a continuación–, y que no están pensando que las razones éticas son las que nos da la filosofía moral. Dejemos de lado, entonces, la acepción de «ética» como disciplina filosófica.
He mencionado antes que se suele tomar la distinción entre «ética» y «moral» como equivalente a una distinción entre un orden moral interior (el de los ideales individuales de vida) y un orden moral exterior (una norma impuesta socialmente), respectivamente. Muchos filósofos han procedido de este modo, pero en realidad no hay una tradición filosófica que nos imponga una definición particular sobre otras. Quiero analizar aquí un par de ejemplos: el primero de ellos suscribe una distinción como la que he mencionado, el otro, una radicalmente opuesta. P. F. Strawson, en su clásico artículo «Moralidad social e ideal individual», distingue entre «moral», que es la esfera de observancia de reglas que posibilitan la existencia de una sociedad, y «ética», que se refiere a la esfera de los ideales individuales de vida. La regíón de lo ético es la regíón en donde hay verdades sin que haya verdad; o, en otras palabras, que la exigencia de ver la vida como algo estable y como un todo es absurda pues ninguna de ambas cosas puede hacerse. […] La regíón de lo ético, entonces, es una regíón de diversas imágenes o cuadros ideales de una vida humana, o de la vida humana, imágenes ciertamente incompatibles entre sí y puede que recíprocamente contrapuestas en la práctica.
La esfera de la moral, en cambio, es la esfera de la observancia de las reglas de modo tal que la existencia de algún conjunto semejante de reglas es una condición de la existencia de una sociedad. Esta es una interpretación mínima de la moralidad. Representa lo que podría denominarse literalmente un tipo de conveniencia pública: de primera importancia en tanto que condición de todo lo que importa, pero sólo como condición de ello, no como algo que importe por sí mismo (Strawson, 1995, pp. 72-74).
Para Strawson, la regíón de lo ético es la regíón donde conviven diversos ideales individuales de vida que suelen ser incompatibles entre sí; es la regíón donde conviven las distintas perspectivas que los individuos tienen de la vida, sus distintas «verdades», sin que haya una sola verdad única y válida para todos. La regíón de lo moral, por el contrario, es el marco básico, constituido por reglas, que posibilita una vida social cooperativa y mutuamente benéfica, y que posibilita a su vez los ideales individuales de vida. La moral es la condición de posibilidad de cualquier sociedad. La moral nos da las reglas sobre las que basamos nuestras acciones y que sustentan las demandas socialmente sanciona-das que una persona puede dirigir con autoridad a otra; es un sistema de exigencias recíprocas reconocidas «que nos hacemos unos a otros como miembros de comunidades humanas, o como términos de relaciones humanas, muchas de las cuales apenas si podrían existir o tener el carácter que tienen a no ser por la existencia de tales sistemas de exigencia recíproca» (Strawson,1995, p. 90). Strawson acepta que, dentro de una sola sociedad, puede haber una variedad indefinida de sociedades con reglas morales específicas a ellas (como pueden ser las asociaciones profesionales o algunos clubes, entre otros), todas con el carácter de moralidades sociales.
En su muy rico ensayo, Strawson aborda otras cuestiones, como las variadas relaciones que puede haber entre estos dos ámbitos o el interés que puede tener el individuo en la moralidad, entre otras. Sin embargo, simplemente quiero rescatar la contraposición que hace entre dos esferas de la vida humana, la ética y la moral, para subrayar el vínculo que hace, por un lado, entre la primera y los ideales individuales de vida (aunque no necesariamente aquí con algún ideal de conciencia autónoma y auténtica), y entre la moralidad y las reglas que posibilitan la vida social, por el otro.
Me interesa aquí contrastar el modo en que Strawson usa los términos con uno opuesto. Es perfectamente posible que se estipule el uso de los términos en un sentido contrario: que lo ético refiera a lo colectivo, mientras que lo moral remita al plano individual. Así procede Hegel, quien hace la distinción utilizando los términos alemanes Sittlichkeit y Moralität. Sittlichkeit se ha traducido de diversos modos, como «eticidad», «vida ética», «mundo ético», «ética objetiva» o «ética concreta» y proviene de Sitten, «costumbre». Sitte no es nunca una costumbre individual y deliberadamente escogida, como cuando decimos que una determinada práctica «es mi costumbre». Hegel lo utiliza para referirse al aspecto propiamente comunitario en el que descansan las costumbres, y que está regido por normas y prácticas sociales, pero que al mismo tiempo posibilita la moralidad individual –coincidiendo en esto con Strawson. Por otro lado, «moralidad» se refiere al ámbito de la conciencia y la acción individual («moralidad individual», «moralidad de la conciencia»). Como sucede en ocasiones con Hegel, los pasajes relevantes son relativamente oscuros y por eso tal vez sea mejor recurrir al resumen que hace Charles Taylor de la concepción hegeliana de estos dos términos:
La Sittlichkeit se refiere a las obligaciones morales que yo tengo hacia una comunidad viva de la que formo parte. Estas obligaciones se basan en normas y usos establecidos, y por ello la raíz etimológica de Sitten es importante para el empleo que le da Hegel. La carácterística decisiva de la Sittlichkeit es que nos ordena producir lo que ya es. Esta es una manera paradójica de plantearlo, pero en realidad la vida común que es la base de mi obligación sittlich ya está en existencia. Y en virtud de que es un asunto vivo tengo estas obligaciones; y mi cumplimiento de es-tas obligaciones es lo que la sostiene y la mantiene viva. Por tanto, en la Sittlichkeit no hay brecha entre lo que debe ser y lo que es, entre Sollen y Sein.
De Moralität puede decirse lo contrario. Tenemos aquí una obligación de realizar algo que no existe. Lo que debe ser contrasta con lo que es. Y conectada con esto, la obligación me es impuesta, no en virtud de ser parte de una más grande vida comunitaria, sino como voluntad racional individual.
La Moralität, para Hegel, se identifica con la obligación moral como la entendía Kant, es decir, como aquella que se impone el individuo a sí mismo (como parte de una comunidad de individuos racionales). Para Hegel, la moralidad kantiana es una ética del individuo desprovista de todo contenido; ese contenido sólo se encuentra en una Sittlichkeit, es decir, en las costumbres vivas de la comunidad de la que el individuo forma parte.
Si en otras estipulaciones es la ética (entendida en un sentido de autodeterminación individual), la que debe prevalecer sobre la moralidad (entendida como el conjunto de obligaciones que nos impone la sociedad), en Hegel, los sentidos se invierten: es la eticidad (entendida como el mundo comunitario con obligaciones que se basan en costumbres establecidas) la que prevalece sobre la moralidad (entendida como moral interior e individual). La moralidad individual sólo alcanza su plena realización en el mundo comunitario de la Sittlichkeit; la vida colectiva de la poli es donde se encuentra el significado y la esencia de la vida individual. Curiosamente, tanto Hegel como otros contemporáneos suyos (como Schiller y Herder) veían en la polis griega la manifestación más clara de una unidad armónica que le daba sentido a las vidas individuales, y sin la cual éstas carecían de sentido.
Al contraponer las concepciones de Strawson y de Hegel, he querido simplemente poner de manifiesto cómo se pueden estipular usos diferentes de los términos «ética» y «moral». Ahora, no me parece que Strawson, al hacer la distinción, tenga en mente que una de las dos es-feras tenga, o deba tener, prioridad sobre la otra en caso de conflicto. Esto no es así en el caso de Hegel. Aunque moralidad y eticidad son dos momentos de expresión del espíritu, Hegel pensaba que la sociedad, vista como la encarnación de categorías del espíritu que evolucionan, debería tener primacía en la evaluación del significado de los asuntos humanos. Esto le valíó a Hegel la crítica de Kierkegaard, quien pensaba que en la filosofía hegeliana el papel del individuo quedaba disminuido y era reducido al de simplemente darle una expresión particular a la eticidad de su época o de su sociedad. Frente a esta postura, Kierkegaard (así como la filosofía existencialista posterior) va a reafirmar el valor del individuo para la moral y va a contraponerlo a los dictados morales de la sociedad. Por eso es por lo que Kierkegaard condena a Hegel en estos términos:
La ética ha sido desplazada del Sistema [hegeliano], y como sustituto de ella, se ha incluido algo que confunde lo histórico con lo individual, las demandas desconcertantes y ruidosas de la época con la eterna demanda que la conciencia hace sobre el individuo. La ética se concentra en el individuo, y eternamente es la tarea de cada individuo convertirse en un hombre entero.
Creo que es en esta postura individualista del existencialismo don-de hallamos la fuente de una de las distinciones entre «ética» y «moral» que encontramos actualmente, y que es muy comúnmente aceptada, según
la cual «ética» sería equivalente a un ideal individual de vida autogobernada, donde el individuo actúa según los dictados de su propia conciencia y su meta es convertirse en un ser «auténtico», es la autorrealización personal, mientras que «moral» haría referencia al sistema de normas impuestas por la sociedad, pero que podría conducir a una postura, digámoslo así, de avasallamiento hegeliano del individuo.
Quiero centrarme ahora justamente en la distinción entre «ética» y «moral» en términos que identifican al primero con el ideal individual de vida autogobernada, mientras que, al segundo, con la observancia de un sistema de normas socialmente impuestas. Como he observado antes, ésta es una distinción que no encontramos en el mundo antiguo y que puede resultar en una lectura anacrónica de ciertas actitudes de personajes de ese periodo. Con estos significados, se trata de una distinción propiamente moderna, en la que la figura del individuo tiene cada vez mayor peso sobre la figura de la comunidad –más precisamente, fuera de Hegel, no creo que encontremos en la historia de la filosofía moderna o contemporánea filósofos que hagan la distinción entre «ética» y «moral», sino hasta bien entrado el Siglo XX–. Los filósofos que quiero examinar a continuación no hacen la distinción, pero son quienes de algún modo dan pie a una manera de distinguir entre nuestros dos términos.
Habría por lo menos dos modos de entender la idea según la cual el comportamiento ético, a diferencia de la moral, es producto de la conciencia individual independiente de los mandatos impuestos por la sociedad: la primera lectura pondría énfasis en el concepto de autonomía, la segunda, en el de autenticidad. Ambos son conceptos con connotaciones claramente individualistas. Aunque estos dos conceptos pueden, de algún modo, estar relacionados, son conceptos diferentes y tienen cargas teóricas muy distintas.
La idea de autonomía personal está basada en el supuesto de que el individuo tiene la capacidad de vivir su propia vida según las razones y los motivos que toma como propios y que no son producto de fuer-zas externas fuera de su control. «En particular–afirma Steven Lukes–, un individuo es autónomo (en el plano social) en la medida en que, enfrentado a determinadas presiones y normas, las someta a una evaluación consciente y crítica, formándose intenciones y alcanzando decisiones prácticas, como resultado de su reflexión independiente y racional» (Lukes, 1975, p. 69). La autonomía individual así entendida comprende la autonomía moral, es decir, la capacidad que tenemos de darnos a nosotros mismos los valores y principios con los que decidimos guiar nuestras vidas morales. Se es autónomo cuando, enfrentado a determinadas presiones y normas morales, el individuo las somete a evaluación crítica y forma sus propias decisiones prácticas, como resultado de un ejercicio deliberativo. Por el contrario, un agente deja de ser autónomo cuando ya no es él mismo quien decide cómo dirigir su vida, sino que son agentes o causas fuera de su control las que la guían, cuando son, por ejemplo, simplemente los mandatos de la sociedad o la moral imperante. Según la distinción que he analizado antes, la conducta ética sería sinónimo de conducta autónoma.
El concepto de ética como autonomía ha sido utilizado por muchos para manifestar una creciente preocupación de que los seres humanos se conviertan en «borregos laboriosos» o en siervos de una moral dominante a la que deben obedecer sumisa y acríticamente, y por eso, según John Stuart Mill, «en estos tiempos, una simple actitud inconformista, o una mera negativa a doblegarse ante la costumbre es, en sí misma, útil». Esta actitud de autonomía frente a la esfera de lo social –y que muchos querrán llamar «ética»–, ha sido enarbolada por liberales, anarquistas, neomarxistas o incluso nietzscheanos para rechazar diversas formas de uniformización, enajenamiento, represión, deshumanización, unidimensionalización o manipulaciones prevalecientes en las modernas sociedades industriales o postindustriales contemporáneas y que muchas veces se identifican con las reglas que nos impone la moralidad social. Sin embargo, según argumentaré un poco más adelante, si lo que se busca es contraponer estas dos esferas (la ética y la moral) para luego dar prioridad a una sobre la otra (en este caso, la ética sobre la moral, la individual sobre la colectiva), entonces el mero concepto de autonomía no nos da las bases suficientes para justificar esa prioridad.
Más que con el concepto de autonomía, es posible que el concepto de acción ética, bajo la estipulación que estamos analizando, tenga una mayor vinculación con el concepto de autenticidad, tal como lo encontramos en las filosofías existencialistas (de Kierkegaard, Heidegger y Sartre, principalmente, aunque cabe recalcar que ninguno de ellos distingue explícitamente entre ética y moral). Si bien el concepto de autenticidad está relacionado con las ideas de autonomía, sinceridad y autorrealización, es distinto de ellas. La autenticidad puede explicar-se de algún modo como ser fiel a uno mismo, así como aquello que es más particular y único de cada ser humano. Heidegger usa el término eigentlich, en el que eigen significa «propio» o «peculiar» (por eso tal vez podría traducirse mejor como «propiedad» y uneigenlich como «impropiedad», pero le debemos a Sartre la popularización del término
«autenticidad» para describir el mismo fenómeno). Lo que es auténtico es lo que es más propio o peculiar a mí, lo que tiene que ver con la es-tructura a partir de la primera persona que tiene la existencia; tiene que ver con lo que distingue la relación del yo consigo mismo de la relación con los otros. Nos dice Taylor Carman sobre el concepto de autenticidad en Heidegger:
Heidegger insiste en que toda la conducta humana participa de normas y prácticas sociales anónimas, que él designa con el pronombre impersonal nominalizado, «el Uno» (das Man), como en «uno no hace tales cosas». Incluso la existencia más auténtica por lo tanto presupone algún trasfondo social normativo, mientras que lo que caracteriza los modos indiferenciados e inauténticos es su rutina y su conformidad desensibilizada al entendimiento promedio que prevalece en la sociedad.
Heidegger hace una distinción entre modos auténticos e inauténticos (o propios e impropios) de ser. Grosso modo, el modo inauténtico tiene que ver con aceptar el rol que uno tiene en la sociedad, estar completamente integrado y conforme con las prácticas sociales anónimas. Apelar a las normas morales institucionalizadas o socialmente acepta-das conlleva el riesgo de ser víctimas de la inautenticidad –o de eso que Sartre llamaría «mala fe»–. Cuando se vive en la inautenticidad o en la impropiedad, la responsabilidad le es enajenada al individuo y el das Man lo dota de las garantías existenciales para que no pueda apropiarse de sí mismo. Estar contento con esto es vivir de modo inauténtico o impropio. La existencia auténtica o propia, por otro lado, consiste en buscar la realización de las propias posibilidades como un individuo solo y como si uno estuviera aislado y en independencia. También es tomar plena responsabilidad para cualquier cosa que se hace. Consiste en tomar mis compromisos personales como irreductiblemente propios, a pesar de que puedan entrar en conflicto, o ser irreconciliables, con las normas morales socialmente aceptadas que se aplican a todos, yo incluido.
Heidegger sostiene que usa el término eigenlich en un sentido descriptivo –como una descripción fenomenológica–, sin embargo, hay un sentido claramente evaluativo en que lo usa, que se revela desde la misma elección de los términos –y ese carácter evaluativo de la distinción es algo que Sartre vio muy claramente–. Ser eigenlich es manifiestamente algo bueno y deseable. Bajo este sentido podríamos decir que las decisiones libres y resueltas de individuos auténticos constituyen la autoridad moral más alta, no las normas morales impuestas por la colectividad. Así, Heidegger es fiel al espíritu individualista del existencialismo.
El sentido evaluativo del concepto de autenticidad (authenticité) es todavía más claro en Sartre, para quien uno de los objetivos de la filosofía existencialista es precisamente ayudar al ser humano a alcanzar la autenticidad: «el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre el la responsabilidad total de su existencia» (Sartre, 1982, p. 17), es decir, es ayudarlo (aunque suene redundante) a apropiarse de lo que le es propio, ayudarlo a ser auténtico. En el ser y la nada, al exponer el concepto heideggeriano de autenticidad, afirma: «la autenticidad y la individualidad han de ganarse», e implica que el existencialismo es el medio para ayudar al ser humano a ganarlas y a evitar la mala fe. El proyecto existencialista es que uno llegue a convertirse en un individuo.
Aunque ni Kierkegaard ni Heidegger ni Sartre hacen una distinción entre los términos «ética» y «moral» –los usan, me parece, de manera indistinta–, lo que está en el trasfondo de la distinción que comúnmente te se acepta entre «ética» y «moral» son conceptos como autenticidad o autonomía, con sus connotaciones individualistas, en que se contrapone la postura individual frente a un sistema de normas socialmente establecidas.
Sin embargo, el problema principal con los conceptos de autonomía individual (de nuevo, no en su sentido kantiano) y de autenticidad o propiedad es que, si lo que se busca es contraponer la esfera de la autonomía/autenticidad individual con la de conformidad con las normas morales que la sociedad nos impone, para luego darle prioridad a la primera sobre la segunda, no hay nada en los meros conceptos de autonomía o de autenticidad que justifique esa prioridad. Ambos conceptos pueden tener gran valor, pero no hay nada en ellos, por sí solos, que justifique su prioridad sobre la conformidad con las normas socialmente establecidas. Por más valiosa que sea una actitud inconformista y crítica (o incluso rebelde), la actitud de alguien que decide por sí mismo cómo vivir su propia vida y a qué normas atenerse, no garantiza que estas normas, por más auténticas o propias que sean, sean moral o éticamente correctas o superiores a la obediencia a las normas socialmente aceptadas. Alguien podría, por ejemplo, tomar una distancia crítica frente a la «moral del rebaño» y luego adoptar, a través de un proceso reflexivo y de autonomía individual, valores, digamos, como el egoísmo, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, el trato inequitativo y parcial, etc. Asimismo, alguien podría abrazar los ideales, por ejemplo, del neonazismo y del antisemitismo como una manifestación de una existencia auténtica y propia. ¿Tendrían este mayor valor simplemente por haber arribado a ellos de un modo autónomo o auténtico? El problema radica en que, despojadas de una teoría normativa (como la que muchas de estas teorías nos invitan a rechazar), o de un cierto sistema de valores previamente aceptados, que provea la justificación de por qué ciertos valores son superiores a otros, la autonomía o la autenticidad, por sí mismas, no tienen mayor valor moral que la conformidad a un sistema establecido de normas morales. Del mismo modo, la distinción entre la ética y la moral, por sí misma –es decir, si no cuenta con sustento normativo independiente–, no tiene modo de justificar el mayor peso relativo de una esfera sobre la otra. Si esto es así, se pierde buena parte del sentido de la estipulación de estos
términos, que es mostrar la mayor importancia de una esfera sobre la otra. Entonces no es claro por qué deberíamos distinguir entre «ética» y «moral» en el sentido que hemos venido discutiendo, y luego afirmar que hay que ser éticos, aunque seamos inmorales.
Sin embargo, Simone de Beauvoir enfrentó una objeción como la que ahora hago sobre el neonazi «auténtico» diciendo que la exigencia de la libertad individual es que ésta trate de prolongarse a través de la libertad de los otros, en lo que ella llamaba un «porvenir abierto». Según esto, mi libertad aumenta cuando trato de expandir la libertad de los otros. El neonazi no cumpliría con esta condición, de modo que no podría existir la figura de un neonazi «auténtico» –esto elabora el punto de vista de Sartre de que, al escoger, uno escoja la libertad de los otros y trate de maximizar su libertad, porque con ello se aumenta la propia libertad–. Sería inauténtico dejar que los otros vivan en opresión o que vivan existencias inauténticas. Esta sería una respuesta a la cuestión de que uno podría adoptar cualquier actitud individual simplemente cuando fuera adoptada de modo auténtico. También nos explica-ría por qué la actitud individual de autenticidad tendría primacía sobre el plano de la moralidad social con sus normas y obligaciones. No obstante, esto dota a la teoría existencialista de un contenido normativo del que parece carecer a primera vista –tal vez mucho más contenido del que los propios existencialistas estarían dispuestos a aceptar, con su rechazo a la idea de que la filosofía moral provea recetas–. Sin embargo, ese contenido normativo viene en la forma de universalización: todo agente racional debe buscar su propia libertad y autenticidad, pero el criterio de corrección moral que guíe sus acciones es que, al buscar su propia autenticidad, escoja aquel curso de acción que maximice la libertad y la autenticidad de los otros. Pero esto, como mucho se ha señalado, suena sospechosamente kantiano porque, por un lado, parece proveer a la moral de un principio universal de acción y, por otro, entra en conflicto con la idea según la cual el individuo, de un modo completamente libre, determina su curso de acción de modo independiente a las normas morales de la comunidad –así sea una comunidad ideal de individuos autónomos o auténticos–.
Creo entonces que la distinción individuo/sociedad (ética/moralidad), si no viene acompañada de una justificación normativa más amplia no tiene modo de explicarnos por qué una de las esferas debe tener un mayor peso relativo a la otra, con lo cual se pierde el sentido que muchos quieren darle a la distinción. Por otro lado, si se le dota de mayor contenido normativo, entonces la esfera de la acción ética parece colapsar en la de las normas morales sociales o en la de una ética normativa. Esto es lo que he tratado de argumentar a partir de los conceptos de autenticidad y autonomía, en particular a partir del ejemplo del existencialismo, que tradicionalmente tendíó a privilegiar el punto de vista del individuo frente al de la moralidad socialmente establecida, cuyos mandatos podían conducirnos a la mala fe.
En conclusión, he tratado de argumentar que ni la etimología ni alguna tradición filosófica nos imponen una determinada manera de entender los términos «ética» y «moral». Se trata de una distinción estipulativa que ha cambiado según la han usado los filósofos (mayormente los filósofos contemporáneos). Asimismo, he argumentado que usualmente se ha visto la distinción entre estos términos de modo paralelo a la distinción entre individuo y sociedad. No obstante, por un lado, si contamos con estos últimos términos, así como con términos como «autonomía», «autenticidad», etc., ¿por qué utilizar entonces los términos «ética» y «moral» que tienen otras connotaciones y que resultan ambiguos cuando queremos referirnos a la distinción entre individuo y sociedad? Hacerlo simplemente duplica una distinción ya existente e introduce ambigüedad. Por otro lado, a menos que estos términos vayan acompañados de una teoría normativa o de una justificación más amplia, por sí mismos no pueden justificar que la conducta ética sea superior a la moral o viceversa, y que debamos comportarnos o vivir nuestra vida de un modo llamado «ético» y no de otro llamado «moral». Si esto es así, entonces no es claro por qué se insiste en estipular un determinado uso para cada uno de estos términos, pretendiendo que algo importante depende de la estipulación. Fuera del ámbito de la teoría que haga la distinción, nada importante depende de una estipulación terminológica como ésta… ni ética ni moralmente hablando.