Portada » Lengua y literatura » Los ojos verdes
. Me abandonaron.
Yo ya había oído esa terrible palabra, y sabía qué atroz castigo encerraba,
muy usado por los piratas, que abandonaban al desgraciado en una isla desolada y
lejana tan sólo provisto de un saquito de pólvora y algunas municiones.
-Me abandonaron hace tres años -continuó-, y he sobrevivido comiendo carne de
cabra, moras y ostras. Un hombre tiene que vivir con lo que encuentre. Pero, ay,
compañero, me muero de ganas de comer como los cristianos. ¿No llevarás encima
aunque sólo sea un trozo de queso? ¿No? Llevo tantas noches soñando con queso, y
una buena tostada, y cuando me despierto sigo aquí.
-Si alguna vez consigo regresar a bordo -le dije-, tendrás todo el queso que
quieras, por arrobas.
Mientras yo hablaba, él palpaba la tela de mi casaca, me acarició las manos,
miraba mis botas y no dejó de mostrar, durante todo el tiempo que estuvimos
hablando, la más infantil de las alegrías por hallarse con otro ser humano. Pero
al oír mis últimas palabras, se quedó perplejo, mirándome asombrado.
-¿Si consigues regresar a bordo? -repitió-. ¿Y quién puede impedírtelo?
-Ya sé que tú no -le contesté.
-Puedes estar seguro -exclamó-. Lo que tú… ¿Pero cómo te llamas, compañero?
Jim -le dije.
Jim, Jim -dijo encantado-. Pues bien, Jim, si supieras la vida tan desastrosa
que he llevado, te avergonzarías. ¿Alguien podría decir al verme en este estado
que mi madre era una santa?
-La verdad es que no -le contesté.
-Ah -dijo él-, pues lo era, tenía fama de muy piadosa. Y yo fui un chico
honrado y piadoso, sabía el catecismo de memoria y podía repetirlo tan deprisa,
que no se distinguía una palabra de otra. Y ya ves en que he caído, Jim. Empecé
jugando al tejo en las losas de los cementerios, así es como empecé, pero luego
hice cosas peores, y no obedecía a mi pobre madre, que me repetía sin cesar que
iba por el camino de la perdición, y no se equivocó. Pero la Providencia me
trajo a esta isla, para que en su soledad volviera a mi ser verdadero, y ahora
soy un hombre piadoso y arrepentido. Ya nunca beberé ron… Sólo un dedal, para
darme buena suerte, en cuanto tenga a mano una barrica. He hecho voto de ser
honrado, y además, Jim -y añadió bajando la voz-, … Soy rico.
Imaginé que el pobre hombre se habría vuelto loco en aquella soledad y sin
duda mi cara debíó reflejar ese pensamiento, porque me repitió con vehemencia:
-¡Rico! ¡Rico! Y te diré además una cosa: voy a hacer un hombre de ti, Jim.
¡Ah, Jim, vas a bendecir tu suerte, sí, por ser el primero que me ha encontrado!
Pero de pronto su semblante se ensombrecíó y, apretándome la mano que tenía
entre las suyas, puso un dedo amenazador ante mis ojos.
-Ahora, Jim, dime la verdad: ¿No será ese el barco de Flint? -me preguntó.
Tuve en aquel instante una feliz inspiración. Pensé que podía encontrar en
aquel hombre un aliado, y le contesté al punto:
-No es el barco de Flint. Flint ha muerto. Pero voy a contarte la historia,
¿no es eso lo que quieres? Algunos de los hombres de Flint van a bordo, por
desgracia para los demás.
-¿No irá uno… Uno con una sola… Pierna? -dijo con voz entrecortada.
-¿Silver? -pregunté.
-¡Ah, Silver! -dijo él-. Así se llamaba.
-Es el cocinero; y el cabecilla, además.
Me tenía todavía cogido por la mano, y, al oír estas palabras, casi me
retorcíó la muñeca.
-Si te hubiera enviado John «el Largo» -dijo-, no daría un penique por mi
vida; pero tampoco por la tuya.
Resolvíó que debía contarle toda la aventura de nuestro viaje y la situación
en que nos encontrábamos. Me escuchó con vivo interés y, cuando terminé, me dio
unas palmaditas en la cabeza, diciéndome:
-Eres un buen muchacho, Jim, y estáis todos metidos en un grave peligro,
¿entiendes? Pero confía en Ben Gunn; Ben Gunn es el hombre que necesitáis.
¿Crees tú que tu squire se mostrará como un hombre generoso si le ayudo…, si
lo saco de este apuro, qué dices a eso?
Publicaciones no relacionadas.