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SAN AGUSTÍN.
Agustín entendió la filosofía como una continua búsqueda de la verdad, que nos guía en la práctica del bien para la consecuencia de la felicidad. Tras su paso por el maniqueísmo, el escepticismo y el neoplatonismo, Agustín encontró la verdad plena en la fe cristiana. Para él sólo existe una verdad a la que se puede acceder por dos caminos: La razón y a filosofía-que nos acercan a ella parcialmente- y la fe- que nos la da a conocer en plenitud. La fe, impulsada por la gracia divina, purifica y orienta la inteligencia y la conduce al conocimiento de las cosas inteligibles, y la razón ayuda a profundizar en el contenido de la fe y proclama su credibilidad. Contra los escépticos, afirmó que era posible alcanzar certeza en el conocimiento de la verdad. Encontró esta certeza en la convicción de la propia existencia puesta de manifiesto en el mismo hecho de dudar. Así, no puedo dudar de mi existencia, pues el simple hecho de dudar conlleva existir. No podría dudar si no existiera. También consideró que no es posible dudar de la certeza de los principios del conocimiento. También defendió la certeza de las verdades matemáticas o de lo que conocemos a través de los sentidos. Éste distinguió entre conocimiento sensible y racional:
Es el grado inferior del conocimiento y es producido por el alma con ocasión de la acción de los cuerpos sobre los sentidos.
Es el nivel más alto del conocimiento y puede ser de dos tipos: -El conocimiento racional inferior se denomina ciencia y tiene por objeto las cosas sensibles y temporales; también es producido por el alma, que conoce y juzga sobe las cosas materiales a partir de las impresiones recibidas por los sentidos. -El conocimiento racional superior es la sabiduría y tiene por objeto las verdades eternas, las ideas universales y necesarias. Nos hace comprender la esencia de las cosas y nos conduce a la contemplación, que llega hasta el conocimiento de Dios.
Es evidente, según Agustín, que las verdades eternas que descubrimos en nuestro interior, no pueden ser producidas por el alma, ya que exceden por completo la razón superior. Es preciso una intervención especial de Dios, una iluminación divina.
En Dios se halla la verdad a la que aspira el ser humano y la felicidad a la que tiende que, con ayuda de la gracia, se alcanzará en la otra vida.
1. Por el orden y belleza del mundo: el universo en su conjunto manifiesta que no se ha hecho a sí mismo, sino que ha sido hecho. Si hablamos a las cosas, ellas nos hablan constantemente de Dios. Desde los cuerpos-que cambian en el espacio y el tiempo- y las almas- que sólo cambian en el tiempo- nos elevamos a un Ser Superior que es completamente inmutable. 2. Por las ideas o verdades eternas que encontramos en nuestra mente: Las verdades eternas e inmutables que descubrimos en el intelecto, no pueden provenir de nosotros mismos; únicamente pueden tener su origen en Dios, ya que solo Él es eterno e invariable.
San Agustín considera que el nombre que mejor expresa la naturaleza de Dios, es el que él se dio a sí mismo: “Yo soy el que soy”. Aunque nunca podemos alcanzar un conocimiento pleno de Dios, podemos atribuirle diversas perfecciones: Inmutable: Siempre es el mismo, sin cambio alguno ni mutación. Perfección pura: No se le puede añadir ni quitar nada. Es perfecto. Bien sumo: Es el bien sin restricción, de donde procede todo bien creado. Absolutamente simple: Las diversas perfecciones no son sino modos de denominar a la esencia divina en la que no hay composición ni partes. Uno y único: Hay un solo Dios que es principio de todas las cosas.
San Agustín sostuvo que Dios creó todas las cosas a partir de la nada, libremente y de acuerdo con unas ideas contenidas en la inteligencia divina. Las esencias de las cosas se hallan como ejemplares o modelos en la mente divina antes de crearlos. Para Agustín, en su doctrina sobre la Creación denominada ejemplarismo, las ideas se encuentran en la inteligencia divina y no se distingue de Dios. Estos son fuente del ser de las cosas y de la verdad, y son fundamento de la certeza y la ciencia.
SAN AGUSTÍN
San Agustín afirma que las primeras criaturas en el orden de la creación son los ángeles, que sólo conocemos por la fe. A continuación, en importancia, se sitúa el ser humano, el cual está compuesto de dos sustancias: cuerpo y alma. El de Hipona considera el cuerpo la tumba del alma. También esta parte material pertenece a la esencia del hombre; el alma necesita de ella para constituir el ser humano. Para Agustín, el alma es espiritual-simple e indivisible-; por ello, es necesario afirmar también que el alma es inmortal: al no tener partes, no se puede descomponer ni corromper. La filosofía de San Agustín, sin embargo, no supo dar una respuesta definitiva al problema del origen del alma. Su propia posición osciló entre dos posturas: el creacionismo y el traduccionismo, sin llegar a decantarse por ninguna de ellas.
San Agustín se preguntó ¿en qué consiste el mal, de dónde proviene y porqué lo permite Dios?. En primer lugar, sostuvo que el mal tenía una entidad positiva, propia de todo lo material. Sin embargo, posteriormente desaprobaría esta postura para afirmar que el mal carece de entidad, y no puede considerarse algo positivo, sino que solo puede ser defecto o privación del ser, por eso Dios, que es el Ser y el Bien Supremo, no puede ser su causa. Dios solo comunica a las criaturas el ser y la bondad.
¿En qué consiste entonces el mal? San Agustín entendió dos tipos de males: .
El mal físico es consecuencia del pecado y procede de la justicia divina, que por medio de él castiga el pecado original.
El mal moral o pecado es el verdadero mal, y consiste en la actuación voluntaria del hombre en contra de la ley de Dios. El mal moral, por tanto, procede de la libertad humana y no es querido por Dios. Lo que Dios quiere es nuestro libre albedrío porque sin él el hombre no podría elegir el bien y amar a Dios. Las buenas acciones no podrían ser dignas de alabanza, ni las malas merecer castigo, si no procedieran de la voluntad libre del hombre. Con su doctrina sobre el libre albedrío, San Agustín defendió la primacía de la voluntad libre. Ella es el motor de nuestras acciones y de ella depende su bondad o maldad en la medida en que acepta o rechaza la ley divina. San Agustín caracterizó la ley eterna como “la razón divina o voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe quebrantarlo”. El ser humano puede conocer y querer la ley eterna que dios ha impuesto en la Creación y de acuerdo con la cual se ordenan todas las cosas. Quienes actúan voluntariamente contra ella, actúan mal y se convierten en desgraciados; quienes obran de acuerdo con ella, alcanzarán la verdadera felicidad: contemplar y amar a Dios.