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Contexto literario: la poesía española desde principios del s.XX a la posguerra.
En el último cuarto del XIX, la poesía lírica española se encontraba estancada entre el Romanticismo más tópico y el Realismo de la poesía de Campoamor. Sólo la figura de Bécquer, posromántico y presimbolista, ofrecía modernidad y calidad. Mientras, en Francia triunfaba una poesía novedosa, correlato del impresionismo pictórico, heredera del Romanticismo y raíz de la poesía moderna: el Simbolismo. Baudelaire, Rimbaud, Verlaine… comenzaron la andadura de la poesía moderna con el lenguaje simbolista (símbolo y metáfora, música y ritmo en la cadencia versal, sinestesia, plasticidad…).
El Simbolismo llegará a España ya en 1888 de la mano de un nicaragüense, Rubén Darío, que en esa fecha publicó Azul…
, saludado por Juan Valera como la mayor novedad poética de nuestras letras modernas. Las innovaciones que Rubén Darío trajo a nuestro panorama poético de comienzos del XX implican una revolución similar a la que supuso la introducción de la poesía italianista del Renacimiento que llevaron a cabo Boscán y Garcilaso en el siglo XVI. Esta vez, la innovación tiene la impronta francesa del Simbolismo y en las letras hispánicas se llamará Modernismo. Sin embargo, el Modernismo en España no será un movimiento homogéneo y, además, por las circunstancias críticas socio-históricas del momento (“crisis del 98”), tendrá una ramificación literaria nacional, la de la llamada “Generación del 98”. Comenzarán en el Modernismo poetas como los hermanos Machado (Manuel y Antonio), Francisco Villaespesa, Eduardo Marquina, Juan Ramón Jiménez y, en prosa poética, con las Sonatas, Valle-Inclán. No obstante, sólo Villaespesa, Manuel Machado y Marquina persistirán en el Modernismo; el resto, con personalidades poéticas propias, tendrán evoluciones individuales diferentes: Juan Ramón Jiménez se despojará de los “ropajes modernistas” y abogará, en la segunda década del XX, por la “poesía desnuda”, con lo que será el “maestro” de los primeros pasos del grupo poético del 27; Valle-Inclán evolucionará hacia su arte del esperpento dentro de su visión crítica distorsionadora de la realidad (con ello, entrará tardíamente en la órbita de la “Generación del 98”); Antonio Machado, que fue modernista en sus Soledades a principios del s. XX, evolucionará hacia los planteamientos y temas propios de la “Generación del 98” con una estética más sobria, que tendrá su colofón en Campos de Castilla (1912).
Tras el fin de la Primera Guerra Mundial (1914-1917), comienzan a vislumbrarse nuevos caminos poéticos que, frente al neorromanticismo y el irracionalismo que subyacían en el Simbolismo y el Modernismo, pretenden despojar al arte de su raíz sentimental y confesional: se trata de un proceso que quedó definido como la “deshumanización del arte” y que llevaron a cabo los escritores e intelectuales de la llamada Generación del 14, que tiene su voz en el Novecentismo. Ortega y Gasset y la «Revista de Occidente», así como Ramón Gómez de la Serna, Rafael Cansinos, Guillermo de Torre y algunos jóvenes de la Generación del 27, junto a poetas ya consagrados como Juan Ramón Jiménez, dan este nuevo impulso a nuestra poesía. Dos son los caminos que confluyen:
a.- Vanguardias: surgen diferentes tertulias vanguardistas al calor de los ecos europeos (franceses e italianos sobre todo): El Dadaísmo, el Futurismo, el Cubismo, el Surrealismo… tendrán en España su eco: Guillermo de Torre y el Ultraísmo, el chileno Vicente Huidobro o el español Gerardo Diego en sus comienzos con el Creacionismo serán los ejemplos más destacados. Las veleidades de las Vanguardias serán absorbidas y fusionadas perfectamente por los poetas de la Generación del 27.
b.- Poesía pura: de Paul Valéry. La desnudez asentimental de la “poesía pura” tiene en España un maestro, Juan Ramón Jiménez, que marcará los primeros pasos de los poetas del 27. Así, la aparición en 1916 del poemario versolibrista de Juan Ramón Jiménez Diario de un poeta recién casado marcará un hito en la superación del Modernismo y el inicio del canon de la “poesía pura”, que tendrá su eco en la revista «Índice»
Los poetas del 27 se iniciarán en su juventud al calor de las Vanguardias (Gerardo Diego) y de la “poesía pura” (Jorge Guillén), influenciados también por la poesía intimista, de un posromanticismo depurado, de Bécquer (Pedro Salinas o Rafael Alberti). A su vez, volverán sus ojos a nuestro Siglo de Oro, desde las «Odas» de Fray Luis o el misticismo de San Juan de la Cruz hasta el gongorismo más radical de la Fábula de Polifemo y Galatea, pasando por los sonetos lopistas o el cultivo de la poesía tradicional tal y como lo hicieron Lope de Vega y Góngora.
Su maestro inicial será Juan Ramón Jiménez y su punto de encuentro la «Residencia de Estudiantes». Sin embargo, los poetas del 27 pronto se emanciparán de las tutelas y, con el homenaje a Góngora en 1927, se distanciarán de Juan Ramón Jiménez.
La poesía del «Grupo del 27» marcó realmente el inicio de la poesía contemporánea española e implicó la posibilidad de una verdadera fusión entre Tradición y Vanguardia. Durante sus comienzos, fusionaron las Vanguardias (Ultraísmo) y la poesía pura (Valéry y Juan Ramón Jiménez) con los ecos de Bécquer y el cultivo de la poesía popular tal y como lo hicieran nuestros poetas barrocos. Ya avanzada la década de los veinte, con el homenaje a Góngora (1927), el camino fue el de una poesía más elaborada y hermética fusionada con las audacias de la poesía vanguardista. Sin embargo, las convulsiones histórico-sociales que azotarán al mundo a partir de la crisis de 1929 (los fascismos, la preparación de la 2ª Guerra Mundial, la crisis económica que hace tambalearse al capitalismo…), llevarán a una «rehumanización del arte» que, en el terreno de la Vanguardia, tendrá su base en el Surrealismo. La irrupción de la poesía surrealista implicará un viraje en la concepción del quehacer poético que comienza por rechazar el concepto de “poesía pura”. Con la entrada de la década de los treinta, que en España vivirá la llegada de la 2ª República y la Guerra Civil, comenzará lo que Neruda llamará en su revista «Caballo verde para la poesía» la “poesía impura”, manchada de sudor, lágrimas y humanidad. Así lo veremos en Lorca a partir de Poeta en Nueva Cork, en Cernuda, Alberti, Emilio Prados o Vicente Aleixandre, cuyo poemario La destrucción o el amor (1935) marca un hito en el surrealismo español (será, por cierto, el libro de cabecera de Miguel Hernández). Y pronto, con la amenaza y la llegada de la Guerra Civil, muchos de los poetas del 27 convierten su “poesía impura” en “poesía comprometida”, un compromiso que llevará a muchos al exilio.
Miguel Hernández es una de las figuras más atractivas de la poesía española de la primera mitad del siglo XX. Dámaso Alonso lo consideró el “genial epígono del grupo de los poetas del 27”, y otros lo inscriben en la llamada “generación del 36”. Su mundo poético —como el de todo poeta verdadero— es un mundo transfigurado. Así, toda su obra no es más que la transformación poética de ásperas, fuertes y extremadas realidades vividas por el poeta. Todas sus vivencias, desde las de pastor adolescente hasta las de preso condenado a la última pena, se convierten en poesía por el milagro de una intuición lírica, purísima y precoz en sus primeras composiciones, y madurada después por la vida, el amor y la muerte, sus “tres heridas”.
La obra poética de Miguel Hernández se puede dividir en 4 etapas:
Se conservan más de 100 poemas de esta época iniciática. Son en su mayoría de arte menor. Los versos aparecen combinados libremente o siguen las formas tradicionales de la poesía popular: romancillos, endechas, romances, redondillas, cuartetas… Sólo en algunos pocos poemas ensaya el arte mayor. Los temas de estos poemas son muy variados, pero casi siempre relacionados con la vida campestre. Los encuentra en el paisaje de Orihuela, en la serranía que recorre con sus cabras. Su vida de pastor se introduce en ellos y les presta su vocabulario agreste: “zagal”, “zurrón”, “cordero”, “chivo”, “lagarto”, “risco”… Se observa una gran capacidad para la percepción del mundo pastoril y para expresar las sensaciones que le provoca el paisaje de su tierra.
En su primer viaje a Madrid, en 1931, la llamada Generación del 27 está en pleno apogeo. El pastor-poeta se ha sentido atraído y deslumbrado por una de las actitudes más significativas de aquel grupo de poetas ya consagrados: la vuelta a Góngora, nacida al calor de la conmemoración del cuarto centenario de su muerte.Miguel Hernández se lanza con “Perito en lunas” (1933) a la conquista de aquella maestría de la forma, a la búsqueda de la belleza como fin último de la poesía; y ello le empuja al cultivo de la
metáfora, al empleo del endecasílabo, a la utilización de las estrofas clásicas, como el soneto. Pero su gongorismo no es puramente imitativo, sino que se asienta en lo real e inmediato, en la cercanía de la tierra y no en un mundo puramente fabuloso como el del cordobés. El tema central de Perito en lunas se relaciona con la luna, aunque muchas veces enlaza tangencialmente con otras realidades. No es una luna literaria, sino real, vista y sentida en el monte, en las huertas o en las calles. El poeta nos recrea su propio mundo bucólico, nos habla de los frutos del campo de Orihuela: la sandía, la granada, el limón; del ganado, de la oveja; de las aves de corral como el gallo; de la culebra y de la serpiente, de las palmeras y de todo el mundo rural que percibe.
La palmera levantina
Romancillo de Mayo
El Nazareno
Un día conoce a Josefina Manresa y se enamora de ella. Sus vivencias van hallando formulación lírica en una serie de sonetos que desembocarán en El rayo que no cesa (1936), compuesto entre 1934 y 1935, que incluye 31 composiciones: 27 sonetos, dos poemas y dos elegías El tono trágico o dolorido preside el libro desde el poema que lo abre, «Un carnívoro cuchillo…», escrito entre 1934 y 1935. Describe una lucha constante, en la que el yo lírico pelea contra la fatalidad con actitud combativa y vital. Expresa el amor humano, visto como destino trágico y presiente la muerte como algo inminente. Su motivo central es, pues, la amenaza constante de un destino trágico y violento. En El rayo que no cesa se produce la maduración íntima de un concepto de amor que lo aleja de las melancolías y de los vuelos místicos, por lo que se abre con un poema cortante y patético, donde el amor es “un cuchillo carnívoro”, símbolo de fantasma homicida hiriente y perseguidor; es el amor como agonía, un amor doloroso. Simplificando mucho, podemos decir que este libro, que lo lanzaría a la fama, es el resultado de dos crisis: una amorosa y otra ideológica y poética. Los poemas están marcados por la influencia positiva de su segundo viaje a Madrid, en la primavera de 1934. Aunque el poeta echa de menos a sus amigos, en especial a Ramón Sijé, el comer fruta fresca hasta saciarse o bañarse en el río, poco a poco hace nuevos amigos poetas que lo enriquecen enormemente: Altolaguirre, Alberti, Cernuda, Delia del Carril, María Zambrano, Vicente Aleixandre y Pablo Neruda. A estos nuevos amigos no les gusta el estilo de la revista que ha fundado su amigo Ramón Sijé, y Neruda se lo dice abiertamente: «Querido Miguel, siento decirte que no me gusta El Gallo Crisis. Le hallo demasiado olor a iglesia, ahogado en incienso». Ramón Sijé teme perder a su gran amigo para sus ideales neocatólicos, pero pronto ambos tienen que constatar que el ambiente de Madrid puede más que los ecos de la lejana Orihuela. Pablo Neruda insiste en sus ingeniosos sarcasmos anticlericales: «Celebro que no te hayas peleado con El Gallo Crisis pero esto te sobrevendrá a la larga. Tú eres demasiado sano para soportar ese tufo sotánico-satánico». Si Ramón Sijé y los amigos de Orihuela le llevaron a su orientación clasicista, a la poesía religiosa y al teatro sacro, Neruda y Aleixandre lo iniciaron en el simbolismo y el surrealismo y le sugirieron, de palabra o con el ejemplo, las formas poéticas revolucionarias y la poesía comprometida, influyendo, sobre todo Neruda y Alberti, en la ideología social y política del joven poeta provinciano. Superada esta crisis, Miguel Hernández es ya un poeta hecho y comienza a crear lo más logrado y genial de su obra. Tres de los poemas amorosos están dedicados a su primer amor y futura esposa, Josefina Manresa, una mujer sencilla de tradición católica y muy clásica, el resto de los referentes a este tema (a raíz de una ruptura provisional con Josefina) a dos mujeres que representan polos opuestos: Maruja Mallo, el amor intelectual y pasional, la gran pintora surrealista, (a quien corresponden más de la mitad de los poemas del libro) y María Cegarra, la poetisa de ideología ultracatólica, que acabó militando en Falange Española. La muerte de su gran amigo Ramón Sijé el día de Nochebuena de 1935, por una infección intestinal a los 22 años, le inspiró uno de sus mejores poemas.
Te me mueres de casta y de sencilla
Por una senda van los hortelanos
Elegía a ramón Sijé
Durante la guerra civil, el poeta somete su fuerza creadora a los fines más inmediatos. Busca Hernández una poesía útil que llegue al corazón del pueblo llano, escrita para ser recitada en las trincheras, aldeas y pueblos, y busca emparejarla con el cancionero popular con la intención de “mantener la moral del soldado, para adoctrinarle a propósito de la causa de la libertad”. En 1937 publica Viento del pueblo. El libro contiene elegías, odas, cantos épicos y poemas imprecatorios. El poeta cabrero es ahora un poeta soldado que combate en diferentes frentes para impedir el avance del fascismo. En plena guerra logra escapar brevemente para casarse en Orihuela el 9 de Marzo de 1937 con Josefina Manresa, con la que se ha reconciliado, después de confesarle que ha estado con otras dos mujeres, pero que ninguna tiene su luz y su pureza y que sólo ella es su Beatrice. A los pocos días parte al frente de Jaén, donde escribe “Aceituneros”. Su poesía muestra ahora un gran compromiso social y político con los pobres, con los que han sido apartados de todo, con la libertad y contra el avance de ideologías retrógradas y represoras que quiere perpetuar la miseria económica y moral de España.
El hombre acecha (1939) sigue la línea marcada por Viento del pueblo, pero con un doloroso acento por la tragedia de la guerra. Desde el título mismo, se nos propone una tesitura dolorida, un desencanto amargo por comportamientos crueles e injustos. La guerra había acumulado experiencias demasiado feroces y el hambre, las cárceles, las mutilaciones y la destrucción ensombrecieron su poesía. “No me dejéis ser fiera”, clama. Y también “ayudadme a ser hombre”. Pero un mundo de convulsiones, de traiciones y de violencias azuza de continuo el instinto feroz, y el poeta, que quiere cantar la ternura y el profundo amor que siente por la esposa y el hijo, comprueba día a día que las armas animalizan al hombre. La simbología es clara fiera-maleza-garra, correspondiéndose con hombre agresivo-odio-armamento. El desaliento se halla, sin embargo, superado por el impulso de solidaridad y, en último término, por su fe en el hombre, que no desaparece nunca del todo.
El niño yuntero
Aceituneros (Andaluces de Jaén)
Canción del esposo soldado (He poblado tu vientre de amor y sementera)
Herido (para la libertad sangro, lucho, pervivo)
Menos tu vientre
En la primavera de 1939, ante la desbandada general del frente republicano, Miguel Hernández intenta cruzar la frontera portuguesa y es devuelto a las autoridades españolas. Así comienza su larga peregrinación por diversas cárceles: Sevilla, Madrid, etc. Inesperadamente, a mediados de septiembre de 1939, es puesto en libertad. Fatídicamente, arrastrado por el amor a los suyos, se dirige a Orihuela, donde es encarcelado de nuevo en el seminario de San Miguel, convertido en prisión. El poeta -como dice lleno de amargura- sigue «haciendo turismo» por las cárceles de Madrid, Ocaña, Alicante, hasta que en su indefenso organismo se declara una «tuberculosis pulmonar aguda» que se extiende a ambos pulmones. Entre dolores acerbos, hemorragias agudas, golpes de tos, Miguel Hernández se va consumiendo inexorablemente de dolor, pena y soledad. El 28 de marzo de 1942 expira a los treinta y un años de edad.En la cárcel escribeCancionero y romancero de ausencias (1939-1941) Esta obra es un “diario íntimo” en forma poética, en el que Miguel Hernández ha ido expresando sus meditaciones, sus sentimientos sobre el amor, la muerte o la ausencia. Son poemas breves, concisos, sometidos a una reducción conceptual y lingüística, que acentúa su carácter íntimo, casi secreto. De hecho, sólo aparece el dolor del hombre ante la ausencia de la mujer, del hijo y de la libertad, y la presencia de la soledad y la muerte. Es uno de los pocos poetas de la literatura universal que expresa un sentimiento tan profundo de paternidad, de amor inmenso a su hijo y a la esposa del que ha nacido; su conciencia de inmortalidad no la cifra como otros en su gran obra literaria sino en la vida real de ese hijo en el que se perpetúa y que “no dejará desiertas ni las calles ni los patios”.
Nanas de la cebolla
Antes del odio (Libre soy, siénteme libre / sólo por amor.)
Hijo de la luz y de la sombra (besándonos tú y yo se besan nuestros muertos/se besan los primeros pobladores del mundo)
Los temas en la poesía de Miguel Hernández
Los principales temas en la poesía de Miguel Hernández son la naturaleza, el amor, el compromiso social y político y la vida y la muerte.
Miguel Hernández nace en un ambiente rural y mediterráneo de la España de principios del siglo XX. Vive impregnado de naturaleza y ésta empapa toda su obra literaria. Fue gran conocedor y amante de la fauna, la flora y el mundo mineral de su entorno levantino. Hernández es el poeta que devuelve la poesía a la naturaleza, la rescata de la desnaturalización del grupo del 27.
En su primera etapa la naturaleza abarca el paisaje y los elementos cotidianos de su modesta existencia. Una naturaleza que se constituye en la protagonista del poema. En sus poemillas más infantiles se advierte la estrecha vinculación entre el quehacer poético y su cotidianidad. Ahora bien la naturaleza captada en el entorno inmediato de su experiencia ganadera desarrolla otros dos rasgos que caracterizan su obra de adolescente y joven creador.
Miguel Hernández se considera parte de la naturaleza, la ensalza y la dignifica desde lo humilde hasta lo más majestuoso y sublime. La fusión de Hernández con la Naturaleza se deberá asimismo a que, en su primera etapa, concibe todo lo natural como obra de Dios; naturaleza siempre en sentido bucólico y geórgico, esto es, pastoril y campesino frente a la gran urbe (Madrid) que le asfixia. En sus primeros poemas la naturaleza es símbolo de pureza y de divinidad.
Como homenaje al estilo de Góngora, escribe en 1932 su primer libro, Perito en lunas: sucesión de acertijos poéticos que supone uno de los exponente más originales de la poesía pura, sustentada en lo neogongorino, como manifestación culta, y en la adivinanza como expresión tradicional. Los poemas describen objetos sencillos de la naturaleza y de la vida cotidiana y además no llevan título. El creacionismo católico convive en Miguel Hernández (durante sus dos primeras etapas, hasta fijar su residencia en Madrid, en 1935) con la filosofía del hilozoísmo. Según esta, la materia se halla espiritualizada y por eso el poeta tiende a ver la materia como viva y dotada de intenciones. Por ello, la palmera pone tirabuzones a la luna o la espiga aplaude el día.
De la naturaleza brotarán las más peculiares metáforas de Miguel Hernández y sus símbolos más logrados.
La poesía de Miguel Hernández se modula en torno a tres grandes motivos, tres grandes asuntos que todo lo invaden y determinan, y que, por otro lado, son los tres grandes temas de la poesía de siempre: la vida, el amor y la muerte (el vivir, el amar y el morir pugnan con idéntica insistencia por dominar su aliento poético). Así lo resume el poeta, en Cancionero y romancero de ausencias, con este célebre poema: Llegó con tres heridas/ la del amor / la de la muerte / la de la vida.
La metáfora de la herida, perteneciente al lenguaje del amor-pasión de los cancioneros medievales y de la mística, se convierte en el vehículo simbólico de toda la existencia hernandiana.
Con la sorprendente aventura metafórica de Perito en lunas se inicia la etapa gongorina de Miguel Hernández, donde el poeta desarrolla un decidido ejercicio de expresión plástica de la naturaleza en la que se ponen de relieve sus grandes pasiones, vinculadas aquí a la naturaleza, pero no sólo la unida a su paisaje personal levantino (palmeras, azahar, granadas, sandía, higueras…), sino también la referente a su humana vitalidad, tan ricamente expresada con imágenes de potente y encendido sensualismo.
Tras este encendido vitalismo sensual de sus inicios, Miguel Hernández encuentra su voz y su “herida”, la del amor (su muerte y su vida), con El rayo que no cesa
. Ciertamente, este poemario nos revela por primera vez la inmensa “herida” de su interior, encarnada en el “rayo” y el “cuchillo” fatídico y amenazante, que tiñen de sangre los temas del amor y de la vida: “Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un brillo / alrededor de mi vida” [de «Un carnívoro cuchillo». El amor es pasión atormentada por el anhelo insatisfecho y unas ansias de posesión frustradas; en sonetos de gran intensidad lírica el poeta pena de amor.
A su vez, la estructura y los componentes temáticos del poemario nos remiten al modelo del “cancionero” de la tradición del “amor cortés” petrarquista. Así, su experiencia (pena) amorosa se articula en tres tópicos dominantes: la queja dolorida, el desdén de la amada y el amor como muerte. Ciertamente, el poeta vive su pasión amorosa como una tortura, un permanente sufrimiento («Umbrío por la pena, casi bruno…»).
En Viento del pueblo el tema del amor se funde con la poesía de combate y se supedita al enfoque político-social, como podemos ver en la «Canción del esposo soldado» : ahora el poeta canta su amor, encendido por una pasión erótica de dimensiones casi bíblicas (remite al «Cantar de los cantares»), a la esposa, la compañera, preñada de su simiente. El amor se hace “cántico”; la amada, “esposa”; el poeta, “soldado”; y el hijo que esperan, “símbolo de la victoria de la República”.
Según avanza la guerra, la posibilidad de la victoria se aleja y el espectáculo cruento del enfrentamiento fraticida se intensifica. En otoño de 1937, el poeta está cansado y es el tiempo de la preparación de su segundo libro de guerra, El hombre acecha
. Así, el tono vigoroso, entusiasta y combativo de Viento del pueblo se atempera en El hombre acecha ante la realidad brutal del curso de la guerra: la voz del poeta pasa de cantar a susurrar amargamente, el lenguaje se hace más sobrio, el tono más íntimo .
Con los últimos y trágicos bandazos de la República, la vida de M. Hernándezl entrará en una zona de sombra de la que no saldrá. Vivirá la muerte de su hijo, Manuel Ramón, el 19 de octubre de 1938, sin contar todavía un año de vida. El nacimiento de su segundo hijo, Manuel Miguel, poco después, a comienzos de 1939, sólo compensará en parte tanta tragedia. Este hijo suyo, a quien dedica sus «Nanas de la cebolla», no conocerá a su padre en libertad. Acabada la guerra, Miguel Hernández es detenido en mayo de 1939. Al poeta sólo le quedará la cárcel, el sufrimiento y la muerte.
En septiembre de 1939, al salir de la cárcel y antes de volver a ser detenido definitivamente, Miguel Hernández entregó a su esposa un cuaderno manuscrito con poemas que había titulado Cancionero y Romancero de ausencias
. Con este último poemario, Miguel Hernández alcanza la madurez poética con una poesía desnuda (la sencillez de la lírica popular le da el molde), íntima y desgarrada, de un tono trágico contenido con el que aborda los temas más obsesionantes de su mundo lírico: el amor, la vida y la muerte, sus “tres heridas” marcadas siempre por la ausencia o la elegía. En este “diario” de privación (ausencia) y de dolor por la vida, el amor y la muerte, “día” y “noche” son los dos grandes símbolos, las fuerzas viril y femenina de la fecundación, y el “vientre” de la mujer es la madre, símbolo casi telúrico de la vida. La amada es ahora esposa y madre, de ahí el símbolo del vientre [«Menos tu vientre»]. . La “sed” es símbolo no sólo del deseo de la amada [«Casida del sediento»], sino también del deseo de libertad, por eso en el poema «Antes del odio» la “sed” en la cárcel (“Sed con agua en la distancia, / pero sed alrededor”) funde al final el amor y la libertad en la imagen de la amada (“A lo lejos tú, sintiendo / en tus brazos mi prisión: / en tus brazos donde late / la libertad de los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor”).
Cuando, en marzo de 1934,Miguel Hernández viaja por segunda vez a Madrid, comienza para él una nueva etapa en la que se introducirá en la intelectualidad de la capital y se “despegará” definitivamente del ambiente oriolano, lo que provocará una crisis personal y poética de la que saldrá su voz definitiva. Colabora con Pablo Neruda en la revista Caballo verde para la Poesía, con lo que se decantará definitivamente por la “poesía impura” y dejará atrás la influencia clasicista, conservadora y de acentos católicos de Ramón Sijé, se mostrará partidario del ideario marxista y más tarde se incorpora a la Misiones Pedagógicas, con el encargo de “difundir la cultura general, la moderna orientación docente y la educación ciudadana en aldeas, villas y lugares, con especial atención a los intereses espirituales de la población rural”, donde los índices de analfabetismo eran altísimos. Comienza, pues, el compromiso social de Miguel Hernández.
Muy pronto, el estallido de la Guerra Civil en julio de 1936 obliga a Miguel Hernández a dar el paso al compromiso político. El comienzo de la contienda fue amargo (en agosto es asesinado por unos milicianos el padre de Josefina Manresa, guardia civil), pero no por ello fue menos decidida su respuesta para defender a la República: en septiembre se incorpora como voluntario al Quinto Regimiento y, más tarde, con la guerra recrudeciéndose, Miguel Hernández es trasladado al Altavoz del Frente Sur, en Andalucía, entre cuyos cometidos está el uso de la poesía como arma de combate, propagándola a través de altavoces. En marzo, aprovechando el “sosiego” de la retaguardia, viaja a Orihuela para casarse civilmente con Josefina Manresa. Y, de vuelta a Andalucía, dirige el periódico «Frente Sur». Este es el tiempo en que el poeta compone Viento del pueblo, que será publicado en Valencia (Ediciones del Socorro Rojo), en verano de 1937.
Miguel Hernández comprende el poder transformador de la palabra, su posible función social y política. La solidaridad es su lema poético, poesía comprometida, poesía de guerra y denuncia y poesía de solidaridad con el pueblo oprimido. Sus poemas se articulan en torno a tres tonos: la exaltación, la lamentación o la imprecación.
El tono de exaltación es el tono dominante en Viento del pueblo en tanto que la voz “hímnica” domina gran parte de sus poemas, en los que hay un generoso entusiasmo combativo que lleva a mitificar a los protagonistas poemáticos (jornaleros, poetas, combatientes…). Así, exalta y exhorta a los jornaleros (“Jornaleros: España, loma a loma, / es de gañanes, pobres y braceros. / ¡No permitáis que el rico se la coma, / jornaleros!”, en «Jornaleros»), a los aceituneros de Jaén (“Jaén, levántate brava / sobre tus piedras lunares, / no vayas a ser esclava / de todos tus olivares”, en «Aceituneros», ), a los campesinos (“Campesino, despierta, / español, que no es tarde. / A este lado de España / esperamos que pases: / que tu tierra y tu cuerpo / la invasión no se trague”, en «Campesino de España») o a figuras emblemáticas de la lucha («Rosario, dinamitera» o «Pasionaria»).
En Viento del pueblo, Miguel Hernández sufre con los explotados (“Me duele este niño hambriento / como una grandiosa espina, / y su vivir ceniciento / revuelve mi alma de encina”, en «Niño yuntero»,) y se proclama su “vate”, como leemos en «Sentado sobre los muertos» :
“Si yo salí de la tierra, / […] no fue sino para hacerme / ruiseñor de las desdichas, /[…] y cantar y repetir /a quien escucharme debe /cuanto a penas, cuanto a pobres, /cuanto a tierra se refiere”.
Este “poeta del pueblo” no sólo se siente el ruiseñor de las desdichas de los oprimidos, sino que lleva su compromiso a las trincheras tal y como proclama en la estrofa final de «Viento del pueblo»:
“Cantando espero la muerte, /que hay ruiseñores que cantan /encima de los fusiles /y en medio de las batallas”.
En los poemas dominados por el tono de la lamentación también mitifica (glorifica) a los sujetos líricos. Así lo vemos en los poemas elegíacos, que devienen alabanzas («Elegía primera», dedicada a Lorca, o «Elegía segunda», dedicada a Pablo de la Torriente). Con todo, la lamentación también cobra otros matices: en los poemas más sociales («Niño yuntero» y «Aceituneros») el tono de lamento sirve para expresar la identificación íntima, solidaria, con los protagonistas, víctimas de la explotación.
Frente a la exaltación del heroísmo de los que luchan por la libertad y la lamentación por las víctimas (muertos o explotados a manos de los tiranos), el tono de imprecación implicará denigrar e insultar a los cobardes que tiranizan al pueblo.
En ese mismo verano de 1937 en que Miguel Hernández publica Viento del pueblo, que recoge poemas escritos desde el comienzo de la guerra (18 de julio de 1936) hasta entonces, el poeta participa en el II Congreso de Intelectuales en Defensa de la Cultura, que se celebra en Valencia, y viaja poco después a la URSS para participar en el V Festival de Teatro Soviético. A su regreso, el talante de Miguel Hernández comienza a cambiar tras contemplar el espectáculo de una Europa ajena e insensible al drama que se vive en España; un hecho que, junto al espectáculo de la cruenta guerra que sigue contemplando, le provoca una profunda depresión e intensifica su vena antiburguesa. El poeta está cansado y, pese a la alegría del nacimiento de su primer hijo, Manuel Ramón, el 19 de diciembre de 1937, su voz se acoge a un progresivo intimismo pesimista que le hace interiorizar el espantoso espectáculo bélico que hace tambalear su fe en el hombre: comienza a escribir el que será su segundo libro de guerra, El hombre acecha, que consta de diecinueve poemas escritos entre 1937 y octubre de 1938, momento en que muere su hijo sin haber cumplido un año. En 1939 se compuso para su publicación en los talleres de la Tipografía Moderna de Valencia, pero la edición fue destruida, antes de salir, por las tropas franquistas al ocupar la ciudad. Quedan sólo dos copias sin encuadernar.
El hombre acecha es un poemario en el que el poeta se repliega hacia la introspección: los acontecimientos de la guerra son ahora vistos desde un intimismo marcado por el desaliento ante una realidad que se mide ya en miles de muertos, cárceles, heridos y odio.
El punto de partida de El hombre acecha está ya en su primer poema, «Canción primera», que ya irradia el tono del poemario con su terrible sentencia (“el hombre acecha al hombre”) y la figuración de lo humano animalizado (“garras” / “tigre”). Ese tono llega a su límite intensivo en el poema «El tren de los heridos» : el tren que avanza en un espantoso silencio nocturno (“noche” y “silencio”: soledad, vacío, infortunio) y sin estación en la que detenerse (“estación”: esperanza o posible alivio) es imagen simbólica de la vida humana cruelmente azotada y arrastrada a la muerte.
Fue en septiembre de 1939, al salir de la cárcel y antes de volver a ser detenido definitivamente, cuando Miguel Hernández entregó a su esposa un cuaderno manuscrito con poemas que había titulado Cancionero y Romancero de ausencias
. Con este último poemario, Miguel Hernández alcanza la madurez poética con una poesía desnuda (la sencillez de la lírica popular le da el molde), íntima y desgarrada, de un tono trágico contenido con el que aborda los temas más obsesionantes de su mundo lírico: el amor, la vida y la muerte, sus “tres heridas” marcadas siempre por la ausencia o la elegía .
Ya no hay canto combativo, ni exaltación de los héroes o del pueblo, ni imprecación a los verdugos, sólo hay lamento por el destino de cárcel y muerte que le aguarda. La guerra se retrata con una desnudez terrible, como un cuadro expresionista (“La sangre recorre el mundo / enjaulada, insatisfecha…/ Ansias de matar invaden / el fondo de la azucena”) que deconstruye el horror (“”Pasiones como clarines, / coplas, trompas que aconsejan / devorarse ser a ser, / destruirse, piedra a piedra”) en el poema «Guerra» : “Todas las madres del mundo/ ocultan su vientre, tiemblan/ […]. Alarga la llama el odio /y el amor cierra las puertas”. Por eso, el poeta nos quiso dejar en sus últimos versos de hombre vencido con sabor a pueblo unos versos de pacifismo en «Tristes guerras». Son los versos de un hombre cuya empresa fue el amor y cuyas armas fueron las palabras, versos verdaderos “aventados por el pueblo” con la “lengua bañada en corazón”: Tristes guerras /si no es amor la empresa./Tristes, tristes./Tristes armas/ si no son las palabras./ Tristes, tristes./ Tristes hombres/ si no mueren de amores./ Tristes, tristes.
El mundo poético de Miguel Hernández se define como el del amor y la muerte, junto a la vida. Son los tres grandes temas de la poesía de Hernández. En su obra se suceden todas las fases del crecimiento del individuo: desde los balbuceos y la ingenuidad de la infancia hasta los momentos de fascinación y contemplación del entorno natural, de la religión de su ambiente cultural, los enamoramientos, el despertar de la conciencia y el sexo, la lucha por los ideales y el choque contra la adversidad y la muerte acechante. Y, poéticamente, vida y muerte se aúnan en dos sentidos:
a.- Uno, en el sentido existencialista del filósofo Heidegger (1889-1976), por ejemplo, “el hombre es un ser nacido para la muerte”, ya anticipado por Quevedo en la literatura española :” vivir es un ir muriendo a cada instante”.
b.- Otro, en el sentido de la muerte-semilla. Como cantó Walt Whitman (1819-1892): el hombre es un ser que vela por la especie y permanece en ella. Eros y tánatos- amor y muerte- aparecen unidos para que la vida del ser humano se perpetúe como especie. Se es vencedor de la muerte en cuanto engendramos. La visión de la muerte que transmite poéticamente el oriolano no es oscura pues alcanza a la prolongación del ser en la especie.
Las elegías: En el ambiente del poeta la muerte era algo habitual. Sus atentísimos ojos no podrían pasar sin percibir y experimentar un profundo dolor interno por la muerte cercana e inexorable; vida y muerte prematura como destino de la naturaleza .Ejemplos de elegías serían la célebre “Elegía a Ramón Sijé” y la que compuso por el asesinato de Federico García Lorca.
Tradición y vanguardia en la obra de M. Hernández.
Miguel Hernández absorbió desde sus ávidas lecturas de adolescente a nuestros clásicos y, muy pronto, a los poetas de la Generación del 27. Miguel Hernández admiraba a todos los poetas del grupo y tuvo una relación más cercana con Aleixandre y con Neruda, que fueron cruciales en la evolución de su poesía. La fusión entre tradición y vanguardia es una característica que una a Hernández y al grupo poético del 27.
En esa fusión se aprecia la presencia de diferentes vectores:
Los clásicos de nuestro Siglo de Oro, desde San Juan de la Cruz, Fray Luis y Garcilaso (no sólo sus sonetos, sino también sus églogas) hasta los poetas del Barroco: Quevedo, Lope y, sobre todo, Góngora.
La poesía de Bécquer, presente en los comienzos de los jóvenes del 27, por lo que tiene de Romanticismo depurado por la pureza, la desnudez y la técnica del Simbolismo.
El neopopularismo, versión culta de nuestra formas populares (el Romancero, el cancionero tradicional, las cancioncillas, los villancicos, etc.) ya cultivados por los poetas del Barroco.
La poesía simbolista-modernista de Rubén Darío, cuyo magisterio es fundamental para la modernización poética de nuestras letras al entrar en el siglo XX.
La poética de Juan Ramón Jiménez, el maestro primigenio de la Generación del 27: su “poesía desnuda”, unida al concepto que por entonces acuñó Ortega y Gasset de la “deshumanización del arte”, piedra de toque del Novecentismo.
Las vanguardias buscaron un lenguaje propio que hiciera del poema un “artefacto artístico” basado, sobre todo, en la audacia de la metáfora. En este entorno se mueve el Ultraísmo y el Creacionismo .
Con los años treinta, a partir de A. Breton en Francia y Juan Larrea en España, irrumpe otro movimiento de vanguardia, el Surrealismo, que implica una “rehumanización del arte”, un nuevo romanticismo e irracionalismo que dará cabida a lo humano, e incluso o social y político. Esta irrupción liberadora y humanizadora implicará una renovación de la imagen poética y una reivindicación de la “poesía impura”, algo que lleva a cabo Neruda en su revista «Caballo verde para la poesía» en 1935 y que tiene entonces uno de sus máximos exponentes en el poemario La destrucción o el amor de V. Aleixandre, que se convirtió en el libro de cabecera de M. Hernández.
No podemos olvidar al pionero de las vanguardias en España, Ramón Gómez de la Serna, que ejerció su magisterio entre los jóvenes poetas de los años veinte. De él, sobre todo, queda el espíritu de la greguería (metáfora + humor), el trabajo poético para encontrar la metáfora insólita y conceptual que nos viene a la cabeza cuando leemos los “acertijos poéticos” encerrados en octavas de Perito en lunas
.
Una magistral simbiosis entre las fuerzas de estos vectores se puede apreciar tanto en los poetas del 27 como, a través de ellos, en Miguel Hernández, poeta que conjuga una gran permeabilidad ante las influencias y una originalidad enorme.
Así, en su etapa de aprendizaje, en Orihuela, Miguel Hernández lee y absorbe en su poesía a Virgilio, Garcilaso y Fray Luis, a Quevedo, Calderón y Lope, a Góngora, a Machado y a su admirado paisano G. Miró. Es la etapa en la que se encuentra bajo el influjo de Ramón Sijé, quien forjó en él la militancia católica y el amor a los clásicos. Pero a partir de 1927, el poeta oriolano entra en contacto con Góngora a través de la Generación del 27: la metáfora pura gongorina será asumida entonces como el paradigma del hermetismo del lenguaje poético de la “poesía pura”. Desde ese momento, los modelos para Hernández a la hora de cincelar sus imágenes poéticas serán Lorca y, sobre todo, la “poesía pura” de Jorge Guillén. En ese sentido, Perito en lunas (1933) se adscribe a la “poesía pura” que alumbró los primeros pasos de la Generación del 27 en los años veinte.
Cuando Hernández concibe El rayo que no cesa (escrito en 1935 y publicado en enero de 1936), vive una crisis amorosa y personal que deviene correlato de su viraje estético. El poeta abandona ya el influjo religioso y clasicista de Sijé así como el de la “poesía pura” y sigue la estela de Neruda (Residencia en la Tierra
) y V. Aleixandre (La destrucción o el amor
), la de un nuevo romanticismo de la mano del Surrealismo que implica una “rehumanización del arte” (la “poesía impura”). Es, pues, la estela de la segunda etapa, ya en plenos años treinta, de la Generación del 27 y su entorno.
En definitiva, tradición y vanguardia son dos elementos indisociables en la poesía del poeta de Orihuela: Cultivará la métrica y las rimas clásicas (tanto los de la poesía culta italianizante, como en los sonetos, los tercetos encadenados, etc, que denotan la clara influencia de Dante y Petrarca, como los de la métrica popular tradicional en octosílabos en diversos romances y poemas dedicados al pueblo como Andaluces de Jaén, el niño yuntero, nanas de la cebolla, etc.) Y a la vez incorporará a su poesía todas las importantes innovaciones de las vanguardias europeas, en especial el Simbolismo (una buena parte de su poesía está llena de símbolos) y el Surrealismo.
Un ejemplo perfecto de fusión entre tradición y vanguardia es la Elegía a Ramón Sijé: Desde el punto de vista formal la elegía reproduce el modelo clásico de la Divina Comedia de Dante, el poema más importante de la Edad Media. Como ésta extraordinaria obra de temática religiosa, -tan adecuada para inmortalizar a un amigo muy querido y profundamente religioso, de la misma manera que Dante inmortaliza a Beatrice con su poema-, está escrita en tercetos endecasílabos encadenados ABA, BCB, CDC…La Divina Comedia aborda el viaje del autor a través del Infierno, Purgatorio y Paraíso, para finalmente encontrarse con su adorada Beatrice y gozar de la visión de Dios. La Elegía es también un viaje del alma dolorida del poeta, por la repentina muerte del amigo, desde la tierra que ocupa y estercola hasta un paraíso poético en el que los amigos, obrada la resurrección (volverás a mi huerto y a mi higuera…), volverán a reunirse y hablar, como antes, bajo el almendro de nata. Pero junto a esta forma tan clásica, llena de figuras literarias clásicas también como las anáforas, paralelismos, etc., se unirán imágenes vanguardistas, sinestesias, así como símbolos surrealistas y metáforas de difícil explicación, etc., que siguen provocando la controversia de los especialistas: alimentando lluvias, caracolas, y órganos mi corazón sin instrumento a las desalentadas amapolas, me duele hasta el aliento, ando sobre rastrojos de difuntos, levanto una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes, a dentelladas secas y calientes, pajareará tu alma colmenera de angelicales ceras y labores, tu sangre se irá a cada lado, disputando tu novia y las abejas, etc.
Imágenes y símbolos en la poesía de M. Hernández
Los poemas de Miguel Hernández, en sus años de aprendizaje (1924-1931), presentan unas imágenes tomadas directamente de su entorno de Orihuela. En palabras de José Luis Ferris, éstas son “el limonero, el pozo, la higuera, las pitas , el patio…”. Las imágenes y los símbolos varían según la etapa creativa y vital que Hernández experimenta. Esas etapas son cuatro:
Perito en lunas (1933). El poeta se declara experto en lunas en dos acepciones: una, la natural, por su contemplación como pastor; la otra, la artística: todos los objetos de su entorno y conocimiento pueden quedar pintados poéticamente como formas lunares. Los asuntos retratados son objetos cotidianos. Pozo, sandía, noria, huevo, hogaza, raqueta de chumbera, sombrero….
El rayo que no cesa (1936). El tema fundamental del poemario es el amor y sobre él van a girar todos los símbolos que aparecen. Así, el rayo, que es fuego y quemazón, representa el deseo, enlazando a su vez con nuestra tradición literaria (Llama de amor viva, de San Juan de la Cruz). La sangre es el deseo sexual; la camisa, el sexo masculino y el limón, el pecho femenino, según podemos observar en un soneto como “Me tiraste un limón, y tan amargo”. La frustración que produce en el poeta la esquivez de la amada (Josefina Manresa) se traduce en la pena, uno de los grandes asuntos de este libro (soneto “Umbrío por la pena, casi bruno”). El carácter ambivalente de la amada lo apreciamos en el soneto “Fuera menos penado si no fuera / nardo tu tez para mi vista, nardo”, en donde la amada queda representada mediante metáforas de signo suave (nardo, tuera, miera), o bien a través de otras imágenes que recuerdan lo áspero (cardo o zarza, por ejemplo). Todos estos temas quedan resumidos en “Como el toro he nacido para el luto”, o “por una senda van los hortelanos”; hay un paralelismo simbólico entre el poeta y el toro de lidia, destacando en ambos su destino trágico, el dolor y la muerte, su virilidad, su corazón desmesurado, la fiereza, la soledad y la pena. No todos los poemas de El rayo que no cesa son así. Algunos nos hablan de una relación sexual más plena, por lo que hay críticos que no los identifican con Josefina Manresa, sino con una relación fugaz que Hernández tuvo con la pintora Maruja Mallo.
Viento del pueblo (1937) ejemplifica, muy a las claras, lo que es poesía de guerra, poesía como arma de lucha. El este libro hay un desplazamiento del yo del poeta hacia los otros. Así, pues, viento es voz del pueblo encarnada en el poeta: “Vientos del pueblo me llevan, / vientos del pueblo me arrastran, / me esparcen el corazón / y me aventan la garganta”. Al pueblo cobarde y resignado, que no lucha, se le identifica con el buey (“los bueyes doblan la frente, / impotentemente mansa / delante de los castigos”). El león, en cambio, es la imagen de de la rebeldía y del inconformismo. La mirada del poeta se vuelve, solidaria, hacia los que sufren. De ahí poemas como El niño yuntero, que desde su nacimiento es “carne de yugo” (tal el buey), “como la herramienta / a los golpes destinado” (cosificación), que está “empezando a vivir, y empieza a morir de punta a punta”.
Tras su matrimonio con Josefina Manresa (9-III-1937), ya no se canta tanto a la amada como deseo, sino que ahora se pone el acento en su maternidad. El símbolo, por tanto, va a ser el vientre; de ahí que en el comienzo de la Canción del esposo soldado leamos: “he poblado tu vientre de amor y sementera”. El hijo futuro será la prolongación de los nuevos esposos y la esperanza de una España mejor (“Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado”, “para el hijo será la paz que estoy forjando”).
En El hombre acecha (1939) vamos a encontrar el tema del hombre como fiera y, en consecuencia, colmillos y garras: Garra como símbolo de fiera. Fiera (y sus equivalentes tigre, lobo, chacal, bestia), como símbolo de la animalización regresiva del hombre, a causa de la guerra y del odio.
En la última poesía hernandiana se impone una dialéctica en la que entran en liza los símbolos de la luz y la sombra, es decir, de la vida y la muerte, de la esperanza y la frustración. La sombra se va apoderando de los espacios vitales y del mundo poético de Hernández según avanza la guerra, sobre todo tras la muerte del primer hijo:
Para que quiero la luz / si tropiezo con tinieblas (Cancionero .78)
Cancionero y romancero de ausencias, obra póstuma, se abre con elegías a la muerte del primer hijo del escritor, Manuel Ramón, fallecido en 1938 a los diez meses; Este es evocado mediante imágenes olfativas o intangibles: “Ropas con su olor, / paños con su aroma”; “lecho sin calor, /sábana de sombra”. La esperanza, no obstante, renace con la venida de un nuevo hijo, que llevará por nombre Manuel Miguel: a él, que vino al mundo a principios del 39, van destinadas las tristísimas “Nanas de la cebolla”. En ese nuevo hijo queda simbolizada la pervivencia del poeta: “Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca… En la cárcel, la pasada guerra es como un mal sueño que ha sembrado España de muertos y de presos (poema “Tristes guerras”). En la cárcel –o en las sucesivas cárceles que habrá de padecer- Miguel Hernández sigue añorando a su amada (poema “Ausencia en todo veo”). La muerte, simbolizada aquí por el mar, como en Jorge Manrique, empieza a ser la única certeza para el poeta: “Esposa, sobre tu esposo / suenan los pasos del mar”. A su hijo y a su esposa dedicará el bellísimo tríptico Hijo de la luz y de la sombra. Hernández cierra su peripecia vital y poética con unos versos de reafirmación de la luz sobre la sombra. Se sobrepone al desánimo y triunfa la esperanza en la lucha.
Pero hay un rayo de sol en la lucha
Que siempre deja la sombra vencida.
(Eterna sombra.1941)